El alcalde movía la cabeza:
—No es mi opinión, no es mi opinión. Antes los señoritos hacían lo que les daba la gana. Si yo le contara a usted…
Y doña Patro seguía:
—El mal no está todo en la política, sino en la gente que quiere vivir, si tiene poco, como el que tiene mucho; el que tiene mucho, como el que tiene más. De esta forma, si no hay resignación cristiana con lo que uno tiene, pues nadie puede vivir.
El alcalde precisaba:
—Doña Patro, todo el mundo tiene derecho a vivir bien. ¿Por qué razón un señor que no ha trabajado en su vida, simplemente porque ha nacido de una señora encopetada, con cuentas corrientes, va a vivir mejor que yo, que trabajo como un esclavo negro?
Doña Patro terminaba:
—No nos podemos poner de acuerdo; usted tiene un sentido de la vida muy distinto al mío.
El alcalde se sonreía:
—Sí, sí; un sentido de la vida…
Por las cañadas de la sierra pasaban los rebaños trashumantes. De los rebaños y los pastores trashumantes había un tejido de historias, de leyendas, de canciones que el alcalde repetía a María. Las cañadas eran las calles mayores de la sierra, las grandes vías ínterprovinciales, que por siglos habían servido de comunicaciones ganaderas y guerreras.
—Al mozo que conozca bien los atajos de la sierra ya le pueden echar un galgo; no hay quien lo cace. Un mozo que aquí le hizo una cosa fea a una muchacha, anduvo diez años huido por la montaña, con los hermanos de la chica a la huella, y escapó tan campante. Esto de la sierra es más difícil que un laberinto. Los hermanos de la chica acabaron cansándose, los aburrió. Ésta es una buena tierra para guerrilleros. —El alcalde, cuando decía estas cosas, se quedaba meditando después o acaso soñando con hazañas prodigiosas en los desfiladeros. Rememoraba su guerra de África—: A mí me hicieron servir en África. En cuanto nos metíamos los de infantería en la montaña nos breaban los moránganos. Claro, ellos sabían el terreno que pisaban, porque era su tierra y nosotros avanzábamos como borregos, y luego teníamos que retroceder como exhalaciones si no queríamos dejar el pellejo entre las chumberas. —Terminaba el alcalde—: Para pelear no hay como pelear en el terreno de uno; se saben los pasos que se deben dar y los que no hay que andar. Se cansa uno menos y vale más. Un hombre en su tierra vale tres fuera de la suya.
María le decía:
—¿Y por qué me cuenta usted eso? ¿Es que cree que alguna vez va a haber guerra por aquí, con lo tranquilo que es el pueblo?
—¡Quién sabe, señorita! Como las cosas vayan mal… Si hay revolución, como dicen que va a haberla, igual nos lían y tenemos que andar por donde no queremos.
María y su madre, a medida que la estación avanzaba, se encontraban más a gusto en el pueblo. En los húmedos prados la yerba había crecido. Entre el manso y, en la distancia, esponjoso, verde, los fogonazos de las amapolas en el día alto y azul, aquerenciaban las miradas. Los prados elevados no tenían amapolas, la yerba era más corta, blanqueaban las margaritas. Luego, más en la altura, raleaba el verde, desaparecían las margaritas, y las flores amarillas y breves de los arbustos destacaban sobre las manchas de piedras grises, donde principiaban los canchales. Las cimas, según las horas del día, eran blancas, alimonadas, sangrientas, moradas, grises y azuladas de acero.
En la sierra crecía el dulce rumor de los arroyos y una como música de fructificación que nacía de la misma tierra, de los pueblos y llegaba hasta el cielo, descendiendo luego como una lluvia sedante. Las voces de las gentes eran como fuentes y los pájaros sostenían en una dilatada escala sus trinos.
Jugaban en la plaza los niños y los perros, en confusa mezcolanza. Ladridos y gritos. Desde la ventana, doña Patro los veía y comentaba con su hija la falta de asepsia, de cuidado, que presidía toda aquella algarabía y fraternización.
—Perros y niños como si fueran hermanos. Aquí, a los chiquillos les tiene que entrar hasta el muermo. Y las madres, tan felices. Menos mal que Dios vela por todos y cada niño de ésos debe de tener un Angel de la Guarda grande como un castillo, porque sino el cementerio se iba a quedar chiquito para tanta criatura. Pero ¿qué te digo?, si los mayores son como ellos, o peor que ellos que todavía no lo sé.
Le respondía la hija:
—Pues, mamá, hay menos enfermedades que en cualquier otro sitio. Serán sucios, pero el aire es limpio y parece que en cuanto salen a la calle les friega de todas las impurezas. ¿No has notado al levantarte si has salido a la ventana aún sin asearte, que en cuanto te da un soplo de este aire ya estás como lavada?
