A unos cien metros de la cabaña volvió la cabeza, y. aunque observó una mancha negra que se dirigía hacia él, como una soga oscura que se desenrolla, no se molestó en indagar qué nueva treta estaría preparándole el viejo hijo de pula, sino que siguió corriendo, y corriendo, volviendo por la senda que él mismo había hecho por el desierto, hasta que la torre de acero apareció ante él, y, al verla, le dio la sensación de que era el primer edificio de un intento de repoblar aquel vasto páramo, abandonado hacía tanto tiempo. Tras una hora de doliente caminar, vio una prueba más de ese intento: la ciudad que aún recordaba como algo tambaleante de su camino de ida, las calles desiertas, no sólo de gente y de vehículos, sino también de cualquier otra huella perceptible, como un decorado de película que todavía no se encuentra listo para el rodaje.
Casi un kilómetro más lejos, una agitación en el aire le indicó que había llegado al perímetro de la Curva. Valiente, se enfrentó con sus confusiones, pasando por un lugar en el que una desorientación, como de mareo, le hizo dudar incluso de si realmente estaba andando todavía. Y, sin más, de repente, se encontró fuera, en el otro lado, otra vez en la noche tranquila y estrellada.
Cuarenta y ocho horas más tarde, borracho, en una callejuela de Santa Fe, Jaffe tomó dos súbitas decisiones. Una, dejarse la barba, que le había crecido en aquellas últimas semanas como recuerdo de su búsqueda. Y la otra, que toda habilidad que poseyese, cualquier atisbo de conocimiento que hubiera obtenido sobre la vida oculta de Estados Unidos y todo ápice de poder que sus ojos astrales le proporcionasen, iban a tener como único fin la posesión del Arte (¡Que se joda Kissoon; que se joda el Enjambre), y sólo cuando lo tuviera en sus manos, volvería a mostrar otra vez su rostro lampiño.
Mantener las promesas que se había hecho a sí mismo no le resultó fácil. Sobre todo cuando existían tantos sencillos placeres de los que podían gozar ya con el poder que había alcanzado. Placeres de los que se privaba por miedo a agotar su pequeña fuerza antes de encontrar el camino que conducía a las grandes.
Lo prioritario para él fue encontrar un compañero para la búsqueda, alguien que le ayudase en su investigación. Hacía dos meses que sus pesquisas se dirigían hacia el nombre y la reputación de un hombre que era el adecuado para representar ese papel
Se trataba de Richard Wesley Fletcher, una de las mentes más alabadas y revolucionarias en el campo de los estudios sobre la evolución —hasta su reciente caída en desgracia—, a la cabeza de varios programas de investigación en Boston y Washington; un teórico cuyas observaciones eran escrutadas por sus colegas en busca de pistas que les indicasen cuál iba a ser su descubrimiento siguiente. Pero la droga había debilitado su genio. La mezcalina y sus derivados le habían hecho caer muy bajo, con gran satisfacción para muchos de sus colegas, que no desaprovecharon la oportunidad de mostrar su desprecio hacia él, una vez que su falta se hizo pública, hasta entonces secreta. En un artículo tras otro, Jaffe encontró el mismo tono farisaico con que la comunidad académica trataba al depuesto
Wunderkind,
condenando sus teorías como absurdas y su moral como reprensible. A Jaffe le tenía sin cuidado el nivel de moral de Fletcher, sus teorías eran las que le intrigaban, porque encajaban con su ambición. Las investigaciones de Fletcher tenían por objeto aislar y sintetizar en el laboratorio la fuerza que impulsaba a los organismos vivos a evolucionar. Lo mismo que Jaffe, Fletcher pensaba que era posible entrar en el cielo por la puerta de atrás.
Hacía falta constancia para encontrar a Fletcher, pero Jaffe la tenía en abundancia, y acabó dando con él en Maine. El genio se encontraba sumido en la más terrible desesperación tambaleándose al borde de un completo derrumbamiento mental. Jaffe actuó con precaución. Al principio no le abrumó con sus peticiones, sino que lo conquistó proporcionándole droga de una calidad que Fletcher, dado lo pobre que era, no se podía ya permitir. Sólo cuando se hubo ganado su confianza por este medio comenzó Jaffe a aludir, de manera velada, a los estudios de Fletcher. Al principio, éste no mostró gran lucidez acerca del tema; pero Jaffe fue reavivando con suavidad las cenizas de su obsesión, y el fuego acabó prendiendo. Y una vez que ardió de nuevo, resultó que Fletcher tenía mucho que contar. Creía que, en dos ocasiones, había estado muy cerca de lograr aislar lo que él llamaba el
Nuncio,
o sea, el mensajero. Pero la fase final se le había escapado siempre. Jaffe hizo algunas observaciones de su propia cosecha, almacenadas de sus lecturas sobre lo oculto. Ellos dos, sugirió amablemente, eran investigadores. Aunque él, Jaffe, utilizaba el lenguaje de los antiguos —de alquimistas y magos—, y Fletcher, en cambio, el de la ciencia. Pero ambos tenían el mismo deseo de dar un empujoncito a la evolución, de avanzar un paso hacia delante en lo que respectaba a la carne, e incluso al espíritu, por medios artificiales. Al principio, Fletcher desdeñó tales observaciones; pero, poco a poco, fue valorándolas, y, al fin, aceptó la oferta de Jaffe de proporcionarle los medios de recomenzar sus investigaciones. Esta vez, prometió Jaffe, Fletcher no tendría que trabajar en ningún invernadero académico, presionado constantemente para que justificara su trabajo con el fin de seguir recibiendo subvenciones. Él, Jaffe, garantizaba a su genial drogadicto un lugar donde trabajar, oculto a ojos exigentes. Una vez aislado el Nuncio y reproducido el milagro, Fletcher saldría del olvido y la hostilidad y pondría en fuga a sus difamadores. Era una oferta que ningún obseso hubiera podido resistir.
Once meses más tarde, Richard Wesley Fletcher se encontraba en un promontorio granítico de la costa del Pacífico, en la Baja California, y se maldecía por haber caído en las tentaciones de Jaffe. Detrás de él, en la Misión de Santa Catrina, donde había estado trabajando la mayor parte del año, la Gran Obra (como Jaffe la llamaba) se había realizado. El Nuncio era una realidad. Seguramente había muchos lugares tan poco idóneos para un trabajo, que la mayoría de la gente habría considerado profano, como una antigua misión de jesuítas; pero, desde el principio, todo aquello había sido una paradoja.
De una parte, la unión entre Jaffe y él. De otra, la conjunción de disciplinas que había conseguido que la Gran Obra fuese posible. Y, en tercer lugar, el hecho de que, precisamente ahora, cuando tenia que haber sido el momento de su triunfo, le faltaran unos minutos para destruir el Nuncio porque no quería dejarlo en manos del hombre que había financiado su creación.
Y en su creación, igual que en su destrucción: sistema, obsesión y dolor. Fletcher estaba demasiado versado en las ambigüedades de la materia para creer que la destrucción total de cualquier cosa fuese posible. Las cosas no podían dejar de ser descubiertas. Pero si el cambio que él y Raúl habían llevado a cabo en los datos de su experimento era tan concienzudo como él creía, Fletcher estaba convencido de que nadie sería capaz de repetirlo con facilidad ni reproducir las investigaciones que había realizado en las zonas silvestres de la Baja California. Él y el muchacho (le resultaba difícil pensar en Raúl como en un muchacho) tendrían que actuar como auténticos ladrones, desvalijando su propia casa para eliminar cualquier rastro de su paso por ella. Cuando hubieran quemado todos los apuntes de la investigación y destruido el equipo de investigación, tenía que ser como si el Nuncio nunca hubiese existido. Sólo en ese caso podría coger al muchacho, que estaba todavía alimentando las hogueras frente a la Misión, y llevarle al borde de la roca, de forma que, agarrados los dos de las manos, pudieran tirarse al mar. El precipicio era escarpado, y las rocas del fondo lo bastante puntiagudas como para acabar con ellos. La marea arrastraría su sangre y sus cuerpos hacia el Pacífico, y, entonces, entre el fuego y el agua, su trabajo estaría terminado. Nada de eso impediría que algún futuro investigador descubriera de nuevo el Nuncio, pero la combinación de circunstancias y disciplinas que lo hicieron posible esta vez habían sido muy particulares. Fletcher esperaba que, por bien de la Humanidad, no volvieran a producirse en mucho tiempo. Tenía una buena razón para esta esperanza. Sin la extraña visión, medio intuitiva, de Jaffe para los principios ocultos, junto con su propia metodología científica, el milagro no se hubiera producido, y, por otra parte, ¿con qué frecuencia ocurría que hombres de ciencia se aliasen con hombres de magia (traficantes de procesos, les llamaba Fletcher) e intentasen unir sus fuerzas? Y era bueno que no solieran hacerlo, porque se trataba de algo muy peligroso de descubrir. Los ocultistas, cuyas reglas Jaffe había roto, sabían mucho más de la naturaleza de las cosas de lo que Fletcher hubiera sospechado. Junto a sus metáforas, sus charlas sobre el Baño del Renacer y de la Progenie Dorada engendrada por padres de plomo, tenían la ambición de encontrar las mismas soluciones que él había pasado su vida entera buscando. Formas artificiales para hacer avanzar la urgencia evolutiva: encontrar al hombre más allá de sí mismo.
Obscurum per obscurius, ignotum per ignotius,
advertían, o sea: deja que la oscuridad sea explicada por lo más oscuro, lo desconocido por lo más desconocido. Los ocultistas sabían de qué escribían. Mediante la ciencia de los ocultistas y la suya propia, Fletcher había resuelto el problema. Sintetizar un líquido que llevase en sí buenas noticias de evolución a través de cualquier sistema vivo, apremiando (así lo creía él) a la más humilde de las células a llegar a una condición más alta. Y le había puesto por nombre
Nuncio:
el Mensajero. Se daba cuenta de que no había acertado con el nombre, porque no se trataba de un mensajero de los dioses, sino de Dios mismo. Tenía vida propia. Tenía energía, y ambición. Él
debía
destruirlo antes de que empezase a reescribir el Génesis con Randolph Jaffe como Adán.
