—Ahora lo comprendo todo —anunció Fletcher, hablando con su propia voz, pues los dos eran iguales y opuestos—. Me indujiste a elevarte, de forma que fueses capaz de llegar fraudulentamente a la revelación.
—Y
lo voy
a hacer —contestó el Jaff—. Ya me encuentro a mitad del camino.
—La Esencia no se abre a seres como tú.
—No hay otra alternativa —contestó el Jaff—. Ahora soy inevitable. —Levantó la mano. Gotas de fuerza, de poder, como pequeñas burbujas, caían de ella—. ¿Lo ves? Soy un Artista.
—No, no lo serás hasta que uses el Arte.
—¿Y quién va a impedírmelo?: ¿tú?
—No tengo otra solución. Soy el responsable.
—¿Y cómo? Una vez te dejé hecho trizas. Volveré a hacerlo.
—Yo haré surgir visiones que se opongan a ti.
—Inténtalo.
En la mente del Jaff, mientras hablaba, germinó una pregunta, y el otro comenzó a contestarla antes incluso de que el Jaff la formulase con palabras.
—¿Que por qué toqué tu cuerpo? Lo ignoro, la verdad. Me pedía que lo tocase. Traté por todos los medios de hacerle callar, pero él insistía. —Hizo una pausa, luego añadió—: Quizá los signos opuestos se atraigan hasta en nuestras circunstancias.
—Pues, entonces —dijo el Jaff—, cuanto antes mueras, mejor. —Y se adelantó para coger a su enemigo por la garganta.
En la oscuridad que se iba cerniendo sobre la Misión desde el Pacífico, Raúl oyó el primer ruido del comienzo de la pelea. Comprendió, gracias a los ecos de su propio sistema nunciesco, que la destilación seguía actuando al otro lado de las paredes. Su padre, Fletcher, había salido de su propia vida para introducirse en algo nuevo. Lo mismo le había ocurrido al otro hombre, del que siempre había desconfiado, incluso cuando palabras como mal no eran para él más que sonidos emitidos por la voz humana. Pero ya las comprendía, o, por lo menos, las relacionaba con su reacción animal ante Jaffe:
repulsión.
Aquel hombre estaba enfermo hasta lo más hondo de su ser, era una fruta podrida. A juzgar por los sonidos de violencia que le llegaban del interior, Fletcher había decidido combatir contra la corrupción. El corto y agradable tiempo que había pasado con su padre había terminado. Ya no habría más lecciones de civismo, ni más sesiones junto a la ventana mientras escuchaban al «sublime Mozart» y miraban cómo cambiaban las nubes de forma.
Cuando las primeras estrellas aparecieron, los ruidos cesaron en la Misión. Raúl aguardó, en espera de que Jaffe hubiera sido destruido, pero temiendo, también, la desaparición de su padre. Después de una hora de frío decidió aventurarse y mirar. A dondequiera que hubiesen ido: cielo o infierno, él no podría seguirlos. Lo mejor que podía hacer era ponerse sus ropas, que siempre había despreciado (lo rozaban y lo apretaban), pero que ahora serían un recuerdo de las enseñanzas de su maestro. Las llevaría siempre puestas, para no olvidar a Fletcher
el Bueno.
Cuando llegó a la puerta pudo ver que la Misión no estaba vacía. Fletcher seguía allí. Y también su enemigo. Los cuerpos de los dos hombres se parecían a los de antes, pero algún cambio había operado en ellos. Sobre cada uno de los dos se cernía una forma: sobre Jaffe, la de un niño de cabeza gigantesca, del color del humo; sobre Fletcher, una nube con el sol reposando sobre ella como en un almohadón. Los dos se agarraban mutuamente por la garganta y mantenían los ojos fijos el uno en el otro. Sus sutiles cuerpos estaban perfectamente entrelazados. Perfectamente combinados. Ninguno de ellos conseguiría la victoria.
La entrada de Raúl rompió esa situación sin salida aparente. Fletcher miró al muchacho con su ojo sano y, en ese mismo instante, Jaffe aprovechó aquella ventaja para empujar a su enemigo contra la pared del fondo.
—
¡Vete!
—gritó Fletcher a Raúl—.
¡Vete!
Raúl obedeció. Corrió entre las mortecinas hogueras y se alejó de la Misión, cuyo suelo temblaba bajo sus pies descalzos como si nuevas furias se hubieran desatado tras él. Tuvo tres segundos de gracia para recorrer un pequeño camino colina abajo antes dé que la parte de la Misión que daba al mar —muros que habían sido construidos para sobrevivir hasta el fin de la fe— temblaran a causa de una erupción de energía. Raúl no se tapó los ojos para protegerse de ella, sino que miró. Divisó las formas de Jaffe y Fletcher
el Bueno,
dos poderes gemelos encerrados juntos en el mismo viento, alejándose del centro de la ráfaga que rugía sobre sus cabezas, y desapareciendo en la noche.
La fuerza de la explosión había desperdigado las fogatas. Cientos de pequeños fuegos ardían ahora alrededor de la Misión. El tejado había volado casi por entero. Las paredes tenían boquetes.
Ya solo, Raúl regresó, cojeando, a su único refugio.
Aquel año una guerra sacudió a Estados Unidos, quizá la más amarga y, desde luego, la más extraña que tuvo lugar sobre su suelo o por encima de él. A casi todos los estadounidenses ni siquiera se les informó de ella, porque la verdad fue que pasó inadvertida. O, mejor dicho, sus consecuencias (que fueron muchas, y muy traumatizantes) parecían tan distintas de los efectos de cualquier guerra que constantemente eran mal interpretadas. Pero fue una contienda sin precedentes. Incluso los más alucinados profetas, de ésos que aparecían todos los años prediciendo el fin del mundo, se sentían incapaces de interpretar aquella sacudida de las entrañas de Estados Unidos. Ellos sabían que algo importante ocurría, y si Jaffe hubiera estado todavía en el Cuarto de las Cartas Perdidas de la oficina de Correos de Omaha, hubiese descubierto innumerables cartas que volaban de un lado para otro llenas de teorías y suposiciones. Pero ninguna de ellas —incluso de remitentes que supiesen, de alguna forma indirecta, algo sobre el Enjambre y el Arte— se acercaba a la verdad.
No sólo era un combate sin precedente histórico, sino que su carácter seguía desarrollándose con el paso de las semanas. Los combatientes habían abandonado la Misión de Santa Catrina con sólo una rudimentaria comprensión de su nueva condición y de los poderes que ésta conllevaba. Muy pronto, sin embargo, supieron indagar, aprender y explotar esos poderes a medida que las necesidades del conflicto les forzaban a excederse en su capacidad de invención. Fletcher, tal y como había jurado hacer, formó, con gran esfuerzo de su voluntad, un ejército con las vidas imaginarias de aquellas personas corrientes con las que se encontraba a lo largo de su persecución de Jaffe por todo el país, sin darle nunca tiempo a concentrar su voluntad y servirse del Arte al que tenía acceso. Bautizó a esos soldados imaginarios con el nombre de
alucigenia,
que era también el de una enigmática especie cuyos restos fósiles dejaban constancia de su existencia hacía quinientos treinta millones de años. Ésta era una familia que, como las fantasías a las que prestaba su nombre, carecía de antecedentes. Esos soldados tenían una vida no mucho más larga que las mariposas. Pronto sus perfiles y sus pormenores se iban desdibujando, y se volvían vagos y brumosos; pero, por inconsútiles que fueran, vencían al Jaff y a sus legiones, los
terata,
miedos primigenios que Randolph tenía ahora el poder de extraer de sus víctimas, haciéndolos tangibles durante algún tiempo. Los terata no eran menos efímeros que los batallones formados contra ellos. En esto, como en todo lo demás, el Jaff y Fletcher
el Bueno
estaban igualados.
Así pues se sucedieron fintas y contrafintas, movimientos envolventes y barridas, y la intención de cada uno de estos dos ejércitos era acabar con el jefe del otro. Tampoco fue una guerra bien acogida por el mundo natural. Miedos y fantasías, se pensaba, no tomaban forma física, su campo era la mente. Pero ahora se hablan vuelto tangibles, el combate extendía su violencia por toda Arizona y Colorado, y llegaba hasta Kansas e Illinois, cambiando el orden de las cosas a su paso de innumerables maneras. Las cosechas crecían con más longitud, prefiriendo permanecer bajo tierra a poner en peligro sus tiernos brotes cuando aquellos entes, a contrapelo de toda ley natural, campaban por sus respetos en sus cercanías. Bandadas de pájaros migratorios, evitaban los senderos donde se cernían nubes tormentosas, y llegaban tarde a sus lugares de reposo, o se perdían por el camino y morían. En cada Estado había un rastro de espantadas y cornadas, la respuesta aterrorizada de los animales al sentir las sacudidas de un conflicto mortal en su entorno. Los caballos sementales fijaban sus miradas en el ganado y en los cantos rodados y se destripaban tirando de los coches. Los perros y los gatos se volvían salvajes de la noche a la mañana y no quedaba otro remedio que pegarles un tiro o matarlos con gas. Los peces de los ríos tranquilos intentaban andar por tierra, sabiendo que había ambición en el aire, y morían entre boqueadas.
Entre el miedo y el caos, el conflicto paró en Wyoming, donde los ejércitos, demasiado igualados para cualquier cosa que no fuese una lucha de desgaste, llegaron a una situación de enfrentamiento inmóvil. Esto era el principio del fin, o casi. La cantidad de energía que el Jaff y Fletcher el Bueno habían gastado para crear y dirigir sus respectivos ejércitos (no siendo como no lo eran verdaderos caudillos de guerra, sino sólo dos hombres que se odiaban a muerte) les había dejado exhaustos. Debilitados hasta el extremo mismo del agotamiento, se golpeaban como boxeadores caídos en tierra que, en su atontamiento, siguen golpeando porque no saben qué otra cosa hacer. Ninguno se verá satisfecho hasta que el otro muera.
