Nada de todo aquello le pareció muy coherente a Jo-Beth, pero prefirió dejar que Lois siguiera hablando, por miedo a que una pregunta suya la denunciase como ignorante de aquel asunto, y entonces, quizá, no se enterase de lo que sucedía.
—Pero yo sí que he tenido suerte —proseguía Lois—. No sabes cuánta suerte. Han venido a verme toda la gente de
Day by Day,
La familia entera, vamos: Alan, Virginia, Benny, Jayne… Hasta me trajeron a
Morgan.
Imagínate.
—¿Pero de
dónde
han venido, Lois?
—Aparecieron en la cocina de pronto —fue la respuesta de Lois—. Y, claro, me han estado contando todo el chismorreo de su familia…
Sólo la librería obsesionaba a Lois tanto como
Day by Day,
la historia de la familia favorita de todo Estados Unidos. Solía contar a Jo-Beth a diario todos los detalles del episodio de la noche anterior como si fueran parte de su propia vida. Y parecía que la ilusión se había apoderado por completo de ella. Hablaba a Jo-Beth de los Patterson como si estuvieran invitados en su propia casa.
—Y se muestran tan amables y simpáticos como yo sabía que tenían que ser —explicaba—; aunque, la verdad, yo pensaba que no se llevarían bien con la gente de
Masquerade.
Ya sabes, con lo
corrientes
que son los Patterson, y eso es, precisamente, lo que me gusta de ellos. Que son tan…
—Lois, haz el favor de parar un momento.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Dímelo tú.
—No ocurre nada en absoluto. Todo es estupendo. Los visitantes se encuentran aquí, y yo me siento muy contenta. —Sonrió a un hombre vestido con una chaqueta azul claro que le hizo un ademán de bienvenida—. Ése es Todd, el de
The Last Laugh…
—dijo Lois.
Los programas satíricos de la noche le hacían a Jo-Beth tan poca gracia como
Day by Day,
pero lo cierto era que aquel hombre le resultaba familiar. Y también la chica a la que enseñaba trucos de naipes en ese momento. Y el hombre que, evidentemente, competía con él por la conquista de la muchacha, y que, incluso a aquella distancia, podría pasar por el presentador del programa favorito de su madre:
Hideaway.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó Jo-Beth—. ¿Se trata de una fiesta de dobles o qué?
La sonrisa de Lois, fija en su expresión desde que recibió a Jo-Beth en la puerta, pareció difuminarse un poco al oír sus palabras.
—No me crees —dijo.
—¿Cómo que no te creo?
—Sí, acerca de los Patterson.
—Por supuesto que no.
—Pues es cierto que vinieron, Jo-Beth —insistió Lois de pronto, con gran seriedad en su tono—. Siempre había tenido ganas de conocerlos, y el hecho es que
vinieron.
—Asió la mano de Jo-Beth y volvió a proyectar su sonrisa—. Ya lo verás, y no te preocupes, si lo deseas con fuerza también te visitarán en tu casa las personas que tú quieras. Es lo que está ocurriendo ahora en toda la ciudad, y no sólo es gente que trabaja en la televisión, sino también de esa que aparece en los carteles y en las revistas. Gente estupenda; maravillosa. No debes asustarte, ellos nos pertenecen, son nuestros. —Se acercó un poco más a Jo-Beth—. Hasta anoche, yo nunca lo había comprendido. Lo que ocurre es que nos necesitan tanto como nosotros a ellos, ¿no es eso? O más quizá, de modo que no nos harán ningún daño…
Abrió la puerta de la que salían casi todas las risas y entró en el cuarto. Jo-Beth la siguió. Las luces que la habían deslumbrado en el vestíbulo eran más potentes aún allí, aunque no vio de dónde procedían. Era como si la gente estuviera iluminada: su cabello relucía; relucían sus ojos, sus dientes. Mel se hallaba junto a la repisa de la chimenea, orondo, calvo, altivo, y observaba la habitación llena de rostros famosos.
Tal como Lois había prometido, las estrellas habían invadido Palomo Grove. La familia Patterson —Alan y Virginia, Benny y Jayne, e incluso su perro,
Morgan
— estaba en el centro de la estancia, como si fueran los reyes de la fiesta, junto con otros personajes de la serie: Mrs. Kline, su vecina, la pesadilla de la vida de Virginia; y los Hayward, que eran dueños de la tienda de la esquina los acompañaban. Alan Patterson se encontraba envuelto en una animada discusión con Hester d'Arcy, heroína muy difamada de la serie
Masquerade.
Su «supersexual» hermana, que había envenenado a la mitad de la familia para apoderarse del control de una fortuna incalculable, estaba en la esquina, haciendo carantoñas a un hombre que salía en un anuncio de calzoncillos, y que había ido con la ropa que le había hecho famoso: casi desnudo.
—¡A ver, todo el mundo! —dijo Lois, levantando la voz por encima del tumulto—. Todo el mundo, por favor, quiero presentaros a una amiga mía. Una de mis mejores amigas…
Los familiares rostros se volvieron hacia ella, como recién salidos de una docena de
Guías de Televisión,
y fijaron su mirada en Jo-Beth. Ésta hubiera querido desaparecer de aquella escena de locura antes de que también la contagiase, pero Lois la tenía bien asida de la mano. «Además —se dijo Jo-Beth—, esto no es más que una parte de la locura general.» Para comprenderla tenía que permanecer allí.
—…os presento a Jo-Beth McGuire —concluyó Lois. Todos sonrieron; incluso el cowboy.
—Pareces necesitar una copa —dijo Mel, cuando Lois acabó de presentar a Jo-Beth a todos cuantos se encontraban en la habitación.
—No bebo alcohol, Mr. Knapp.
—Lo que digo es que tienes aspecto de necesitarlo —fue la respuesta—; además, creo que, a partir de esta noche, todos vamos a tener que cambiar de costumbres. ¿No te parece?» O quizás a partir de anoche. —Fijó los ojos en Lois, cuya risa se volvía carcajadas en ese momento—. La verdad es que nunca la he visto tan contenta, y eso también me alegra a mí.
—¿Pero sabe usted de dónde ha llegado toda esta gente? —preguntó Jo-Beth.
Mel se encogió de hombros.
—Lo sé tanto como tú. Ven por aquí, ¿quieres? No sé si necesitarás una copa, pero yo, sí. Lois se ha negado siempre estos pequeños placeres, y yo le decía: Dios no está mirando. Y si lo hace. Le tiene sin cuidado.
Se abrieron camino entre los invitados hasta llegar al vestíbulo. Allí se había congregado mucha gente para evitar el apretujamiento del cuarto de estar. Entre ellos había varios miembros de la Iglesia: Maeline Mallet, Al Grigsby, Ruby Sheppherd. Todos sonrieron a Jo-Beth, sin que sus expresiones mostraran en absoluto que la reunión les pareciera mal. ¿Habrían llevado también a sus propios visitantes?
—¿Fue usted a la Alameda anoche? —preguntó Jo-Beth a Mel mientras éste le escanciaba un vaso de zumo de naranja.
—Y tanto que fui —dijo Mel.
—¿Y Maeline? ¿Y Lois? ¿Y los Kritzler?
—Creo que también. La verdad es que no recuerdo bien quiénes fueron. Pero, sí, estoy seguro de que casi todos… ¿Seguro que no quieres un poco de algo
en
el zumo?
—Bien, sí, lo tomaré —dijo ella con vaguedad, mientras intentaba colocar mentalmente las piezas de aquel misterio.
—Vaya, menos mal —dijo Mel—. Dios no mira, y si lo hace…
—…le tiene sin cuidado.
Jo-Beth cogió el vaso.
—Exacto, le tiene sin cuidado.
Ella tomó un sorbo; luego le dio un buen trago.
—¿Qué tiene esto?
—Vodka.
—¿Está el mundo volviéndose loco, Mr. Knapp?
—Yo creo que sí —fue la respuesta—. Y es más, lo prefiero así.
Howie se despertó algo después de las diez; no porque hubiera descansado lo suficiente, sino que, al darse una vuelta en la cama, dormido, se había cogido la mano herida bajo el cuerpo. El dolor no tardó en sacarle del sueño. Se incorporó y revisó sus palpitantes nudillos a la luz de la luna. Las heridas se le habían abierto de nuevo. Se vistió y fue al cuarto de baño a lavarse la sangre; luego salió en busca de una venda. La madre de Jo-Beth le proporcionó una, y, además, le vendó hábilmente la mano, dándole además la información de que Jo-Beth había ido a casa de Lois Knapp.
—Y tarda demasiado —dijo la madre.
—Todavía no son las diez y media.
—Aun así.
—¿Quiere que vaya a buscarla.
—¿Me harías el favor? Puedes ir en el coche de Tommy-Ray.
—¿Está lejos?
—No.
—Entonces iré a pie.
Lo cálido de la noche y el sentirse libre, sin sabuesos pisándole los talones recordaron a Howie su primera noche en Grove: cuando vio a Jo-Beth en el restaurante «Butrick»; habló con ella y se enamoró en cuestión de segundos. Las calamidades que habían caído sobre Grove desde entonces eran resultado directo de aquel encuentro. Pero, por importantes que fueran para él los sentimientos que Jo-Beth le inspiraba, lo cierto era que no acababa de creer que hubieran tenido tales consecuencias. ¿Era posible que, más allá de la enemistad existente entre el Jaff y Fletcher, más allá de la Esencia y de la lucha por su posesión, hubiese un complot mayor aún? Él había pensado siempre con cierta inquietud en imponderables, cómo tratar de imaginar el infinito, o qué se sentiría al tocar el sol. El placer no estaba en la solución, sino en el esfuerzo que requería tantear el problema. La diferencia, en este caso, estaba en el lugar que él mismo ocupaba en el problema. Soles e infinitos ocupaban mentes más grandes que la suya, pero lo que sentía por Jo-Beth no le ocupaba más que a él, y si —como algún instinto oculto en su interior le sugería (¿el eco de Fletcher, acaso?)— el que ellos dos se hubieran conocido era una parte diminuta, pero esencial, de tan sorprendente fenómeno, resultaba evidente que no podía dejar su solución en mentes más grandes que la suya. La responsabilidad, por lo menos en parte, recaía sobre él; no, sobre los dos, aunque hubiera sido mejor que no fuese así, porque él hubiera preferido cortejar a Jo-Beth con la misma tranquilidad intrascendente que cualquier otro noviecillo de pueblo, y hacer planes con ella para el futuro, sin necesidad de sentir el peso de un pasado inexplicable sobre ellos. Pero no podía ser, de la misma manera que no se podía «desescribir» lo escrito, o «desdesear» lo deseado.
Y si hubiese querido ver pruebas más concretas de lo que pensaba en esos momentos, no hubiera encontrado nada mejor que le escena que le esperaba al otro lado de la puerta de Lois Knapp.
—Alguien que quiere verte, Jo-Beth.
Ésta se volvió y se encontró con la misma expresión que ella debió de poner hacía mucho más de dos horas, cuando entró por primera vez en aquel salón.
—Howie —dijo Jo-Beth.
—¿Pero qué ocurre aquí?
—Una fiesta.
—Oh, sí, eso ya lo veo. Pero ¿de dónde han salido estos actores? Todos no pueden vivir aquí, en Grove.
—No, si no son actores —dijo ella—, son gente de la televisión, y de unas pocas películas. No son muchos, pero…
—Espera, espera. —Howie se acercó más a Jo-Beth—. ¿Son amigos de Lois? —preguntó.
—Pues claro —respondió ella.
—Esta ciudad no para, ¿eh? Justo cuando uno pensaba que ya estaba al cabo de todo…
—Pero no son actores, Howie…
—Acabas de decirme que lo eran.
—No. Te he dicho que era gente de la televisión. Mira, ahí tienes a la familia Patterson, ¿no los ves? Hasta el perro ha venido con ellos.
—
Morgan
—dijo Howie—. Mi madre solía ver ese programa.
El perro, un chucho encantador, perteneciente a una larga tradición de chuchos encantadores, oyó su nombre y se acercó a todo correr, seguido por Benny, el más pequeño de los Patterson.
—Hola —dijo el pequeño—, me llamo Benny.
—Y yo Howie, y ésta es…
—Jo-Beth. Ya nos conocemos. ¿Quieres salir a jugar conmigo a la pelota, Howie? Me aburro.
—Está oscuro ahí fuera.
—No, ni hablar —repuso Benny—. Señaló a Howie las puertas del patio, que estaban abiertas. La noche, como Benny había dicho, distaba mucho de ser oscura. Era como si la luz difusa que empapaba la casa, y acerca de la que Howie no había tenido tiempo de hablar con Jo-Beth, se filtrara también al patio.
—¿Lo ves? —dijo Benny.
—Lo veo.
—¿Salimos?
—Dentro de un momento.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo. Y, a propósito, ¿cómo te llamas de verdad?
El niño pareció desconcertado.
—Benny —dijo—. Siempre me he llamado así. —Él y el perro salieron a todo correr a la iluminada noche.
Antes de que Howie empezara a dar forma a las incontables preguntas que hervían en su cabeza, sintió un amigable golpecito en la espalda, al tiempo que una voz gruesa le preguntaba:
—¿Una copa?
Howie levantó la mano vendada como disculpa por no estrechar la del otro.
—Me alegro de verte aquí, a pesar de todo. Jo-Beth ha estado hablándome de ti. Soy, Mel, por si no lo sabías, el marido de Lois. Me parece que ya la conoces.
—Sí.
—No sé dónde se ha metido. Creo que se la está follando uno de esos cowboys. —Levantó el vaso—. Y yo digo: menos mal que es él y no yo. —Puso expresión de fingida vergüenza—. ¿Pero qué es lo que digo? Mi deber sería echar a ese hijo de puta a la calle. Matarle a tiros, ¿verdad? —Sonrió—. Pero ya ves, éste es el Nuevo Oeste. Uno no puede ser un jodido marido molesto. ¿Otra vodka, Jo-Beth? Y tú, Howie, ¿quieres beber algo?
—¿Por qué no?
—Tiene gracia, ¿verdad? —dijo Mel—. Uno no se da cuenta de quién es de veras hasta que tiene un sueño de ésos. Yo… soy un cobarde. Yo no la quiero. —Se apartó de ellos—. Nunca la quise —añadió, mientras se alejaba, con paso incierto—. Puta. Jodida puta.
Howie lo vio desaparecer entre la muchedumbre; entonces se volvió hacia Jo-Beth.
—No tengo ni la más remota idea de lo que está ocurriendo aquí, ¿y tú? —dijo él, muy despacio.
—Sí.
—Cuéntamelo. Con palabras sencillas.
—Esto es consecuencia de anoche. De lo que tu padre hizo.
—¿El fuego?
—O lo que se derivó de él. Toda esta gente… —Jo-Beth sonrió—. Lois, Mel, Ruby, la que está allí… Todos estuvieron anoche en la Alameda. Lo que salió de tu padre…
—Baja la voz, ¿quieres? Están mirándonos.
—No estoy hablando alto, Howie —dijo ella—. No seas tan paranoico.
—Te digo que nos están mirando.
Howie sentía la intensidad de las miradas de todos: rostros que él había visto sólo en revistas de modas y del corazón, o en la pantalla de la televisión, lo miraban con ojos extrañados, casi turbados.