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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El gran espectáculo secreto (13 page)

BOOK: El gran espectáculo secreto
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Aquel día no se habló del asunto. Ella se encerró en su habitación, escuchando la radio, mientras Lawrence hablaba con sus abogados acerca de la posibilidad de cerrar el «Slick»; con la Policía sobre la de llevar a sus agresores a los tribunales, y con su psiquiatra para averiguar en qué había fallado. Aquella noche, Arleen volvió a salir, o, por lo menos, lo intentó cuando empezaba a oscurecer. Su padre se lo impidió, interponiéndose entre ella y la calzada.

Entonces, una bomba de recriminaciones, contenidas desde la noche anterior, reventó mientras ella le miraba fijamente con ojos de hielo. Esa indiferencia lo enfureció. Arleen no quiso volver a entrar cuando su padre se lo pidió, y se negó a decirle la razón que la movía a comportarse como lo hacía. Entonces, la preocupación de Lawrence se convirtió en verdadera furia, su voz fue elevándose en varios decibelios, y su vocabulario se volvió ponzoña, hasta empezar a llamarla puta a gritos, Muchas cortinas por toda la Tenaza se cerraron al oírle. Finalmente, cegado por lágrimas de incomprensión total, la golpeó y le hubiera hecho más daño si Kate no hubiese intervenido. Arleen no esperó. Con su furioso padre bajo la custodia de su madre, corrió y se las apañó para que alguien la llevase en coche a la playa.

El «Slick» fue ocupado por la Policía aquella noche. Hubo veintiún detenidos, la mayoría por delitos menores de droga, y el bar fue clausurado. Cuando la Policía llegó, la princesa de Lawrence Farrell realizaba el misino número de agitación y sonrisas que llevaba representando cada noche desde hacía una semana. Era una historia que ni los más audaces intentos de soborno de Lawrence consiguieron evitar que fuera publicada por los periódicos. Se convirtió en el escándalo más leído de toda la costa. A Arleen la llevaron al hospital para someterla a un reconocimiento médico, y resultó que tenía dos enfermedades venéreas, además de ladillas, y el deterioro natural producido por sus excesos. Pero, al menos, no estaba embarazada. Lawrence y Kathleen Farrell dieron gracias a Dios por esa pequeña merced.

La revelación de las correrías de Arleen en el «Slick» dieron lugar a un control más severo de los hijos por parte de los padres de la ciudad. Incluso en la parte oeste de Grove se notaba que había menos chicos vagando por las calles después de anochecer. Los romances ilícitos se volvieron difíciles. Incluso Trudi, la última de las cuatro, se vio obligada a renunciar a su pareja, aunque encontró una cobertura casi perfecta para sus actividades: la religión. Había tenido el capricho de seducir a un cierto Ralph Contreras, un mestizo que trabajaba de jardinero para la iglesia luterana del Príncipe de la Paz, en Laureltree, y que tartamudeaba de tal manera que, para los efectos, era como si fuese mudo. A Trudi le gustaba así. Contreras le daba el servicio que ella pedía, y se callaba la boca. En resumen, el perfecto amante. No era que a Trudi le preocupase mucho la técnica de Contreras, que se defendía valientemente en su papel de macho. Para ella no era más que un funcionario en el ejercicio de sus funciones. En cuanto esas funciones tocaran a su fin —su cuerpo diría a Trudi cuándo había llegado ese momento—, prescindiría de su amante para siempre. Por lo menos eso era lo que Trudi se decía a sí misma.

De todas maneras, y por causa de las indiscreciones de Arleen, los líos amorosos de todas ellas (Trudi incluida) no iban a tardar en ser del dominio público. Y aunque quizás a Trudi le fuera fácil olvidar sus citas con Ralph
el Silencioso,
Palomo Grove no las olvidaría.

2

Las informaciones de los periódicos sobre la escandalosa vida secreta de la belleza de la pequeña ciudad, Arleen Farrell, fueron tan explícitas como el departamento jurídico respectivo permitió; aunque no importaba mucho, los detalles que faltaran sería suplidos por los rumores. En seguida prosperó un pequeño mercado negro en supuestas fotografías do aquella orgías, y llegó a ser sumamente lucrativo, por más que las lotos en cuestión eran tan borrosas que resultaba difícil tener la seguridad de que se trataba de la verdadera orgía. La familia entera —Lawrence y Kate, y Jocelyn y Craig, los hermanos de Arleen— se convirtió también en blanco de la curiosidad general. Mucha gente que vivía en el otro extremo de Grove cambiaba la ruta de sus compras de forma que pasase por la Terraza donde la familia Farrell vivía, y así veían la casa de la infamia. A Craig hubo que sacarle del colegio porque sus compañeros se mofaban cruelmente de él con las porquerías de su hermana mayor; Kate aumentó la dosis de tranquilizantes, hasta el punto de ser incapaz de pronunciar palabras de más de dos sílabas sin arrastrar todas las vocales. Pero todavía faltaba lo peor. Tres días después de que Arleen fuera arrancada de la pocilga de sus jinetes, en el
Chronicle
apareció una entrevista, que se suponía hecha a una de sus enfermeras, en la que se comentaba que la hija de Farrell pasaba la mayor parte del tiempo sumida en una verdadera locura sexual, que sólo decía obscenidades, interrumpidas por lágrimas de frustración. Esto, por sí solo, era ya interesante. Pero el reportaje seguía diciendo que la enfermedad de la paciente era algo más que una libido efervescente: Arleen Farrell se creía poseída.