En la noche del dieciséis de julio, el Jaff huyó del campo de batalla, arrojando de sí los restos de su ejército, para fugarse hacia el Sudoeste. El lugar a donde quería dirigirse era la Baja California. Al darse cuenta de que no podía ganar la guerra contra Fletcher en aquellas condiciones, quería apoderarse del tercer frasquito del Nuncio, con el cual restablecería su poder, ya muy desgastado.
Desvastado como estaba, Fletcher lo persiguió. Dos noches más tarde, con alarde de agilidad que hubiera impresionado a su muy añorado Raúl, Fletcher alcanzó al Jaff en Utah.
Y allí se enfrentaron en un ataque tan brutal como inconcluso Saturados de una pasión de destrucción recíproca, que hacia ya tiempo iba más allá de la búsqueda del Arte y su posesión, y que ahora era tan devota e íntima como el amor, lucharon durante cinco noches. De nuevo, nadie triunfo. Se golpearon y destrozaron uno a otro, la oscuridad igualada con la luz, hasta que apenas eran coherentes. Cuando el viento los llevó, carecían de poder para resistirle.
La poca fuerza que les quedaba la utilizaron para impedirse el uno al otro alcanzar la Misión y lograr el sustento que les esperaba allí. El viento los condujo a través de la frontera de California, bajándoles más y más hacia tierra con cada kilómetro que recorrían. Siguieron en dirección Sur—Suroeste, sobre Fresno y hacia Bakersfield, hasta que —el viernes, veintisiete de julio de 1971, cuando sus poderes estaban tan agotados que ya no podían sostenerse en el aire— cayeron en el Condado de Ventura, en la margen boscosa de una ciudad llamada Palomo Grove, durante una pequeña tormenta cuyos relámpagos apenas podían distinguirse entre los reflectores móviles y los anuncios luminosos de la cercana Hollywood.
Las chicas habían bajado dos veces al agua. La primera fue el día después de la tormenta de agua que cayó sobre el Condado de Ventura, vertiendo en una sola noche sobre la pequeña ciudad de Palomo Grove más agua de la que sus habitantes podían haber esperado, razonablemente, en un año entero. El chaparrón, por muy monzón que fuese, no había conseguido suavizar el calor. Con el poco viento que le llegaba del desierto, la ciudad se cocía a más de treinta y cinco grados. Los niños, que se habían quedado extenuados después de jugar a pleno sol durante la mañana, se quejaban por la tarde en sus casas. Los perros maldecían su pelaje; los pájaros desistían de hacer música. Los ancianos se iban a la cama. Los adúlteros también, vestidos de sudor. Los infortunados que debían llevar a cabo tareas inaplazables hasta la media tarde, cuando la temperatura bajaría (Dios lo quisiera), hacían su trabajo buscando con los ojos las veredas sombreadas; cada paso era un esfuerzo, cada respiración se quedaba pegada a los pulmones.
Pero las cuatro chicas estaban acostumbradas al calor; a su edad, lo llevaban en la sangre. Entre todas sumaban setenta años de vida en el planeta, y cuando Arleen cumpliese los diecinueve, el martes siguiente, serían setenta y uno. Arleen se sentía adulta; los pocos pero importantísimos meses que la separaban de su amiga más íntima, Joyce, y más todavía de Carolyn y Trudi, cuyos dieciséis años no eran nada para una mujer madura como ella. Arleen tenía muchas cosas que contar sobre el tema de la experiencia mientras deambulaban por las calles desiertas de Palomo Grove. Era estupendo salir a pasear en un día como aquél, sin las miradas lascivas de los hombres de la ciudad —los conocían por sus nombres— cuyas esposas solían dormir en otra habitación; o cuyas aventuras sexuales habían llegado a oídos de alguna amiga de sus madres. Paseaban como amazonas con pantalones cortos por las calles de una ciudad invadida por un fuego invisible que levantaba ampollas en el aire y convertía los ladrillos en espejismos, pero que no mataba. Sólo hacía que sus habitantes se desplomasen sin fuerzas junto a la nevera.
—¿Es amor? —preguntó Joyce a Arleen.
La chica mayor tuvo una contestación rápida.
—Quiá, no —dijo—, a veces eres muy
estúpida.
—No, es que creí…, como has hablado de él de esa manera…
—¿Y qué quieres decir con eso de
de esa manera?
—Que hablas de sus ojos y de todo eso.
—Randy tiene los ojos bonitos —concedió Arleen—, pero también Marty, Jim y Adam los tienen.
—¡Oh, ya vale! —exclamó Trudi, con algo más que un poco de irritación—. Eres una cochina.
—No lo soy.
—Pues entonces para ya con tanto nombre, todas conocemos a esos chicos lo mismo que tú. Y todas sabemos por qué.
Arleen le lanzó una mirada que pasó inadvertida, ya que todas llevaban gafas de sol, excepto Carolyn. Anduvieron unos metros en silencio.
—¿Alguien quiere una «Coca»? —dijo Carolyn—, ¿o un helado?
Habían llegado al pie de la cuesta, y la Alameda se extendía frente a ellas, tentándolas con sus tiendas con aire acondicionado.