—Bésame —dijo ella.
Se
estremecieron.
Howie asió contra sí el rostro de Jo-Beth.
Se
estremecieron hasta que el suelo en torno a ellos se estremeció también.
Ella dio medio paso hacia Howie y posó sus sonrientes labios sobre los de él.
Hasta que las grietas se abrieron en el mismo cemento que las había cerrado dieciocho años antes. ¡Basta!, gritaron en los oídos de sus hijos. ¡Basta! ¡Basta!
—¿Has sentido algo? —preguntó él.
Ella rió.
—Sí, me ha parecido que la Tierra se movía.
Las chicas fueron a bañarse dos veces.
La segunda vez lo hicieron la mañana siguiente a la noche en que Howard Ralph Katz conoció a Jo-Beth McGuire. El aire bochornoso de la tarde anterior había desaparecido dejando lugar a un viento que prometía brisa fresca que suavizaría el calor de la tarde.
Buddy Vance había vuelto a dormir solo en una cama dispuesta para tres personas. Tres en la cama era el paraíso, afirmaba él (y, por desgracia, le había oído decirlo). Dos era el matrimonio, o sea, el infierno puro y simple. Él sabía ya bastante del matrimonio, y no le cabía la menor duda de que no le iba, pero aquella mañana tan hermosa lo sería mucho más si supiese que al final de ella estaba esperándole una mujer, aun cuando no fuese más que su propia esposa. Su aventura con Ellen había resultado demasiado perversa para que durase mucho tiempo. Había tenido que echarla de su trabajo muy pronto. Entretanto, su cama, dice ella, hacía ese nuevo régimen matinal un poco más llevadero, porque, con nada en el colchón que le retuviese, podía levantarse rápidamente, ponerse la ropa de
jogging y
lanzarse a la calle Colina abajo.
Buddy tenía cincuenta y cuatro años. El
jogging
le hacía sentirse como si tuviese el doble, pero muchos que contaban su misma edad habían muerto hacía poco tiempo, el último de ellos, su antiguo agente, Stanley Goldhammer, y todos por causa de los mismos excesos a los que él seguía siendo tan concienzudamente fiel: los puros, el alcohol, las drogas… De todos sus vicios el de las mujeres era el más sano, pero incluso ese placer debía tomarlo ahora con moderación. Ya no podía pasarse la noche entera haciendo el amor como a los treinta años. Incluso en algunas ocasiones, pocas y traumáticas, se había sentido incapaz de acabar el acto sexual. Ese fallo lo indujo a visitar al médico para pedirle una panacea, por cara que fuese.
—No hay ninguna —dijo Tharp, que llevaba tratando a Buddy desde sus años en la televisión, cuando el
Buddy Vance Show
llegó a ser el programa de más audiencia semanal, y el chiste que contaba a las ocho de la noche estaba ya en boca de todos los estadounidenses a la mañana siguiente. Tharp conocía a fondo al hombre que en otro tiempo había sido considerado como el más gracioso del mundo.
—Estas cosas hacen mucho daño a tu cuerpo, Buddy, cada maldito día que pasa. Y dices que no quieres morir. Lo que quieres es estar siempre a cien.
—Justo.
—Pues si sigues a sí te doy diez años más de vida. Y eso con un poco de suerte. Tienes demasiado peso, tienes demasiadas tensiones. He visto cadáveres más sanos.
—Doy gatillazo, Lou…
—Sí, bueno, tú te encargas de los gatillazos y yo del certificado de defunción. ¡Haz el favor, hombre! Empieza a cuidarte un poco, si no, ¡por Cristo bendito!, vas a seguir el mismo camino que Stanley.
—No creas que no lo he pensado.
—Sí, ya sé que lo has pensado, Bud, ya lo sé.
Tharp se levantó, acercándose al otro lado de la mesa donde Buddy se encontraba. En la pared había fotografías firmadas de las estrellas a las que había tratado y dado consejo. Muchos nombres famosos. Casi todos ellos, muertos, muchos prematuramente. La fama tiene su precio.
—Me alegra que te vuelvas razonable. Bien, si es que hablas en serio…
—¿Es que no estoy aquí, en tu consulta? ¿Qué más seriedad de mierda quieres? Ya sabes lo que me fastidia hablar de toda esa marranada. Nunca, nunca en mi vida había dado gatillazo, Lou. Y tú lo sabes. Ni una vez. Cualquier cosa. Cualquier otra cosa. ¡Pero, mira que esto…!
—A esto hay que hacerle frente tarde o temprano.
—Prefiero tarde.
—De acuerdo, te pondré un plan. Régimen, ejercicios…, vamos, a fondo, Buddy, pero no creas que te va a divertir cuando lo veas.
—En alguna parte he oído que la risa te hace vivir más tiempo.
—Enséñame dónde dice que los comediantes viven eternamente, y yo te enseñaré una tumba con un chiste como epitafio.
—Muy bien, ¿cuándo empiezo?
—Hoy mismo. Retírate de las cervezas y de las golosinas, y procura utilizar la piscina de vez en cuando.
—Hay que limpiarla.
—Bueno, pues haz que la limpien.
Eso fue lo más fácil. Buddy mandó a Ellen que llamara al Servicio de Piscinas y, al día siguiente, alguien llegó a limpiarla. El plan de salud de Tharp, como éste le había advertido, era duro, pero cada vez que su voluntad vacilaba, Buddy pensaba en el aspecto que tenía algunas mañanas al mirarse al espejo y en que sólo se veía la polla si metía la barriga hacia dentro con tal fuerza que llegaba a dolerle. Cuando la vanidad no le daba resultado, pensaba en la muerte, pero eso como último recurso.
Buddy había sido madrugador siempre, así que el levantarse temprano para correr no le costaba gran trabajo. Las aceras estaban desiertas, y a menudo —como en ese momento, por ejemplo— hacía su paseo Colina abajo y cruzaba todo Grove, para dirigirse al bosque, donde el terreno no le magullaba la planta de los pies como se la magullaba el cemento, y su jadeo se acoplaba con el canto de los pájaros. En días como ése, la carrera era sólo de ida, porque José Luis lo esperaba con la limusina, donde había toallas y té helado. Después regresaban de la forma más fácil: sobre ruedas, a «Coney Eye», que era el nombre que había dado a su finca. La salud era una cosa, y el masoquismo, otra, por lo menos en público.
La carrera tenía otras ventajas, además de dar más consistencia a su vientre. Buddy usaba esa hora para dilucidar en mente cualquier problema que le inquietase. Y aquel día, inevitablemente, sus pensamientos fueron a Rochelle. El acuerdo de divorcio iba a ser firmado esa semana; con ello, su sexto matrimonio pasaría a la Historia. Sería el segundo más corto de los seis. Sus cuarenta y dos días con Shashi habían hecho el más breve de él, terminado con un disparo que estuvo a punto de hacerle pedazos los testículos. Cada vez que lo pensaba un sudor frío le cubría el cuerpo. Y no habría pasado más de un mes con Rochelle en el año que llevaban casados. Después de la luna de miel y de sus pequeñas sorpresas, Rochelle había vuelto a Fort Worth para calcular su pensión. Fue un desacierto desde el principio, y él hubiera debido darse cuenta la primera vez que Rochelle no se rió de sus gracias de siempre, lo que ocurrió, precisamente, la primera vez que se las oyó. Pero de todas sus mujeres, incluida Elizabeth, Rochelle era la que más le atraía físicamente. Su rostro parecía tallado en piedra, pero por un escultor genial.
Pensaba en el rostro de Rochelle mientras dejaba la acera e iba hacia el bosque. Quizá debiera llamarla y pedirle que volviese a «Coney Eye» para hacer un último intento. Esto lo había hecho ya una vez, con Diane, y disfrutó de los dos meses mejores de todos sus años juntos, hasta que los viejos resentimientos volvieron a aflorar. Pero Diane era Diane, y Rochelle, Rochelle. Qué inutilidad intentar proyectar el tipo de comportamiento de una mujer en otra; cada mujer es maravillosamente distinta.
En comparación con ellas, los hombres son una especie aburrida: desmañados y obsesionados. La próxima vez, a él le gustaría nacer lesbiana.
Oyó risas a lo lejos. Las inconfundibles risitas de las chicas jóvenes. Un sonido extraño a aquella hora de la mañana. Se detuvo y escuchó; pero, de repente, el aire se vació de sonidos, incluido el canto de los pájaros. Los únicos ruidos que se oían eran interiores: los propios de su sistema. ¿Habría imaginado esas risas? Era posible, porque sus pensamientos estaban llenos de mujeres. Pero cuando se disponía a volverse y abandonar la espesura con su carencia de sonidos, volvieron a oírse las risas, y, además, se produjo un cambio extraño, casi alucinante, en el escenario que lo rodeaba. El sonido parecía animar ahora el bosque entero. Daba movimiento a las hojas, aclaraba la luz misma. Más aún: cambiaba hasta la
dirección
del sol. En el silencio, la luz había sido pálida, pues su fuente estaba todavía baja, en el Oeste. En cambio, durante el tiempo que la risa duró, se volvió brillante como al mediodía, derramándose sobre las hojas vueltas hacia ella.
Buddy no daba crédito a sus ojos pero tampoco dejaba de creérselo: se limitaba a contemplar el fenómeno, como hacía con la belleza femenina, hipnotizado. Sólo cuando la tercera ronda de risas comenzó, se dio cuenta de la dirección de donde venían, y empezó a correr hacia ella, mientras la luz vacilaba aún.
Unos pocos metros más adelante vio, a través de los árboles, un movimiento ante él. Era una chica que se despojaba de la ropa interior. Detrás de ella, otra chica, pero atractiva y llamativa rubia, empezó a hacer lo mismo. Algo instintivo le indicó a Buddy que no eran totalmente reales, pero siguió avanzando con cautela, por miedo a asustarlas. ¿Se
asustarían
los espejismos? Sin embargo, no quiso arriesgarse a ello, en especial al tratarse de tales preciosidades. La chica rubia fue la última en desnudarse. Había otras tres, las contó, y estaban metiéndose en un lago situado en el límite mismo de la realidad. El rizo de sus aguas irradiaba luz sobre el rostro de la chica rubia.
Arleen,
así la llamaron a gritos, hacia la orilla. Yendo de árbol en árbol, Buddy se acercó hasta unos tres metros de distancia del borde del lago. Arleen avanzaba con el agua hasta los muslos. Aunque se inclinó para recoger agua con los cuencos de las manos para derramársela sobre el cuerpo, estaba virtualmente invisible. Las otras chicas, que se hallaban a más profundidad que ella, nadando ya, parecían flotar en el aire.
«Fantasmas
—medio pensó Buddy—. Ésos son fantasmas, estoy observando el pasado, que se desarrolla de nuevo ante mis ojos.» Ese pensamiento le indujo a salir de su escondite. Si su suposición era correcta, esas chicas podrían desaparecer en cualquier momento, y él quería beber su belleza a grandes tragos antes de dejar de verlas.
No había ni traza de los vestidos que deberían de haber desparramado en la hierba donde acababan de estar, ni ningún otro signo —cuando alguna de ellas volvía la vista para mirar a la orilla— de que le viesen a él allí.
—No te alejes demasiado —gritó una del cuarteto a su compañera, que no tuvo en cuenta esa advertencia.
La chica se iba alejando de la orilla; abría y cerraba las piernas al nadar. Desde el primer sueño húmedo de su adolescencia, Buddy no recordaba una experiencia tan erótica como la de contemplar a aquellos seres suspendidos en el fulgurante aire, la parte baja de sus cuerpos sutilmente velada por el líquido elemento que las sostenía en lo alto, pero no tanto como para no poder gozar de sus menores detalles.
