—Mono —dijo Tommy-Ray, bajo—. ¿Quién te dio esto? ¿Un comediante? A mí no me hace mucha gracia.
—Lo saqué de un hombre que estaba al borde de la muerte. Asustado y solitario. Ésos siempre producen buenos ejemplares. Algún día te contaré los sitios a donde he ido en busca de almas perdidas de las que sacar mis
terata.
Las cosas que he visto. La basura que he encontrado… —Dirigió la vista a la ciudad—. Pero aquí es distinto. ¿Dónde voy a encontrar ejemplares como éste aquí?
—¿Quieres decir gente moribunda?
—No, quiero decir gente vulnerable, personas sin mitologías que las protejan. Gente asustada. Gente perdida. Gente loca.
—Pues podías empezar con mamá.
—Ella no está loca. Es probable que le gustara estarlo, que le gustara olvidar todo lo que ha visto y sufrido; decir que eran simples alucinaciones. Además, está protegida por sí misma. Tiene fe, por idiota que sea. No…, necesito gente desnuda, Tommy-Ray, gente sin deidades. Personas perdidas.
—Pues yo conozco algunas.
Tommy-Ray podría haber llevado a su padre a cientos de casas de haberle sido posible leer las mentes que pensaban detrás de los rostros con los que se topaba cada día de su vida. Personas que iban de compras por la Alameda, cargando sus carritos de fruta fresca y cereales sanos; personas de buen aspecto, como él, y ojos claros, que parecían, desde todos los puntos de vista, serenos y felices. A lo mejor iban al psiquiatra alguna que otra vez, aunque sólo lo hicieran para cerciorarse de que estaban equilibrados; o quizá levantaban la voz hablando con los niños, o lloraban a solas cada vez que un cumpleaños les advertía del paso del tiempo; pero sus almas, a efectos prácticos, estaban en paz. Tenían más dinero en el Banco del que les hacía falta; el sol calentaba la mayor parte de los días, y cuando no calentaba les quedaba el recurso de encender la chimenea; además, se consideraban a sí mismos lo bastante robustos para hacer frente al frío. Si alguien les preguntara si tenían creencias, todos responderían que sí, pero eso era algo que nadie les preguntaba. Desde luego, aquí y ahora, no se hacían esas preguntas. El siglo estaba demasiado avanzado para hablar de fe sin sentirse violento, y esa sensación era un trauma que todos ellos se esforzaban por apartar de sus vidas. De modo que era mucho más seguro no hablar de fe ni de las divinidades que la inspiran, excepto en las bodas, los bautismos y los funerales, y, aun entonces, sólo por turnos.
Detrás de todos aquellos ojos había una esperanza enferma y, en el caso de muchos de ellos, muerta. Vivían de suceso en suceso, con un tenue terror ante el espacio que mediaba entre uno y otro, y llenaran sus vidas con distracciones para evitar el vacío que hubiera debido estar rellenado por la curiosidad, y suspiraban con alivio cuando los niños pasaban de la edad de hacer preguntas sobre el objeto de la vida.
No todos, sin embargo, dominaban tan bien el arte de ocultar sus temores.