El relato de la enfermera era complicado y extraño: ella, con otras tres amigas, había ido a nadar a un lago próximo a Palomo Grove, donde fueron atacadas por algo que las penetró a las cuatro. Lo que esta entidad ocupante había pedido a Arleen y —probablemente— también a sus compañeras de baño, era que tuvieran un hijo con cualquiera qué se mostrara dispuesto a prestarles ese servicio. De ahí sus aventuras en el «Slick». El diablo que Arleen tenía en el útero, buscaba simplemente un padre sustituto entre tan grosera compañía.

El artículo no mostraba traza alguna de ironía. El texto de la supuesta confesión de Arleen resultaba tan absurdo como para no necesitar el menor brillo editorial. Sólo los ciegos y los analfabetos se quedaron sin leer en Grove las relevaciones que la belleza y la droga les brindaban. A nadie se le ocurrió pensar que hubiera un adarme de verdad en sus declaraciones, excepto, por supuesto, las familias de las amigas de Arleen que la habían acompañado el sábado veintiocho de julio. Aunque Arleen no nombraba a Joyce, Carolyn y Trudi, se sabía que las cuatro eran íntimas amigas. No cabía la menor duda, para cualquiera que conociese un poco a Arleen, de quiénes eran las que estaban incluidas en sus fantasías satánicas.

En seguida quedó claro que las chicas debían ser protegidas del revuelo que siguió a las descabelladas declaraciones de Arleen. En las familias McGuire, Katz y Hotchkiss se produjo el mismo intercambio de palabras, cariño más cariño menos.

Los padres preguntaban:

—¿Quieres irte de Grove durante unos días, hasta que lo peor de todos estos chismes haya pasado?

A lo que la hija respondía:

—No, me encuentro bien aquí. Nunca me he encontrado mejor.

—¿Estás segura de que no te deprime todo esto, cariño?

—¿Acaso tengo cara de estar deprimida?

—No, qué va.

—Pues entonces eso quiere decir que no lo estoy.

Los padres pensaban que chicas tan equilibradas como para hacer frente con la mayor calma a la tragedia de la locura de su amiga eran una honra para la familia.

Durante unas cuantas semanas siguieron siendo justo eso, unas hijas modelo, que sobrellevaban la tensión de aquellos momentos con admirable aplomo. Después, el cuadro empezó a deteriorarse al hacerse patente algo extraño en su manera de comportarse. Fue un proceso muy sutil, y que hubiera pasado inadvertido más tiempo de no ser porque los padres observaban ahora a sus hijitas con embebecida atención. Primero, los padres se dieron cuenta de que sus niñas dormían a horas extrañas durante la mañana y se paseaban a medianoche. Luego empezaron los antojos con la comida. Incluso Carolyn, de la que se sabía que nunca rechazaba nada comestible, aborreció algunos alimentos, sobre todo el pescado. Su aspecto sereno desapareció, y empezó a mostrar distintos estados de ánimo que pasaba de un silencio monosilábico al cotorreo, de lo glacial a lo enloquecido. La primera que aconsejó a su hija que acudiese al médico fue Betty Katz. La muchacha no puso objeción alguna, ni tampoco pareció sorprenderse en absoluto cuando el doctor Gottlieb le dijo que estaba completamente sana; y embarazada.

Los padres de Carolyn fueron los siguientes en temer que el misterioso comportamiento de su hija requiriese investigación médica. La noticia fue la misma, con el corolario de que si su hija quería llevar el embarazo a buen término, tendría que perder quince kilos de peso.

Si hubiera existido alguna esperanza de poder negar que había algo en común entre esos diagnósticos, tal esperanza se vino abajo con la prueba tercera y última. Los padres de Joyce McGuire habían sido los más reacios a aceptar la complicidad de su hija en ese escándalo, pero, finalmente, también tuvieron que examinarla. Como Carolyn y Trudi, Joyce gozaba de buena salud. Y también estaba embarazada. Estas novedades reclamaban un reajuste en la historia de Arleen Farrell. ¿Sería posible que, escondido en sus locas divagaciones, hubiese algo de verdad?

Los padres se reunieron y hablaron, reconstruyendo el único argumento que tenía algún sentido. Estaba claro que las chicas habían acordado algún tipo de pacto entre ellas. Habían decidido, por la razón que fuese, y sólo conocida por ellas, quedarse embarazadas, y tres lo consiguieron. Sólo Arleen había fracasado, y eso, a ella, que siempre había sido una chica muy tensa, le produjo tal angustia que acabó por sufrir un derrumbamiento nervioso. Por lo tanto, los problemas a los que había que atender eran: primero, localizar a los posibles padres y denunciarles por oportunismo sexual: segundo, interrumpir los embarazos tan pronto y con tanta seguridad como fuese posible; y, tercero, guardar secreto absoluto sobre todo ese asunto de forma que la reputación de las tres familias no sufriese la misma suerte que la de los Farrell, a los que los probos habitantes de Grove trataban como a parias.

Fracasaron en las tres previsiones. En la cuestión de los padres, porque ninguna de las chicas, ni siquiera bajo coacción paterna, dio los nombres de los delincuentes. En cuanto a abortar, las tres rechazaron cualquier intimidación tendente a prescindir de lo que tantos esfuerzos les había costado conseguir. Y, finalmente, el secreto fue imposible de mantener, porque el escándalo quiere notoriedad, y bastó con la indiscreción de la recepcionista de uno de los médicos para que todos los periodistas empezaran a husmear en busca de nuevas pruebas del delito.

La historia salió a la luz dos días después de la reunión de los padres, y Palomo Grove, que se había zarandeado, pero sin llegar a venirse abajo, con las revelaciones de Arleen, recibió un golpe mortal. El cuento de la chica loca había sido una lectura interesante para los forofos de extraterrestres y curas de cáncer, pero sin que saliese de lo más o menos corriente. Estos nuevos acontecimientos, sin embargo, sí que tocaban un nervio más sensible. Allí había cuatro familias pudientes cuyas vidas habían sido destrozadas a causa de un pacto hecho por sus propias hijas. ¿No habría, mezclado en todo ello algún tipo de culto, se preguntaba la Prensa? ¿Sería el anónimo padre un
solo hombre,
un seductor de chicas jóvenes, cuyo anonimato dejaba un infinito campo a la especulación? ¿Y qué decir de la hija de los Farrell, la primera que llamó la atención sobre lo que se había dado en llamar
La Liga de las Vírgenes?
¿Acaso se debía a su comportamiento, más extremado que el de sus amigas, como había sido el
Chronicle
el primero en informar, el que fuese infecunda? ¿O todavía quedaban por salir a la luz los excesos de las otras tres? Era una historia en la que aún quedaba mucho por descubrir, y que lo tenía todo: sexo, posesión, caos familiar, chismorreo de pequeña ciudad, sexo, locura y sexo. Y, además, ya sólo podía ir a mejor.

Conforme los embarazos avanzaban, la Prensa podría seguir la evolución del caso. Y con un poco de suerte, a lo mejor hasta se daba algún desenlace insólito. Los niños podrían salir todos trillizos, o negros, o nacer muertos.

¡Cuántas posibilidades!

III

Una cierta calma se produjo en medio de la tormenta. Calma y quietud. Las chicas oían las condenas y las acusaciones caían sobre ellas de sus padres, de la Prensa y de sus conocidos, pero nada de esto parecía impresionarlas. El proceso comenzado en el lago seguía su curso inevitable, modelando sus mentes, lo mismo que había modelado sus cuerpos. Permanecían tranquilas, como el lago estaba tranquilo; tan plácido era su exterior que el más violento ataque que pudiera sufrir no dejaría en su superficie otra huella que un rizo pasajero de agua.

Tampoco se buscaron unas a otras durante ese tiempo. El interés mutuo, y hasta por el mundo exterior, fue bajando hasta llegar a cero. Lo único que les importaba era permanecer en casa mientras engordaban y la controversia crecía a su alrededor. Pero también la controversia, a pesar de lo que prometía al principio, fue perdiendo fuerza conforme los meses transcurrían y nuevos escándalos reclamaban la atención del público, aunque el daño que aquel escándalo hizo al equilibrio de Grove ya no tenía remedio. La
Liga de las Vírgenes
había dado brillo propio a la ciudad en el mapa del Condado de Ventura, y en una situación que sus habitantes nunca hubieran deseado, pero que, como era lógico, podrían explotar en provecho propio. Aquel otoño, Grove tuvo más turistas que nunca desde su fundación, la gente estaba decidida a alardear de haber visitado
aquel sitio,
en la ciudad de las locas, en el lugar donde las chicas echaban los ojos a cualquier cosa que se moviese sólo con que el demonio se lo ordenara.

También hubo otros cambios en la ciudad, aunque no tan patentes como los bares llenos y el bullicio constante por la Alameda.

De puertas adentro, los chicos tenían que combatir más con más frecuencia por sus privilegios, ya que los padres, sobre todo si eran padres de hijas, no les dejaban hacer cosas que antes les habrían parecido normales. Tales peleas domésticas hicieron resquebrajarse a varias familias, y a otras las rompió por completo. El darse a la bebida cundió en proporción. La tienda de Marvin hizo un negocio estupendo con la venta de licores fuertes durante los meses de octubre y noviembre, y la demanda subió a la estratosfera con la llegada de las navidades, cuando a las festividades normales se añadieron incidentes de borrachos, adulterios, palizas a las mujeres y exhibicionismo, convirtiendo a Palomo Grove en un paraíso de pecadores.

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