—¿Has visto alguna vez dos rostros más iguales?
Jo-Beth sonrió. Era cierto que había gran semejanza entre ambos. Una cierta delicadeza en los huesos de Tommy-Ray armonizaba con los suyos y hacía que los dos hermanos se adorasen. Nada le gustaba tanto a Jo-Beth como pasearse de la mano de su hermano, a sabiendas de que llevaba a su lado la compañía masculina más atractiva que chica alguna pudiese desear, y dándose cuenta de que él, por su parte, pensaba lo mismo. Incluso entre las bellezas artificiales del paseo de Venecia, la gente volvía la cabeza para mirarles.
Pero en aquellos últimos meses no salieron juntos. Ella había tenido que trabajar muchas horas en el restaurante, y él había estado con sus amigotes en la playa, siempre abarrotada de gente. Sean, Andy, y los demás. Y Jo-Beth echaba de menos ese contacto con su hermano.
—¿No te has sentido rara estos últimos días? —preguntó Tommy-Ray de pronto.
—¿Cómo rara?
—No sé, quizá sean imaginaciones mías. Lo que ocurre es que siento que todo esto toca a su fin.
—Ya estamos casi en verano. Al contrario, ahora es cuando empieza todo.
—Sí, lo sé… Pero Andy se ha ido a la Universidad, a la mierda. Sean tiene una amiga en Los Ángeles, y están juntos todo el día. No sé. Me veo aquí, esperando, y no sé a qué, la verdad.
—Pues no lo hagas.
—¿Que no haga qué?
—Pues eso, esperar. Márchate a algún sitio.
—Sí, también lo he pensado. Pero es que… —Miró el reflejo del rostro de su hermana en el espejo—. ¿De veras que no te sientes como… rara?
Jo-Beth le devolvió la mirada, dudosa de si confesarle los sueños que había tenido, sueños en los que la marea se la llevaba, mientras toda su vida le hacía señas desde la orilla. Pero si no se confesaba con Tommy, la persona con la que más confianza tenía en el mundo, ¿con quién iba a hacerlo?
—Sí, la verdad, lo confieso —dijo—. También yo siento algo.
—¿Qué?
Jo-Beth se encogió de hombros.
—No sé, quizá sea que también estoy esperando.
—¿Y sabes qué esperas?
—No.
—Tampoco yo.
—¿Verdad que
somos
una pareja curiosa?
Mientras conducía hacia la Alameda, Jo-Beth recapacitó sobre la conversación que acababa de tener con Tommy-Ray. Éste, como de costumbre, había expresado sentimientos que ella compartía. Las últimas semanas habían estado cargadas de premoniciones. Algo iba a ocurrir de un momento a otro. Sus huesos lo sabían. Lo único que Jo-Beth esperaba era que lo que fuese no se retrasara, porque entre su madre, Grove, y el restaurante, ella estaba llegando al límite de sus nervios. Ahora había empezado una competición entre su paciencia y lo que se les aproximaba por el horizonte. Si no llegaba para el verano (lo que fuera por extraño que fuese), ella no tendría más remedio que salir a su encuentro.
No parecía que nadie se pasease mucho en aquella ciudad, y Howie lo notó caminando tres cuartos de hora Colina arriba y Colina abajo. Durante ese tiempo no encontró más que cinco peatones, y todos con niños o perros a remolque para justificarse. Ese paseo inicia], por corto que fuese, le llevó a un lugar alto desde el que pudo captar algo del aspecto general de la ciudad. Y también le abrió el apetito. Carne para el forajido, pensó, y eligió el restaurante «Butrick» entre los lugares donde comer que había en la Alameda.