—¡Padre!
Raúl había aparecido detrás de él. El muchacho se había quitado la ropa de nuevo. Después de años de ir desnudo, aún no se había acostumbrado a las apreturas de las vestiduras. Y otra vez utilizaba la maldita palabra.
—No soy tu padre —le recordó Fletcher—. No lo he sido y nunca lo seré. ¿No puedes metértelo en la cabeza?
Como siempre, Raúl escuchaba. Sus ojos carecían de blanco, y resultaba difícil leer en ellos, pero su fija mirada siempre emocionaba a Fletcher.
—¿Qué quieres? —le preguntó, con algo más de suavidad.
—Las hogueras —respondió el muchacho.
—¿Qué les ocurre?
—El viento, padre… —empezó.
Se había levantado en los últimos minutos, llegaba directamente del océano. Cuando Fletcher siguió a Raúl hacia la parte delantera de la Misión, a sotavento de la cual habían encendido las hogueras del Nuncio, vio sus notas y sus apuntes desparramados, muchos de ellos sin consumir por el fuego.
—¡Imbécil! —exclamó Fletcher, tan irritado por su propia falta de atención como por la del muchacho—. Te dije que no pusieras demasiado papel al mismo tiempo.
Agarró el brazo de Raúl, recubierto de un vello sedoso, como todo su cuerpo. Había olor a chamusquina donde las llamas se hablan elevado de súbito, cogiendo al muchacho desprevenido. Fletcher sabía que Raúl había necesitado mucho valor para sobreponerse a su primigenio temor al fuego. Lo hacía por su padre, y no lo hubiera hecho por nadie más. Contrito, Fletcher echó su brazo sobre los hombros de Raúl. El muchacho se arrimó a él, de la misma forma que se le había arrimado en su encarnación anterior, y hundió el rostro en el olor humano.
—Mejor será que dejemos que se vayan —dijo Fletcher, mientras observaba cómo otra ráfaga de viento arrancaba páginas del fuego y las desperdigaba como hojas de un calendario, días y días de dolor e inspiración.
Aun cuando alguien encontrase una o dos hojas de apuntes, lo que era improbable en un lugar tan árido de la costa, nadie sería capaz de entender su significado. Era sólo su obsesión la que le inducía a dejar el arcón vacío por completo. ¿Y quién iba a saberlo mejor que él, cuando aquella misma obsesión había sido una de las causas que habían dado origen a esa tragedia, a ese desperdicio?
El muchacho se separó de Fletcher y se volvió hacia el luego.
—No, Raúl… —dijo—, déjalo…, déjalas que se las lleve el viento.
El muchacho fingió no oírle; una treta muy suya, incluso antes de que los cambios operados en él por el Nuncio salieran a la superficie. ¡Cuántas veces había llamado Fletcher al mono Raúl sin conseguir del desdichado animal otra cosa que la mayor falta de atención imaginable! Y esa misma tozudez y falta de atención era lo que había inspirado a Fletcher a experimentar la Gran Obra en él: un susurro humano en lo simiesco, que el Nuncio había transformado en un grito.
Raúl no estaba tratando de reunir los papeles dispersos. Su cuerpo, pequeño y ancho, estaba tenso, la cabeza levantada. Husmeaba el aire.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Fletcher—, ¿hueles a alguien?
—Sí.
—¿Dónde?
—Están subiendo la colina.
Fletcher sabía demasiado para poner en duda la afirmación de Raúl. El hecho de que él no oyera ni oliera nada era una simple prueba de la decadencia de sus sentidos. Sin embargo, no necesitaba preguntar en qué dirección llegaba el visitante. Sólo había un camino para acceder a la Misión. La construcción de una carretera en un terreno tan inhóspito, y, además, por aquella escarpada colina, debió de abrumar incluso el masoquismo de los jesuítas. Así y todo, tendieron la carretera y construyeron la Misión, y, después, quizá por no haber encontrado a Dios allí arriba, la abandonaron. Si sus espíritus vagaban todavía por aquel lugar, habrían encontrado ahora una deidad, pensó Fletcher, tres frasquitos de líquido azul. O sea, un hombre ascendía por la colina. Sólo podía ser Jaffe. Nadie más conocía su presencia allí.
—¡Maldito sea! —dijo Fletcher— ¿Por qué ahora?, ¿por qué ahora?
Era una pregunta tonta. Jaffe iba porque sabía que Fletcher se encontraba arriba, conspirando contra su Gran Obra. Tenía una cierta forma de hallarse presente en los lugares donde no estaba, como un eco fantasmagórico de sí mismo. Era uno de los
dones
de Jaffe, evidentemente. El tipo de trucos propios de mentes inferiores que Fletcher hubiera despreciado antes, considerándolas como mera astucia; pero, también era cierto que Fletcher hubiese despreciado muchas otras cosas. Jaffe tardaría aún unos minutos en subir toda la cuesta, pero era tiempo suficiente para que él y el muchacho terminaran el trabajo, por muy agobiante que fuese.