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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El gran espectáculo secreto (9 page)

BOOK: El gran espectáculo secreto
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—Sí, desde luego —dijo Trudi—, me voy contigo.

Se volvió hacia Arleen.

—¿Quieres algo?

—No.

—¿Es que estás de morros?

—No.

—De acuerdo, aunque, en todo caso, hace demasiado calor para ponernos a discutir.

Las dos chicas se adelantaron, entrando en la tienda de Marvin y dejando solas a Arleen y a Joyce en la esquina.

—Lo siento… —dijo Joyce.

—¿Qué?

—Pues lo que te he preguntado sobre Randy. Yo pensaba que quizá tú… Pues eso, que quizás era algo serio.

—No hay nadie en todo Grove que valga dos centavos —comentó Arleen—. La verdad es que no veo el momento de irme.

—¿Y a dónde te quieres ir?, ¿a Los Ángeles?

Arleen se bajó las gafas de sol sobre la nariz y escudriñó a Joyce.

—¿Y por qué iba yo a querer ir a Los Ángeles? —dijo—. Tengo demasiado sentido común para marcarme Los Ángeles como meta. Es mejor estudiar en Nueva York. Y trabajar en Broadway. Si me quieren, que vengan y me busquen.

—¿Quién, por ejemplo?


Joyce
—dijo Arleen, bromeando, fingiendo exasperación—. Hollywood.

—Oh, sí, claro, Hollywood.

Hizo un gesto afirmativo, apreciando lo completo del plan de Arleen. Ella no tenía algo tan coherente en su cerebro. Pero para Arleen resultaba muy fácil. Era la clásica belleza californiana, rubia, de ojos azules, poseedora de una envidiable sonrisa que ponía al sexo opuesto a sus pies. Por si eso fuera poco, su madre había sido actriz, y trataba a su hija como a una estrella.

Joyce no poseía tales dones. No tenía una madre que la preparase el camino, ni tanto encanto como para soportar los tiempos difíciles. Ni siquiera podía tomar una «Cola—Cola» sin que le saliese sarpullido. El doctor Briskman decía que lo que le ocurría era que tenía la piel demasiado sensible, pero que eso pasaría. Su prometida transformación era como el fin del mundo, sobre el que el reverendo predicaba los domingos y que nunca acababa de llegar. «Con mucha suerte —pensó Joyce— el día en que los granos me desaparezcan y me crezcan las tetas será el que el reverendo tendrá razón. Me despertaré perfecta, abriré las cortinas y Grove habrá desaparecido. Nunca llegaré a besar a Randy Krentzman.»

Ahí, por supuesto, era donde residía la verdadera razón de la pregunta íntima de Joyce a Arleen. Randy estaba en todos y cada uno de los pensamientos de Joyce, a pesar de que sólo lo había visto tres veces, y hablado dos con él. Se hallaba con Arleen cuando tuvo lugar el primer encuentro, y Randy apenas la miró al serle presentada, así que no dijo nada. En la segunda ocasión no hubo rivales, pero su amable «¡Hola!» recibió un frío «¿Quién eres?» como respuesta. Ella, entonces, insistió, diciéndole su nombre e incluso dónde vivía. En el tercer encuentro («¡Hola de nuevo!», dijo ella. «¿Nos conocemos?» replicó él), Joyce le contó todos sus detalles personales, sin avergonzarse, e, incluso, en una repentina efusión de entusiasmo, llegó a preguntarle si era mormón. Esto, se dio cuenta más tarde, había sido un error táctico. La vez siguiente, Joyce imitaría a Arleen y trataría al chico como si su presencia fuese apenas soportable, sin mirarle y sonriéndole sólo si era necesario. «Entonces, cuando estás a punto de irte, lo miras a los ojos y susurras algo vagamente sucio. Es la ley de los mensajes mezclados.» A Arleen le daba resultado, ¿por qué no iba a ocurrir lo mismo con ella? Y ahora que la gran belleza había proclamado públicamente su indiferencia por el ídolo de Joyce, ésta tenía una brizna de esperanza. Si Arleen hubiese estado interesada en el cariño de Randy, Joyce hubiera ido directamente a ver al reverendo Meuse para preguntarle si no podría adelantar un poco el
Apocalipsis.
Se quitó las gafas y echó una mirada furtiva al cielo blanco y caliente, preguntándose vagamente si el fin del mundo no estaría cerca. El día era extraño.

—No deberías hacer eso —dijo Carolyn, saliendo de la tienda de Marvin seguida por Trudi—, el sol va a quemarte los ojos.

—No, qué va.

—Sí que te los quemará —replicó Carolyn, que era siempre una fuente de información innecesaria—. La retina es una lente. Como en una cámara. Enfoca.

—Bien —dijo Joyce, mirando al suelo—. Te creo.

Varios colores serpentearon en sus ojos durante un par de segundos, desconcertándola.

—¿A dónde vamos ahora? —preguntó Trudi.

—Yo me vuelvo a casa —dijo Arleen—, estoy cansada.

—Yo no —repuso Trudi, alegre—. En casa me aburro.

—Bueno, no tiene sentido que nos quedemos en medio de la Alameda —dijo Carolyn—. Esto resulta tan aburrido como estar en casa. Y vamos a cocemos vivas al sol.

Ya parecía bastante asada, pesaba unos diez kilos más que las otras, y tenía rojo el cabello. Esa combinación de peso y piel que nunca se atezaba hubiera debido inducirla a irse a casa. Pero parecía indiferente a la comodidad, como también lo era a todos los demás estímulos, menos el del gusto. El mes de noviembre anterior toda la familia Hotchkiss había sufrido un accidente en una autopista; Carolyn se las arregló para librarse a rastras del desastre y salir con sólo leves contusiones. Cuando la Policía llegó, la encontró autopista abajo, comiendo chocolatinas. Tenía más chocolate que sangre en el rostro, y se puso a gritar como una loca —o eso se rumoreaba— cuando uno de los policías intentó disuadirla de que siguiera comiendo chocolate. Hasta bastante más tarde no se descubrió que se había roto media docena de costillas.

—Bueno, ¿a dónde vamos? —preguntó Trudi, volviendo a la cuestión candente del día—. Con este calor, ¿a dónde vamos?

—Podemos dar un paseo… —sugirió Joyce—, por el bosque. Allí hará más fresco.

Miró a Arleen.

—¿Vienes?

Arleen guardó silencio durante unos segundos. Luego aceptó.

—La verdad es que no hay otro sitio mejor donde ir —dijo.

2

Muchas ciudades, a pesar de ser pequeñas, se configuran según el modelo de la gran ciudad. Esto es, se separan. Los blancos de los negros, los heterosexuales de los homosexuales, los ricos de los menos ricos, y los menos ricos de los pobres. Palomo Grove, cuya población en el año 1971 era de mil doscientos habitantes, no constituía una excepción. Situada en la falda de una de las laderas de una colina que descendía suavemente, la ciudad había sido diseñada como representación de los principios democráticos, y se pretendía que todos sus habitantes tuviesen igual acceso al centro del poder ciudadano: la Alameda. Ésta se extendía al final de la colina de Sunrise, conocida simplemente como la Colina, y en ella convergían cuatro barrios: Stillbrook, Deerdell, Laureltree y Windbluff; la calle principal coincidía con cada uno de los puntos cardinales. Pero el idealismo de los urbanizadores se había quedado en eso, porque las sutiles diferencias geográficas de los barrios dieron en seguida un carácter distinto a cada uno de ellos.

Windbluff, situado en el flanco suroeste de la Colina, tenía las mejores vistas, y sus casas alcanzaban los precios más altos. El tercio más elevado de la Colina aparecía dominado por media docena de grandes residencias, cuyos tejados apenas eran visibles tras el exuberante follaje. En las laderas más bajas de este Olimpo se encontraban las cinco Calles de Terraza, escalonadas una sobre Otra, y eran —para quienes no podían permitirse una casa en la cúspide misma— el segundo mejor lugar de toda la ciudad para vivir.

