Las mujeres habían encendido velas en torno a Tesla, que ya parecía cadáver. Sin pérdida de tiempo, Raúl dio instrucciones a las mujeres que envolvieron a la joven en chales y lo ayudaron a llevarla un trecho del camino. Tesla no pesaba mucho, y Raúl le sostuvo la cabeza y los hombros mientras dos de las mujeres la levantaban de las piernas y una tercera cuidaba de que la bola de tela que era la camisa, ahora empapada en sangre, no se separa del agujero producido por la bala.
Tardaron bastante tiempo, tropezando en la oscuridad; pero, después de haber sido tocado dos veces por el Nuncio, Raúl no tuvo la menor dificultad en dar de nuevo con el lugar. Era como dos mitades que se reúnen. Advirtiendo a las mujeres que no tocaran el líquido con los dedos y los pies, Raúl sostuvo todo el peso de Tesla con sus brazos y fue bajándola hasta que su cabeza quedó cercada de salpicaduras del Nuncio. Entonces observó que el frasquito contenía aún algo de líquido: suficiente, como mucho, para llenar una cucharilla de café. Con gran suavidad, Raúl volvió la cabeza de Tesla hacia el frasquito. Cuando sintió la proximidad de la joven, el líquido que quedaba comenzó a ejecutar una danza de luciérnagas…
…el brillante veneno que había llovido sobre Tesla cuando cayó ante la bala de Tommy-Ray se solidificó en cuestión de segundos: se convirtió en un lugar gris y sin facciones donde ella permanecía acostada, sin comprender qué hacía allí caída. No recordaba la Misión, ni a Raúl, ni a Tommy-Ray. Ni siquiera recordaba su propio nombre. Todo eso estaba al otro lado de la pared, a donde ella no podía llegar. Quizá nunca volviera allá, pero le daba igual. Como nada recordaba, nada echaría de menos.
Pero, entonces, sintió que algo arañaba la pared desde el otro lado, y oyó su canturreo mientras arañaba, como un amante que horadase la piedra de su celda, decidido a reunirse con ella. Tesla escuchó, y esperó, no tan olvidada ya de todo ni tan indiferente a la fuga. Lo primero que volvió a su memoria fue su nombre, oído entre aquel canturreo que le llegaba del otro lado de la pared. Luego recordó el dolor de la bala, y el rostro sonriente de Tommy-Ray, y a Raúl, y la Misión, y…
Al
Nuncio.
Ése era el poder que ella había ido a buscar, y que ahora, a su vez, la buscaba a ella, horadando las paredes de su limbo. Los pensamientos intercambiados con Fletcher acerca de ese genio transformador del Nuncio habían sido demasiado breves, aunque no tanto como para que Tesla no hubiese comprendido su función básica suficientemente bien. Una función que actuaba sobre cualquier envoltorio en el que se introdujese; una carrera contra la entropía hacia alguna conclusión que nadie, ni siquiera su cliente/víctima, adivinaría; mucho menos podría dominar. ¿Estaba ella preparada para dirigir tan milagroso poder? Un poder que había convertido a Jaffe en una fuerza del mal, y a Fletcher, en un santo desconcertado.
¿En qué la transformaría a ella?
En el último instante, Raúl dudó de que aquella medicina fuese eficaz, y alargó la mano para apartar a Tesla del contacto con el Nuncio, pero éste ya saltaba desde los restos del frasquito hacia el rostro de la mujer herida. Ella lo inhaló como aliento líquido. Alrededor de su cabeza, en tanto, las otras gotas que había entre las piedras volaban hacia su cabellera y su cuello.
Tesla boqueó, mientras su cuerpo reaccionaba, tembloroso, ante la entrada del mensajero. Y de pronto, con la misma rapidez, sus articulaciones y nervios quedaron inmóviles.
—No te mueras, no te mueras —susurró Raúl.
Iba a poner su boca sobre la de ella, en un último esfuerzo por mantenerla viva, cuando observó movimiento detrás de los cerrados párpados. Los ojos de Tesla se movían de un lado a otro con violenta presteza, escrutando alguna visión que sólo ella podía ver.
—Viva… —murmuró Raúl.
A su espalda, las mujeres, que habían observado toda la escena sin comprender nada, lanzaron gemidos, rezos y lamentos de gratitud, o, quizás, atemorizadas por lo que acababan de ver. Raúl no lo sabía, pero añadió sus propias plegarias en voz baja, sin saber mejor que ellas la razón que le inducía a hacerlo.
Las paredes desaparecieron de pronto. Como una brecha en un dique en un lugar apenas visible, y que después se derrumba de lado a lado por la avalancha del agua que sujeta.
Tesla había pensado que volvería a ver el mundo que había dejado en cuanto aquellos muros se deshicieran en escombros. Estaba equivocada. Allí no había Misión, ni Raúl. En su lugar tenía ante los ojos un desierto iluminado por un sol que aún no había llegado a su más alto grado de ferocidad, suavizado, además, por ráfagas de viento que la recogieron, en el instante mismo en que las paredes cayeron, y la elevaron del suelo. Su velocidad era aterradora, pero no tenía medio alguno de aminorarla, ni de cambiar de dirección siquiera, porque carecía de miembros, y de cuerpo. Estaba siendo
pensada;
era pura, en un lugar puro.
Luego tuvo delante una visión que desmintió todo aquello. Había huellas de ocupación humana en el horizonte: una ciudad enclavada en el centro de aquel lugar en ninguna parte. Su velocidad no disminuyó al acercarse. Resultaba evidente que aquella ciudad no era su destino, si es que tenía alguno. Se le ocurrió pensar que quizá se pasaría el resto de sus días viajando, viajando sin cesar. Que el estado de su ser era sólo de movimiento, un viaje sin propósito ni conclusión algunos. Tuvo tiempo, mientras sobrevolaba la calle principal, de observar que, aunque aquella ciudad estaba formada con tiendas y casas de sólida construcción, carecía de todo rasgo distintivo, de carácter; es decir, no tenía ni gente ni estilo propios. No había letreros en las tiendas, ni señales en las encrucijadas de las carreteras; ni huella de presencia humana. Para cuando Tesla se hubo dado cuenta de algo tan extraño, se encontraba ya al otro extremo de la ciudad, sobrevolando de nuevo, a toda velocidad, la llanura quemada por el sol. La vista de la ciudad, por breve que hubiera sido, había dado fundamento a la idea que Tesla tenía de que se encontraba sola. Su viaje, además de ser eterno, lo haría sin compañía. «Esto es el infierno —se dijo—. O por lo menos, una buena versión de trabajo del infierno.»
Comenzó a preguntarse cuánto tiempo tardaría su mente en buscar refugio contra este horror en la locura. ¿Un día? ¿Una semana? ¿Habría divisiones de tiempo? ¿Se ponía, acaso, el sol?, ¿volvía a salir? Tesla se esforzó por mirar el cielo, pero como tenía el sol a la espalda, y ella carecía de cuerpo, no arrojaba sombra alguna que le permitiera definir la posición del sol, ni tenía la posibilidad de volver la cabeza y mirar.
A pesar de todo, había algo que ver, algo más curioso que la ciudad: una solitaria torre o poste de señales, de acero, que se levantaba en medio del desierto, con alambres que salían de ella como si fueran a levantar el vuelo de un momento a otro. Y, al igual que la ciudad, esa visión desapareció en cuestión de segundos. Aquello tampoco brindó consuelo alguno a Tesla. Pero, una vez pasado, sintió que una nueva sensación la invadía, le pareció que las nubes y la arena que se extendían debajo de ella
huían
de algo. ¿Tal vez algún ser había estado al acecho en aquella muda y ciega ciudad, agazapado de modo que nadie pudiera verlo, y ahora, estimulado por la cercanía de una presencia humana, iba tras ella? No podía volverse, tampoco oír; ni siquiera sentía las pisadas en la tierra del que se le acercaba. Pero acabaría por alcanzarla. Si no en ese momento, muy pronto. Era implacable, inevitable. Y el instante mismo en que lo viera por primera vez sería también el último.
De pronto, ¡un refugio! A bastante distancia aún, pero que crecía en volumen a medida que se acercaba a él, Tesla vio algo que le pareció una cabaña de piedra, con las paredes pintadas de blanco. Su aterradora velocidad se redujo. Todo parecía indicar que su viaje, a fin de cuentas, tenía un destino: aquella choza.
Su mirada permaneció fija en aquel lugar, en busca de alguna huella humana. Su visión periférica acabó por captar un movimiento a alguna distancia a la derecha de la choza. Aunque menor, su velocidad seguía siendo considerable, y la imposibilidad que tenía de mover la cabeza la impidió ver algo más que un atisbo insuficiente de la figura que se movía. Pero era humana, y femenina, y vestida de harapos: eso fue todo lo que pudo ver. Aunque la choza estuviera tan deshabitada como la ciudad, por lo menos tuvo el consuelo —por pequeño que fuera— de ver otra alma solitaria vagando por aquellos extremos parajes desiertos. Buscó a la mujer con la vista, pero había desaparecido. Y, además, Tesla tenía una misión más urgente: la choza estaba encima, o casi encima de ella (o era ella la que estaba encima de la choza), y su velocidad seguía siendo lo bastante grande como para destruir la choza y a la visitante con sólo el impacto. Se preparó mentalmente, reflexionando que una muerte así sería preferible al viaje eterno que tanto temía.
Entonces, de pronto, un repentino parón; estaba delante de la puerta. De trescientos kilómetros por hora de velocidad, había pasado a cero en la mitad de tiempo que tarda un latido.
La puerta estaba cerrada, pero Tesla intuyó que una presencia por encima de su hombro entraba en su campo visual (a pesar de que era incorpórea, le resultaba imposible no pensar de términos de
encima de
y
detrás).
Era serpentina, del grosor de su muñeca, y tan oscura que incluso a la brillante luz del sol le era imposible ver detalle alguno de su anatomía. No tenía dibujos, y carecía de cabeza, ojos, boca y extremidades. Sin embargo, sí poseía fuerza. La suficiente, al menos para abrir la puerta de un empellón. Luego se apartó, dejando a Tesla pensativa sobre si habría visto la bestia entera o sólo uno de sus miembros.
La cabaña no era grande, con una mirada se la veía entera. Las paredes eran de piedra, sin adornos, el suelo, de tierra apisonada. No había cama, ni otros muebles. Sólo un pequeño fuego, que ardía en medio del suelo, cuyo humo tenía salida por un agujero practicado en el techo, pero, a pesar de ello, insistía en quedarse dentro y ensuciar el aire que mediaba entre Tesla y el único ocupante de la cabaña.
Éste parecía tan viejo como las piedras de las paredes, desnudo y sucio, al igual que ellas; su piel de papel estaba estirada hasta casi romperse sobre huesos de pájaro. Se le había quemado la barba a trechos, dejando en algunos sitios mechones aislados de pelo gris. Tesla se preguntó si esto habría sido idea de él. La expresión de su rostro sugería una mente en avanzado estado catatónico.
Pero apenas entró Tesla, él levantó los ojos, fijó la mirada en ella y la vio a pesar de su completa falta de sustancia tísica Carraspeó, y luego escupió la flema en el fuego.
—Cierra la puerta —ordenó.
—¿Me ve? —preguntó Tesla—, ¿me oye?
—Por supuesto —dijo el otro—; y ahora, haz el favor de cerrar la puerta.
—¿Y cómo quiere que lo haga? —preguntó Tesla—. No tengo… manos. Nada.
—Puedes cerrarla —insistió él—, con sólo imaginártela.
—¿Cómo dice?
—¡Oh, por Dios! ¿Tan difícil es? Ya te has mirado bastantes veces para saber cómo eres. Hazte tangible. Venga. Hazlo por mí. —Su tono de voz variaba entre la amenaza y el halago—. Tienes que cerrar la puerta…
—Ya lo intento.
—No con la suficiente energía —fue la respuesta.
Tesla se detuvo un momento antes de formular una pregunta más.
—Estoy muerta, ¿verdad?
—¿Muerta? No.
—¿No?
—El Nuncio te ha conservado viva. Estás vivita y coleando; pero tu cuerpo sigue en la Misión. Yo lo quiero aquí. Tenemos algo que hacer.
Era una buena noticia saber que seguía viva, aunque su carne estuviera separada de su espíritu. Tesla estimulada al saberse viva, pensó con intensidad, casi violentamente, en el cuerpo que creía perdido, en el cuerpo en el que ella había crecido durante más de treinta y dos años. No era un cuerpo perfecto, desde luego; pero era todo suyo. Sin silicona, añadidos ni faltas. Le gustaban sus manos y sus muñecas de hueso fino; sus senos, algo bizcos, con el pezón izquierdo el doble de grande que el derecho; su cono; su culo… y, sobre todo, le gustaba su rostro, con sus rasgos y sus risueños hoyuelos.
Con imaginarlo bastaba. Con figurarse lo esencial, para trasladarlo del lugar de donde su espíritu había llegado hasta allí. Tesla pensó que el viejo la estaba ayudando. Su mirada, aunque todavía fija en la puerta, se dirigía hacia dentro. Los tendones de su cuello resaltaban como cuerdas de arpa; su boca sin labios se contraía.
La energía del viejo fue una gran ayuda. Tesla sintió que perdía ligereza, que se volvía tangible en el interior de la cabeza, como una sopa que se condensara al calor de su imaginación. Hubo un instante de duda, durante el que casi sintió perder la alegría de ser mero pensamiento; pero, en ese momento, recordó su sonriente rostro reflejado en el espejo al salir de la ducha por la mañana. Era una estupenda sensación la de madurar en aquella carne, aprendiendo a gozar de ella sin otro objeto que el goce en sí. El sencillo placer de un buen eructo, o, mejor aún, de un sonoro pedo: uno de esos que tanto acomplejaban a
Butch.
Enseñar a su paladar a distinguir entre dos vodkas; a sus ojos a apreciar a Matisse. Había más ventajas que pérdidas en recuperar su cuerpo y su mente.
—Casi —oyó que el viejo decía.
—Lo noto.
—Un poco más.
Haz que aparezca.
Tesla fijó la vista en el suelo, consciente de que ahora tenía la posibilidad de conseguirlo. Sus pies se encontraban allí, firmes en el umbral, desnudos. Y también, solidificándose ante sus ojos, estaba el resto de su cuerpo. Desnudo por completo.
—Ahora —dijo el hombre junto al fuego—, cierra la puerta.
Tesla se volvió para hacerlo, su desnudez no la preocupaba absolutamente nada después del esfuerzo que había hecho para trasladar su cuerpo. Hacía ejercicios en el gimnasio tres veces a la semana. Sabía que su vientre era duro y su culo firme. Además, a su anfitrión le daba igual, pues también él estaba desnudo, y apenas había dirigido a Tesla otra cosa que una mirada rápida e indiferente. Si alguna vez había habido lujuria en aquellos ojos, ya hacía tiempo que no la había.
—Bueno —dijo el viejo—, me llamo Kissoon. Y tú eres Tesla. Siéntate. Habla conmigo.
—Tengo muchas preguntas que hacer —le dijo ella.
—Me sorprendería que no las tuvieses.