El fulgor y la sangre (16 page)

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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El fulgor y la sangre
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El día de la partida salió María temprano del pueblo. Había una ligera neblina muy húmeda, que la hacía tiritar. El mozo que la acompañaba no pasaba de los dieciocho años, poco más o menos la edad de María. Era un mozo alto, fuerte, rubio, de ojos intensamente azules, que iba vestido con el traje de pana que todos acostumbraban a llevar en el pueblo y un jersey blanco de lana cardada e hilada por las mujeres de su casa.

El mozo le hablaba tímidamente al principio; luego, cuando ella lo asediaba a preguntas sobre las cosas que veían —nombres de las montañas, nombres de las plantas, nombres de los árboles que formaban masas negruzcas en las vertientes—, el mozo le contestaba rápidamente y le daba toda clase de detalles. La montaña, ¿cómo se llamaba la montaña que asomaba su pico por encima de todas en la lejanía? La montaña se llamaba el pico de la Mujer Muerta, porque por allí había pasado una mujer hacía no se sabía cuántos años, que la vieron los pastores, y a la que se encontraron helada antes de llegar al pueblo. Desde la próxima vuelta del camino, podría ver dónde se la encontraron. Ahora crecían allí los pinos, que también se había ordenado plantar hacía no sé cuántos años.

Hablaba de un incendio del verano que provocaron unos desconocidos y de cómo la Guardia Civil interrogó a todos los vecinos de cinco pueblos alrededor y no logró sacar nada en limpio, porque los desconocidos desaparecieron sin dejar rastro, lo mismo que suele ocurrir con las raposas que van a tener crías, que se las ve, pero nadie sabe dónde se meten y aunque se las siga con perros es difícil cogerlas.

El mozo llevaba la maletilla de María sin dejar transparentar ningún esfuerzo. Le tocó el turno de preguntar a él.

—Y usted, señorita, ¿de qué pueblo es?

—No soy de un pueblo. He nacido en una ciudad de Castilla. Siempre he vivido en la capital.

—¿Y qué tal se vive en la ciudad? Porque yo no he estado nunca. Una vez estuve a punto de ir con mi padre a la ciudad, pero a última hora me dejaron en casa. Cuando me llamen para las quintas tendré que ir. Dicen que al que le toca a África lo amuelan, señorita, porque allí casi siempre hay guerra. Mi padre me ha contado cosas de un tío mío que le tocó servir en África. Menuda la que pasó. Estuvo mucho tiempo luchando contra los moros hasta que le dieron unas fiebres por beber agua de los charcos y poco faltó para que lo enterraran. Cuando vino al pueblo sabía muchas cosas, porque el andar por el mundo enseña mucho, pero estaba que se transparentaba, todo amarillo y delgado, delgado. Parecía la misma muerte. En seguida se puso bueno aquí y después se fue a trabajar en la ciudad, donde le había encontrado un puesto, yo no sé de qué, un amigo que se había echado en África. Algunas veces escribe y dice que se podía ir a trabajar con él algún sobrino, porque él no es casado, aunque un día le oí a mi madre que era como si lo fuese, lo que pasa es que no se casó por la Iglesia. —Terminó el mozo—: Si yo tengo suerte en el servicio, puede que cuando acabe encuentre algo y no tenga que volverme para el pueblo. Mi padre dice que lo peor es trabajar el campo, porque en la ciudad hay jornadas que se marcan y uno acaba de trabajar y no tiene que trabajar más, aunque todavía sea día, claro, hasta la mañana siguiente. Eso es vivir, ¿no le parece?

María Ruiz salvó un charco. Dijo:

—La ciudad no es buena para los que os habéis criado en el campo. Aquí respiráis bien, coméis mejor que los obreros de la ciudad y lleváis una vida más sana. En la ciudad la vida está muy cara y es necesario ganar mucho dinero para mantenerse. No hagas caso de lo que cuenten. Es preferible estar en los montes con las ovejas que estar picando en las calles o de peón en las obras, suponiendo que encuentres un puesto de esa clase. No hagas caso.

El mozo movió la cabeza dudando.

—Entonces ¿usted cree que la vida aquí es mejor? Pues aquí uno se aburre lo suyo. En la ciudad hay cine. Uno sale del trabajo y se puede ir al cine, por ejemplo, y se está allí divirtiéndose hasta que se acaba.

El camino no se les hizo largo. María se entretenía con la charla del mozo. El mozo se entretenía con las aclaraciones de María. El mozo dijo de pronto:

—Y usted, señorita, ¿conoce a la Teresa? La tiene que conocer; es una mocilla que no abulta lo de un garbanzo, pero más fina, más fina que el mismo oro, pues ésa es mi novia. Vamos, le quiero decir que nos hablamos desde cuando teníamos catorce años. Le he dicho que en cuanto vuelva del servicio me caso con ella. Ya está todo arreglado. Su madre ha dicho que sí y en cuanto a mi madre está deseando que sea pronto, porque la mujer es muy necesaria, ¿no le parece?

Se veían las primeras casas del pueblo donde paraba el autobús. Casas que no eran como las del pueblo donde María estaba de maestra; cuatro paredes con techos de pizarra la mayoría de ellas. A María, cuando dejó el pueblo y miró desde la carretera alta el paisaje, le pareció que, allá en el fondo del valle, había un revoltijo de fichas de dominó puestas al revés. El pueblo donde paraba el autobús era otra cosa: todas las casas tenían los tejados de teja. Estaba ya cerca de la carretera general, aunque el autobús salía más tarde a la carretera asfaltada, no sabía por qué pueblo, después de haber recorrido por las carreteras de tierra y grava, estrechas y bordeadas de precipicios, varios de los ocultos pueblos de la sierra.

Al entrar en el pueblo comenzó a llover. Llovía tenue y persistentemente. En la plaza frente al Ayuntamiento estaba parado el autobús. Un viejo autobús pintado de amarillo, con el capot sujeto por unas correas, en cuya baca se almacenaban cestos, sacos y algún cordero atado por las patas, mientras los viajeros, en el interior, llevaban sobre sus rodillas cajas de zapatos de las que sobresalían por aberturas hechas toscamente, cabezas de gallinas cacareantes y de gallos adormilados. El cobrador del autobús, subido en la baca, ordenaba las mercancías. Desde abajo le gritaban encargos que tenía que hacer en la ciudad.

—Satur —decía una vieja—, no me olvide las medicinas que le he encargado.

—Que no se me olvidan, mujer —contestaba.

—Apúntalo, Satur.

—No se preocupe, que tengo buena memoria.

—Bueno, bueno —decía la vieja y parecía quedarse conforme, pero al poco rato volvía a hacerle recomendaciones.

María se sentó junto a una ventanilla. El mozo estuvo esperando hasta que arrancó el autobús. La saludó con la mano e inmediatamente volvió la espalda, buscando el camino del pueblo. Junto a María se sentó un campesino de bastante edad que parecía conocerle de siempre porque le dijo:

—Usted es la maestra nueva que ha venido a la Alfilla, ¿verdad?

—No, señor.

—Perdone, me ha entendido usted mal. Nosotros le llamamos la Alfilla, lo que pasa es que el Gobierno le ha cambiado el nombre. ¿Y qué tal la tratan a usted en ese pueblo? —Se echó a reír—. Es que en ese pueblo tienen fama de ser muy brutos. Usted extrañará el sitio, ¿verdad? Son buena gente. Yo conozco a la gente de ese pueblo y son buenos; lo que pasa es que los tienen fichados porque dicen que son muy rebeldes, pero no crea usted, no hay tal cosa; es que les han hecho muchas injusticias.

María Ruiz entró en conversación. El campesino le era simpático. Hablaba de todo: del tiempo, del campo, de las personas, de política, del confort de las pensiones de la ciudad. Dudaba María de que las pensiones, las pocas pensiones de la ciudad, fueran confortables. El campesino le explicaba:

—Tenía que haber visto y padecido usted las de hace unos años. Creo que no cambiaban las sábanas más que de Santiago a Santiago, como quien dice: una vez al año. Todo estaba sucio de mugre; ahora, eso sí, daban mejor de comer; menos cosillas de adorno y comida más fuerte. Pero hemos ganado en confort. Yo, que tengo que ir mucho a la ciudad por mi oficio, que es el de tratante, se lo digo a usted. Tal vez sea que me voy haciendo viejo y que se me cansan los huesos de sostenerme, pero para mí una buena cama tiene más importancia que una buena comida; casi le diré que me alimenta más.

El olor del escape del coche inundaba el autobús en las paradas. Se pegaba a la ropa, dejaba en la garganta un picor molesto y producía náuseas en algunas mujeres, que se mareaban aparatosamente. De vez en cuando, dentro del autobús se escuchaba la voz de una mujer que le gritaba al cobrador:

—Satur, dile al chófer que pare, que mi nieta tiene que hacer una necesidad.

El chófer paraba el autobús y abuela y nieta se iban a hacer sus necesidades. Se oía la voz del conductor que bromeaba:

—Abuela, en vez de ponerse tras el coche se debían poner ustedes delante; igual me daba por ponerlo en marcha y tenía que salir usted corriendo.

Se reían todos. La vieja se sentaba en su sitio comentando:

—Este Obdulio es más malo que la sarna, ¡qué cosas tiene! María se reía de las cosas que se decían en el coche. El campesino le aclaraba:

—Es que todos los que vamos aquí nos conocemos. Aquí viaja uno como en familia. Ya verá usted si en el próximo pueblo monta un amigo mío de mi oficio, que es más guasón que el
Cuco
. ¿Usted no ha conocido al
Cuco
? ¿No? Pues diga usted que no ha conocido a nadie. ¿Y ni siquiera le ha oído usted nombrar? Pero, hija mía, ¿en qué mundo vive usted? Pues el
Cuco
es el molinero del molino que nosotros llamamos de los ratones, porque siempre nos da la harina mermada y le echa la culpa a los ratones. Pues el
Cuco
, como le iba diciendo, es alguien muy importante. Tan importante que dicen que una vez se fue a Madrid y lo recibió el rey. El tío se lo había apostado con unos amigos a que el rey le recibía y no sabemos cómo se las arregló, pero le recibió. Los amigos no se lo querían creer, pero él les enseñó un trozo de periódico donde venía con su nombre y apellido y el mote. Sí, señorita, al
Cuco
lo recibió el rey. Es algo muy grande ese
Cuco
, lo que pasa es que ya está viejo y no parece que tenga muchas ganas de broma. Dice que se va a morir y que ya no le divierte tanto la cosa como cuando era joven y tenía la vida entera por delante. Si le oye un filósofo, seguro que se asombra con sus dichos.

Al llegar a la ciudad, María Ruiz estaba saturada de historias y de anécdotas y un poco mareada por el viaje. El campesino se despidió muy amablemente de ella, diciéndole que si volvía pronto al pueblo pudiera ser que tuvieran la ocasión de efectuar el viaje juntos. María, con la maleta de la mano, se encaminó hacia su casa. La ciudad, con su rumor, su movimiento, su matemática ordenación de los árboles en los alcorques, su aroma de primavera, era para ella la reanudación de lo imaginado en el pueblo hecho realidad. No obstante, como un montoncito de fichas de dominó puestas al revés, el pueblo de la sierra allá abajo, en un valle sombrío, donde la niebla se reposaba y todo se hacía vagaroso; no obstante, el pueblo de la sierra surgía en el recordar inmediato como un refugio, acaso como el refugio temido para un futuro cercano.