Las vacaciones se adelantaron. A finales de junio María entregó las llaves de la escuela al alcalde. Doña Patro tuvo noticia de que en la ciudad había habido una gran huelga. Doña Patro deseaba volver a la ciudad, pero prudentemente anunció a su hija:
—María, vamos a quedarnos otros quince días aquí, hasta que se pase el trepe que han armado en la ciudad con todos estos jaleos de la política, que no sirve más que para envenenar los ánimos. Así nos evitamos estar disgustadas y nos quitamos de las espaldas el calor de la primera quincena de julio. Porque habrá que ver qué calor hará allí.
A María no le pareció mal la decisión de su madre: contaba con el sosiego de quince días para leer y pasear sin tenerse que preocupar de la escuela. Se sentía alegre. Hacía el diez comenzaron en el pueblo los preparativos de las fiestas.
El pueblo celebraba sus fiestas el día de la Virgen del Carmen. Eran muy sencillas y las gentes se divertían mucho. En la plaza colgaban cadenetas y farolillos japoneses, que siempre acababan quemándose, porque al anochecer se levantaba el vientecillo de la sierra, como una brisa marina, pero en masculino; un vientecillo menos dulce, más corto y duro, algo así como la mano de un zagal si la brisa fuese la mano de una dama. El vientecillo del anochecer balanceaba de tal forma los farolillos y las cadenetas, que las velas de los primeros acababan por dar fuego al papel y las cadenetas se desgarraban, Cuando la plaza se quedaba toda oscura, excepto donde la luz de los portales de las casas ponía una mancha amarilla, el señor cura que estaba sentado a la puerta de la casa del alcalde, bebiéndose un buen vaso de resoli con agua fresca, le pegaba con el codo al alcalde y le decía por lo bajo:
—Creo que esto está finiquitando. Ya viene a ser la hora de que se acabe el baile y dejen ésos de tocar, ¿no le parece? Así evitamos lo que siempre hay que evitar, que es la tentación.
El alcalde se reía:
—Como usted diga, como usted diga. Usted es quien manda, aunque ya sabe usted que la tentación para los jóvenes se presenta donde quiera.
El señor cura, sin inmutarse, conociendo perfectamente al alcalde, lo repetía:
—Bueno, pero evitamos la tentación. Luego allá cada uno. Nuestro deber es evitar la tentación.
La tentación en la plaza oscura acechaba a los jóvenes, que se apretujaban en los pasodobles sabiendo que no se los veía. En las manchas amarillas de los portales no bailaba nadie. Se iban hacia el pórtico de la iglesia, donde no había luz, y se agolpaban allí.
De vez en cuando se oía una voz de mujer que llamaba a su hija:
—Virtudes (o Encarnación, o Julia), ven un momento.
Y luego, como un cuchicheo entre la madre y la hija:
—A ver si somos formales, porque como me entere de algo malo, te rompo las costillas.
La muchacha se disculpaba:
—Pero, madre, si no pasa nada, si estoy bailando con el Francisco… Ahora que, si usted quiere, lo dejo, aunque para una vez que tiene ocasión una de divertirse. Además…
Y la madre, que advertía:
—Lo que tú quieras, hija, pero, con el Francisco o sin él, que no me entere yo de nada malo, que te muelo las costillas. Y podéis, además, bailar más aquí, al claror, y no aborregaros todos allí, que parece os vais a sobar.
La muchacha traía a su mozo hasta el claror y seguían bailando hasta que paulatina y silenciosamente se iban otra vez a lo oscuro.
De pronto el alcalde daba unas palmadas y gritaba:
—Se ha acabado, que es muy tarde y mañana tenemos que madrugar. —Se extendía un sordo murmullo de fastidio. El alcalde se sonreía y luego se ponía serio—. He dicho que no hay más que hablar, por hoy se acabó el baile en la plaza.
Las madres no tenían tiempo de llamar a sus hijas. Cogidos del brazo y cantando se desparramaban en grupos los mozos y las mozas hacia los prados. A alguna retrasada le gritaba la madre:
—Tú no vas.
Y ella se disculpaba fingiendo rabieta:
—Madre, si han ido todas. Si van a beber agua del manantialillo, que dicen que trae suerte…
—Pues tú bebes agua en casa —afirmaba la madre.
El padre echaba un capote:
—Déjala, mujer, que vaya a beber agua o vino, pero que vuelva en seguida, porque si no está aquí en seguida se acuerda para toda su vida de estas fiestas.
El señor alcalde, el señor cura y otros notables seguían bebiendo resoli con agua fresca y contando las cosas que pasaron hacía muchos años, un invierno de malas nieves, que se llevó adelante a medio pueblo y dejó las familias en cuadro.
—¿Se acuerda usted?
—¡Cómo no me he de acordar!
Comenzaron los preparativos de las fiestas. El programa se reducía en lo religioso a un triduo a la Virgen y una misa con mucha pompa el día de la fiesta. En lo pagano —pagano dijo el señor cura ahondando en la palabra un domingo, desde el púlpito, como si aquella palabra significase para el pueblo algo más que cohetes y baile— mucho tiento; porque un par de días terribles acechaban como dos fieras en una y otra punta del pueblo, al norte y al sur, e iban a devorar más almas y a dar más quehacer a Belcebú que las fiestas de Nerón, el vicioso, el asesino, el secretario del demonio.
