Authors: Jean-Claude Lalumière
Mi despedida iba a celebrarse en mi oficina, lugar en el que iba a reunir a todos los miembros de la sección, a los que había que añadir al encargado de mantenimiento. Este último nunca dejaba escapar ocasión para participar en una fiesta, aunque fuera de trabajo y, por ello, poco propicia para el desmadre. Yo había comprado dos botellas de champán, otra más de zumo y unas galletitas saladas para picar. Había empujado mi mesa hasta una esquina para liberar espacio y sobre ella había dispuesto mi pequeño bufé.
Instintivamente, al principio, los invitados se habían pegado a la pared. Hablaban en susurros, a veces alguien hacía una broma discreta, pero la mayor parte del tiempo miraban el fondo de plástico de sus vasos o se servían un poco de champán templado mientras se preguntaban cuánto tiempo tenían que quedarse antes de poder marcharse sin que el resto los considerara unos maleducados y poder subirse a los trenes que los llevarían a sus casas de las afueras. No hay reglas establecidas o prefijadas. La única es la de que no es decente marcharse antes de la entrega del regalo de despedida, siempre acompañado de su correspondiente y graciosa tarjeta firmada por todos, y el discursito de circunstancias. Yo había preparado uno, convencional e hipócrita, como es natural, en el que expresaba a todos aquellos con los que había trabajado la gratitud que sentía hacia ellos por cuanto me habían enseñado desde mi primer día, el placer que había tenido al compartir mi vida cotidiana con ellos y la pena que me daba el tener que marcharme. Había quitado de mi discurso todo aquello que resultara gracioso. No domino ese registro. Brindé por la salud de mis futuros excompañeros.
Llegó el momento del regalo. Boutinot evocó en un discurso teñido de solemnidad el pesar que sentía al ver a su compañía desmantelada por la transferencia de tropas que había decidido el Estado Mayor y lamentó la pérdida de un elemento tan valioso. Esperaba que llegara un redoble a muerte, pero lo que vino fue peor. Philippe, a un gesto de Boutinot, se acercó y le dio a Boutinot el regalo que me habían preparado. El jefe de sección profirió estas palabras antes de dármelo:
—Esto viene a reemplazar un accesorio que perdió hace tiempo, durante su misión en Georgia. Usted, por supuesto no dijo nada y eso le honra, pero a pesar de su discreción nos enteramos de la desgracia y supimos que un viajero poco escrupuloso se apropió de la maleta en la que había metido los regalos para los miembros de esta sección. Afortunadamente, aquellos que había comprado para su madre se encontraban en la bodega del avión y así pudieron escapar de semejante vileza. Si ahora cuento esta historia no es para centrarme en lo anecdótico sino para demostrar que no es solo un buen compañero el que hoy nos deja sino también un buen hijo. —Boutinot sollozó y entonces terminó, por fin, su discurso—: Olvide esa desgracia, ese suceso y parta hacia un nuevo rumbo equipado como se debe.
Boutinot me tendió el paquete voluminoso que desenvolví con una cierta aprensión. Cuando descubrí el objeto, sonreí. Suena a tópico, pero no conseguía encontrar las palabras adecuadas con las que explicar mi agradecimiento a esos colegas que se habían dejado los riñones para dar con una réplica exacta del maletín que mi madre me había regalado cuando entré en el ministerio. Comprendí que la idea había sido de Mine, que me devolvía así el golpe por las latas de conserva georgianas. Solo ella conocía los problemas que aquel maletín me había causado y la relación que yo mantenía con ese objeto. Aquella mujer rencorosa de paciencia infinita servía su venganza en un plato frío. Si yo no hubiera hablado tanto... Busqué los ojos de Aline y ella levantó el vaso en alto ofreciéndome una sonrisa, aunque noté la presencia de unos pliegues amargos en la comisura de su boca.
El ambiente se relajó entre la evocación de mi nuevo trabajo, las historias de nuestras desgracias recientes, las anécdotas de viajes... Y todo esto nos llevó a la discusión central de toda sección digna de este nombre: las próximas vacaciones. Marc, que llevaba una camiseta con el nombre de Bali y unas palmeras serigrafiadas, habló de Estados Unidos y de la Ruta 66. Me pregunté cuántas personas podrían estar al tanto de su farsa. Philippe nos explicó la pasión que sentía por los trenes que lo llevaban por toda Francia a todos los hoteles que se encontraran frente a las estaciones o que dieran a las vías. Ya conocía todas las ciudades importantes, capitales de provincia y principales municipios del país y había decidido empezar con las estaciones secundarias para fotografiarlas desde todos sus ángulos. Nos confesó que su pasión era un poco absorbente y que quizá por eso su mujer lo había abandonado. Ese comentario rompió un poco el buen ambiente que se había creado. Philippe jamás nos había contado nada de su vida privada e ignorábamos que estuviera separado de su mujer. No sabíamos ni que estuviera casado.
Para sorpresa de todos, Arlette disipó el mal humor cuando nos habló de sus próximas vacaciones en las playas de California. Todos imaginábamos que alguien como ella tenía que pasarlas en Ardèche o en Bretaña, en una de esas comunidades de defensores de la ecología extrema, del no-consumo, de la no-contaminación, del reciclaje, de las duchas con agua de lluvia y de los baños secos. Las botellas de champán se habían acabado y emprendimos el ataque a una botella de ponche que Marc había traído. Él ya se había tomado la mayor parte, así que al imaginar las próximas vacaciones de Arlette, soltó una risa solitaria expansiva y expresiva. Terminó por exclamar entre espasmos: «¡Arlette en Malibú!». Todo el mundo comenzó a reír al unísono. Arlette también se reía de buena gana, pero se quedó helada cuando Marc, que no supo detenerse a tiempo, soltó: «Arlette en la playa de Berck», una estampa que le iba más al imaginarla con uno de los bañadores de su creación. Arlette jamás había tenido que sufrir ningún comentario sobre su vestuario. La mujer había desarrollado un estilo flotante a partir de telas superpuestas, de parches yuxtapuestos, de telas en desuso y de costuras disimétricas que solo ella era capaz de llevar. Se marchó molesta. Dejó tras ella un ambiente frío que inmediatamente puso el punto final a nuestra fiesta.
La semana siguiente, entré a formar parte del departamento de comunicación que se encontraba en el barrio de Les Invalides. Tras unos meses en el gulag, había logrado salir de Rusia y por fin me encontraba en los coloridos pasillos del Quai d'Orsay.
—Mis queridos colaboradores: nuestra misión no resulta sencilla. El presidente de la República y el primer ministro nos han pedido a los miembros del gobierno que movilicemos a nuestros equipos para desplegar una gran campaña de comunicación. Desean que cada ministerio acerque sus servicios a los ciudadanos: hace falta lograr esa proximidad con el ciudadano. Se acabó la administración impersonal. Hay que hacerla simpática, a la moda, guay. Estas son las consignas que me ha dado nuestro ministro, las palabras exactas que ha pronunciado el mismísimo presidente en el consejo de esta mañana. Tras esas consignas, y vosotros lo sabéis tan bien como yo, el objetivo es hacer brillar el sello del poder del ejecutivo, ya que nuestro presidente está muy mal valorado en los sondeos, como habréis podido comprobar leyendo la prensa. No sé todavía cómo el Quai d'Orsay va a responder a las órdenes. Lo que sé en cambio es que el ministro quiere tener propuestas mañana por la mañana. Y como ya son las tres de la tarde, quizá tengamos que quedarnos toda la noche.
Así fue como empezó mi primer día de trabajo en el departamento de comunicación. Me tiraron a la piscina en cuanto pisé el umbral. Apenas tuve tiempo de instalarme y de que me presentaran a mis nuevos compañeros.
Tras una mañana consagrada a las obligaciones administrativas inherentes a una toma de posesión, compartí una pequeña pausa con mi vecino de despacho, un hombre de unos cuarenta años con un físico inquietante. Bajo un pelo rubio y ralo, sabiamente peinado hacia atrás, y un mechón rebelde que colocaba en su sitio con un gesto mecánico, engrasando así ese colgajo capilar, su cráneo tenía la protuberancia típica de los empollones. De su cara lampiña destacaba una mirada de reptil. No fui capaz de aceptar su invitación a que me pagara la comida. Además, su conversación me había incomodado. Apenas habíamos dejado nuestras bandejas encima de la mesa, cuando se puso a hablarme de un tema cultural en el que demostró una erudición impresionante. Pierre Girardot, así se llamaba, era un autodidacta que consideraba que el arte es el único tema digno de debate. Cualquiera que fuera la disciplina, ya fuera pintura, escultura, fotografía, arquitectura o literatura, ninguna escapaba a su interés. Debo confesar aquí que sus parrafadas, una vez se hubo disipado el temor de las primeras sesiones, fueron para mí como el mapa topográfico de una región desconocida y que a veces consiguió construir en mí universos totalmente fascinantes. Me dejaba llevar por sus palabras como hace el explorador a bordo de una piragua en un río con una corriente demasiado fuerte; en mi endeble embarcación, me dejaba llevar mientras disfrutaba de los paisajes que se dibujaban durante las comidas mediante la evocación de un cuadro expuesto en el museo d'Orsay o de una escultura escondida a la vuelta de una esquina en el jardín de las Tullerías. En nuestra primera comida, Girardot me regaló un discurso sobre el cine:
— ¿Vio ayer la película de Jarmusch en la televisión?
Jarmusch. ¿Jarmusch? Había dicho Jarmusch. Se trataba entonces de un director. Yo siempre había escogido las películas en función del reparto que participaba en ellas. El día anterior había visto la milésima reposición de
Pretty Woman
, con Richard Gere y Julia Roberts, en compañía de Aline, quien me había confesado que era una de sus películas favoritas. «
Pretty Woman
es un cuento de hadas moderno», me dijo. Yo no veía más que una sucesión de tópicos, pero me contuve antes de decírselo: hacerlo habría sido como poner sobre la mesa mi incapacidad para comprender la sensibilidad femenina.
Por el mismo instinto de conservación, adopté la estrategia de evasión con Girardot y respondí con otra pregunta.
— ¿Cuál de todas?
—
Stranger than Paradise
—me precisó él.
—Creo que no la he visto. ¿Quiénes son los actores? Mi compañero me lanzó una mirada de sorpresa e, ignorando mi pregunta, prosiguió:
—Se trata de una obra imprescindible. Ganó la Cámara de Oro de Cannes en 1984. Hay que ver esa película. ¿Ha visto por lo menos
Down by Law
?
—No, creo que no he visto ninguna película de Jarmusch —le confesé.
—¿Ni siquiera
Broken Plowers
? Es más comercial. El protagonista es Bill Murray.
Moví la cabeza. Él también, consternado.
—El interés de las cintas de Jarmusch —siguió él, resignado a tener que iluminarme, si bien estoy convencido de que en su fuero interno se alegraba— reside sobre todo en la descripción que hace de las relaciones entre los personajes. Más que en la resolución de un misterio como en cualquier película convencional, Jarmusch siente preferencia por los marginales, pero los describe siempre con las palabras justas, sin caer en la vulgar descripción de las diferencias. Tenga usted en cuenta que él nunca caricaturiza, solo pretende iluminarlos con una cierta austeridad. ¿Entiende lo que le quiero decir?
Ante mi gesto vacilante, él continuó:
—Bien mirado, Stranger than Paradise por ejemplo, con sus encuadres al milímetro, su tratamiento de la imagen, sus secuencias hilarantes, se asemeja bien poco al
underground
anterior a Sundance. Personalmente a mí me parece que tiene una estética muy Mitteleuropa, una obra cinematográfica entre Kaurismäki y la
nouvelle vague
checa, si sabe a lo que me refiero.
No, en absoluto. No tenía ni idea de a qué se refería. Hablaba como si fuera un crítico de cine de
Télérama
. Yo me había perdido desde
«underground»
, pero a mi compañero le importaba bien poco. Solo deseaba que una oreja sirviera de receptor a un discurso que él con tinuó durante toda la comida sin tomarse siquiera un respiro. Me tuve que contentar con asentir cada cierto tiempo con un movimiento de cabeza y, alguna que otra vez, me atreví con un tímido «Ya veo», pero no osé ir más allá. Me encontraba en territorio desconocido y quizá hostil.
Girardot frecuentaba las salas de espectáculos de los circuitos alternativos. Conocía también a todas las
troupes
de prometedores
amateurs
. No dudaba en «aventurarse por la periferia», como él decía, para asistir a una representación teatral inédita. Él era para la cultura como el explorador con el que yo soñaba en convertirme, atravesando los parajes descritos en las revistas y en los que jamás había puesto los pies.
— ¿Qué es lo que le atrajo de la diplomacia? —me preguntó él de pronto.
Sentí que podía decirle la verdad, ya que él, por lo que parecía, consideraba la vida diplomática un ganapán y no como la meta de su vida.
—Las ganas de viajar.
—No ha escogido para ello la mejor administración. Llevo dieciocho años en la carrera y en todo este tiempo he viajado poco. Y las raras veces en las que he podido hacerlo, no tuve derecho más que a unas pequeñas postales de las pocas ciudades que pude visitar. Conozco mejor los aeropuertos y las embajadas, pero las ciudades, los países, no, nunca los he visto.
La experiencia que acababa de vivir en Georgia no me permitía contradecirle.
—En cuanto pueda pediré que me destinen a una embajada —le dije.
—Es poco probable que se lo concedan. No es tan fácil pasar de la comunicación a los asuntos exteriores, quiero decir, a ocupar un puesto en una embajada, simplemente porque uno lo desee. Quizá un día lo llamen. Y quizá nunca lo hagan. En esta administración se olvidan de uno, se olvidan.
Cuando volvimos del comedor, el jefe del departamento nos reunió en un gran salón para resolver «la crisis» dando con la solución al problema de imagen del presidente. Éramos más o menos unas quince personas sentadas alrededor de una gran mesa, instaladas en un salón de lujosa decoración de estuco y dorados que captó toda mi atención los primeros minutos, pero el tono que mi jefe utilizó vino a sacarme con rapidez de mi ensoñación. El suceso era si no grave, sí al menos importante.
Asistí silencioso a las intervenciones de mis compañeros. No me atreví todavía a intervenir en el debate.
—Si el Ministerio de Asuntos Exteriores existe es gracias a su discreción—comenzó uno de ellos que rondaba los cincuenta años—. La sombra es el territorio en el que se pueden resolver las cuestiones que nos ocupan. Y no sé cómo podríamos organizar una campaña de comunicación tan chillona. La diplomacia existe para iluminar, no para deslumbrar.