En medio de su alegría una pregunta vino a turbarle. Si él era más que mente, ¿qué era la máquina?, ¿algo que había que descartar para que se ahogase con los peces o ardiese con las palabras?
En algún lugar de su interior comenzó a sentir un cosquilleo de pánico.
«He perdido el control —se dijo—, he perdido mi cuerpo y estoy descontrolado. ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!»
Silencio,
murmuró alguien en su cabeza,
no ocurre nada malo.
Howie dejó de andar, o, por lo menos, esperó haber dejado de andar.
«¿Quién va?», dijo, o, por lo menos, esperó haber dicho.
El mosaico seguía en su sitio, en torno a él, inventando nuevas paradojas de momento en momento. Howie trató de romperlo con un grito; para ver si podía trasladarse de aquel lugar a algún otro más sencillo.
—¡Quiero ver! —gritó.
—
¡Estoy aquí!
—fue la respuesta—.
Howard, estoy aquí.
—¡Páralo! —suplicó.
—
¿Qué es lo que tengo que parar?
—Las imágenes, ¡haz que las imágenes paren!
—
No tengas miedo. Son el mundo real.
—¡No! —replicó él, a gritos—. ¡No lo son!, ¡no lo son!
Se llevó las manos al rostro, esperando así borrar la confusión, pero ellas —sus propias
manos
— conspiraban con el enemigo.
Allí mismo, en medio de sus palmas, estaban sus ojos, devolviéndole la mirada. Eso fue demasiado para él. Howie soltó un aullido de horror y comenzó a caer. Los peces se hicieron más brillantes; las hogueras llamearon; él sintió que estaban listas para consumirle.
Al tocar el suelo con la frente, todo aquello desapareció, como si alguien hubiese apretado un botón.
Siguió inmóvil durante un momento para estar seguro de que no se trataba de otra treta; luego volvió las palmas de las manos hacia arriba, para comprobar que no estaban dotadas de vista; entonces se levantó. Incluso entonces, por precaución, se agarró a una rama baja, para seguir en contacto con el mundo.
—
Me decepcionas, Howard
—dijo su emplazador.
Por primera vez desde que había oído la voz pudo localizar un claro punto de origen: un lugar a unos diez metros de distancia de él, donde los árboles formaban un claro dentro de un claro, y en su centro un charco de luz en el que se bañaba un hombre con el cabello recogido en una cola de caballo y un ojo muerto. Su gemelo vivo escrutó a Howie con gran intensidad.
—
¿Me ves con bastante claridad?
—preguntó el otro.
—Sí —dijo Howie—, te veo bien. ¿Quién eres?
—
Me llamo Fletcher
—fue la respuesta—, y
tú eres mi hijo.
Howie se asió con más fuerza a la rama.
—¿Qué es lo que dices que soy?
Al devastado rostro de Fletcher no afloró sonrisa alguna. Era evidente que lo que acababa de decir, por extraño que pareciera, no había sido una broma. Salió del círculo de árboles.
—
No me gusta nada esconderme
—dijo—,
sobre todo de ti. Pero ha pasado por aquí mucha gente, de un lado para otro.
—Hizo una serie de violentos ademanes—.
¡De un lado para otro! Y todo para ver una exhumación. ¿Te lo imaginas? ¡Qué día más desperdiciado!
—¿Has dicho que soy tu
hijo?
—preguntó Howie.
—
Y tanto
—respondió Fletcher—.
¡Mi palabra favorita! Abajo ha de ser igual que arriba, ¿verdad?, una pelota en el cielo. Y dos entre las piernas.
—Estás de broma —dijo Howie.
—
De sobra sabes que no
—replicó Fletcher, completamente en serio—.
Llevo mucho tiempo llamándote: de padre a hijo.
—¿Y cómo te las has arreglado para entrar en mi cerebro? —quiso saber Howie.
Fletcher ni siquiera se molestó en responder a esa pregunta.
—
Te necesitaba aquí abajo, para que me ayudases
—dijo—.
Pero te obstinabas en resistirte. Me imagino que en tu lugar yo
habría hecho lo mismo. Volver la espalda al arbusto en llamas. En eso somos iguales. Aire de familia.
—No te creo.
—
Hubieras debido dejar que las visiones siguieran durante más tiempo. Pero supongo que a partir de ahora las cosas irán a mejor. Tu padre, por si no lo sabías, tenía el vicio de la mezcalina. Las visiones me hacían una falta tremenda. Y también a ti te gustan. O, por lo menos, te gustaron un rato.
—Me daban náuseas.
—
Demasiadas, y demasiado pronto. Ésa es la explicación. Y no eran un regalo, sino una lección.
—¿Una lección de qué?
—
Una lección de la ciencia del ser y el devenir. Alquimia, biología y metafísica en una sola disciplina. Tardé mucho tiempo en captarlo, pero eso fue lo que hizo de mí el hombre que soy ahora.
—Fletcher se golpeó los labios con el dedo índice—.
Y no creas que no sé el lamentable aspecto que ofrezco. También me doy cuenta de que hay mejores maneras de encontrar a tu progenitor, pero hice lo que pude para que saborearas el milagro antes de que vieras en carne y hueso al que lo hizo.
—Esto no es más que un sueño —dijo Howie—, lo que ocurre es que me he quedado demasiado tiempo mirando al sol y me ha hervido los sesos.
—
También a mí me gusta mirar al sol
—dijo Fletcher—.
Y te aseguro que esto no es un sueño. Los dos estamos aquí en realidad en este mismo momento, compartiendo nuestros pensamientos como personas civilizadas. La vida nunca es más real que esto.
—Abrió los brazos—.
Hale, Howard, ven y dame un abrazo.
—Ni hablar.
—
¿De qué tienes miedo?
—Tú no eres mi padre.
—
Bien, de acuerdo
—dijo Fletcher—,
no soy más que uno de tus padres. Pero, créeme, Howard, soy el más importante de todos ellos.
—
No
sé si te das cuenta de que sólo dices tonterías.
—
¿Por que te enfadas tanto?
—quiso saber Fletcher—.
¿Es
por los amores desesperados que tuviste con la hija del Jaff? Lo mejor será que la olvides, Howard.
Howie se quitó las gafas y entornó los párpados, mirando a Fletcher:
—¿Cómo sabes que conozco a Jo-Beth? —preguntó.
—
Todo lo que bulle tu mente, hijo, bulle en la mía. Por lo menos desde que te enamoraste. Déjame que te diga. Me gusta tan poco como a ti.
—¿Dices que a mí no me gusta?
—
Nunca me enamoré, en toda mi vida, pero, a través de ti, estoy empezando a saber lo que es la verdad, me parece muy dulce.
—Esto es un sueño —repitió Howie—. No tiene más remedio que serlo. Un sueño de los cojones.
—
Bueno, pues prueba a despertar
—dijo Fletcher.
—¿Cómo?
—
Pues, eso, que si es sueño, chico, trata de despertar. Y entonces podremos prescindir del escepticismo y ver si podemos hacer algo útil.
Howie volvió a ponerse las gafas, enfocando de nuevo el rostro de Fletcher. No vio sonrisa alguna en él.
—
¡Vamos, anímate!
—dijo Fletcher—.
Pon en orden de una vez tus dudas, porque no disponemos de mucho tiempo. Esto no es un juego. Ni tampoco un sueño. Esto es el mundo. Y si no me ayudas, te advierto que correrá peligro algo más que tu lío de faldas de tres al cuarto.
—¡Que te jodan! —exclamó Howie, cerrando el puño—. ¡Claro que puedo despertar! ¡Mira! —Hizo acopio de toda su fuerza, y dio tal puñetazo al árbol que tenía al lado que agitó todo el follaje de la copa.
Unas cuantas hojas cayeron en torno a él. Volvió a dar un puñetazo a la áspera corteza. El segundo golpe le hizo daño, como le había hecho el primero. Y también el tercero. Y el cuarto. Pero la imagen de Fletcher seguía impávida: se mantuvo serio e inalterable bajo la luz del sol. Howie volvió a dar un puñetazo al árbol, sintiendo que la piel de los nudillos se le rompía y comenzaba a sangrar. Aunque el dolor que sentía iba en aumento con cada golpe, la escena en torno a él no le brindaba indicio alguno de rendición. Decidido a desafiarla, siguió golpeando el árbol una y otra vez, como si se tratara de un nuevo ejercicio cuyo objeto no fuese reforzar la máquina, sino herirla. Donde no hay dolor no hay victoria.
«Un sueño, sólo un sueño», se dijo.
—
No vas a despertar
—le advirtió Fletcher—.
Haz el favor de parar ahora, porque vas a romperte algo. No es fácil encontrar dedos de repuesto. Tardamos unos pocos milenios en conseguir los que tenemos.
—No es más que un sueño —insistió Howie—, un puro sueño.
—
¿Quieres hacer el favor de estarte quieto?
En el ímpetu de Howie había algo más que un deseo urgente de romper el sueño. Media docena de furias más habían surgido para dar impulso a aquellos golpes. Ira contra Jo-Beth y su madre, y también contra
su
propia madre, ahora que se ponía a pensar en ello; y contra sí mismo por su ignorancia, por ser tan tonto cuando los que lo rodeaban eran tan listos. Si pudiera romper el dominio que esa ilusión tenía sobre él, nunca más volvería a ser tan tonto.
—
Te vas a romper la mano, Howard…
—Lo que voy es a despertar.
—
Pero con una mano rota, ¿y qué harás, pobre de ti, cuando tengas ganas de tocar a tu amiga?
Howie se paró, y volvió la vista hacia Fletcher. El dolor se le hizo insoportable. Por el rabillo del ojo veía la corteza del árbol, teñida de escarlata reluciente. Sintió náuseas.
—No qui… qui… quiere que la to… to… toque —murmuró—, me… me echó de… de su casa…
Su mano herida cayó contra su costado. Goteaba sangre. Howie se daba cuenta de ello, pero no conseguía hacer el esfuerzo de mirar con sus propios ojos. El sudor que le bañaba la frente se le volvió súbitamente pinchazos de agua helada. Sus articulaciones también se habían transformado en agua. Mareado, aturdido, apartó su mano palpitante de los ojos de Fletcher (oscuros, como los suyos; incluso el ojo muerto) y la elevó al cielo.
Le encontró un rayo de sol, que salió de entre las hojas, como un disparo dándole en pleno rostro.
—No es… no es… un sueño —murmuró.
—
Hay pruebas más sencillas
—oyó observar a Fletcher a través del gemido que llenaba su cabeza.
—Vo… vo… voy a vo…vo… vomitar —dijo—, me da asco el espectáculo…
—
No te oigo, hijo.
—Me da asco el espectáculo de mi pro… pro… propia…
—
¿Sangre?
Howie asintió. Todo aquello era un error. Su cerebro daba vueltas dentro del cráneo, las conexiones se equivocaban. Su lengua ganaba vista, sus orejas saboreaban la cera, sus ojos sentían el tacto húmedo de sus párpados al cerrarse.
«Estoy fuera de aquí —pensó—, cayendo por tierra.»
—
Cuánto tiempo, hijo, cuánto tiempo esperando en la roca para vislumbrar la luz. Y ahora que estoy aquí, no se me brinda la menor oportunidad de disfrutarla. No hay tiempo para pasarlo bien en su compañía, como los padres suelen disfrutar la compañía de sus hijos.
Howie gimió. El mundo se le perdía de vista, eso era todo. Si quisiera abrir los ojos, lo encontraría allí mismo, esperándole. Pero Fletcher le aconsejó no intentarlo con demasiada energía.
—
Te tengo
—le dijo.
Y era verdad. Howie sentía que los brazos de su padre le rodeaban en la oscuridad, envolviéndole. Al tacto parecían enormes. O quizá lucra que él se había encogido, que se había vuelto de nuevo un bebé.
—
Nunca tuve idea de ser tu padre
—estaba diciéndole Fletcher—.
La verdad es que me fue impuesto casi por la fuerza de las circunstancias. El Jaff decidió hacer unos cuantos niños, ¿te das cuenta?, para tener agentes de carne y hueso. Y yo no tuve más remedio que imitarle.
—¿Jo-Beth? —murmuró Howie.
—
¿Qué?
—Que si es tuya, o de él.
—
De él, por supuesto.
—¿De modo que ella y yo no somos… hermanos?
—
No, por supuesto que no. Ella y su hermano son obra de él. Y tú eres mi obra. Por eso tienes que ayudarme, Howie. Él es más fuerte que yo. Sólo soy un soñador drogado. Siempre lo fui. Y él ya está allí, adiestrando a sus condenados
terata.
—¿Sus qué?
Sus criaturas. Su ejército. Eso es lo que consiguió del comediante: algo que lo enardeciera. ¿Y yo? Yo no conseguí nada. Los moribundos no tienen muchas fantasías. Todo ello es miedo. A él le encanta el miedo.
—¿Quién es él?
—
¿El Jaff?, mi enemigo.
—¿Y quién eres tú?
—
Su enemigo.
—Eso no es contestar. Quiero una respuesta mejor que ésa.
—
Llevaría demasiado tiempo. Y no tenemos tiempo, Howie.
—La Esencia. —Howie sintió la sonrisa de Fletcher dentro de su cerebro.
—
Bien…, la Esencia sí que puedo dártela, Howie
—dijo su padre—.
Esencia de pájaros y de peces. Cosas enterradas. Recuerdos, por ejemplo. De vuelta a la primera causa.
—¿Es que soy tonto o estás diciendo tonterías?
—
Tengo muchísimas cosas que contarte, pero poquísimo tiempo. Lo mejor, posiblemente, será que te lo haga ver.
—Su voz tenía un tono forzado; Howie percibió una nota de angustia en ella.
—¿Qué es lo que piensas hacer? —preguntó.
—
Voy a abrirte mi mente, hijo.
—Tienes miedo…
—
Va a ser una aventura. Pero no se me ocurre ninguna otra manera.
—Pues yo no quiero participar.
—
Demasiado tarde.
Howie sintió que los brazos de Fletcher, se aflojaban, y que se soltaban del contacto de su padre. Ésa era. sin duda, la primera de todas las pesadillas: soltarse. Pero la gravedad funcionaba sesgada en ese mundo del pensamiento. En lugar de ver que el rostro de su padre se alejaba de él al soltarle, ocurrió lo contrario: ese rostro apareció, grande y creciendo sin cesar, al caer Howie de lleno contra él.
Ya no había palabras con las que reducir el pensamiento: sólo los pensamientos mismos, y además en abundancia. Demasiado que comprender. A Howie le costaba trabajo no ahogarse en ellos.
No te esfuerces
—oyó decir a su padre—.
No intentes siquiera nadar. Suéltate. Húndete en mí. Sé en mí.