—Sin luz, por favor.
De no haber sido por la cocaína que acababa de esnifar, Lamar hubiera salido a la carrera de la casa sin dar tiempo a que el fantasma volviera a abrir la boca; pero la droga había aminorado la agilidad de sus reacciones, y eso dio tiempo a Buddy para asegurar a su amigo que no tenía nada que temer.
—Ella me dijo que estabas aquí —susurró Lamar.
—¿Y no la creíste?
—No.
—¿Quién eres?
—¿Cómo que quién soy? Jimmy, Jimmy Lamar.
—Por supuesto. Vamos, entra. Tenemos que hablar.
—No…, seguiré aquí fuera.
—Es que no te oigo muy bien.
—Pues cierra el grifo.
—Me hace falta para hacer pis.
—¿Haces pis?
—Sólo cuando bebo.
—¿Bebes?
—¿Y qué quieres que haga, con Rochelle ahí abajo, y yo sin poder tocarla?
—Sí. Eso es demasiado.
—Tendrás que hacerlo tú por mí, Jimmy.
—¿Hacer qué?
—Tocarla. No serás maricón.
—Tú, mejor que nadie, sabes que no.
—Sí, por supuesto.
—¡La cantidad de mujeres que hemos tenido juntos!
—Éramos amigos.
—Los mejores. Y debo reconocer que eres encantador cediéndome a Rochelle así, sin más.
—Ella es tuya. Y a cambio…
—¿Qué?
—Que vuelvas a ser mi amigo.
—Buddy. Te he echado de menos.
—Y yo a
ti,
Jimmy.
—Tenías razón —dijo Lamar, cuando volvió abajo—. Buddy
está
aquí.
—Lo has visto.
—No, pero me ha hablado. Quiere que seamos amigos. Él y yo. Y tú y yo. Amigos íntimos.
—Entonces lo seremos.
—Por Buddy.
—Por Buddy.
Arriba, el Jaff examinó ese nuevo e inesperado elemento de su juego, y le pareció muy bien. Al principio había intentado hacerse pasar por Buddy —una treta demasiado fácil, dado que había penetrado a fondo en los pensamientos del muerto—, pero sólo con Rochelle. Fue a visitarla dos noches seguidas, y la encontró borracha en la cama. Resultó fácil convencerla de que él era el espíritu de su marido; la única dificultad consistió en disuadirse de exigir de ella sus derechos maritales. Pero con Jimmy Lamar víctima de la misma ilusión, el Jaff contaba con dos agentes en la casa para ayudarle cuando los invitados llegaran.
Después de los sucesos de la noche anterior, el Jaff estaba contento de haber tenido la previsión de organizar la fiesta. Las maquinaciones de Fletcher le habían cogido desprevenido. Con aquel acto de autodestrucción, su enemigo había conseguido poner la semilla de su alma productora de alucigenia en cien, quizá doscientas, mentes. Sin duda, en ese mismo momento, sus mentes estarían soñando con sus divinidades particulares y convirtiéndolas en seres tangibles. Esas divinidades, a juzgar por casos anteriores, no serían demasiado bárbaras; desde luego no se podrían comparar con sus
terata.
Ni tampoco, en vista de que su creador no estaba vivo para darles combustible, perdurarían mucho tiempo en ese nivel de la existencia. Pero, así y todo, podrían hacer mucho daño a los bien concebidos planes del Jaff, el cual quizá se viera forzado a llamar a cuantos entes pudiese de los corazones de Hollywood, para impedir que el último testamento de Fletcher frustrara sus propósitos.
Muy pronto, el viaje que había comenzado cuando oyó hablar del Arte por primera vez —hacía tanto tiempo ya que ni siquiera recordaba a quién se lo había oído—, terminaría con su entrada en la Esencia. Después de tantos años de preparación su entrada sería como volver a casa. Se sentiría como un ladrón en el paraíso, y por consiguiente, sería rey del paraíso, ya que allí no habría otra persona tan apta como él para robar el trono. Sería el dueño de la vida onírica del mundo; lo sería todo para todos, y nadie lo juzgaría jamás. Sólo dos días le separaban de eso.
El primero: las veinticuatro horas que necesitaba para ver realizada su ambición.
El segundo: el día del Arte, cuando él se encontrara ya en el lugar donde alba y crepúsculo, mediodía y noche tenían lugar en el mismo momento perpetuo.
Por consiguiente, sólo existiría él para siempre.
Para Tesla, abandonar Palomo Grove fue como despertar de un sueno en el que algún consejero onírico le hubiera explicado que toda vida es puro sueño. A partir de ese momento ya no habría división entre sensatez, e insensatez; no se podría dar por supuesto que esa experiencia era real, y la de más allá, no. Quizás estaba viviendo una película, pensó Tesla mientras conducía. Y, puestos a pensar en ello, no era ésta una mala idea para un guión: el caso de una mujer que descubría que la historia humana no era otra cosa que una vasta saga familiar, escrita por el gen y la casualidad, equipo de guionistas muy infravalorados, y presenciada por ángeles, extraterrestres y gente de Pittsburgh que la habían conectado en la televisión sin darse cuenta y ya no podían apartar la vista de ella «A lo mejor escribo este guión en cuanto termine la aventura en que me he metido», se dijo Tesla.
Excepto que se trataba de una aventura que no tendría final porque nunca acabaría. Esa era una de las consecuencias de ver el mundo así. Para bien o para mal, se dijo, iba a pasar el resto de su vida esperando con expectación el milagro siguiente; y, mientras esperaba, lo inventaría en su imaginación, y haría guiones con él, a fin de mantenerse a sí misma, y a su auditorio, en estado de alerta.
El viaje fue fácil, por lo menos hasta Tijuana, y le permitió dedicarse a esas meditaciones. Pero, en cuanto cruzó la frontera, necesitó consultar el mapa que había comprado, y tuvo que aplazar guiones y profecías para otro momento. Se había aprendido de memoria las instrucciones de Fletcher como se aprende un discurso, y esas instrucciones —con ayuda del mapa— le vinieron muy bien. Nunca había viajado por aquel lugar y le sorprendió encontrar aquello tan desierto. Ése no era un ambiente en el que el hombre y sus obras tuvieran mucha esperanza de una existencia permanente, y esto, a su vez, le dio a Tesla la idea de que, cuando llegase a las ruinas de la Misión, las encontraría, con toda probabilidad, erosionadas, o incluso disgregadas, por las olas del Pacífico, cuyo murmullo crecía en volumen a medida que el coche de Tesla se acercaba a la costa.
Pero lo cierto es que no pudo haber estado más equivocada en sus previsiones. Al dar la vuelta a la curva de la colina, que era el camino por donde Fletcher la había enviado, vio en seguida que la Misión de Santa Catrina se hallaba intacta. El espectáculo le revolvió el estómago. Unos pocos minutos más de conducción, y se encontraría delante del lugar donde una historia épica, de la que ella, Tesla, no sabía más que una parte infinitesimal, había comenzado. Quizá Belén despertase la misma emoción en un cristiano. O el Gólgota.
Tesla comprobó que aquél no era un lugar de cráneos, más bien todo lo contrario. Aunque la parte esencial de la Misión no había sido reconstruido, sus escombros, esparcidos por todas partes, cubrían todavía una gran extensión del terreno, era evidente que alguien se había tomado la molestia de salvarla de la destrucción total. Tesla no comprendió la razón de esta medida hasta que hubo estacionado el coche a alguna distancia del edificio y se acercó a él a pie por la polvorienta llanura. La Misión, construida con motivos piadosos, y convertida luego en un centro que sus arquitectos hubieran considerado herético, estaba santificada de nuevo.
Cuanto más se acercaba a los muros, que parecían un rompecabezas, más pruebas veía de todo aquello. En primer lugar, las flores, dispuestas en toscos ramilletes y coronas entre las piedras esparcidas; sus colores brillaban en el claro aire del mar.
En segundo lugar, y más emotivos, los pequeños bultos de utensilios domésticos —un pan, una jarra, un picaporte— aparecían esparcidos por allí, envueltos en pedazos de papel cubierto de garabatos y distribuidos entre las flores en tal cantidad que ella apenas podía dar un paso sin pisar algo. El sol se estaba poniendo, pero su dorada profundidad aumentaba la sensación de que el lugar estaba embrujado. Tesla anduvo por entre los escombros, tan en silencio como le era posible, temerosa de perturbar a sus habitantes, humanos o no. Si había seres milagrosos en el Condado de Ventura (que paseaban con toda tranquilidad por las calles), mucho más probable era que allí, en aquel promontorio solitario, había entes capaces de hacer milagros.
Tesla ni siquiera trató de adivinar quiénes pudieran ser ni cuál sería su forma, en el supuesto de que tuvieran alguna. Pero si el número de ofrendas y peticiones que llenaban el suelo probaban algo era que allí las plegarias encontraban respuesta.
Los paquetes y los mensajes esparcidos por el suelo de la Misión la emocionaron bastante; pero los que vio en el interior del edificio la conmovieron mucho más. Había entrado por un boquete practicado en una de las paredes, y, de pronto, se encontró ante una silenciosa muchedumbre de retratos: docenas de fotografías y esbozos de hombres, mujeres y niños pegados a la piedra, cada uno con un pedazo de tela o un zapato; incluso gafas. Lo que había fuera eran donativos, pero lo que veía en ese momento le parecieron pistas para guiar el olfato de algún sabueso. Pertenecían a almas perdidas, y habían sido llevadas allí con la esperanza de que los espíritus las acompañaran por un camino familiar que las devolviera a sus hogares.
En pie en medio de la luz dorada, observando aquella colección, Tesla se sintió como una intrusa. Los alardes religiosos no la conmovían. Sus sentimientos expresaban demasiada seguridad en sí misma. Pero aquel espectáculo de fe sencilla tocó una fibra sensible de Tesla que pensaba amortiguada hacía largo tiempo. Recordó cómo se había sentido la primera vez que volvió a casa por Navidad, después del exilio familiar autoimpuesto de cinco años. Al principio, el regreso al hogar le resultó tan claustrofóbico como había temido; pero, a la medianoche de Nochebuena, mientras, paseaba por Quinta Avenida, una sensación olvidada, que la dejó sin aliento la invadió, y arrasó sus ojos en lágrimas en un instante:
entonces en ese momento, creyó,
con una creencia que le salía de dentro. Ni aprendida ni fruto del miedo. Simplemente, existía. Sus primeras lágrimas fueron de gratitud por la felicidad de que sus ojos se abrieran… de nuevo a la fe; las que derramó después fueron de tristeza porque el momento había sido tan rápido como su aparición, igual que un espíritu que pasase por su cuerpo, alejándose al tiempo de él.
Pero en la Misión no se fue. En esos momentos permaneció en lo más profundo de ella, mientras el sol se hacía más oscuro, según se hundía hacia el mar.
El ruido de algo que se movía en lo profundo de las ruinas cortó su ensoñación. Sobresaltada, mientras su rápido pulso parecía aminorar un poco el ritmo, Tesla preguntó:
—¿Quién está ahí?
No obtuvo respuesta. Con cautela, se aventuró y miró detrás de la pared de los rostros perdidos a través de la puerta sin dintel, vio una segunda cámara y entró en ella. Tenía dos ventanas, como ojos practicados en el ladrillo, a través de las cuales el sol poniente enviaba dos rojizos rayos. Tesla no contaba con otra cosa que su instinto para apoyar la sensación que tuvo al entrar, pero estuvo segura de que ése era el lugar más sagrado de todo el templo. A pesar de que carecía de techo, y de que su pared oriental estaba muy deteriorada, el lugar parecía denso, como si las fuerzas que lo habitaban, hubiesen crecido con el transcurso de los años. Su función, cuando Fletcher ocupaba la Misión, había sido evidentemente, la de laboratorio. Se veían bancos volcados a cada lado, y el material que aparecía por el suelo daba la sensación de haber sido dejado donde cayó. Ni donativos ni retratos habían conseguido turbar aquella sensación de lugar
preservado.
Aunque los objetos caídos estaban rodeados de arena, y las hierbas habían crecido aquí y allá, la estancia seguía como siempre: era el testamento de un milagro, o de su paso.
El protector de
sanctum
se hallaba de pie, en el rincón más alejado de la cámara, más allá de los rayos de sol que entraban por la ventana. Tesla apenas pudo distinguirle; sólo vio que estaba enmascarado, o que sus facciones eran tan grandes y toscas como las de una máscara. Nada de lo que había experimentado hasta entonces justificaría temor por su seguridad. Aunque estaba sola, sentía una gran tranquilidad. Aquello era un santuario, no un lugar de violencia. Además, ella llegaba allí con un recado de la deidad que en otros tiempos había actuado desde aquella misma estancia. Tenía que hablar, por tanto, con la autoridad de él:
—Me llamo Tesla —dijo—. He sido enviada aquí por el doctor Richard Fletcher.
Vio que el hombre, que continuaba en el rincón reaccionaba al oír el nombre de Fletcher y levantaba la cabeza con lentitud; luego le oyó respirar.
—¿Fletcher? —preguntó.
—Sí —respondió Tesla—. ¿Le conoce usted?
La respuesta llegó en forma de pregunta, hecha con un fuerte acento hispánico:
—¿Y a
usted,
la conozco?
—Ya se lo he dicho: él me ha enviado aquí. He venido a hacer lo que él me ha pedido que haga.
El otro se apartó de la pared lo bastante para que los rayos del sol iluminaran sus facciones.
—¿Y por qué no ha venido él? —preguntó.
Tesla tardó unos segundos en pensar la respuesta. El aspecto de la pesada frente y la gruesa nariz de aquel hombre había lanzado a sus pensamientos a un vertiginoso girar. Jamás había visto un rostro tan feo.
—Fletcher no está vivo —contestó, al cabo de un momento.
Sus pensamientos, por repugnancia, y por instinto, habían evitado el término «muerto».
Las desdichadas facciones que tenía ante ella reflejaron un aire de tristeza; y su plasticidad expresó casi una caricatura de esa emoción.
—Yo estaba aquí cuando se fue —dijo el hombre— esperando…, y he esperado a que volviese.
Tesla se dio cuenta de quién era su interlocutor en cuanto le oyó decir eso. Fletcher le había indicado que quizás encontrara allí un resto vivo de la gran obra.
—¿Raúl? —preguntó.
Los profundos ojos se agrandaron. No tenían blanco alguno.
—Ya veo que
le
conoce —dijo el hombre, dando un paso adelante en la luz, cuyo brillo talló sus facciones cor tal crueldad que Tesla apenas pudo soportar su aspecto.
Eran incontables las veces que había visto rostros mucho más terribles, que aquél en la pantalla; y la noche anterior, sin ir más lejos, había sido mordida por una bestia de verdadera pesadilla. Pero la confusión de las señales que recibía de aquel híbrido que tenía delante la angustiaron más que ninguna otra cosa en toda su vida. Era casi un ser humano; aunque, a pesar de esto, Tesla sintió que sus entrañas no se engañaban. La respuesta que acababa de oír la enseñó algo, a pesar de no saber a punto fijo de qué se trataba. De momento, sin embargo, dejó a un lado la tarea de averiguarlo, apremiada como estaba por otros asuntos más urgentes.