Authors: Jean-Claude Lalumière
—Es sal del Himalaya —subrayó el agregado cultural—, ¿no es el colmo de la sofisticación? Por la mañana escapamos de la guerra y por la tarde probamos cócteles sutiles y delicados. Me atrevo a decir que esa es la sal del exilio diplomático: pasar de un extremo al otro en lo que dura un día.
Mientras observaba al camarero echando sobre mi cóctel aquel pedazo de sal, sin duda el más caro de la historia de la restauración, me pregunté cuántas tarjetas habría comprado Aline si se hubiera encontrado en mi lugar para compensar las toneladas de co, que se habían emitido para transportar apenas unos gramos de sal hasta ese vaso y poder dormir de este modo con la conciencia tranquila.
Dormir no era mi primera preocupación.
Los cubitos de hielo sobre los que nos habían servido los margaritas se fundían a ojos vista por el calorcito de aquel local nocturno, lo que obligaba a hacer un consumo expeditivo, tal y como había predicho mi compañero. Pronto nuestra tasa de alcohol en sangre hizo que olvidáramos la hora. Ya era noche cerrada cuando el agregado me dejó en la puerta del hotel. Mientras el ascensor me subía a mi habitación, pensé que la vida diplomática, incluso en un país peligroso, era muy agradable. Bastaba con alejarse de los problemas. En ese momento, cuando todo a mi alrededor parecía bailar un vals lento, mi único problema consistía en saber llegar hasta mi cama. En un momento dado me pareció incluso ver pasar a la mujer del embajador. Me tiré vestido encima de la colcha y me enrollé con ella. Amanecí al día siguiente con los dientes castañeteando por el frío.
Mi vuelta a París fue precipitada. Un telegrama a mi atención enviado por la oficina de los países en vías de creación había llegado a la embajada la noche que pasamos en aquella coctelería.
Se requiere su presencia urgentemente.
Primer ministro kirguís de visita en París. Organizará la rueda de prensa.
El agregado cultural me condujo al aeropuerto. Su secretaria se había encargado de cambiarme el billete. Salía en el avión de las siete de Georgian Airways. La resaca y la falta de sueño afectaban tanto al diplomático experimentado como al funcionario novato. Hicimos en silencio el trayecto hasta el aeropuerto. Atravesé Tiflis en dirección opuesta a la tomada dos días antes con la pena de no haber podido ver nada en mi primera misión diplomática, a parte de un hotel, una carretera destrozada, una capilla perdida en mitad de ningún sitio y una coctelería. Esos pocos detalles habían sido suficientes como para haberme hecho una idea. Las representaciones de Georgia que hubiera podido hacerme antaño habían desaparecido. La imagen que me llevaba era parcial, es cierto, pero para mí Georgia había perdido su virginidad.
En la zona de
duty-free
, tuve el tiempo justo para comprar una camiseta para Marc y unos
souvenirs
para Aline. Tres horas más tarde mi avión se posaba en la pista de aterrizaje del aeropuerto Roissy-Charles de Gaulle. Una migraña intensa me taladraba el cerebro. A pesar del dolor, me dirigí sin más demora hacia la oficina. Y tras tragarme medio bote de paracetamoles, me puse a gestionar la organización de la rueda de prensa del primer ministro kirguís, que debía llegar al día siguiente por la mañana.
El presupuesto del que disponía para organizar la recepción de los periodistas me permitía alquilar el salón de un gran palacio parisino. Opté por Le Crillon, cuya céntrica ubicación me pareció ideal. La dificultad de esa rueda de prensa no residía, sin embargo, en la ubicación. Lo más delicado era saber cómo hacer que los periodistas se interesaran en el discurso que debía pronunciar nuestro huésped. Pedí a todo el equipo que me ayudara a convencerlos y, colgados del teléfono toda la tarde, contactamos con todos los periodistas de asuntos internacionales: primero la prensa nacional, los periódicos regionales después, los corresponsales de los periódicos extranjeros, la radio, la televisión, las facultades de periodismo, los responsables de los periódicos de las facultades... contactamos con todos, incluso con el último plumilla de la más pequeña redacción. A las seis todavía no nos había confirmado nadie su asistencia. Philippe, con su mejor voluntad, había comenzado a llamar a las revistas especializadas:
Motos, La Revista de la Guitarra, Automóvil
... inventando en cada ocasión una razón por la que tenían que venir: Kirguistán es un país estupendo para recorrer en moto, las más hermosas pistas para 4x4, el festival de guitarra de Taskent tiene fama internacional... Lo paré. Taskent se encuentra en Uzbekistán y no en Kirguistán, cuya capital es Biskek. No debíamos tampoco pasar por incompetentes o, peor, por unos pelotas mentirosos. Nosotros éramos los especialistas en esta región y debíamos actuar como tales, pero a pesar de nuestros esfuerzos, nuestras promesas, nuestras mentiras, nuestros subterfugios, nuestras súplicas, nuestros acosos, nuestras danzas del vientre, ningún periodista nos aseguró que asistiría a la rueda de prensa del primer ministro kirguís. Tenía la impresión de estar abocado al fracaso, como el
Titanic
a su iceberg. Aquel día me marché abatido del despacho.
Aline me invitó a cenar en su casa para celebrar mi regreso tras cuarenta y ocho horas de separación.
—No es el tiempo lo que importa sino la distancia — afirmó ella.
No pude objetar nada, no tenía ningún argumento, ninguna teoría. Nada contra una tarde en su compañía para reconfortarme por las desilusiones de aquella jornada. Incluso podría dormir en su casa, ya que, como había vuelto directamente al despacho desde el aeropuerto, tenía todavía la maleta. Tampoco tenía demasiada prisa en volver a apretarme en mi cuchitril.
Y podría haber sido una noche estupenda. El contraste con la jornada que acababa de terminar, la dulzura de sus besos y las sábanas de Aline eran como un bálsamo para mi cuerpo exhausto, para mi ánimo contrariado. Pero la conversación a la luz de las velas en torno a una botella de burdeos que Aline había comprado para celebrar nuestro reencuentro cambió de la miel a la hiel en cuanto abrí la maleta y desenvolví los regalos que le había comprado en el aeropuerto de Tiflis: una lata de
bastourma
, especialidad culinaria georgiana que consiste en carne ahumada acompañada de verduras con vinagre, y otra lata de
khingalis
, una especie de raviolis de carne, otra especialidad local. Aline miraba las dos latas de conserva que había dejado en la mesa de al lado del sofá como si fueran dos urnas funerarias. No dijo nada.
—Son especialidades georgianas —precisé.
Intenté explicarle que por lo urgente de mi regreso no había podido ocuparme de su regalo como deseaba. Ella me respondió que lo sabía porque ella había sido la encargada de transmitir a la embajada de Tiflis el mensaje del jefe. No obstante le parecía muy triste que en medio de las prisas hubiese escogido unas latas de conserva en vez de un perfume sin IVA.
—Parecen regalos para tu madre.
Y tenía toda la razón. Continuó con una larga charla sobre mi incapacidad para cortar el cordón umbilical y mi evidente búsqueda de una madre en mis relaciones de pareja. No tenía energía suficiente como para encontrar argumentos contrarios a ese examen psicológico de saldo y quise cortar su razonamiento. Intenté explicarle que ese viaje a Tiflis había sido para mí como marcharme por segunda vez de la casa familiar. La ruptura con la madre patria y el desarraigo que implicaba podían explicar el porqué de esta situación extraña. Como si inconscientemente hubiera querido encontrar a mi madre a mi regreso. Sin embargo, no podía dejar de decirle que yo en ella buscaba otra cosa, otra persona. Que con la madre que tenía ya era suficiente. Intenté hablar de la figura maternal que había sido invocada aquella noche contra mi voluntad mientras me tendía en el sofá frente a mi analista en nuestra cita semanal. Sentía cómo la migraña reaparecía a medida que aumentaba la tensión de la discusión con Aline. Intenté hablar sobre la angustia que a veces me suponía la idea de la muerte para ver si así cortábamos esa pelea y que incluso me tuviera que consolar, pero mi intento fue inútil. Aline me rogó que no cayera en tópicos. El miedo a la muerte era para ella algo inherente a los seres vivos, un sentimiento inevitable. Todos los seres vivos lo padecen, ella la primera. Incluso
Youki
. Lo contrario habría sido preocupante, concluyó. La pelea se detuvo ahí. Por lo menos gané eso.
Aquella noche pude disfrutar de la dulzura de las sábanas de Aline, pero no de sus besos.
Youki
durmió con nosotros: no era decente encerrarlo en la cocina tan angustiado por la muerte como estaba. Pobre animal. Habría sido inhumano.
Aline y
Youki
no tardaron en dormirse. Por lo que a mí respecta me quedé despierto, con los ojos clavados en un techo en el que se proyectaba la suave luz que en traba a través de las cortinas. La presencia del perro, a la que había que añadir la angustia ante la prueba que me esperaba el día siguiente, me impedía dormir. Aline daba demasiada importancia a ese animal. En cuanto a mí, hacía tiempo que me había curado de cualquier afecto hacia los animales, concretamente desde un día en casa de mis abuelos. Mi madre me pidió que fuera con ella hasta las conejeras que se encontraban al fondo del jardín, donde nos esperaba mi abuelo. En una de esas jaulas había dos conejos, uno blanco y uno negro, a los que yo había llamado
Bidibi y Panpan
. El verano anterior los había visto nacer e iba a visitarlos cada vez que pasábamos un fin de semana en el campo. Mi madre me explicó que una de las hembras de otra de las jaulas acababa de tener crías y que mis abuelos no tendrían espacio para todos. Imposible tener a Bidibi y a Panpan, imposible tenerlos a los dos. Así que me vi ante la abominación de tener que escoger a uno de aquellos inocentes. Yo me sentí incapaz de hacerlo, pero mi madre me metió prisa. Había que preparar al condenado para la cena.
—Entonces ¿cuál?
Mi madre, ante mi silencio y sin duda para contradecir a mi padre, quien no dejaba de repetir que me mimaba demasiado, dijo a mi abuelo que cogiera uno al azar. Este abrió la puerta de la jaula, agarró al conejo más cercano por las orejas y se dirigió hacia el lugar en el que se cometían las ejecuciones, donde mi abuela esperaba pacientemente a su futura víctima. Yo estaba petrificado, sin voz, mirando cómo desaparecía la blancura inmaculada de
Bidibi
, víctima de la falta de espacio, mártir de una sencilla cena familiar. Temblando como si supiera de lo que se acababa de librar,
Panpan
se había agazapado en una de las esquinas de la jaula. Su conciencia y su miedo a la muerte eran evidentes. Aproveché que los adultos estaban ocupados para liberarlo. Por la tarde dije que me dolía la tripa para no tener que cenar. A partir de entonces, me prohibí toda intimidad animal.
Sin embargo, Aline parecía sentir verdadera pasión por
Youki
. Y debido a ese cariño exagerado Aline había ido a parar a la sección de Europa del Este y Siberia. Aline había llegado un día al ministerio con
Youki
. El perrito estaba enfermo y no podía quedarse solo en casa. El problema es que el animal, cada vez que su dueña se ausentaba, comenzada a ladrar tan fuerte que el jefe de su oficina se desesperó.
— ¡Dios mío! Pero ¿de quién es este perro?
—Está enfermo.
— ¡Pues que lo maten y cómprese uno nuevo!
Esta sugerencia hizo que Aline saltara. Le dijo a su superior que quizá era mejor que lo sacrificaran a él.
— ¡Y de lo que nos libraríamos! — añadió.
Su jefe apreció poco la réplica. Le pidió a Aline que recogiera sus cosas inmediatamente. Al día siguiente se unió al frente ruso bajo las órdenes de Boutinot. Aquel sacrificio, a decir verdad, le afectó bien poco; no tenía ninguna ambición.
La rueda de prensa del ministro kirguís debía comenzar a las diez. Llegué a las nueve para verificar que todo estuviera en su sitio. Los
dossieres
de prensa se habían enviado con éxito al departamento de comunicación. Los coloqué apilados en una mesa situada junto a la puerta. Aline debía ocuparse de ir recibiendo a los periodistas. Teníamos una lista de doce nombres que ante nuestra insistencia habían dicho que quizá asistieran, si tenían un hueco, pero cuando faltaban quince minutos para comenzar, nadie se había presentado. Con la esperanza de que alguien me dijera que el primer ministro kirguís llegaba tarde, llamé al encargado de seguir a la delegación en sus desplazamientos, pero me comunicó que llegaba a tiempo. Mis peores temores se confirmaban. Quince minutos nos separaban del comienzo del discurso que nuestro invitado iba a hacer en una sala vacía. Eso iba a provocar su ira, ira que iría a demostrar ante mi superior jerárquico, cuando perfectamente habría podido dirigirse a mí, pero un primer ministro, incluso kirguís, nunca se dirige directamente a un funcionario menor y prefiere detener cualquier ascenso profesional. El pánico se adueñó de mí.
La urgencia a veces pone en marcha la inventiva. El peligro que se perfilaba me obligó a buscar una solución. Mientras salía por vigésima vez a comprobar que los periodistas no se acumulaban en la acera, en vez de estar en su sitio, bien sentaditos en la sala donde se celebraba la rueda de prensa, leyendo el dossier que se les había entregado o redactando las preguntas que formularían, al ver la fila de limusinas que había aparcada frente al hotel Le Crillon, tuve una brillante idea que quizá nos salvara. Los conductores de dichos vehículos discutían, fumaban, charlaban, mientras esperaban el regreso de sus señores. Los reuní y les propuse que asistieran a la conferencia a cambio de una pequeña remuneración. No más de quince minutos, les prometí. Eran más o menos unos doce. Ocho me siguieron tan contentos. Los acomodé en sus sitios, les pedí que no hicieran ninguna pregunta y crucé los dedos para que nadie se diera cuenta del subterfugio.
El primer ministro kirguís soltó su discurso ante unos quince asistentes: ocho conductores de limusina, dos botones del hotel y el resto de personal de la sección. Philippe, que se tomó muy en serio su papel y quiso hacerle una pregunta al primer ministro, y me provocó un ataque de pánico. Marc, que llevaba orgulloso su nueva camiseta
I love Tiflis
. También estaban presentes Arlette y Aline. A Boutinot, por su carácter imprevisible, no lo habíamos tenido en cuenta. Y un joven periodista del Canal Parlamentario que solo tuvo que atravesar la plaza de la Concordia para asistir a la rueda de prensa e hizo algunas preguntas al primer ministro. Nadie se dio cuenta de la estratagema.