Authors: Jean-Claude Lalumière
Yo, a pesar de todo, seguía confiado y repetía a todo aquel que quisiera escucharme, en particular a Girardot cuando me preguntaba, burlón, como si hablara de la quema de brujas, que el siete era un número mágico, que traía buena suerte y que todo se desbloquearía a la vuelta de vacaciones. Evocaba los siete días de la semana, los siete dones del Espíritu Santo, las siete maravillas del mundo, los siete enanitos, los siete samuráis, los siete magníficos, el grupo de los siete, las siete moscas del sastrecillo, las botas de siete leguas... Me horrorizaba la idea de que el desfile se convirtiera en el paseo dominical de algunos excursionistas disfrazados y patéticos. Yo no le decía nada. Si hubieran sido seis, hubiera invocado la serie
El prisionero
, el dominó, los dados, la autovía A6, las seis puntas de la estrella de David, las seis cuerdas de la guitarra... Si hubieran sido cinco, el club con el mismo número, los dedos de la mano. Si cuatro, los cuatro fantásticos, los cuatro de Guildford. Los mosqueteros y los Reyes Magos si hubieran sido tres. Tenía tantas ganas de que ese desfile fuera un éxito que habría visto signos positivos en todas partes.
Me marché de vacaciones tenso, con la certeza de que no conseguiría librarme de mi trabajo durante la quincena que iba a pasar con Aline. Llevábamos juntos diez meses. Casi un año sin apenas haberme dado cuenta, concentrado como estaba en mi experiencia profesional. Aline había sido todo un apoyo durante aquel periodo. Mientras trabajábamos en la misma sección, por supuesto, pero también desde que había entrado en el departamento de comunicación. El no vernos durante la jornada nos había acercado. Nos veíamos a menudo en su casa, más raramente en la mía, ya que ella encontraba que no respetaba los preceptos del
feng shui
. Estábamos bien.
Habíamos quedado en la estación de Montparnasse para coger el tren rumbo a Arcachon, donde habíamos alquilado un estudio que daba a un estanque y que tenía preciosas vistas a la duna de Pyla. Aline había llegado con una maleta enorme de ruedas. Parecía estar de pésimo humor.
—Me duelen los pies —me dijo — . Son los zapatos nuevos.
Calzaba sandalias de tacón alto. En la parte superior, una abertura rectangular de unos centímetros cuadrados dejaba que se asomaran los dedos del pie. Las uñas, sin embargo, se mantenían invisibles. Tenía los dedos enrojecidos por el calor. La primera imagen que me vino a la mente en cuanto los vi fue la de una bandeja de longanizas envuelta en papel de plástico. No tenía que haber dicho nada. Aline no me dirigió la palabra durante el resto del viaje. Me enteré más tarde de que esos zapatos, los Free Lance, le habían costado una fortuna. Aquel fue el primero de una serie de errores que fueron acrecentando mi ansiedad. No conseguía escapar a los preparativos del desfile del orgullo diplomático.
A pesar de haber pasado toda mi juventud en la Gironda, apenas conocía Arcachon. Cuando era niño, mis padres me llevaban a veces a que me bañara al lago de Carcans. Más tarde, en mi adolescencia, lo cambiaron por Lacanau-Océan, una playa más cercana que era mi preferida. Así que gracias a ese viaje con Aline descubriría Arcachon, ciudad balneario de encanto antiguo, ciudad de postal para veraneantes que buscan la tranquilidad, ciudad para viejos vestidos a lo Jean-Paul Belmondo que pasean a sus perros y adoptan el mismo ademán de felicidad burguesa; la misma sonrisa de satisfacción. Además del aburrimiento, que fue la nota general de nuestras vacaciones, las peleas ocuparon nuestras jornadas y nos descubrieron, he de admitir que en los dos de forma paritaria, una imaginación fuera de lo común.
Discutíamos por la elección de un restaurante, a propósito del litro de agua caliente que yo había tirado cuando volvíamos de la playa, sobre
Youki
, cuya costumbre de salir a pasear todos los días a las siete de la mañana me parecía excesiva, de mi pretendido egoísmo porque no quería tener hijos hasta los treinta y cinco años, del maletín que me habían regalado cuando me marché de la sección, del olor de la playa cuando bajaba la marea, del océano, que estaba demasiado lejos del estudio, de sus padres porque no quería presentármelos todavía, de los míos, que vinieron a visitarnos... Cada uno de esos enfados resquebrajaba un poco más la ligera madera de nuestro amor, la cuña terminaría por romper el trozo en dos.
La visita de mis padres se convirtió en el primer violín del recital cacofónico y disonante de nuestras peleas, el punto culminante de nuestras disputas como pareja. La víspera de su llegada, intentamos ascender la duna de Pyla, las más alta de Europa con sus setecientos metros, tal y como le dije a Aline, como si eso justificara el suplicio que estábamos a punto de infligimos. Aparecer al pie de la duna a las dos de la tarde no fue la elección más juiciosa. El sol nos quemaba la cabeza, nos mordía los hombros y hacía que nuestro ascenso fuera todavía más penoso y decepcionante, ya que cada vez que avanzábamos un metro, retrocedíamos setenta centímetros. En cuanto a
Youki
, no conseguía avanzar; sus patitas se revelaron inútiles en una arena demasiado suelta. Es cierto que avanzábamos treinta centímetros en cada paso, pero Aline, cuya aptitud para el cálculo mental se me reveló en esa ocasión, me informó de que a ojo nos separaban de la cima más o menos trescientos metros y que tendríamos que recorrer todavía más de un kilómetro en esas condiciones, lo que no le parecía divertido, sobre todo si debía llevar a
Youki
en brazos. Intenté disminuir esa distancia y le respondí que para conocer la distancia real que nos separaba de la cumbre tendríamos que aplicar el teorema de Pitágoras y que el camino por el que íbamos representaba la hipotenusa del triángulo. «No me jodas con tu hipotenusa —me sisó ella—. Tengo los pies ardiendo por culpa de la arena y con eso me basta.» No insistí.
Una vez en la cima, la belleza de la vista no disipó en absoluto el mal humor en el que, tras la hora de ascensión se había sumergido mi compañera. Aline protestaba por la temperatura, el viento, la arena, el cansancio. Yo admiraba el paisaje. El océano se extendía, inmenso, hacia el más allá y desaparecía en las brumas. Solo algunas aves marítimas manchaban el cielo azul. Sobre el agua tranquila como una balsa, veleros minúsculos dejaban un silencioso trazo blanco. Esa visión era suficiente como para hacerme soñar, pero escuchar a Aline murmurar aniquilaba cualquier encanto. Oírla era como escuchar los
Lieder
de Schubert comiendo palomitas. Bajamos rápidamente para volver al estudio. Atine se sumergió en un sueño que yo hubiera deseado fuera reparador. Se levantó al día siguiente, el día de la visita de mis padres, quejándose de agujetas. Se movía como si fuera un robot, entre el hombre de hojalata de
El mago de Oz
y C-3PO, el androide dorado de
La guerra de las galaxias
. Así se reactivó su mal humor.
Mis padres llegaron a la hora del desayuno. Desde el balcón pude ver cómo recorrían el paseo de la playa. Mi madre iba tres metros por delante de mi padre. Unos minutos más tarde, el timbre retumbó. Mi madre entró diciendo que mi padre estaba en las escaleras.
Se los presenté a Aline y esta, a su vez, les presentó a
Youki
. Mi padre aprovechó para anunciar que tenía la intención de adquirir un perro que le hiciera compañía. Mi madre le recordó que ella estaba a su lado desde hacía años y protestó ante este capricho que iba a dejar pelos por toda la casa. Sin transición, para sacar de la conversación el tema del perro, creo, mi madre me preguntó qué habíamos preparado para comer, como si la comida hubiera sido el único motivo de su visita. No me di cuenta de que se trataba de un tema importante, una cuestión que Aline no tenía intención de dejar pasar. Ella respondió que era una sorpresa, lo que me angustió un poco. Mi madre le da mucha importancia a mi alimentación. Todavía hoy en día, nuestras conversaciones telefónicas, a pesar de que no nos hayamos vistodurante semanas, giran esencialmente en torno a este tema.
La sorpresa fue mayúscula. Nunca supe qué es lo que había llevado a Atine a tener que tomar semejantes represalias contra mí. Sin duda el suplicio que le había hecho padecer el día anterior tuvo algo que ver, pero aquello le había exigido mayor previsión. Aline llevó a la mesa dos platos en los que pude reconocer el contenido de las latas de conserva que había comprado en el aeropuerto de Tiflis. Mis padres, a quienes no les gustaban las cosas exóticas, apenas probaron bocado. Cuando llegó la noche, durante la despedida, mi madre nos sugirió que nos paráramos en Burdeos cuando regresáramos. A solas me confesó que nuestra visita vendría a interrumpir el interminable cara a cara que le imponía la inactividad de mi padre. «Y os prepararé una buena comida», me susurró mientras me abrazaba.
