La madre la escuchaba gustosa. Solía ocurrir que a las primeras noticias de Carmen la madre le dijese:
—Pero eso ya lo sé —o, por el contrario, que prestase más atención y le requiriese impaciente—: Cuenta, cuenta…
Las hermanas de Carmen calculaban posibilidades con los chicos de la calle, ayudadas por su madre.
—Por ése no te dejes acompañar, que no va con buenas intenciones. Para divertirse, hija, sirven todos; para maridos sirven muy pocos. Conque ¡ojo al Cristo!…
Carmen también opinaba:
—A mí me parece que ése se ha arreglado con la Lucía por lo que dicen en la pelu… Ten cuidado con él; tiene peor fama que Luis Candelas.
El otoño del treinta y cinco fue muy alegre. Carmen encontró los primeros chicos que se empeñaban en acompañarla a casa dando antes una vuelta hasta la plaza de la Cebada y queriéndola invitar, hechos unos hombrecitos, a «infantiles de vermut». La madre se enteró de esto por la misma razón que se enteraba Carmen de todas las cosas de la gente de su calle. La vida estaba lanzada al exterior. La intimidad apenas existía. Todo el mundo vivía volcado en la calle; había un deseo de ver, de ser visto, de enterarse, de que se enteraran. A la madre le fueron con el cuento en seguida: «A tu chica dicen que la han visto por los bares de la plaza de la Cebada, acompañada de unos mocosos.» A la noche, en cuanto llamó a la puerta, la madre la cogió de un brazo y la hizo pasar a la cocina:
—De modo que haciendo oposiciones a golfa, ¿eh? Mira, Carmen, por esta vez pase, pero como me vuelva a enterar yo, y sabes que me enteraré en cuanto lo repitas, que te vas de bureo a los bares de la plaza con unos amiguitos, se te cae el pelo. Dejas el trabajo y no vuelves a pisar la calle en lo que te queda de vida. De modo que enterada, ¿no?
Quiso reaccionar Carmen:
—Pero, mamá, si voy con el hijo de la… Si nos tomamos unos vermuts y nos venimos para casa inmediatamente…
—Pues ni vermuts ni hijo de la Mercedes ni nada. De la
pelu
te vienes derecha a casa o arde Troya.
El señor Santiago llegó muy triste un día. Había tenido un altercado, en el taller, con el dueño. El altercado había comenzado con unas palabras del dueño:
—Oiga usted, Santiago, no meta tanto oro en la labor, porque no es necesario. Me he dado cuenta de que estas últimas semanas gasta usted panes como si yo tuviera una mina en el almacén.
Al señor Santiago le temblaron las manos cuando cogió con la delicada pinceleta el pan de oro para aplicarlo en la mancha almagre del bol.
—Don Fernando, gasto el que tengo que gastar. —Le entró una rabia sorda—. ¿O es que cree usted que me lo llevo?
El dueño agravó el rostro. Al señor Santiago le faltaron momentáneamente las fuerzas. No se atrevió a mirarle a la cara.
—Yo no creo nada, Santiago; nada, a pesar de lo que me dicen por ahí. Lo único que le digo es que no emplee tanto oro. ¿Me ha entendido?
El señor Santiago siguió trabajando.
—Sí, don Fernando, le he entendido.
El dueño se marchó a la oficina. El señor Santiago le vio a través del mamparo de cristales sentarse en su mesa y comenzar a escribir sobre los grandes libros de contabilidad. Pensó en el que había ido con el cuento al dueño. El que le había ido con el cuento seguramente tenía también cosas que ocultar, porque en el taller todo el mundo se llevaba lo que podía, desde las virolas de las brochas hasta los botes de esmalte. Pasó revista mentalmente a los obreros que trabajaban con él. Iba pasando los nombres y añadiendo hasta la filiación política del compañero, «Fulano no ha podido ser; es de mi sindicato. Fulano tampoco; todo lo que se le puede quitar al burgués le parece bien. Fulano, éste… —se quedó un instante meditando— éste que se traga los santos ha podido ser; en cuanto me entere me va a oír.» El nombre se le fijó obstinadamente en la cabeza. «Sí, éste es el que ha tenido que ser. Menudo perro está hecho. Mucho andar con los curas a vueltas a todas horas y luego es capaz de denunciar a un compañero sin más ni más, simplemente por darle coba al burgués.»
El señor Santiago llegó triste y no quiso explicarle a su mujer la causa de su tristeza. Tenía que terminar una chapuza para una tienda del Rastro, pero no se puso a trabajar. Se sentó un momento e inmediatamente se lanzó a la calle.
—¿Adonde vas, Santiago? —preguntó su mujer.
La respuesta fue un portazo.
Carmen se dejaba aconsejar por su madre.
—Tú no debes relacionarte ahora con ninguno de estos
perdis
del barrio. Tú tienes que picar más alto. Claro, todavía no ha llegado el momento, pero un empleado con porvenir es lo que te conviene. Hay que saberse guardar. Todas las mujeres se tienen que recoger. Recogerse a tiempo es lo acertado, es la clave. —Usaba el verbo recoger en el sentido matrimonial de buscar refugio en un hombre, porque las cosas de este mundo estaban dispuestas así según decía—. Anda ahí y que trabajen ellos. Tú a las cosas de la casa. Una mujer no debe trabajar fuera de su casa cuando se ha casado, porque fuera acechan malos vientos y si no se quiere faltar al hombre que se quiere, lo mejor es no ponerse en situación de hacerlo.
Las elecciones del año 1936 fueron movidas en el barrio. A un vecino de la casa le abrieron la cabeza en un bar, de un botellazo, por manifestarse en términos no muy escogidos sobre la política de las izquierdas, justamente en el bar donde el señor Santiago y sus amigos se reunían a hablar de la vida, de la política y sus problemas. Lo llevaron a casa, entre el señor Santiago y dos amigos, después de haberlo pasado por la Casa de Socorro, con la cabeza envuelta en vendas y el cuerpo desmadejado.
—Ha sido un accidente por irse de la lengua —precisó el señor Santiago—. En los tiempos que corren lo mejor es no irse de la
mui
, dejarla quieta en remojo, aunque sea de vinagre. Hay que aguantar, porque en cuanto uno se manifiesta en público le atizan por donde menos se espera. A éste le han dado una buena lección, que no va a olvidar en su vida.
El señor Santiago y sus amigos no cumplían las más elementales reglas de salvaguardia personal, porque se pasaban los atardeceres en la taberna o en el bar, discutiendo fervorosamente programas políticos y posibles conveniencias para la clase obrera.
—Nosotros tenemos que estar contra los burgueses, porque es de ley que estemos contra los que nos explotan. Si yo sé el oficio tan bien como mi burgués, no sé por qué va a ser él el amo y yo el esclavo que le ayuda a engordar y a comprarle a su señora lo que tenga por gusto. Naturalmente que él ha heredado todo de su padre, que si no lo hubiese heredado estaría ahora como nosotros aquí, discutiendo los pros y los contras del derecho de heredar. Eso de heredar era una cosa que se debía suprimir.
Había un guasón en la taberna que les tomaba el pelo a todos con sus frases:
—Señor Santiago, y si uno hereda de su papá en vez de una buena renta, una buena sífilis, ¿qué dice usted: que se suprima el derecho de heredar?
Se reían todos; el señor Santiago se molestaba:
—Eso es otra cosa, amigo. Porque en este país todo tiene muy mala organización. Al que tiene sífilis, en cualquier país civilizado le prohíben tener hijos y se acabó.
Continuaba el guasón:
—¿Y qué hacen?, ¿los capan?
Muchachos conocidos de Carmen repartían candidaturas por la calle. Se voceaban infinidad de periódicos y de hojas volanderas. Alguien, de vez en cuando, hacía un discurso a la puerta de una taberna. Los oyentes eran pocos en número y siempre había en el grupo alguien que desbarataba con sus bromas las argumentaciones del presunto orador. Entonces era cuando intervenían los amigos:
—No seas así, hombre, que esta vez va en serio, que no es para que te traigas esas coñas, que ya está bien de cachondeo. O uno más exaltado la emprendía con el bromista:
—Cállate, so mandria, que de tipos como tú, saboteadores y esquiroles, se valen las derechas para seguir repartiendo leña y haciendo lo que les da la gana con la clase obrera.
El bromista se callaba si veía que las cosas se ponían feas, o disimuladamente tomaba la calle por sí se perdía alguna guantada y la recibía él. Se decían entre injurias y vayas, cuando había en el grupo algún tipo así:
—Se está rifando una bofetada y algún cabrón lleva todas las papeletas.
Carmen en cuanto dejaba la peluquería se iba a casa. La madre le había recomendado:
—Estos días es preferible que vengas pronto. Los ánimos están muy cargados y no vaya a ser que, sin comerlo ni beberlo, te ocurra algo por la calle. Ayer, sin ir más lejos hubo tiros en la Puerta del Sol y ya ves, le tocó la china a una pobre mujer que vendía lotería, que seguramente la política le importaba tan poco como a ti o como a mí.
En la peluquería se hablaba de política, pero de una manera especial. Interesaban las anécdotas, los chismes, los sucesos que se producían. Carmen atendía sin perder palabra, luego hacía comentarios con su madre y hermanas. Asun preguntaba a las clientes:
—¿Y qué se cuenta? ¿Está muy revuelto el ambiente? —Siempre se las daba de nuevas.
La cliente le respondía:
—Se dice que si van a atentar contra el presidente los de… porque es un cagueta y no ha metido en varas a los curas y a toda su morralla.
—Pues sí que vamos listos con esta gente. Unos tienen miedo y los otros tienen más.
Intervenía otra, que estaba metida casi enteramente dentro del secador:
—Nanay. Si supierais la que armaron ayer en un bar de la Gran Vía unos señoritos y las que les dieron unos taxistas, no hablaríais así.
De todo lo que se comentaba se deducía que lo que necesitaba el país era mucha leña, buenas anécdotas, chismes teñidos de un leve tinte de pornografía y que, cuando llegase el momento, cada uno hiciera lo que le diese la gana.
Asun se mostraba partidiaria del amor libre, aunque organizado.
—A mí eso de que te echen la bendición y estés atada al mismo carro toda la vida, no me convence. A mí me parece mucho mejor, si quieres a un hombre, irte a vivir con él sin más historias. ¿Que le dejas de querer? Te vas con otro al que quieras, y así sucesivamente.
La que constantemente sacaba la cabeza del secador le contestaba:
—Pero así, Asun, te vas a pasar queriendo tíos toda la vida, como una furcia. Eso no es solución.
Respondía la peluquera:
—Pero todo con orden. No así como así.
—Que te crees tú eso. Para lo que tú dices, es mejor lo que le tengo oído a una amiga: los melones y los hombres, a cata. Te quedas con el que sabe bien, y no hay discusiones. Eso y no otra cosa es lo normal.
Carmen estaba aprendiendo mucho. La peluquería era una buena escuela de madrileñismo. Se le tornaba el lenguaje barroco en el empleo de las imágenes cuando deseaba explicar algo que salía de los puros moldes de la conversación. La madre atendía a esta transformación de la hija, con cierto orgullo y algún temor. Una amiga le había comunicado:
—Tu chica tiene gracia. Cuenta unas cosas…
Pasaron las elecciones. Llegó la primavera. Había alegría en las calles, pero un soterrado sentimiento de espera cambiaba la alegría, que parecía no ser tan completa como otros años. Carmen a pesar de los consejos de la madre, se dejaba acompañar por mocitos del barrio, que le decían cosas fuertes disimuladas en una jerga entre poética y barata, que a ella le gustaba. Naturalmente, tenía una amiga, una acompañante, que no era tan guapa como ella, y que hacía las veces de ángel custodio con su persona. Si alguno de aquellos muchachos se ponía pelma con su palabrería, era la amiga la encargada de decirle con la cara muy seria:
—Deja ya eso, que te vas de caña. Deja a la Carmen en paz, que no sabéis decir más que guarradas.
A Carmen le encantaba aquella protección de la amiga fea, que a ella le evitaba la tensión de la respuesta y a la otra le hacía ser más avispada en las contestaciones. Era un juego simple y repetido entre las chicas de su calle. Las guapas se acompañaban de las feas. Las guapas tomaban un aire impertinente de princesas que descienden a hablar con sus servidores, y las feas seguían el juego defendiéndolas con su sola presencia, cuando no con sus palabras.
Carmen vivía lunáticamente su adolescencia. Con las medias y el jersey de trencilla muy ajustado, tomó un aire de mujer mayor al andar, que a veces hacía volver la cabeza a los hombres que pasaban junto a ella. Oía comentarios que la llenaban de gozo: «Cuando esta chiquilla sea mayor, va a traer del queque a más de un importante.» La vigilancia de la madre era suave. En cuanto llegaba a casa la repasaba con la mirada, como queriendo descubrir algo que no había ocurrido, pero que podía ocurrir cualquier día. Las recomendaciones no eran tampoco muchas: «Que no vayas al cine tanto, que te vas a quedar ciega de tanto estar en la oscuridad. Se te llena la cabeza de polillas y cualquier día nos das un disgusto.» Lo de «cualquier día» no se cumplió.
Dejó a la amiga fea y se dedicó a salir asiduamente con un muchacho del barrio. El muchacho tenía buena pinta y parecía, a pesar de sus pocos años, muy formal. Trabajaba en una papelería y presumía de saber el negocio a la perfección. «Si yo tuviera unos cuartos —decía—, me hacía en seguida con una tiendecilla en un barrio ole y me inflaba de oro. Porque esto del papel, Carmen, deja muchos billetes, aunque te parezca mentira.»
Avanzaba mayo. En un gran solar cercano a la ribera del Manzanares habían instalado algunas barracas de feria. Barracas pequeñas de tiro al blanco con carabina y arco. Barracas que eran la avanzadilla de las verbenas y que todavía, en los días oscuros, tenían un vago aire de suburbios de la feria, distanciadas entre sí, despintadas, sin el acompañamiento de la música estridente de los tiovivos.
Bajaban Carmen y su acompañante hasta las barracas. Disparaban con las carabinas. Celebraban los blancos con risas. Luego ascendían hasta su casa haciendo de vez en cuando una parada en un bar, a tomar un vermut y una ración de patatas. El chico iba a su lado vigilante y orgulloso. Se volvía a mirar fijamente a los que se quedaban contemplando el paso de la pareja:
—¿Qué pasa? —galleaba—. ¿Es que no ha visto usted una mujer?
—Bueno, hombre, bueno.
Los que se quedaban mirando eran hombres ya entrados en años, sin ganas de broncas, con la mente llena de malos pensamientos. Una vez un tipo se pasó siguiéndolos toda la tarde del domingo. El chico se fue hacia él y le dijo: