A partir de ahí, Mal habló de Coleman. Éste había revelado que Martin Goines era invertido y había enfatizado que el hombre era alto y canoso. Coleman llevaba una peluca gris y tal vez maquillaje cuando atacaba a sus víctimas, y se había afeitado la barba después de hablar con Upshaw. Loftis y Claire habían pedido a Mondo López que robara los archivos de Danny cuando descubrieron que estaba trabajando en los asesinatos: Juan Duarte lo había identificado como policía. Mal relató el interrogatorio de Minear: Coleman era el tercer vértice del triángulo amoroso del 42-44, Chaz había matado el chantajista Gordean para redimirse ante Claire y Loftis, y la pareja estaba buscando a Coleman. Y ambos convenían en que Martin Goines, viejo amigo de Coleman, era tal vez una víctima de las circunstancias: estaba allí cuando el hombre-rata tenía que matar. Las víctimas dos, tres y cuatro estaban destinadas a comprometer a papá Reynolds: una diabólica técnica difamatoria.
Llegaron a Central Avenue Strip, tranquilo bajo la luz del día, un bloque de fachadas llamativas: el Taj Mahal, palmeras con adornos navideños, notas musicales con lentejuelas, rayas de cebra y un gran negro de yeso con ojos rojos y brillantes. Ningún club parecía estar abierto: los porteros y los empleados del aparcamiento, que barrían colillas y astillas de vidrio, eran las únicas personas que había en la calle. Mal aparcó y se dirigió hacia la izquierda; Buzz tomó hacia la derecha.
Habló con los porteros, interrogó a los empleados del aparcamiento, dio toda la pasta que no había metido en la garganta de Terry Lux. Tres de los negros lo miraron boquiabiertos, dos no habían visto a Coleman, el saxo alto, desde hacía un par de semanas, un payaso con guerrera roja de almirante le dijo que según los rumores Healy actuaba en un club privado de Watts donde contrataban a blancos que tuvieran ritmo y mantuvieran las blancas zarpas lejos de las mujeres de color. Buzz cruzó la calle y continuó los interrogatorios acercándose a su compañero; tres boquiabiertos más y Mal avanzó trotando.
—Un tipo vio a Coleman en el club Bido Lito's la semana pasada —informó Mal—. Dijo que estaba hablando con un vejete judío medio muerto. Dijo que le parecía uno de esos viejos fanáticos de jazz del hogar de reposo de la Setenta y Ocho y Normandie.
—¿Lesnick? —dijo Buzz.
—Hemos pensado lo mismo, muchacho.
—Deja de llamarme muchacho, me pone nervioso. Jefe, leí un informe de la Fiscalía en la casa de Ellis. La hija de Lesnick dijo que papá estaba pensando en ir a estirar la pata en un hogar de reposo. Había una lista, pero no pude hacerme con ella.
—Veamos ese lugar de Normandie. ¿Tienes algo?
—Tal vez Coleman esté tocando en un club privado de Watts.
—Demonios, trabajé en la Setenta y Siete hace años, y había muchos lugares así. ¿Ningún otro detalle?
—No.
—Vamos. En marcha.
Pronto llegaron al hogar de ancianos Estrella de David. Mal se había saltado semáforos en ámbar, superando el límite de velocidad en treinta kilómetros por hora. Era un edificio bajo de estuco, parecía una prisión preventiva para personas que esperaban la muerte. Mal aparcó y se dirigió a recepción, Buzz encontró una cabina telefónica fuera y buscó «Residencias» en las Páginas Amarillas.
Había treinta y cuatro residencias en el Southside. Buzz arrancó las páginas; vio a Mal de pie junto al coche y avanzó hacia él meneando la cabeza.
—Treinta y cuatro residencias en la zona. Un largo día.
—Nada adentro —suspiró Mal—. No hay ningún Lesnick registrado, nadie con cáncer pulmonar. Ningún Coleman.
—Probemos suerte con los hoteles y los camellos. Si no da resultado, conseguiremos monedas y empezaremos a llamar a las residencias. Creo que Lesnick es un fugitivo. Si era él quien estaba con Coleman, algo tendrá que ver con el caso, y no usaría su propio nombre para registrarse.
Mal tamborileó en el capó del coche.
—Buzz, Claire confeccionó esa lista de hoteles. Minear dijo que ella y Loftis habían tratado de encontrar a Coleman. Si ya han intentado…
—Eso no significa nada. Han visto a Coleman por aquí esta semana. Podría estar deambulando de un lado a otro, pero siempre cerca de la música. Algo pasa con él y la música, pues nadie lo creía capaz de tocar un instrumento y la gente de aquí afirma que es un buen saxo alto. Veamos algunos hoteles y proveedores de heroína mientras haya luz. Cuando oscurezca visitaremos los clubes.
—Vamos.
El Tevere Hotel en la Ochenta y Cuatro y Beach: ningún residente blanco. El Galleon Hotel en Noventa y Uno y Bekin: el único blanco era un borrachín de ciento cincuenta kilos apretujado en una habitación simple con su esposa negra y sus cuatro hijos. Al regresar al coche, Buzz examinó las dos listas y cogió el brazo de Mal.
—Vaya.
—¿Qué?
—Algo concuerda. Purple Eagle Hotel, Noventa y Seis y Central, en la lista de Claire. Roland Navarette, Cuarto 402 del Purple Eagle en la lista de Lux.
—Has tardado un poco, ¿no?
—La tinta está borrosa.
Mal le dio las llaves.
—Conduce tú, yo veré qué más has pasado por alto.
Se dirigieron al sudeste. Buzz no dejaba de manipular el cambio de marchas, Mal estudió las dos listas y dijo:
—La única coincidencia. ¿Sabes qué estoy pensando?
—¿Qué?
—Lux conoce a Loftis y De Haven, y Loftis le conseguía heroína a Claire. Tal vez también tenían acceso a los proveedores de Lux.
Buzz localizó el Purple Eagle, un edificio gris de seis pisos con adornos cromados de capó soldados sobre un raído toldo rojo.
—Podría ser —comentó, y aparcó en doble fila. Mal bajó y entró casi a la carrera.
Buzz lo alcanzó en recepción. Mal interrogaba al empleado, un negro escuálido con los puños abrochados en un vestíbulo sofocante. Mascullaba «Sí señor, sí señor» mirando a Mal, una mano bajo el mostrador.
—Roland Navarette —dijo Mal—. ¿Está todavía en el 402?
El adicto dijo «No señor, no señor» sin dejar de mover la mano, Buzz dio la vuelta y le sujetó la muñeca justo cuando estaba cogiendo un paquete de droga. Le abrió los dedos. «Sí señor, sí señor», dijo el adicto.
—Un hombre blanco, casi treinta años, tal vez barba —espetó Buzz—. Músico de jazz. ¿Le compra droga a Navarette?
—No señor, no señor, no señor.
—Muchacho, di la verdad o te rompo la mano con que te inyectas y te llevo a meditar a la Siete-Siete.
—Sí señor, sí señor, sí señor.
Buzz lo soltó y puso el paquete sobre el mostrador. El empleado se frotó los dedos.
—Un hombre y una mujer blancos preguntaron lo mismo hace veinte minutos. Les dije lo mismo que a ustedes: Roland se reformó, está limpio, no vende heroína.
Los ojos del empleado volaron hacia un teléfono, Buzz lo arrancó y lo tiró al suelo. Mal corrió hacia la escalera.
Buzz lo siguió resoplando, y lo alcanzó en el rellano del cuarto. Mal estaba en medio de un pasillo nauseabundo, arma en mano, señalando una puerta. Buzz recuperó el aliento, desenfundó el revólver y se acercó.
Mal contó hasta tres y derribaron la puerta. Un negro en ropa interior sucia estaba en el piso clavándose una aguja en el brazo, empujando el émbolo, indiferente al ruido y a los dos blancos que lo encañonaban. Mal le pateó las piernas y le sacó la aguja del brazo. Buzz descubrió un billete de cien bajo una jeringa que había en el tocador y comprendió que Claire y Loftis acababan de comprar una buena pista.
Mal abofeteó al heroinómano, tratando de bajarlo de la novena nube. Buzz sabía que era inútil. Arrastró al hombre al cuarto de baño, le metió la cabeza en el lavabo e hizo correr el agua. Roland Navarette volvió al mundo terrenal en medio de espasmos, temblores y escupitajos; lo primero que vio desde el lavabo fue la 38 que le apuntaba.
—¿Adónde mandaste a los blancos que preguntaron por Coleman?
—Hombre, sé que no lo harás —dijo Roland Navarette.
—No me obligues —masculló Buzz amartillando el arma.
—Coleman toca en un local de la Ciento Seis y Avalon —murmuró Roland Navarette.
Watts, código tres sin sirena. Buzz acariciaba la porra, Mal zigzagueaba en el tráfico del atardecer. Ciento Seis y Avalon era el corazón del corazón de Watts: todas las chabolas de la manzana tenían cabras y pollos detrás de cercas de alambre de espinos. Buzz pensó en negros chiflados sacrificándolos en ritos vudú, quizá invitando a Coleman para un banquete de glotón y una noche de jazz. Una hilera de luces azules y centelleantes enmarcaba la puerta de un edificio de la esquina.
—Frena, lo he visto —dijo.
Mal viró bruscamente a la derecha y apagó el motor. Buzz señaló hacia delante.
—Ese coche blanco estaba en la casa de Claire de Haven.
Mal asintió, abrió la guantera y sacó un par de esposas.
—Iba a llamar a los periódicos, pero supongo que no hay tiempo.
—Tal vez no esté aquí. Tal vez Loftis y Claire lo estén esperando fuera, o tal vez ya ha acabado el baile. ¿Estás listo?
Mal asintió. Buzz vio que un grupo de negros hacía cola junto a la puerta de luces azules y empezaba a entrar. Indicó a Mal que saliera del coche, avanzaron deprisa por la acera y entraron detrás del último de la hilera.
El portero era un negro gigantesco con camisa azul de bongó. Iba a cerrarles el paso pero retrocedió con una reverencia ante la obvia intervención policial.
Buzz entró primero. Salvo por las luces navideñas azules de las paredes y el pequeño reflector que alumbraba la barra, el tugurio estada a oscuras. Había gente sentada frente a mesas que enfrentaban el escenario y un conjunto iluminado por más luces azules: lámparas intermitentes cubiertas con celofán. La música era estridente, más parecida a ruido. Negros con camisas azules de bongó tocaban la trompeta, el bajo, la batería, el piano y el trombón. El saxo alto era Coleman, sin barba. Una lámpara agrietada y azul parpadeaba sobre esos ojos de papá Reynolds.
Mal codeó a Buzz y le habló al oído.
—Claire y Loftis en la barra. En aquel rincón.
Buzz dio media vuelta, los vio, casi gritó para hacerse oír:
—Coleman no puede verlos. Lo agarraremos cuando termine este maldito ruido.
Mal se movió hacia la pared izquierda, agachando la cabeza, avanzando hacia la orquesta; Buzz lo siguió a poca distancia, arrastrando los pies: no soy conspicuo, no soy policía. Cuando estaban casi junto al escenario, miró de nuevo hacia la barra. Claire aún estaba allí, Loftis no. Una puerta se estaba cerrando a la derecha de la sala, dejando una rendija de luz.
Buzz le tocó el hombro a Mal, éste asintió como si ya lo supiera. Buzz se pasó la pistola de la funda al bolsillo derecho del pantalón, Mal tenía el arma apretada contra la pierna. Los músicos dejaron de tocar y Coleman hizo un solo: chillidos, jadeos, ronquidos, ladridos, gruñidos, gritos. Buzz pensó en ratas gigantescas desgarrando carnes a ese ritmo. Un gemido estridente que parecía eterno, Coleman alzando el saxo hacia las estrellas. Las luces azules se apagaron, el gemido se volvió acariciante en la oscuridad y murió. Se encendieron luces generales y el público se lanzó aplaudiendo hacia el escenario.
Buzz se abrió paso entre la muchedumbre, Mal iba junto a él de puntillas. Todos los que los rodeaban eran negros, Buzz buscó una cara blanca y vio a Coleman escapando por la puerta lateral derecha, el saxo por encima de la cabeza.
Mal y Buzz se miraron. Se abrieron paso a empujones, puñetazos, empellones, codazos y rodillazos, y recibieron codazos, golpes y escupitajos en la cara. Buzz salió limpiándose el ardor del burbon de los ojos, oyó un grito y un disparo al otro lado. Mal atravesó la puerta arma en mano.
Otro disparo; Buzz corrió tras la sombra de Mal. Un maloliente pasillo de linóleo. Dos formas luchando en el piso a seis metros; Mal apuntó. Un negro dobló una esquina y trató de interponerse, Mal disparó dos veces. El hombre rodó contra las paredes y cayó de bruces, Buzz echó un vistazo a los que estaban en el suelo. Coleman Healy estrangulaba a Loftis. Llevaba una horrenda dentadura rosada con colmillos, el pecho empapado en sangre; una mancha roja oscura se extendía por las piernas y la ingle de Loftis. Al lado había un revólver.
—¡Atrás, Coleman! —gritó Mal.
Buzz avanzó junto a la pared, con el 38 en la mano, tratando de encañonar al hombre rata. Coleman soltó un gruñido ahogado y arrancó la nariz del padre. Mal disparó tres veces, hiriendo a Loftis en el flanco y en el pecho, arrancándolo de la criatura que lo atacaba. Coleman abrazó a papá como un animal famélico y le mordió la garganta. Buzz le apuntó a la cabeza erguida, pero Mal le aferró el brazo para disparar él de nuevo. La bala de Mal rebotó desconchando las paredes en zigzag. Buzz se liberó y disparó; Coleman se llevó una mano al hombro, Mal sacó las esposas y corrió.
Buzz se arrojó al suelo e intentó apuntar, pero las piernas y la chaqueta ondeante de Mal se interponían. Se levantó y echó a correr, vio que Coleman empuñaba el arma del suelo y apuntaba. Uno, dos, tres disparos: Mal cayó y rodó con la cara destrozada. El cuerpo se desplomó ante él. Buzz caminó hacia Coleman y éste esbozó una sonrisa burlona detrás de los colmillos ensangrentados y alzó el arma. Buzz disparó primero, vaciando el cargador contra los dientes de glotón. Gritó cuando al fin dio con una cámara vacía. Siguió gritando, y aún estaba aullando cuando un grupo de policías irrumpió y trató de apartarlo de Mal Considine.
EL BLUES DE LOS CAZADORES DE ROJOS
Pasaron diez días, Buzz se ocultó en un motel de San Pedro. Johnny Stompanato le llevaba información y le exigió los honorarios por el trabajo de Minear, el restaurante chino de calle abajo le proporcionaba tres grasientas comidas diarias, los periódicos y la radio suministraban más información. Todas las noches llamaba a Ventura para hablar con Audrey, contándole exageradas historias sobre Río y Buenos Aires, desde donde el gobierno norteamericano no podía extraditarlos y adonde Mickey no mandaría hombres porque resultaba demasiado caro. Pensaba con escalofríos en su último y más alocado plan para ganar dinero en su carrera de Los Ángeles, preguntándose si sobreviviría para disfrutar de las ganancias. Escuchaba música del Oeste, y Hank Williams y Spade Cooley lo ponían de pésimo humor. Echaba muchísimo de menos a Mal Considine.
Después del tiroteo, un ejército de policías había tranquilizado a los presentes y retirado los cuerpos. Cuatro muertos: Coleman, Loftis, Mal y el vigilante del bar, a quien Mal había disparado. Claire de Haven había desaparecido: tal vez había enviado a Reynolds en esa misión lunática y al oír los disparos, decidió que una redención era suficiente por una noche y había regresado tranquilamente a su casa para planificar más rebeliones populares al estilo de Beverly Hills. Buzz acompañó a Mal al depósito de cadáveres y en la oficina del Siete-Siete presentó una declaración, donde relacionaba las muertes de Healy y Loftis con los homicidios de homosexuales e insistía en que se reconociera al difunto agente Danny Upshaw el mérito de haber resuelto el caso. La declaración disimulaba misericordiosamente las ilegalidades en que Mal y él habían incurrido; no mencionaba a Felix Gordean, Chaz Minear, Dudley Smith ni Mike Breuning. Que el afeminado Chaz viviera para disfrutar de su redención; el loco Dud era demasiado importante para atribuirle la muerte de José Díaz o el «suicidio» de Charles Hartshorn.