Como contraste, Deerdell, construido en terreno llano y limitado en ambos extremos por bosques sin explotar, era una parte de Grove que se había convertido en lugar barato. Allí, las casas carecían de piscina, y siempre les hacía falta una buena mano de pintura. Para algunos, la localidad era ahora un centro de
hippies.
Ya en 1971, unos cuantos artistas vivían en Deerdell; y esa comunidad había ido creciendo sin interrupción. Pero si en Grove había algún sitio donde a la gente le daba miedo que alguien echase a perder la pintura del coche, ese lugar era Deerdell.

Entre estos dos extremos sociales y geográficos se encontraban Stillbrook y Laureltree, este último barrio pasaba por ser algo más caro, porque varias de sus calles hablan sido construidas en el segundo flanco de la Colina, y su nivel social y sus precios aumentaban a medida que se ascendía por ella.

Ninguna de las cuatro muchachas tenia su casa en Deerdell. Arleen vivía en Emerson, la segunda más alta de las Terrazas. Joyce y Carolyn, en Steeple Chase Drive, a una manzana de distancia la una de la otra, en Stillbrook, y Trudi, en Laureltree. Así que había cierto sabor de aventura pasear por las calles del oeste de Grove, a donde sus padres iban raras veces, o incluso nunca. Pero si alguna vez se habían arriesgado a ir hasta allá abajo, seguro que nunca llegaron a donde ellas se encontraban en ese momento, en el bosque.

—No hace más fresco aquí —se quejó Arleen cuando ya llevaban unos minutos deambulando—. En realidad, se está peor.

Tenía razón. Aunque el follaje libraba sus cabezas de los rayos del sol, el calor se metía entre las ramas y permanecía allí, atrapado, consiguiendo que el aire fuese húmedo, bochornoso.

—Hacía siglos que no venía por aquí —dijo Trudi, agitando una ramilla ante
su
rostro para espantarse una nube de mosquitos—. Solía venir con mi hermano.

—¿Cómo se encuentra?

—Está aún en el hospital. Nunca saldrá de allí. Toda la familia lo sabe, pero no lo dicen. Me pone enferma.

Sam Katz había sido llamado a filas y enviado a Vietnam, sano de cuerpo y alma. En el tercer mes de su estancia allí todo eso fue destrozado por un campo de minas que mató a dos de sus compañeros y le hirió de gravedad. Tuvo un estrepitoso y violento recibimiento cuando regresó a casa. Todas las fuerzas vivas de Grove formaron para recibir al héroe mutilado. Lo que siguió fue mucha palabrería sobre heroísmo y sacrificio, mucho beber, y algunas lágrimas a hurtadillas.

Durante todo ese tiempo, Sam Katz permaneció sentado con el rostro imperturbable, no rechazaba aquella celebración, pero se mostraba indiferente a ella, como si aún estuviese rememorando el momento en que su juventud se había hecho añicos. Unas semanas después lo llevaron de nuevo al hospital, y aunque su madre con testaba a cuantos preguntaban por él que se trataba de una operación para corregirle la columna vertebral, los meses fueron conteniéndose en años sin que Sam reapareciera por casa. Aunque todos suponían cuál era la razón, nadie lo confesaba. Las heridas físicas de Sam se habían curado bastante bien, pero su mente no mostraba la misma capacidad de restablecimiento. La indiferencia evidenciada a su vuelta, durante la fiesta de recibimiento, se había convertido en catatonia.

Las otras chicas conocían a Sam, aunque la diferencia de edad entre Joyce y su hermano había sido suficiente para que lo miraran casi como a un ser de otra especie. No sólo
macho,
lo que ya, de por sí, era bastante extraño, sino, además, viejo. Sin embargo, una vez pasada la pubertad, la vida comenzaba a adquirir velocidad y les era posible ver veinticinco años en el futuro; algo lejos pero visible. Y entonces empezaron a darse cuenta del desperdicio que era la vida de Sam de una manera que no había resultado accesible a la mente de una chica de once años. Los recuerdos, tiernos y tristes, que tenían de él las dejaron un rato en silencio, y, a pesar del calor, anduvieron un trecho juntas, rozándose los brazos de vez en cuando, cada una pensando en algo distinto. Los pensamientos de Trudi estaban en sus juegos infantiles con Sam, por aquellos mismos matorrales. Había sido un hermano mayor muy indulgente, dejándola jugar con él cuando ella tenía siete u ocho años y él trece. Un año más tarde, cuando sus juegos empezaron a advertir a Sam de que los chicos y las chicas no eran el mismo animal, las invitaciones de Sam a jugar a la guerra se terminaron, y ella sintió mucho perderle, simple ensayo de lo mucho que iba a sentir más tarde su ausencia. Vio, en su imaginación, el rostro de su hermano, un horrible anuncio del niño que había sido y del hombre que era; de la vida que había tenido y de la muerte que vivía. Aquello le hizo daño.

Para Carolyn había pocos dolores, por lo menos durante el día, y, ése —excepto por su deseo de comprarse un segundo helado—, ninguno. Por la noche era otra cosa: sufría pesadillas, con temblores de tierra en los que Palomo Grove se doblaba como una silla de lona y desaparecía bajo tierra. Ése era el precio de saber mucho, opinaba su padre. De él, Carolyn había heredado su terrible curiosidad, y la había puesto en práctica —desde que oyó hablar por primera vez de la falla de San Andrés—, dedicándose a un estudio del terreno por el que en esos momentos paseaba con sus amigas. No se podía confiar demasiado en su solidez. Ella sabía que, bajo Sus pies, el terreno estaba surcado de fisuras que, en cualquier momento, podían abrirse. Al igual que Santa Bárbara o en Los Ángeles, a todo lo largo de la costa occidental tragándoselo todo. Carolyn dejaba sus inquietudes a un lado, tragándolas a su manera: una especie de magia benévola. Ella estaba gorda porque la costra de la tierra era delgada; una irrefutable excusa para su glotonería.

Arleen lanzó una mirada a la Chica Gorda. Nunca hacía daño, le había dicho su madre en una ocasión, ir en compañía de chicas menos atractivas que una. Aunque la gente ya no se acordaba de su madre, la ex estrella Kate Farrell se rodeaba todavía de mujeres desaliñadas, en cuya compañía ella parecía doblemente atractiva. Pero a Arleen, sobre todo en días como ésos, el precio le parecía demasiado alto. Aunque realzaban su aspecto, a ella, en realidad no le gustaban sus compañeras, consideradas, en otro tiempo, sus amigas más queridas; pues, ahora, eran sólo el recuerdo de una vida de la que se sentía impaciente por escapar. Pero, ¿cómo iba a pasar el tiempo hasta el día en que, por fin, consiguiese
ser
libre? Incluso la alegría que le producía mirarse al espejo se desvanecía en seguida. Cuanto antes se fuese de Palomo Grove, pensaba, antes conseguiría la felicidad.

Si Joyce hubiese sido capaz de leer en la mente de Arleen, le hubiera aplaudido esa urgencia. Pero se hallaba sumida en vacilaciones acerca de cómo iba a apañárselas para organizarse un encuentro casual con Randy. Si hacía unas cuantas preguntas a Arleen, como sin darle importancia, sobre las costumbres del chico, Arleen podría adivinar sus planes, y mostrarse lo bastante egoísta como para echar a perder las oportunidades de Joyce, incluso sin estar interesada en Randy. Al ser Joyce muy buena psicóloga, sabía que eso estaba muy en consonancia con la perversidad de Arleen. Pero, por otra parte, ¿quién era ella para condenar la perversidad, si estaba persiguiendo a un hombre que, tres veces seguidas, había mostrado la más perfecta indiferencia hacia ella? ¿Por qué no olvidarle y salvarse de la tristeza de verse rechazada de nuevo? Porque el amor no era así. Hace que uno se encoja de hombros, por desanimadora que sea la situación.

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