El fin de las vacaciones llegó con la lentitud de un correo transmitido a través de una cadena de mando. El último día, cuando íbamos a coger el tren en la estación de Arcachon para volver a París, Mine quiso comprar unas revistas femeninas para el viaje. Era una gran lectora de este tipo de prensa. Entramos en el quiosco. Las revistas lucían títulos que alentaban el erotismo, el placer, el sexo. Me acordé del
Marie Claire
especial liberación de la mujer con el que me había iniciado en el amor solitario. ¿Cómo habíamos pasado del tabú a la dictadura del orgasmo? Leyendo los títulos de las portadas, todos orientados a la satisfacción del hombre, tuve la impresión de que Nadine de Rothschild se había convertido en la cabeza pensante de las redacciones femeninas. Una cierta tensión me alentaba, sumada al resentimiento que sentía por Aline. Le pregunté por qué gastaba tanto dinero en la compra de ese tipo de lecturas si luego no seguía sus consejos. En efecto, no habíamos hecho el amor desde la visita de mis padres, ya hacía diez días.
Y así alcanzamos el punto de no retorno.
Viajamos separados.
Cuando llegamos a París y bajamos del tren, intenté buscar a Aline entre la multitud de veraneantes morenos. El andén estaba atestado de maletas, niños y viajeros y no logré encontrarla. Mi teléfono móvil vibró en mi bolsillo. Un mensaje de Aline. Muy breve, muy claro: «Adiós».
El fin de nuestro amor había llegado de manera tan misteriosa como su principio. Al comienzo de la historia, tal y como escribió Mauriac, ese autor imprescindible en los institutos bordeleses, se cree que el amor de una mujer es como las paredes tras las que podemos guarecernos. Con el tiempo uno se da cuenta de que son un obstáculo que se debe franquear. Uno debe mantenerse bien firme para superar esas pruebas. Por culpa de pequeños fallos, por causas anodinas cuyas consecuencias se nos escapan, uno se desliza hacia el desamor, hacia los reproches y el resentimiento. Todo se nos escapa. La experiencia del amor es también la experiencia del vacío.
Por fin llegó el último fin de semana de septiembre. Sin duda había alimentado una angustia injustificada porque finalmente veintitrés países habían confirmado su asistencia. El desfile del orgullo diplomático debía atravesar París de este a oeste, desde la plaza de la Bastilla hasta L'Étoile, pasando por la calle Rivoli, la plaza de la Concordia y, finalmente, la avenida de los Campos Elíseos. Los fuegos artificiales desde lo alto del Arco del Triunfo tendrían que poner fin al evento.
Esa mañana me levanté muy pronto, antes de que sonara el despertador. Subí la persiana y me di cuenta de que una lluvia fina caía sin descanso sobre la capital. Tuve ganas de echarme a llorar. Encendí la televisión, un nuevo aparato equipado con una pantalla de setenta centímetros que había comprado tras mi regreso de vacaciones para llenar la ausencia de Aline, e intenté encontrar un programa meteorológico. El presentador anunció una borrasca que atravesaba la región de Ile-de-France y que duraría el fin de semana, pero esa lluvia, si hubiera sido la única que hubiera venido a molestar el desarrollo del desfile del orgullo diplomático, me habría parecido muy dulce.
Mis padres habían viajado a París para la ocasión. Querían asistir al acontecimiento con que se abriría el camino hacia el éxito de su hijo, pero antes de poder contemplar ese camino, habían tenido que recorrer seiscientos kilómetros de aquel otro que unía Burdeos con París. Durante el trayecto, mi padre me llamó por primera vez desde una estación de servicio en la nacional ro, cerca de Angulema. Y luego una vez más cuando entraron en la autovía de Poitiers. Así pude seguir su avance, estación de servicio tras estación de servicio, ya que mi padre seguía con celo las recomendaciones del Buen Conductor: se paraba media hora cada dos horas. Una costumbre suya de siempre. Y cuando el camino se hacía en menos de dos horas, se paraba a la mitad. Cualquier salida de más de cien kilómetros se asemejaba a un viaje de vacaciones: el día anterior señalábamos en un mapa cuál era el lugar para hacer una pausa y preparábamos la nevera con algo para picar. Cuando era pequeño y nos íbamos a los Pirineos (a veces solo por un día) hacíamos una parada en Aire-sur-l'Adour hacia las ocho u ocho y media, lo que nos obligaba a salir a las seis de la mañana. Desayunábamos viendo pasar el agua del río. Yo, aunque disfrutaba de esos momentos de reposo, odiaba los kilómetros que quedaban, pues era entonces cuando comenzaba mi suplicio. Si bien conseguía superar el humo del cigarrillo de mi padre en las rectas que atravesaban el bosque de las Landas abriendo la ventanilla para poder recibir un soplo de aire, la prueba se volvía insoportable en los primeros zigzags pirenaicos. Al humo de los cigarrillos Gitanes había que añadir un modo de conducción de urbanita qué puede resumirse así: uno acelera cuando se despeja y se para en seco en cuanto se atasca la circulación. Este método, si lo trasponemos a la montaña, se convierte en algo así: uno acelera en cuanto el camino se lo permite, uno se para cuando toca girar y mete gas cuando coge la rasante. Sin duda habría podido soportar este modo de conducción a sacudidas si mi madre me hubiera permitido abrir la ventanilla para poder inspirar más aire fresco que humo, pero cada vez que intentaba bajarla, mi madre se ponía a gritar: « ¡Sube esa ventanilla, que me vas a despeinar! », ya que antes de salir mi madre solía ir al peluquero. Mis problemas gástricos comenzaban normalmente a partir del quinto zigzag. Sabiendo que era inútil que se lo dijera a mi padre, prevenía a mi madre de que me encontraba mal y ella le decía: «Cariño, párate, que el niño no se encuentra bien», ante lo que mi padre respondía todas las veces: «Pero mira que es cansino este crío, no puedo pararme, todo son curvas». En el mejor de los casos conseguía pararse en el arcén. Mi madre me ayudaba entonces a vomitar y yo devolvía a la naturaleza el tentempié que habíamos tornado en Aire-sur-l'Adour. Si mi padre no encontraba dónde pararse, yo vomitaba en el coche, entre mis pies, en la primera ocasión, o en las alfombrillas, estropeando así el viaje, ida y vuelta, a pesar de la limpieza meticulosa de mi madre bajo la exasperada mirada de mi padre. Más tarde aprendí a vomitar en una bolsa de plástico, mis padres redujeron el número de alimentos que iba a ingerir y me obligaban a tragarme una pastilla para el mareo. Algunos por cursilería o pudor lo llaman «vahído», pero mi dolorosa experiencia me ha obligado a desechar esta palabra de mi vocabulario. Aun así jamás tuve derecho a abrir mi ventanilla, y mi padre jamás pensó en apagar su cigarrillo. Debería haber trabajado para un laboratorio farmacéutico testando la eficacia de los medicamentos contra el mareo. Creo que habría logrado hacer medicamentos más eficaces que aquellos que para mí tenían el mismo efecto que una fricción de Vicks Vaporub sobre una mesa de madera. Vomitaba en todos y cada uno de los viajes. Me acuerdo incluso de una ocasión en la que tras haber logrado comer a escondidas más de lo que mis padres me habían autorizado, necesité una segunda bolsa de plástico para acoger mis vómitos. Las manos de mi madre ya estaban ocupadas con la primera bolsa y esperaba la primera parada para poder deshacerse de ella. Mi padre no permitía que la dejara en el suelo porque habría podido ensuciar el coche. Tuvo que conformarse con tirar esta segunda bolsa por la ventanilla mientras protestaba porque su peinado acabaría destrozado. La bolsa chocó contra el faro de una moto que mi padre acababa de adelantar y que mí madre no había visto, lo que nos obligó a pararnos en cuanto pudimos porque el motorista, encolerizado, se había puesto a nuestra altura. Mi padre y el motorista discutieron, después llegaron a las manos y, finalmente, regresamos a la carretera, en silencio; mi padre con el ceño fruncido, mi madre llorando sin hacer ruido. Su pelo parecía haber sufrido los efectos de una descarga eléctrica, resultado de intentar separar a mi padre y al motorista. Tras unos kilómetros sin dirigirse la palabra, mis padres se giraron hacia mí y comenzaron a gritarme al mismo tiempo. Nunca pude averiguar qué me habían dicho en ese momento. El conjunto resultaba incomprensible. Seguidamente me prohibieron comer nada durante el viaje y llegaron incluso a obligarme a vomitar tras las primeras curvas. Sumergía mi dedo en la garganta para desembarazarme del desayuno y volvíamos al camino mucho más tranquilos. Desde entonces, odio la montaña.