Su sentido de la orientación era infaliblemente certero. Encontró la casa de Ellen Nguyen sin necesidad de volver sobre sus pasos. La mujer que le abrió la puerta tenía un aspecto tan delicado que Tesla temió levantar la voz por encima de un leve suspiro, y, desde luego, no hizo el menor esfuerzo por sonsacarle la menor indiscreción. Se limitó a explicar la situación de la manera más sencilla posible: estaba allí a petición de Grillo, que había cogido la gripe.
—No se preocupe, no morirá de ésta —añadió, al ver que Ellen parecía angustiada—. Si he venido ha sido para que supiera por qué no podrá venir a verla.
—Entre, por favor —dijo Ellen.
Tesla se resistió. No estaba de humor para lidiar con almas tan frágiles, pero Ellen no aceptó sus negativas.
—Es que aquí no puedo hablar —añadió. Después cerró la puerta—. No puedo dejar solo a Philip mucho tiempo. Ya no tengo teléfono. Hube de usar el de un vecino para llamar a Mr. Grillo. ¿Me haría el favor de llevarle un recado mío?
Por supuesto —dijo Tesla, aunque pensó: «Si es un recado de amor lo tiro a la cuneta.»
Aquella mujer era el tipo de Grillo, se dijo Tesla: dulce, femenina, voz suave. En una palabra, todo lo contrario a ella.
El niño del contagio se encontraba en el sofá.
—Mr. Grillo tiene la gripe —le dijo su madre—. ¿Por qué no le mandas uno de tus dibujos, a ver si así se pone mejor?
El niño fue a su dormitorio sin hacer ruido, con lo que dio a Ellen la oportunidad de pasar un recado a Tesla.
—¿Me haría el favor de decirle que las cosas han cambiado en «Coney»? —dijo Ellen.
—Que las cosas han cambiado en «Coney» —repitió Tesla—, ¿y qué quiere decir eso, exactamente?
—Van a dar una fiesta conmemorativa, en honor de Buddy, en su casa, Mr. Grillo lo comprenderá; Rochelle, la viuda, mandó al chófer a buscarme, quiere que le eche una mano.
—¿Y qué tiene que hacer Mr. Grillo?
—Quiero saber si él necesita una invitación.
—Pienso que puede dar por supuesto que si. ¿Cuándo será la fiesta?
—Mañana por la noche.
—Poco tiempo.
—La gente irá por Buddy —dijo Ellen—. Era muy querido.
—Pues tenía suerte —observó Tesla—. ¿De modo que si Grillo quiere ponerse en contacto con usted puede hacerlo en casa de Vance?
—No. No tiene que llamar allí. Dígale que deje un recado en la casa de aquí al lado, donde vive Mr. Fulmer. Él se quedará con Philip para cuidarle.
—Fulmer. De acuerdo. Estoy enterada.
Poco quedaba por decir. Tesla aceptó un dibujo de manos del enfermo con promesa de llevárselo a Grillo, junto con los mejores deseos de madre e hijo de que se pusiera bueno. Luego emprendió el camino de vuelta, inventando historias por el camino.
—¡William!
Spilmont al teléfono, por fin. Los niños ya no reían en el patio. La tarde había caído y con la ¡da del sol el agua del irrigador eléctrico estaría más fría que agradable.
—No tengo mucho tiempo —dijo—, ya he desperdiciado demasiado esta tarde entre unas cosas y otras.
—¿Cómo dices? —dijo William. Había pasado toda la tarde consumido de impaciencia—. Anda, cuéntame.
—Pues nada, que fui a Wild Cherry Glade en cuanto te marchaste de mi casa.
—¿Y qué?
—Pues nada. Cero al cociente. El sitio estaba desierto, y yo hice el asno entrando allí dispuesto a todo. Me imagino que eso era lo que habías planeado, ¿verdad?
—No, Oscar, te equivocas.
—Una vez nada más, muchacho. Puedo aguantar una broma y sanseacabó, ¿vale? No quiero que alguien diga que no tengo sentido del humor.
—Te aseguro que no era una broma.
—Me hiciste ir hasta allí, ¿te haces cargo? Creo que deberías dedicarte a escribir novelas de terror, y no a la compraventa de casas.
—¿Dices que el sitio estaba desierto?, ¿que no había huella alguna de nada? ¿Miraste en la piscina?
—¿Pero por quién me has tomado? —exclamó Spilmont—. Pues claro que miré, y todo estaba vacío: piscina, casa, garaje. Todo vacío.
—Eso es que han escapado. Se fueron antes de que llegaras. Lo que no sé es a dónde han podido ir. Tommy-Ray decía que al Jaff no le gustan…
—
¡Basta!
—gritó Spilmont—. Ya tengo demasiados locos de atar en el vecindario sin necesidad de aguantar a tipos como tú. Mira, chico, despierta de una vez, ¿eh?, y no se te ocurra gastarles esa broma a los demás, Witt, porque ya les he puesto sobre aviso, te lo repito: ¡con una basta y sobra!
Spilmont cortó la conversación sin despedirse, dejando a William sin otra voz que el zumbido del teléfono durante medio minuto antes de que William dejara caer el auricular en el soporte.
—¿Quién iba a pensarlo? —dijo el Jaff, acariciando a su nuevo pupilo—. Hay miedo en los lugares más inesperados.
—Dámelo —pidió Tommy-Ray.
—Considéralo tuyo —contestó el Jaff, dejando que el muchacho le quitase el
terata
de sus brazos—. Lo que es tuyo es mío.
—No se parece mucho a Spilmont.
—No creas, sí que se parece —dijo el Jaff—. Nunca se ha visto
retrato suyo más exacto. Aquí está su base, su núcleo. El miedo es lo que retrata al hombre.
—¿Es cierto eso?
—Lo que se pasea esta noche por ahí con el nombre de Spilmont no es más que su cáscara, sus restos.
Fue hacia la ventana mientras hablaba y descorrió las cortinas. Los
terata
que estaban ronroneándole al llegar William, le seguían ahora, y el Jaff los espantó. Ellos se alejaron, respetuosos, pero volvieron a refugiarse bajo su sombra en cuanto le vieron apartarse.
—Ya casi no hay sol —dijo el Jaff—; debiéramos irnos. Fletcher está ya en Grove.
—¿Sí?
—Claro que sí. Apareció en plena tarde.
—¿Y cómo lo sabes?
—Pues porque es imposible odiar a alguien tanto como yo odio a Fletcher sin saber por lo menos dónde se encuentra.
—O sea, que vamos a matarle, ¿no?
—Cuando tengamos suficiente número de asesinos —respondió el Jaff—. No quiero cometer errores de cálculo, como Mr. Witt.
—Primero voy a por Jo-Beth.
—¿Para qué? —preguntó el Jaff—. No la necesitamos. Tommy-Ray tiró al suelo el
terata
de Spilmont.
—
Yo
sí la necesito —dijo.
—Me imagino que será platónico.
—¿Qué quieres decir?
—No, nada, Tommy-Ray, pura ironía. Lo que quiero decir es: tú deseas su cuerpo.
Tommy-Ray lo pensó un momento.
—Es posible —dijo.
—Sé sincero.
—La verdad es que ignoro lo que quiero —fue la respuesta de Tommy-Ray—; pero estoy completamente seguro de que sé lo que
no
quiero. Jo-Beth es de la lamilla, ¿no?, y tú mismo me dijiste que eso era importante.
El Jaff asintió.
—Eres muy persuasivo —dijo.
—De modo que ¿vamos a por ella? —repitió Tommy-Ray.
—Si tanto te importa, de acuerdo —replicó su padre—. Iremos a por ella.
Al ver Palomo Grove por primera vez, Fletcher se sintió al borde mismo de la desesperación. Él había visto muchas ciudades como ésa durante sus meses de guerra con el Jaff; comunidades planificadas que tenían todos los recursos excepto el de sentir; lugares que daban impresión de estar vivos; pero que, en realidad, apenas si lo estaban. Dos veces, arrinconado en vacíos como ésos, Fletcher se había visto al borde mismo del aniquilamiento a manos de su enemigo. Aunque él estaba por encima de la superstición, lo cierto era que empezaba a preguntarse si a la tercera no iría la vencida.
El Jaff había organizado ya su cabeza de puente, Fletcher no tenía la menor duda de esto. No le sería difícil, en un sitio como aquél, encontrar suficiente número de almas débiles e indefensas, de las que le gustaba explotar. Pero para Fletcher, cuyas alucigenias surgían de vidas oníricas complejas y fuertes, esa ciudad, agostada por la comodidad y la satisfacción, ofrecía poca esperanza de sustento. Se hubiera encontrado más a gusto en un ghetto o en un manicomio, donde, por lo menos, se vivía la vida tensamente, que en este desierto bien regado. Pero no tenía alternativa alguna. Sin un ayudante humano que le indicara el camino, Fletcher se veía obligado a ir por entre toda aquella gente como un perro, olfateando la pista de algún soñador. Encontró unos pocos en la Alameda, pero lo mandaron a paseo en cuanto trató de entablar conversación con ellos. Aunque hizo cuanto pudo por conservar cierta apariencia de normalidad, hacía mucho tiempo que no era humano, y la gente, cuando le veían acercarse, se le quedaban mirando de una forma rara, como si hubiera olvidado una parte importante de su disfraz y les fuera posible entrever al Nuncio en su interior. Y en cuanto lo entreveían, se apartaban. Uno o dos siguieron cerca de él. Una vieja, a unos pocos pasos de distancia, se limitó a sonreírle cada vez que Fletcher la miraba; dos niños dejaron de observar el escaparate de una tienda de perros y gatos y se pusieron a mirarle a él hasta que su madre los llamó. La cosecha de Fletcher había sido en extremo escasa, y eso era justo lo que él había temido. Si el Jaff hubiese escogido deliberadamente el lugar de su batalla final no lo hubiera hecho mejor. Si la guerra entre ambos iba a terminar en Palomo Grove —y Fletcher sentía en lo más hondo de su ser que uno de los dos iba a morir allí—, era seguro que el Jaff sería el vencedor.
Al caer la tarde, la Alameda comenzó a quedar desierta, y también Fletcher se fue de allí y se puso a deambular por las calles desiertas. No había gente. Ni siquiera vio a nadie paseando al perro. Y sabía la razón. La naturaleza humana, tercamente insensible, no podía eliminar por completo las tuerzas sobrenaturales que había en ella. Los habitantes de Grove, aunque no fueran capaces de expresar su inquietud con palabras, sabían que aquella noche su ciudad estaba en poder de un maleficio y se habían refugiado en sus casas, delante de sus pantallas de televisión. Fletcher las veía relucir en todas las casas, y oía los televisores, que habían sido puestos a un volumen absurdamente alto como para acallar los cantos de cualesquiera sirenas que fueran a cantar por sus calles aquella noche. Las pequeñas mentes del Grove, en brazos de programas de televisión de todo tipo, desde entretenimientos caseros hasta comedias musicales, iban deslizándose hacia el sueño más inocente, y dejaban a la intemperie, y en la mayor soledad, al único ser que hubiera podido salvarles de la extinción.
Observando desde la esquina de la calle mientras la oscuridad se disolvía en noche, Howie vio a un hombre en quien más tarde reconoció al pastor. El hombre en cuestión apareció de pronto ante la casa de los McGuire; se anunció a través de la cerrada puerta, y después de un rato dedicado a abrir cerrojos y soltar cadenas, fue recibido en el interior del santuario. Howie sospechaba que no iba a presentársele otra oportunidad como aquélla esa noche. O sea, que era el momento de despistar a la madre guardiana y llegar hasta Jo-Beth. Cruzó la calle, comprobando antes que nadie venía en ninguna de ambas direcciones. Pero no tenía nada que temer: la calle aparecía insólitamente silenciosa. El ruido llegaba de las casas: los televisores, tan altos que, mientras esperaba había podido distinguir los nueve canales, y canturreado sus melodías y reído sus bromas. Y así fue como pudo situarse junto a la fachada de la casa sin que nadie le viera. Saltó una tapia y fue por el callejón hasta el patio de atrás. Cuando llegó allí vio encenderse la luz de la cocina. No era Mrs. McGuire la que la había encendido, sino Jo-Beth que, como una buena hija preparaba la cena para el invitado de su madre. La observó, hipnotizado. En esa actividad tan corriente, con un traje oscuro, iluminada por un tubo de neón, Jo-Beth seguía siendo la visión más extraordinaria que cabía imaginar. Y cuando se acercó a la ventana, para limpiar unos tomates bajo el grifo, Howie salió de su escondite. Ella captó su movimiento y levantó la vista. Howie se había llevado el dedo a los labios para imponerle silencio, pero ella le hizo ademán de que se fuese, el rostro marcado por el pánico. Howie la obedeció de inmediato, justo en el momento en que Joyce aparecía en el vano de la puerta de la cocina. Hubo un breve intercambio de palabras entre la madre y la hija, de las que Howie no oyó nada, y luego Mrs. McGuire volvió al cuarto de estar. Jo-Beth miró hacia atrás, para cerciorarse de que su madre se había ido, y entonces fue hacia la puerta trasera y descorrió los cerrojos, cuidando de no hacer ruido. Pero se negó a abrirla más de lo estrictamente necesario y que no pudiera entrar, limitándose a sacar la cabeza por el hueco y susurrar:
—No debías haber venido.
—Bueno, pero lo he hecho —dijo él—, y tú te alegras mucho.
—Nada de eso.
—Pues debieras. Tengo noticias. Grandes noticias. Anda, Sal un momento.
—No puedo —susurró ella—. Haz el favor de bajar la voz.
—Tenemos que hablar. Es cuestión de vida o muerte. No… más que de vida o muerte.
—¿Pero qué es lo que te has hecho? ¡Mira cómo tienes la mano!
El intento de Howie de limpiarse la herida había sido una chapuza en el mejor de los casos, porque le daba grima arrancarse pedazos de corteza de la carne magullada.
—Esto es parte de lo que tengo que contarte —dijo él—. Si no quieres salir, déjame entrar.
—No puedo.
—Por
favor,
déjame entrar.
¿Fue su herida, o sus palabras, lo que la indujo a ceder? Fuera lo que fuese, el caso es que Jo-Beth abrió la puerta y Howie entró derecho a abrazarla, más ella movió la cabeza, y tenía tal expresión de terror que Howie retrocedió.
—Sube la escalera —le dijo Jo-Beth, formando las palabras con la boca pero casi sin pronunciarlas.
—¿A dónde?
—Segunda puerta a la izquierda. —Jo-Beth no tuvo otro remedio que levantar algo la voz para que se oyeran sus instrucciones—. Mi habitación. Puerta rosa. Espera allí hasta que yo sirva la cena.
Howie sentía tremendos deseos de besarla. Pero se vio obligado a contemplar sus preparativos sin hacer nada. Ella, dirigiéndole una rápida ojeada, fue derecha al cuarto de estar y Howie ovó la voz del visitante diciendo palabras de bienvenida. Howie pensó que ése era el momento de salir de la cocina. Hubo un instante de peligro, cuando, siendo visible desde la puerta del cuarto de estar.
Howie vaciló, buscando la escalera. Pero en seguida desapareció en el piso de arriba, esperando que la conversación en la planta baja acallara el ruido de sus pasos, y le dio la impresión de que era así, porque la conversación prosiguió al mismo ritmo. Howie encontró la puerta de color rosa y se refugió en el cuarto sin más incidentes.