Cuando llegó a la casa, la portera, que contemplaba la calle apoyada en una de las hojas de la puerta, la saludó gravemente.

* * *

El cubo de agua que había echado sobre la tierra reseca del patio del castillo, junto a la puerta de su casa, se evaporaba rápidamente. Tuvo la sensación de que se hacía más pesado el aire, de que se respiraba peor. Sobre la tierra húmeda, el vuelo de una avispa, amarilla y negra, sol y sombra, detenía su atención. Se posaba un instante, se alzaba en vuelo. Hubiera deseado aplastarla, pero el calor, la modorra de estar en la sombra contemplando la zona iluminada y requemada del sol, le impedían cualquier movimiento. Pensaba con desgana. El vapor del agua vertida le entraba por las narices y se le reposaba en el cerebro con una neblina entorpecedora.

Pensaba que para la soledad del castillo le hubiera gustado tener un hijo de quien preocuparse. Un hijo solamente, como Carmen o como Sonsoles. Hablar con las demás mujeres del hijo, de las preocupaciones que acarrean los hijos. Pero ella estaba sola. Eran ella y Baldomero. Se pasó las manos por el vientre. No le habían gustado nunca los chiquillos, pero el hijo propio era algo necesario para toda mujer. La avispa se coló dentro del portal, dio una vuelta y volvió a salir a la humedad ya casi imperceptible, como mancha, de la tierra recién mojada. Luego María se levantó y fue a la cocina. Llenó un vaso de agua hasta los bordes. Bebió un poco. Desde el asiento arrojó el agua por la puerta hasta la tierra. La avispa fue a reconocer la nueva mancha de humedad.

María decidió trabajar en algo. Se encontraba sin fuerzas. Siguió sentada hasta que el cuerpo de Ernesta taponó por un momento la luminosa entrada.

—María —preguntó—, ¿estás ahí?

—Sí, hija, pasa.

Volvió María a sentirse cegada por la luz. En el arco de hierro del pozo, la cuerda se balanceaba tenuemente, pendiente de la rueda. Reposó allí la mirada.

—¡Qué calor! En el único sitio que se debe de estar a gusto es en el —pozo. Debieran construir un pasadizo hasta el pozo, y abrir allí una ventana. Estaríamos muy cómodas, ¿eh, Ernesta?

—Mejor estaríamos si tuviéramos un río cerca. Te sentabas bajo un árbol y a ver pasar el agua. En mi pueblo…

—Sigue pensando en tu pueblo, a ver si te refrescas. ¡Qué cosas tienes! Y en San Sebastián también se tiene que estar muy bien, ¿no te parece?

Las dos mujeres callaron. Hablar las cansaba. A cualquiera de las dos les hubiera gustado que se contase algo para escucharlo medio adormilada, como si las palabras fueran una música dulce, acompañadora, que arrancaba la fatiga de los cuerpos. María seguía pensando en el pozo. Dijo:

—Pues no creas que lo que te he dicho es tan disparatado. Seguramente en este castillo, como en tantos otros, hay algún pasadizo fresco que lleva al pozo o a la acequia; todo es cuestión de encontrarlo. Claro que estará medio cegado por la tierra, o por las piedras desprendidas de tantos siglos, pero lo habrá. Yo he visto fotografías de algunas casas de los moros, que tienen uria habitación junto al pozo con una especie de mirador. Los moros ricos no se han privado nunca de nada, son muy sibaritas.

María Ruiz esbozó una sonrisa. Sabía que sus palabras iban a llenar de inquietud momentáneamente a Ernesta. «Ernesta —pensaba—, que es la pura ingenuidad, que es como una niña pequeña a la que todo lo que le cuente la va a llenar de extrañeza y la hará suscitar preguntas.»

Ernesta se quedó cavilosa.

—Oye, María, ¿has visto a Sonsoles y a Felisa con cuántos misterios andan? ¿No te has fijado?

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