—¡Caliente! —gritó la más aventurera, que ya nadaba a bastante distancia de él—. ¡Aquí está
caliente!
—¿Bromeas?
—¡Ven y compruébalo!
Sus palabras inspiraron una ambición más osada a Buddy. Ya había
visto
mucho. ¿Por qué no atreverse a
tocar
? Si ellas no le veían —y estaba claro que no podían—, ¿qué daño había en que se les acercara lo más posible, y recorrer sus espaldas con la punta de los dedos del pie?
El agua no hizo ruido alguno al penetrar Buddy en ella, ni sintió el menor contacto en los tobillos y en las pantorrillas al llegar a lo más profundo. Sin embargo, era suficiente para sostener a Arleen, que hacía la plancha sobre la superficie del lago, con el cabello extendido alrededor de la cabeza, dando de vez en cuando suaves brazadas que la alejaban de él. Buddy se apresuró para alcanzarla. El agua no ofrecía la menor resistencia a su paso, de modo que cubrió la distancia que la separaba de la chica en unos pocos segundos. Los brazos de Buddy se alargaron, sus ojos estaban fijos en los labios rosados de la vagina, mientras ella se alejaba, con diestros movimientos de sus piernas.
La más atrevida había empezado a gritar algo, pero Buddy no se dio cuenta de su agitación. No podía pensar en otra cosa que en mirar a Arleen, en poner la mano sobre el cuerpo femenino sin que ella protestase, al contrario, seguía nadando mientras él se saciaba de ella. En su prisa, el pie de Buddy chocó contra algo, y él se hundió con el rostro hacia abajo. La sacudida le hizo volver a la realidad lo suficiente como para interpretar los gritos que le llegaban de la parte más profunda del agua. Ya no eran gritos de placer, sino de miedo. Levantó la cabeza del fondo. Las dos nadadoras más rápidas se retorcían en el aire, volviendo los rostros al cielo.
—¡Dios mío! —pensó Buddy.
Se estaban ahogando. Unos momentos antes las había llamado fantasmas, sin pensar en realidad lo que ese nombre implicaba. Allí estaba la terrible verdad. El grupo de nadadoras había encontrado la desgracia en aquellas aguas fantasmagóricas. Él había estado coqueteando con muertos.
Asqueado de sí mismo, quiso huir, pero una perversa obligación le vinculaba a esta tragedia, forzándole a segur mirando.
De pronto, el mismo remolino abarcó a las cuatro, las agitó en el aire, y oscureció sus rostros mientras ellas luchaban por respirar. ¿Cómo era posible? Parecía que estaban ahogándose en metro y medio de profundidad. ¿Habrían sido atrapadas por alguna corriente? No parecía probable, en tan poca agua y, a todas luces, tan plácida.
—Ayúdalas —se sorprendió a sí mismo diciendo—. «¿Por qué no hay alguien que las ayude?»
Como si le fuera posible ayudarlas, se dirigió hacia ellas. Arleen era la que se hallaba más cerca. De su rostro había desaparecido toda la belleza, estaba contorsionada y retorcida por la desesperación y el terror. De pronto, sus ojos, completamente abiertos, parecieron ver algo en el agua, debajo de sus pies. Cesó su forcejeo, y un aspecto de rendición total se apoderó de ella. Había renunciado a la vida.
—
¡No!
—murmuró Buddy
Alargó las manos, intentando asirla, como si sus brazos pudiesen recuperarla del pasado y traerla de nuevo a la vida. En el momento que su carne se ponía en contacto con la de la chica, se dio cuenta de que ese acto suyo iba a ser fatal para los dos. Pero era demasiado tarde para los arrepentimientos. El fondo tembló a sus pies. Buddy miró hacia abajo. Sólo había una fina capa de tierra, en la que afloraba una escasa capa de hierba. Debajo de la tierra, roca gris. ¿O cemento? ¡Sí, era cemento! Un agujero en el fondo taponado con ese material, pero la reparación se estaba resquebrajando de nuevo, delante de él, ensanchándose las fisuras del cemento.