No era muy grande, y estaba medio lleno. Eligió una mesa junto a la ventana, abrió su manoseado ejemplar del
Siddhartha,
de Hesse, y continuó leyendo el texto, que estaba en el original alemán. El libro había pertenecido a su madre, que lo había leído y releído muchas veces, aunque él no recordaba haberla oído decir una sola palabra en alemán, idioma que ella, evidentemente, dominaba. Howie no lo sabía tan bien, y leer aquella obra le resultaba como una especie de tartamudeo interior. Luchaba por entender el significado de una frase, y sólo lo captaba para perderlo en seguida.
—¿Quiere algo de beber? —le preguntó la camarera.
Howie iba a decir «Coca»; pero, en aquel momento su vida cambió.
Jo-Beth cruzó el umbral del restaurante igual que llevaba siete meses haciéndolo; sin embargo, fue como si todas las otras veces no hubieran sido más que un ensayo de aquella entrada. Se volvió, sus ojos encontraron los del muchacho que estaba sentado a la mesa número cinco. Su mirada lo abarcó por entero de un solo golpe. Howie tenía la boca medio abierta. Llevaba gafas de montura dorada. Tenía un libro en la mano. Jo-Beth ignoraba el nombre de su dueño, ni
podía
saberlo, jamás lo había visto hasta ese instante. Y el chico, de pronto, la miró con la misma expresión de reconocimiento en el rostro que Jo-Beth sabía que el suyo mostraba.
«Es lo mismo que nacer», pensó Howie al ver aquel rostro. Lo mismo que salir de un lugar seguro y lanzarse a una aventura que lo dejaría sin respiración. No había nada más bonito en todo el mundo que la suave curva de aquellos labios al sonreírle.
Y sin abandonar la sonrisa, como una completa coqueta. «Para —se dijo Jo-Beth—. ¡Mira hacia otro lado! Va a pensar que te has vuelto loca por él de tanto como lo miras. Pero también él está mirando, ¿no?»
«Seguiré mirando mientras
ella
siga mirando…»
«… mientras él siga mirando…»
—
¡Jo-Beth!
La llamada le llegó desde la cocina. Jo-Beth pestañeó.
—¿Una «Coca», ha dicho usted? —preguntó la camarera.
Jo-Beth miró hacia la cocina: era Murray quien la llamaba, tenía que ir; luego volvió la vista al chico del libro, que seguía con los ojos fijos en ella.
—Sí —le oyó decir.
Esa palabra fue para ella, de eso se dio cuenta muy clara.
Sí, vete. Yo sigo aquí.
Jo-Beth asintió, y se alejó de la mesa.
Aquel encuentro había durado cinco minutos, como máximo, pero los dejó temblorosos.
En la cocina, Murray se hallaba como siempre, atormentado.
—¿Dónde has estado?
—Dos minutos de retraso, Murray.
—Yo he contado diez. En el rincón hay un grupo de tres. Es tu mesa.
—Ya me estoy poniendo el delantal.
—Date prisa.
Howie vigilaba la puerta de la cocina, en espera de su reaparición; el
Siddhartha
había sido olvidado. Cuando Jo-Beth apareció, no miró hacia él, sino que fue derecha a una mesa situada en el otro extremo del restaurante. Esto no angustió a Howie, por más que Jo-Beth no mirase, porque entre los dos había ya un acuerdo, firmado durante aquel primer intercambio de miradas, y Howie se quedaría allí toda la noche si fuese necesario, y hasta el día siguiente incluso si no había otro remedio; esperaría a que Jo-Beth terminara su trabajo y volviese a mirarle.
En la oscuridad, bajo Palomo Grove, los inspiradores de aquellos niños seguían asidos el uno al otro, lo mismo que cuando cayeron a tierra, sin atreverse a arriesgar ninguno de ellos dos la libertad del otro. Incluso cuando salieron a tocar a las bañistas, lo hicieron juntos, como siameses unidos por la cadera. Fletcher había tardado en comprender la intención del Jaff aquel día. Él pensó que el otro quería extraer de las chicas sus malditos
terata.
Pero su daño había sido más ambicioso que todo eso, pues lo que
en realidad intentaba
era hacer niños, y, a pesar de su delgadez, Fletcher se sintió obligado a imitarle. No quedó orgulloso de su asalto. Cuando las noticias de las consecuencias llegaron hasta ellos, su vergüenza aumentó. Una vez, sentado junto a la ventana con Raúl, había soñado con ser cielo. En vez de eso, la lucha contra el Jaff le había reducido al papel de corruptor de inocentes cuyo futuro se había agostado a su contacto. El Jaff había gozado con la tristeza de Fletcher. Muchas veces, conforme los años transcurrían en aquella oscuridad, Fletcher sentía los pensamientos de su enemigo, dirigiéndose a los niños que había hecho y preguntándose cuál de ellos sería el primero en acudir a salvar a su verdadero padre.
El tiempo no tenía la misma significación para ellos que antes del Nuncio. No tenían hambre, ni sueño. Enterrados juntos, como dos amantes, esperaban en la roca. Algunas veces oían voces que les llegaban de la parte de arriba, produciendo un eco abajo por conductos abiertos por el sutil pero perpetuo movimiento de la Tierra, pero estos pequeños vislumbres no ofrecían ninguna pista del progreso de sus hijos, con lo que su comunicación mental era, cuanto más, muy leve. O al menos lo había sido hasta esa noche.
Sus hijos se habían encontrado. Con un contacto entre ellos súbito y claro, los dos hubiesen entendido de pronto algo de sus verdaderas naturalezas al verse el uno al otro abriendo, sin darse cuenta, sus mentes a sus creadores. Fletcher se encontró a sí mismo en la cabeza de un joven llamado Howard, el hijo de Trudi Katz. A través de los ojos del chico, vio a la hija de su enemigo, de la misma manera que el Jaff veía a Howie en la mente de su hija.
Ése era el momento que ambos esperaban. La lucha mantenida por todo Estados Unidos les había agotado a los dos. Pero sus hijos estaban en el mundo para luchar ahora por ellos; para terminar la batalla que ellos habían dejado inconclusa durante dos décadas. Y esa última vez sería hasta la muerte.
O, por lo menos, era lo que ellos esperaban. Por primera vez en su vida, Flecher y el Jaff compartían el mismo dolor, como el pinchazo de un solo aguijón a través del alma de cada uno.
Eso no era la guerra, maldita sea. Eso nada tenía que ver con la guerra.
—¿Ha perdido el apetito? —le preguntó la camarera.
—Pues creo que sí —contestó Howie.
—¿Quiere que me lleve esto?
—Sí.
—¿Desea café, o postre?
—Otra «Coca».
—Una «Coca».
Jo-Beth estaba en la cocina cuando Beverly entró con el plato.
—Qué desperdicio este filete tan bueno —dijo Beverly.
—¿Cómo se llama? —Jo-Beth quería saber su nombre.
—Chica, te has debido pensar que soy una celestina, y yo qué sé cómo se llama, ni se lo pregunté.
—Pues vete y pregúntaselo.
—Pregúntaselo tú; quiere otra «Coca».
—Gracias, encárgate tú de mi mesa.
—Nada, a partir de ahora me llamas Cupido.
Jo-Beth se las había arreglado para tener su mente puesta en el trabajo y los ojos apartados del chico aquel durante media hora; al fin y al cabo, todo tiene un límite. Escanció una «Coca» y la llevó a la mesa, pero observó con horror que no había nadie; el espectáculo de la silla vacía le hizo sentirse enferma. Pero, entonces, él salió del servicio y regresó a la mesa. La vio y sonrió. Jo-Beth cruzó hacia él, desoyendo dos llamadas que le hicieron por el camino. Tenía una pregunta preparada para el muchacho, y pensaba hacérsela ella primero: la llevaba fija en su mente desde el principio. Pero el muchacho se le adelantó:
—¿Nos conocemos?
Y, por supuesto, Jo-Beth sabía la respuesta.
—No —dijo.
—Lo que ocurre es que cuando usted… usted… usted… —tartamudeó, y los músculos de la mandíbula hacían un movimiento como si masticase chicle—. Usted… usted…
—Lo mismo había pensado —dijo Jo-Beth, esperando no ofenderle al terminar por el joven lo que quería decir. Pero él no pareció oírla. Sonrió, los músculos de sus rostros se relajaron.
—Es extraño —dijo ella—, usted no es de Grove, ¿verdad?
—No, soy de Chicago.
—Eso está muy lejos.
—Pero nací aquí.
—¿Sí?
—Me llamo Howard Katz. Howie.
—Y yo Jo-Beth…
—¿A qué hora terminas?
—Hacia las once. Ha sido una coincidencia estupenda que vinieras hoy. Sólo trabajo lunes, miércoles y viernes. Si hubieses venido mañana, no me hubieras encontrado.
—Nos hemos encontrado el uno al otro —dijo él, y la seguridad de esa afirmación casi la hizo llorar.
—Tengo que volver al trabajo —dijo Jo-Beth.
—Te espero —contestó él.
A las once y media salieron juntos del restaurante. La noche era calurosa. No un calor agradable, con brisa, sino bochornoso.
—¿Y por qué has venido a Grove? —le preguntó ella, mientras se dirigían a su coche.
—Para conocerte.
Jo-Beth se echó a reír.
—¿Por qué no?
—De acuerdo, pero ¿cuál fue el motivo anterior?
—Mi madre y yo nos fuimos a Chicago cuando yo tenía unas pocas semanas. En realidad, ella
no
contaba demasiadas cosas de su ciudad natal. Cuando yo le preguntaba algo era como si le hablase del infierno. Me imagino que quise verla personalmente, para así entender mejor a mi madre, y también a mí mismo.
—¿Está tu madre en Chicago todavía?
—No, murió, hace dos años.
—Qué pena, ¿y tu padre?
—No tengo padre. Bien… Quiero decir… es… —Empezó a tartamudear de nuevo, hizo un esfuerzo y se sobrepuso—. Es que no lo he conocido.
—Esto se hace cada vez más misterioso.
—¿Por qué?
—Pues porque a mí me ocurre lo mismo. Tampoco yo sé quién es mi padre.
—No importa mucho, ¿verdad?
—Antes sí que me importaba. Ahora, menos. ¿Sabes?, tengo un hermano gemelo, Tommy-Ray. Siempre puedo contar con él. Debes conocer a Tommy. Le tomarás cariño. Todo el mundo le quiere.
—¿Y a ti? Seguro que todo el mundo te quiere también.
—¿Qué quieres decir?
—Eres preciosa. Tendré que competir con la mitad de los chicos del condado de Ventura, ¿no?
—No.
—No te creo.
—Bueno, ellos miran, pero no tocan.
—¿Me incluyes a mí?
Jo-Beth se detuvo.
—No te conozco, Howie. Bueno, la verdad es que te conozco y no te conozco. Lo mismo que cuando te he visto en el restaurante, te he reconocido de algún sitio, pero es que yo nunca he estado en Chicago, ni tú en Grove desde… —Frunció el ceño de repente—. ¿Cuántos años tienes?
—He cumplido dieciocho en abril.
Jo-Beth frunció el ceño más todavía.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Pues que yo también.
—¿Cómo?
—Sí, eso, dieciocho en abril. El día catorce.
—Y yo, el dos.
—Esto empieza a parecer muy raro, ¿no crees? Yo, pensando que te conocía; y tú, lo mismo.
—Hace que te sientas violenta.
—¿Tanto se me nota?
—Sí. Nunca había visto… visto… Yo nunca había visto un rostro tan… transparente. Me dan ganas de besarlo.
En la roca, los espíritus se retorcían. Cada palabra de seducción oída había sido como un navajazo. Pero no tenían poder para hacerles callar. Lo único que pudieron hacer fue asentarse en las mentes de sus hijos y escuchar.