En lo pagano matarían algún cabrito y con los cabritos y las truchas, amén del vino y el resoli, la fiesta iba a ser sonada. Cohetes al anochecer y baile. Si se encontraban globos para soltarlos a mediodía en la plaza, ante el asombro de chicos y grandes, tanto mejor. Estos globos eran perseguidos sañudamente por montes y valles hasta ver dónde caían. A la tarde, los niños mostraban sus trofeos. Trozos de papel de los globos. Los globos encendían comentarios entre los más civilizados hombres del pueblo.
—Como vea navegar un globo de éstos —decía uno—, el tío Marrón, que no baja al pueblo nunca por el verano, y que se ha pasado la vida en el monte con el ganado, se va a llevar un susto tremendo.
Y exageraban:
—Igual cree que es el fin del mundo, porque como los globos tienen esa forma como de hombres.
Se reían gustosamente imaginando el susto del tío Marrón o el de los zagalillos que en el monte eran ya como ovejitas, tenían reacciones de ovejitas y amores con las ovejitas.
María ayudó al señor cura, con otras mujeres del pueblo, a decorar la iglesia. Tenía destacadas en los prados a todas las niñas de la escuela para que recogieran flores. Se las traían en apretados ramilletes y ella las ordenaba por colores y longitudes. Las que tenían el tallo muy largo a los búcaros grandes; las de tallo corto, a los búcaros pequeños. Las niñas más listas también la ayudaban:
—Señorita, estas tres tienen el rabo largo, ¿las pongo aquí?
—Sí, monina.
—¿Y estas otras?
—Esas otras allá. Ahora idos y traedme un poquito de follaje.
A los niños de la escuela los había mandado por matojos. Volvieron con matojos y espinos, con arañazos y desgarrones. A alguno le tuvo que sacar con una aguja un pincho del pulpejo de un dedo. Los niños tenían voluntad de ayudar, pero ayudaron poco. Acabó mandándolos a jugar porque en seguida se percató de su inutilidad. Doña Patro, cuando todo estuvo arreglado, inspeccionó la iglesia y encontró muchas faltas: dio algunos retoques a un lado y a otro, y ya lo encontró todo mucho mejor.
La víspera de la Virgen del Carmen se gastaron cerca de cuarenta duros en cohetes. Fue un derroche de chispas por el suelo. Doña Patro se tapaba los oídos y gritaba a su hija:
—Son unos auténticos salvajes. Esto es lo que llamaba tu padre correr la pólvora. Esto sólo lo hacen los moros, no gentes civilizadas.
Los mozos del pueblo no tuvieron en cuenta la delicada sensibilidad de doña Patro y quemaron hasta el último cohete del cupo de la víspera de la Virgen.
Los mozos cogían delicadamente los cohetes entre los torpes dedos pulgar e índice de la mano izquierda, les acercaban un cigarrillo encendido a la mecha y el cohete salía silbando como un culebrón. Daban gritos: «Ajaí, que se rompe el cielo. Que le quema el culo a San Pedro. Ajaí, que revienta la luna.»
Y de aquel que estallaba cercano, habiéndose elevado poco y se doblaba en una cascada de chispas: «Éste es un cohete
capao
. Mucha labia y poca flauta…»
La víspera hubo algunos mozos que entre los cohetes y el vino se exaltaron de tal modo que acabaron peleándose.
—Lo de todo los años —dijo el alcalde—, lo de todos los años.
El señor cura le tuvo que dar una torta a un mozo que blasfemó en su presencia y que estaba muy borracho.
—Para que aprendas a tratar a Dios Nuestro Señor como a un padre y no como a un marrano.
El mozo se quedó como de piedra. El señor cura siguió reprendiéndole:
—Que sois unos bárbaros que merecíais ir todos a lo más profundo del infierno, que tenéis mucha boca y por la boca se pierde el pez y cualquier animal; que parece que estáis hechos para andar entre la misma porquería de tanto hacerlo en tal y en cual; que mañana te quiero ver en el confesonario arrepintiéndote de lo que has dicho.
En cuanto el señor cura volvió la espalda, el mozo soltó otra blasfemia y le dijo a un amigo suyo que a él no le ponía la mano encima ni Dios.
Por la mañana, en la iglesia, hubo una gran función religiosa. Las mujeres del pueblo cantaron muy bien una Salve. El señor cura comió con el alcalde, con doña Patro, con María y con otros vecinos notables. El alcalde, a los postres, anunció:
—Me estoy temiendo que la celebración de Nuestra Señora acabe como el famoso rosario de la aurora, porque he oído a la gente joven, aunque a mí nada me han dicho, que van a venir los mozos de Languerón a enseñar a bailar a las mozas de aquí, que lo han prometido; como a los de aquí lo único que les falta para divertirse es tener una buena pelea, pues me lo estoy temiendo…
El señor cura confiaba en su gran sentido de la oratoria y en sus fuertes puños: