Vi dos personajes, cuyo brillo y cuya gloria son imposibles de describir, y estaban por encima de mí, en el aire. Uno de ellos me habló, llamándome por mi nombre, y dijo…
—He llamado a casa de Jo-Beth, y no contestan. Algo tiene que haber ocurrido para que hayan salido todos.
Howie levantó la vista del libro.
—Vaya, qué lástima —contestó, sin creer por completo lo que aquella mujer le decía.
La verdad era que si realmente había llamado por teléfono, lo había hecho con mucho silencio.
—Lo más probable es que no venga hoy —prosiguió Mrs. Knapp, evitando los ojos de Howie al hablar—. Tengo un acuerdo algo informal con ella. No tiene horario fijo.
Howie sabía que eso no era cierto. El día anterior por la mañana, sin ir más lejos, la había oído regañar a Jo-Beth por su impuntualidad; o sea, que su horario de trabajo no tenía nada de informal. Pero Mrs. Knapp, a pesar de lo buena cristiana que era, parecía decidida a echarle de la tienda. Quizá le había visto sonreír desdeñoso al ojear los libros.
—No sirve de nada esperarla —insistió—, usted podría pasarse el día entero aquí.
—No será que usted está espantado a los clientes, ¿verdad? —dijo Howie, desafiándola así a decirle de verdad lo que pensaba de él.
—No, desde luego —dijo ella, con una sonrisita sombría—, no era ésa mi intención.
Howie se acercó al mostrador. Ella dio un paso involuntario hacia atrás, casi como si le tuviera miedo.
—Pues entonces, ¿qué es lo que quiere decir? —preguntó, conteniéndose apenas para no perder un mínimo de cortesía—. ¿Qué es lo que no le gusta de mí?: ¿mi desodorante?, ¿mi corte de cabello?
Ella trató de nuevo de brindarle una ligera sonrisa, pero no lo consiguió; a pesar de lo experta que era en hipocresía, hizo un ligero gesto.
—No soy el diablo —dijo Howie—, ni he venido aquí a hacer daño a nadie.
Mrs. Knapp no respondía esas palabras.
—He na… na… nacido aquí —prosiguió Howie—, en Palomo Grove.
—Lo sé —dijo ella.
«Vaya, vaya —pensó Howie—, ésta sí que es toda una revelación.»
—¿Y qué más sabe? —preguntó, con bastante suavidad.
La mirada de ella se clavó en la puerta, y Howie se dio cuenta de que estaba recitando una silenciosa oración a su Gran Dios Blanco para que alguien abriese y la liberase de aquel condenado muchacho y sus preguntas. Pero ni Dios ni cliente alguno respondieron a sus plegarias.
—¿Qué sabe usted de mí? —volvió a preguntar Howie—. No puede ser muy malo.
Mrs. Knapp se encogió ligeramente de hombros.
—No, me figuro que no —dijo.
—Bueno, pues eso.
—Conocí a tu madre —soltó de pronto, sin decir más, como si con eso bastara para satisfacerle.
Howie no contestó, para ver si ella llenaba el tenso silencio con más información. Mrs. Knapp añadió:
—Era un poco más joven que yo. Pero, por entonces, todos nos conocíamos. Fue hace mucho tiempo. Y luego, claro, cuando pasó lo del accidente…
—Lo puede usted de… de… decir —la animó Howie.
—¿Decir, qué?
—No, que usted lo llama accidente, pero fu… fu… fue violación, ¿no?
Cualquiera hubiera pensado, al ver su expresión que era la primera vez que oía aquella palabra (o cualquier otra cosa tan obscena) en su tienda.
—No recuerdo —contestó ella, con una especie de reto—; pero, aunque lo supiera… —Se calló respiró hondo, luego cambió de tema—: Bueno, vamos a ver, ¿por qué no te vas por donde has venido? —preguntó.
—Pero es que
estoy
en mi tierra —replicó él—. Me encuentro de vuelta en mi casa.
—No es eso lo que he querido decir. —Ella dejó ver, por fin, su irritación en la respuesta—. ¿Pero es que no te das cuenta de cómo están las cosas? Vuelves aquí, y, justo cuando llegas, matan a Mr. Vance.
—¿Y qué diablos tiene que ver lo uno con lo otro? —quiso saber Howie.
Él no se había fijado apenas en las noticias de las veinticuatro últimas horas, pero sabía que el hallazgo del cadáver del comediante, que había presenciado el día anterior, se había convertido en un gran tragedia. Lo que no acababa de ver era la relación.
—Yo no maté a Buddy Vance. Y mi madre, desde luego, tampoco.
Resignada, al parecer, a hacer de mensajera, Lois renunció a hablar a medias y contó a Howie todo lo demás, y lo hizo con rapidez, para acabar de una vez con el asunto.
—El sitio donde violaron a tu madre —dijo— es el mismo en el que Mr. Vance cayó y se mató.
—¿El mismo? —preguntó Howie.
—Sí —fue la respuesta—. Según me dicen, es exactamente en ese lugar. No pienso ir a comprobarlo, por supuesto; ya hay bastante mal suelto por el mundo sin necesidad de desplazarse para verlo.
—Y lo que usted insinúa es que yo formo parte de él; aunque, la verdad, es que no sé cómo.
—Yo no he dicho eso.
—No, bueno, claro, pero lo… lo… lo piensa.
—Bueno, pues ya que me lo preguntas, te diré que sí, que así es.
—Y usted quiere que me vaya de tienda para que deje de contaminarla.
—Sí —respondió ella entonces, sin andarse ya por las ramas—, me gustaría.
Howie asintió.
—De acuerdo —dijo—, pues entonces me voy, pero a condición de que me prometa que le va a decir a Jo-Beth que he estado aquí.
El rostro de Mrs. Knapp expresó la mayor desgana. Pero el miedo que tenía a Howie le daba a éste un poder sobre ella que no podía menos de satisfacerle.
—No es mucho pedir, ¿verdad? —dijo Howie—, y nada de inventarse mentiras.
—No.
—De modo que, ¿en qué quedamos? ¿Se lo va a decir?
—Sí.
—¿Me lo jura por el Gran Dios Blanco de América? —insistió Howie—. ¿Cómo se llama…?, ¡ah, sí!, Quetzalcóatl, ¿no? —Ella pareció desconcertada—. Bien, eso da igual —añadió Howie—, me voy, lo siento si le he echado a perder las ventas de la mañana.
Salió de allí, dejando a Mrs. Knapp con expresión de pánico, y se encontró al aire libre. En los veinte minutos pasados en la tienda la capa de nubes se había desgarrado, y el sol penetraba por él, iluminando la Colina. En pocos minutos también llegaría a los mortales que estaban en la Alameda, como Howie mismo. La chica de sus sueños había dicho la verdad, después de todo.
El sonido del teléfono despertó a Grillo, que se precipitó hacia él, tiró la copa de champaña, aún medio llena —su último brindis ebrio de la noche anterior había sido:
A Buddy, ido, pero nunca olvido
—, profirió una maldición, cogió el auricular como pudo, y se lo llevó a la oreja.
—¿Sí? —gruñó.
—¿Te he despertado?
—¿Tesla?
—Me encantan los hombres que se acuerdan de mi nombre —dijo ella.
—¿Qué hora es?
—Tarde. Debieras estar en pie, trabajando. Quiero que estés libre de tus deberes con Abemethy para cuando yo llegue allí.
—¿Pero qué dices? ¿Que vienes aquí?
—Me debes una cena por todo el chismorreo que te pasé sobre Vance —dijo ella—, de modo que ya puedes buscar un sitio caro.
—¿Y para cuándo piensas llegar aquí? —la preguntó.
—Pues, la verdad, no sé…
Grillo colgó, dejando a Tesla con la frase a medio terminar. Sonrió al teléfono, pensando que ella estaría maldiciéndole al otro extremo del hilo. La sonrisa, sin embargo, se le borró de la boca cuando se levantó. La cabeza le pulsaba a más ritmo que una banda de música: si llega a apurar aquel último vaso de champaña dudaba que le hubiera sido posible levantarse siquiera de la cama. Llamó a servicio de habitaciones y pidió café.
—¿Quiere zumo también, señor? —dijo la voz de la cocina.
—No. Café, nada más.
—Huevos,
croissant…
—Santo cielo, no, no quiero huevos. Nada. Café y nada más.
La idea de tener que sentarse ante la máquina le parecía casi tan repulsiva como la de desayunar. Decidió no escribir y contactar con la mujer de la casa de Vance. Ellen Nguyen, cuya dirección, sin número de teléfono, tenía aún en el bolsillo.
Con el sistema reanimado por una fuerte inyección de cafeína, se metió en el coche y condujo por Deerdell. La casa, cuando consiguió dar con ella, contrastaba con el lugar donde la mujer trabajaba, en la Colina. Era pequeña, fea, y en urgente necesidad de reparación. Grillo se sentía receloso ante la conversación que le esperaba: la empleada descontenta, dispuesta a hablar mal de su señora, alguna que otra vez, ese tipo de informadores le habían resultado útiles, aunque tampoco era nada raro que sus datos se redujeran a invenciones malintencionadas. Pero, en este caso, no pensaba que fuese así. ¿Era, quizá, porque Ellen le miró con expresión vulnerable en sus facciones abiertas al darle la bienvenida y prepararle una nueva inyección de café?, ¿o porque cuando su hijo se puso a llamarla desde la habitación contigua —tenía gripe, le explicó—, cada vez que volvía de atenderle y reanudaba su historia donde la había interrumpido, sus datos seguían siendo coherentes?, ¿o acaso porque lo que le estaba contando no sólo mellaba la reputación de Buddy Vance, sino también la suya propia? Este último detalle, más que los otros tal vez, acabó de convencerle de que Ellen Nguyen era una fuente fiable. La historia que le contó repartía las culpas de una manera bastante democrática.
—Fui su amante durante casi cinco años —le explicó—. Hasta cuando Rochelle estaba en la casa, lo cual, como todos saben, no fue mucho tiempo. Pienso que ella lo supo desde el principio. Por eso me despidió en cuanto pudo.
—Entonces, ¿ya no trabaja en la casa?
—No. Ella buscaba una excusa para echarme, y usted se la dio.
—¿Yo? —se extrañó Grillo—. ¿Cómo?
—Dijo que yo estaba coqueteando con usted. Es muy propio de ella usar una excusa así. —No era la primera vez en aquella conversación que Grillo notaba un tono de hondo sentimiento en la voz de Ellen; en ese caso concreto, desdén; sentimiento que la actitud pasiva de Ellen hacía tanto más sorpendente—. Rochelle juzga a todo el mundo por su propio patrón —prosigió Ellen—, y usted sabe de sobra cuál es.
—No, la verdad —dijo Grillo con toda franqueza—, no lo sé.
Ellen lo miró, atónita.
—Espere un momento. No quiero que Philip oiga estas cosas.
Se levantó y fue al cuarto de su hijo para decirle unas palabras que Grillo no oyó, luego salió y cerró bien la puerta antes de sentarse y continuar su historia:
—Philip ha aprendido demasiadas palabras que antes no sabía. Un año en el colegio es suficiente. Quiero que tenga la oportunidad de ser…, no sé, ¿inocente? Sí, eso, inocente, aunque sólo sea por poco tiempo. Las cosas feas siempre acaban por llegar. ¿No le parece?
—¿Las cosas feas?
—Ya me entiende: la gente que engaña y traiciona. Las cosas del sexo. Las cosas del poder.
—Ah, sí, por supuesto, y tanto que acaban por llegar.
—Bien, yo, le estaba hablando de Rochelle, ¿no es eso?
—Exacto.
—Sí…, pues es bien sencillo. Antes de casarse con Buddy era puta.
—¿Cómo ha dicho?
—Lo que ha oído. ¿Por qué le sorprende tanto?
—No lo sé. Quizá por lo guapa que es. Tiene que haber muchas otras maneras de ganarse unos dólares.
—Le encanta gastar —replicó Ellen.
De nuevo el tono de desdén en la voz, mezclado en ese momento con asco.
—¿Y lo sabía Buddy cuando se casó con ella?
—¿A qué se refiere usted, a la prostitución o al gusto por gastar?
—A ambas.
—Estoy segura de que lo sabía. Ésa fue, en parte, la razón de que se casara con ella, me figuro. En el carácter de Buddy hay una tendencia a la perversidad. Bueno…, quiero decir
había.
La verdad es que no consigo acostumbrarme a la idea de que está muerto.
—Debe de ser muy difícil hablar de todo esto cuando hace tan poco tiempo que murió. Siento mucho tener que forzarla a ello.
—Yo misma me he ofrecido, ¿no? —contestó Ellen—. Quiero que haya alguien que sepa estas cosas. Más aún, quiero que
todo el mundo
las sepa. Era a mí a quien él amaba, Mr. Grillo. A mí a quien amó de veras durante todos estos años.
—Y me imagino que usted lo amaba.
—Sí, por supuesto —murmuró ella—. Mucho. Era muy introvertido, pero todos los hombres son así, ¿no es cierto? —prosiguió, sin dar tiempo a Grillo a excluirse de esa generalización—. Todos los hombres tienden a pensar que el mundo gira en torno a ellos. Les enseñan a pensar así. Y yo misma cometo el mismo error con Philip. Me doy cuenta cuando ya lo he hecho. La diferencia, en el caso de Buddy, es que el mundo sí giró a su alrededor, por lo menos durante una temporada. Fue uno de los hombres más queridos de todo Estados Unidos. Durante unos pocos años. Todo el mundo lo quería. Todo el mundo se sabía de memoria sus actuaciones. Y, por supuesto, todos querían conocer su vida privada.
—De modo que corrió un verdadero riesgo al casarse con una mujer como Rochelle, ¿no?
—Sí, yo diría que sí, ¿no le parece? Sobre todo cuando estaba tratando de mejorar su estilo; cuando intentaba conseguir que una de las cadenas televisivas le diera otro programa. Pero ya le he dicho que había una tendencia a la perversidad en él. En muchas ocasiones, era autodestrucción pura y simple.
—Debiera haberse casado con usted —dijo Grillo.
—Desde luego le hubiera ido mejor —observó ella—. Le hubiera ido
mucho
mejor.
Esa idea provocó un sentimiento en Ellen que hasta entonces no se había traslucido en sus palabras, en la versión que daba de su papel en todo aquello. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y, en ese momento, Philip la llamó desde su cuarto. Ellen se llevó una mano a la boca para sofocar sus sollozos.
—Yo voy —dijo Grillo, levantándose—, se llama Philip, ¿verdad?
—Sí, Philip —respondió ella, y esas palabras sonaron casi incoherentes en sus labios.
—Yo me encargo, no se preocupe.
La dejó secándose las lágrimas con el revés de la mano. Grillo abrió la puerta del cuarto del niño.
—Hola, hombre, me llamo Grillo.
El niño, en cuyo rostro se notaba en seguida la solemne simetría del de su madre, estaba sentado en la cama, rodeado de un caos de juguetes, lápices de colores y hojas de papel pintarrajeadas. La televisión, en una esquina del cuarto, estaba encendida; un programa de dibujos animados, pero sin voces.
—Te llamas Philip, ¿no?
—¿Dónde está mama? —quiso saber el niño.
No intentó ocultar el recelo que Grillo le inspiraba, y trató de ver, mirando por encima de él, algún atisbo de su madre.