A la edad de trece años, la clase de Ted Elizando oyó de labios de un maestro progresista que las superpotencias tenían suficientes misiles entre ellas para destruir la civilización muchos cientos de veces seguidas. Esa idea preocupó a Ted mucho más de lo que parecía preocupar a sus condiscípulos, en vista de lo cual prefirió guardar para sí sus pesadillas sobre la catástrofe final, no fuera que se riesen de él si se las contaba. La treta dio resultado: y dio resultado para Ted tanto como para sus condiscípulos. Con el paso de los años, Ted fue olvidando sus miedos casi por completo. A los veintiuno, con un buen empleo en Thousand Oaks, se casó con Loretta; al año siguiente ya eran padres. Una noche, pocos meses después del nacimiento de su hija Dawn, la pesadilla de la catástrofe final volvió a atormentarle. Ted, sudoroso y agitado, se levantó y fue a ver si su hija estaba bien. La encontró dormida en su cuna, echada de bruces, abierta de brazos y piernas, como a ella le gustaba dormir. Estuvo observándola dormir durante una hora o más y luego volvió a acostarse. Esa escena se repitió casi todas las noches a partir de entonces, hasta adquirir la regularidad de un rito. A veces, la niña se daba la vuelta en pleno sueño, y sus párpados, de largas pestañas, se entreabrían. Al ver a su padre junto a la cuna, le sonreía. Tanta vela, sin embargo, acabó resultando agotadora para Ted. Una noche tras otra de sueño interrumpido acabaron por dejarle sin energía: encontraba más y más difícil impedir que los horrores del fuego final que llenaban sus horas nocturnas invadiesen también las diurnas. Sentado a su mesa de trabajo durante su jornada laboral, esos horrores acudían a visitarle; se convirtieron en cegadoras luces que se abrían ante él como nubes en forma de hongo. Cada brisa, por fragante que fuese, llevaba gritos distantes a sus oídos.
Y así las cosas, una noche, cuando vigilaba junto a la cuna de Dawn, Ted oyó llegar los misiles. Aterrado, cogió a Dawn, tratando de hacerla callar cuando ella rompió a llorar. Sus quejas despertaron a Loretta, que fue a ver qué hacía su marido. Lo encontró en el comedor, incapaz de hablar a causa del terror que sentía, y mirando fijamente a su hija, a la que había dejado caer al suelo cuando vio su cuerpo carbonizado en sus brazos, la piel ennegreciéndose, los miembros convirtiéndose en palillos humeantes.
Fue ingresado en un hospital, donde pasó un mes, y luego volvió a Grove, ya que los médicos estaban de acuerdo en que la mejor manera de que recuperase su salud mental era devolverle al seno de su familia. Un año más tarde, Loretta solicitó el divorcio, alegando diferencias irreconciliables. Le fue concedido, como también la tutela de la niña.
Muy poca gente visitaba a Ted ahora. Durante los cuatro años transcurridos desde que le diera aquel colapso había trabajado en una tienda de animales caseros en la Alameda, trabajo que, menos mal, exigía poco de él. Estaba contento entre los animales, que eran, como él, malos hipócritas. Lucía el aire del hombre que no posee otro hogar que el filo de una navaja. Tommy-Ray, cuya madre le tenía prohibidos los animales, era tratado por Ted con cariñosa indulgencia: le dejaba entrar en la tienda, e incluso, en una ocasión o dos le encargó de cuidarla en su ausencia, porque él tenía que salir a hacer algún recado. Tommy-Ray jugaba con los perros y con las serpientes. Había acabado por conocer bien a Ted y su historia, aunque jamás fueron amigos. Por ejemplo, nunca había estado en casa de Ted, pero esta noche sí que fue.
—Te traigo a un visitante, Ted, una persona que quiero que conozcas.
—Es tarde.
—Es algo urgente. Fíjate, buenas noticias, y sólo te tengo a ti para compartirlas.
—¿Buenas noticias?
—Mi padre ha vuelto a casa.
—¿De modo que ha vuelto? Pues me alegro mucho por ti, Tommy-Ray.
—¿Quieres conocerle?
—Bien, la verdad es que…
—
Claro que quiere
—dijo el Jaff, saliendo de entre las sombras y alargando la mano a Ted—.
Cualquier amigo de mi hijo es amigo mío.
Al ver la fuerza del que Tommy-Ray le presentaba como padre, Teddy se asustó y dio un paso atrás y entró en su casa. Ésta era otra especie de pesadilla completamente distinta. Incluso en los malos tiempos antiguos no se recibían nunca visitas de esta clase. Llegaban furtivamente, arrastrándose y escondiéndose, pero esta pesadilla hablaba y sonreía y se invitaba a sí mismo a entrar en su casa.
—
Necesito algo de ti
—dijo el Jaff.
—¿Qué ocurre, Tommy-Ray? Ésta es mi casa. No podéis entrar en ella por las buenas y llevaros cosas.
—Se
trata de algo que no necesitas
—dijo el Jaff, al tiempo que alargaba el brazo hacia Ted—.
Estarás mucho mejor sin ello.
Tommy-Ray observaba la escena, sorprendido e impresionado. Los ojos de Ted empezaron a girar bajo sus párpados, y comenzó a hacer ruidos que sonaban como si estuviera a punto de vomitar. Pero no echó nada; por lo menos no de su garganta. El premio lo dieron sus poros, los jugos de su cuerpo salían burbujeantes, espesándose; manaban de su piel, le empapaban la camisa y goteaban de sus pantalones.
Tommy-Ray bailaba como un loco, encantado. Parecía un grotesco acto mágico. Las gotas de humedad se enfrentaban con la ley de la gravedad, colgaban en el aire ante los ojos de Ted, se tocaban unas a otras, formando así gotas más gruesas, y esas gotas, a su vez, se unían, se juntaban, hasta que Tommy-Ray vio formarse ante su pecho trozos de materia sólida, como nauseabundo queso gris. Y las aguas seguían manando, en obediencia a la llamada del Jaff, añadiendo más y más masa a aquel cuerpo, que ahora tenía también forma: los primeros esbozos en borrador del horror particular de Ted. Tommy-Ray reía sólo de verlo: las piernas que se agitaban, espasmódicas, los ojos que no hacían juego. Pobre Ted, ¡mira que tener a su hijo dentro y no haber sabido soltarlo! Como el Jaff había dicho: estaba mucho mejor sin él.
Ésta fue una de las varias visitas que hicieron aquella noche, y siempre extraían una nueva bestia del alma perdida. Todas pálidas, algo saurianas, pero creaciones personales desde todos los demás puntos de vista. El Jaff fue quien mejor lo definió, cuando ya estaban terminando las aventuras de aquella noche:
—Es un arte —dijo—. Me refiero a esto de extraer. ¿No te parece?
—Sí. A mí me gusta.
—Bueno, no es
el
Arte, sino un eco suyo. Me figuro que lo mismo ocurre con todas las artes.
— ¿Y a dónde vamos ahora?
—Tengo que descansar. He de hallar un sitio sombreado y fresco.
—Conozco algunos lugares que…
—No, tú tienes que ir a casa.
—¿Por qué?
—Pues porque necesito que Grove despierte mañana por la mañana con la idea de que el Mundo sigue siendo exactamente igual que antes.
—¿Qué le digo a Jo-Beth?
—Que no recuerdas nada. Y si insiste, pídele perdón.
—No quiero irme de aquí —dijo Tommy-Ray.
—Ya lo sé. —El Jaff alargó la mano para dejarla descansar sobre el hombro de Tommy-Ray—. Pero no es conveniente que se pongan a buscarte. ¡Podrían descubrir cosas que sólo debemos revelar cuando llegue el momento!
Tommy-Ray sonrió al oír sus palabras.
—¿Cuándo llegará el momento?
—Te gustaría ver Grove patas arriba, ¿verdad?
—Me muero de impaciencia.
El Jaff se echó a reír.
—De tal palo tal astilla —dijo—. Tú, tranquilo, hijo mío, que volveré.
Y se perdió en la oscuridad, con sus bestias, riendo a carcajadas.
La chica de sus sueños se había equivocado, pensó Howie al despertar: el sol no brilla todos los días en el Estado de California. El alba estaba perezosa cuando Howie levantó las persianas; y el cielo no acusaba el menor matiz de azul. Howie pasó una concienzuda revista a sus ejercicios: o sea, lo mínimo que su conciencia le permitía. No hacían apenas nada por reavivar su sistema; sólo le hacían sudar. En fin, una vez duchado y afeitado, se vistió y bajó a la Alameda.
No tenía pensadas todavía las palabras de rescate que iba a necesitar cuando viese a Jo-Beth. Sabía, por propia experiencia, que cualquier intento suyo de preparar un discurso daría por único resultado una impotente maraña de tartamudeos en cuanto abriese la boca. Sería mejor reaccionar ante el momento, cuando este llegase. Si Jo-Beth se comportaba con docilidad, él sería conciliador y perdonaría. Lo único importante para él era separar la ruptura del día anterior.
Si había alguna explicación de lo que les había ocurrido a ambos en el motel, horas y horas de examen de conciencia por parte de Howie no habían bastado para aclararlo. La única conclusión a que podía llegar era que, de la manera que fuese, su sueño compartido —cuya idea, dada la fuerza del sentimiento que les unía, no resultaba muy difícil de entender— se había visto transformado por una inepta centralita telepática en una pesadilla que ninguno de los dos comprendía o merecía. Era un error astral de algún tipo. No tenía nada que ver con ellos, y lo mejor sería olvidarlo. Con un poco de buena voluntad por ambas partes, les sería posible reanudar su relación como era antes de salir los dos del restaurante «Butrick», cuando estaba llena de promesas.
Fue derecho a la librería. Lois —Mrs. Knapp— se encontraba tras el mostrador. Aparte de ella, no había nadie en la tienda. Howie le brindó una sonrisa y un «Hola», y luego preguntó si no había llegado Jo-Beth. Mrs. Knapp consultó su reloj de pulsera antes de informarle, con acento glacial, que todavía no había llegado, y que ya tardaba.
—Bueno, pues esperaré —dijo Howie.
No estaba dispuesto a dejarse intimidar por la falta de simpatía de aquella mujer. Fue a echar una ojeada a la estantería más cerca de la ventana, donde podía mirar todo lo que quisiera y observar, de paso, si Jo-Beth llegaba.
Los libros que tenía ante los ojos eran todos religiosos. Uno, sobre todo, llamó su atención:
La historia del Salvador.
La portada mostraba la imagen de un hombre arrodillado ante una luz cegadora, y afirmaba que sus páginas contenían el mensaje más grande de la época. Lo ojeó. El delgado volumen —apenas algo más que un folleto— estaba publicado por la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Tiempos, y presentaba, en párrafos e ilustraciones de fácil asimilación, la historia del Gran Dios Blanco de la América Antigua. A juzgar por las ilustraciones, todas las encarnaciones del Señor —Quetzalcóatl, en México; Tonga—Loa, dios del sol oceánico, en Polinesia; Illa—Tici; Kukulean; o media docena de otros disfraces— tenían siempre el mismo aspecto de perfecto héroe blanco: alto, aquilino, tez, pálida y ojos azules. Y ahora, afirmaba el folleto, había vuelto a América, a Estados Unidos, para celebrar el milenio. Esta vez, sin embargo, se llamaba por su verdadero nombre: Jesucristo.
Howie pasó a otra estantería, en busca de un libro que coincidiera más con su estado de ánimo. Quizá poemas de amor; o algún manual de sexo. Pero, después de mirar hilera tras hilera de volúmenes, llegó a la conclusión de que en toda aquella tienda no había un solo libro que no estuviese publicado por la misma editorial o sus filiales. Había libros de oraciones, de canciones espirituales para la familia entera, gruesos volúmenes sobre la edificación de Zim, la ciudad de Dios en la Tierra, o sobre el significado del bautismo. Entre ellos vio un libro de ilustraciones sobre la vida de Joseph Smith, con fotografías de su casa, y el bosquecillo sagrado donde parece ser que tuvo una visión. El pie de esa foto llamó la atención de Howie: