El gran reloj (14 page)

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Authors: Kenneth Fearing

Tags: #Novela negra

BOOK: El gran reloj
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—Bueno, ¿y qué te preocupa?

—¿Cómo puede hacerse una revolución sin una revolución?

—Eso déjaselo a Bert Finch, sin más. Ya tiene todas tus notas de
Futureways
y sabrá interpretar los datos, por lo menos hasta donde tú hayas llegado. ¿Piensas que puedes dejar que Bert siga solo a partir de ahora?

Emory suspiró.

Si le comprendía bien, más de una tarde supuestamente dedicada a sesudas investigaciones en la biblioteca o a entrevistarse con algún experto en seguros las habría pasado en Belmont, en el estadio de los Yankees o incluso en casa, en la cama.

—Todas las cosas buenas tienen que terminarse alguna vez, Emory.

—Supongo que sí.

Fui directamente al grano:

—En estos momentos tengo que trabajar en un encargo de fuera que es muy especial. Y a la vez, se ha cometido uno de los asesinatos más sensacionales del año y, sin duda, adquirirá proporciones cada vez mayores. De modo que, en algún momento,
Crimeways
querrá sacar un gran artículo sobre él.

—¿La Delos?

Asentí con la cabeza.

—Y no quisiera que
Crimeways
tenga que jugar con malas cartas. Tú querías entrar en nuestra plantilla fija. Esto puede servirte para empezar. Suponte que te acercas al departamento de Homicidios de la calle Center y pillas todo lo que puedas, cómo y cuándo sucedió. Y en cuanto te enteres de algo, me llamas inmediatamente por teléfono. Estaré ocupado con este otro encargo, pero quiero estar al corriente del asunto Delos, de cada una de sus fases.

Emory me pareció más pasmado y demacrado que nunca. Aquellos ojos castaños de pez dieron tres vueltas nadando por el cuenco de sus lentes.

—Por Dios, no esperarás que yo destape yo solo este asunto, ¿verdad?

—Desde luego que no. Si quisiéramos destaparlo, le dedicaríamos un gran despliegue, treinta o cuarenta reporteros. Sólo quiero tener a punto todos los datos cuando los polis hagan público el caso. Tú lo único que tienes que hacer es mantenerte al corriente de los acontecimientos. E informarme sistemáticamente a mí, y sólo a mí. ¿Lo has pillado?

Emory pareció aliviado y dijo que lo había entendido. Se levantó para marcharse. Mi contingente de detectives privados no era mucho más alto cuando estaba de pie, e incluso impresionaba todavía menos que sentado.

—¿Tienes algo por donde empezar? —preguntó.

—Nada. Lo mismo que tú, nada más.

—¿Y a Bert no le importará?

Le dije que eso ya lo arreglaría yo y le mandé ponerse en marcha. Una vez que se hubo marchado, me quedé sentado mirando aquel
Estudio sobre el furor
de Patterson que tenía delante, en la pared de enfrente. Y lo único que hice fue ponerme a pensar.

La firma se veía claramente, y aunque moviese el lienzo hacia abajo metiéndolo más en la parte baja del marco, no podría ocultarla. No creía que eso fuera posible, pero igual sí, tal vez hubiera personas de la organización Janoth capaces de reconocer un Patterson sólo por su estilo.

No podía quitar de allí aquel cuadro. Aunque lo cambiase por otro, alguien se daría cuenta del cambio. Puede que Roy no, ni los redactores o los reporteros, pero sí alguna otra persona. Lucille o cualquiera de las otras chicas, la secretaria de alguien, algún ayudante de investigación.

¡Ojalá el cuadro no estuviese allí! Y sobre todo, ojalá nunca hubiera llevado a casa
La tentación de Judas
.

Porque Georgette había visto el cuadro nuevo.

Hagen estaba convencido de que a través del cuadro podríamos encontrar a quien lo había comprado. Si lo consideraba necesario, insistiría en que hiciésemos una investigación mucho más intensa de ese dato, búsqueda que yo, para mi salvaguarda, había asignado a Don Klausmeyer. Sabía que Don nunca conseguiría una pista clara que llevase del artista al vendedor, y no digamos hasta mí. Pero Hagen podía dar pasos por su cuenta en cualquier momento; y a mí se me ocurrían unos cuantos que podían resultar peligrosos.

Sería mejor que destruyese
La tentación
.

Si alguien hacía su tarea demasiado bien, si Hagen se ponía a trabajar por su cuenta, si le llegaba alguna información veraz antes de que yo pudiera cortocircuitarla, aquel cuadro me crucificaría sin remisión. Tenía que librarme de él.

Me puse el sombrero y entré en el despacho de Roy con dos ideas a medio formar: destruir ese cuadro enseguida y encontrar un medio de identificar a Earl Janoth en la calle 58 Este a través de otros testigos. Y no podía confiar en nadie más que en mí mismo para hacer ambas cosas.

—Voy a salir a comprobar una pista, Roy —le dije—. Toma el mando durante un rato. Y por cierto, he asignado a alguien para seguir el asesinato de Pauline Delos. Seguramente tendremos que ocuparnos de eso en algún número próximo, ¿no crees? —Asintió en silencio, pensativo—. Se lo he asignado a Mafferson.

Volvió a asentir con la cabeza, con expresión seca y remota.

—Supongo que Janoth querrá que por lo menos sigamos el caso —me dijo—. Y por cierto, he ordenado que me preparen la lista de personas desaparecidas de costumbre.

Se trataba de un sistema de cruce de los datos que entraban, y tan rápidamente como entraban, simplificarlos para facilitar las referencias. Yo mismo había ayudado a hacerlo en un momento u otro.

Mientras salía volví la cabeza y le comenté, muy dinámico:

—Así me gusta.

Fui hasta los ascensores, bajé y atravesé la calle hasta el garaje. Había decidido coger el coche, ir hasta Marble Road y quemar el lienzo de inmediato.

En el garaje me encontré con Billy, el chófer de Earl Janoth, que salía. Acababa de dejar el coche de Janoth dentro. Como yo habría ido tal vez una docena de veces en él, me saludó con la cabeza, amable pero impasible.

—Buenos días, señor Stroud.

—Buenos días, Billy.

Nos cruzamos y de pronto me sentí frío y alerta. Había dos personas en las que Janoth confiaba sin límite, Steve Hagen y Billy, su sombra física. Cuando localizaran al desconocido misterioso, si lo localizaban, Billy sería el encargado de ejecutar la decisión final. Él sería el hombre. Puede que él no lo supiera, pero yo sí.

En el interior del garaje, un operario sacaba brillo al Cadillac ya reluciente de Janoth. Me dirigí hacia él, grabando en mi memoria la matrícula del coche. Alguien más, en alguna parte, lo habría visto aquella noche, y también a Earl, esperaba yo, y los habría visto donde se suponía que no estaban.

—¿Quiere su coche, señor Stroud?

Lo saludé y le dije que sí. A menudo me había detenido un par de minutos a charlar de béisbol, caballos, whisky o mujeres con ese empleado.

—Esta tarde tengo que hacer un recadito —le dije, y le dirigí una parca sonrisa—. Apuesto a que este autobús le da un montón de complicaciones.

En respuesta obtuve una sonrisa de complicidad.

—Complicaciones no exactamente —me confesó—. Pero han venido los polis y le han dado un buen repaso por arriba y por abajo. Y a nosotros también. Si se había limpiado desde el sábado por la noche, cuánto tiempo había estado fuera el sábado por la noche, si me había fijado en la gasolina, en el cuentakilómetros o en algo especial. Diantre, si nosotros nunca nos fijamos en esas cosas. Sólo sabíamos, naturalmente, que no lo habíamos lavado y que ni siquiera le habíamos puesto gasolina.

Llamó a otro de los operarios para que trajera mi coche y, mientras esperaba, le pregunté:

—Me imagino que los polis le aplicaron el tercer grado al chófer.

—Desde luego. Un par de ellos estuvieron aquí y lo interrogaron otra vez hace unos minutos. Pero el chófer no tiene por qué preocuparse. El señor Janoth tampoco. Habían ido a una cena en algún sitio y luego fueron directamente en el coche a otro. A casa de su amigo, el señor Hagen. Para nosotros todo cuadra. Nunca guardan el coche en este garaje por las noches ni los fines de semana, así que ¿qué vamos a saber nosotros? Pero lo de los polis no me importa. Lo único es que ese chófer no me gusta. No es por nada en concreto, sólo que…, bueno.

Me miró y yo le hice un signo invisible para responderle, y entonces me trajeron el coche.

Entré y arranqué en dirección a Marble Road. Pero no había recorrido más de tres manzanas cuando empecé a pensármelo de nuevo, y esta vez con un ánimo diferente.

¿Por qué tenía que destruir ese cuadro? Me gustaba. Era mío.

¿Quién era un hombre mejor, Janoth o yo? Voté por mí. ¿Por qué tenía que sacrificar una cosa de mi propiedad por su causa? ¿Quién era? Sólo era otro engranaje mediano del gran reloj.

Al gran reloj no le gustaban mucho los cuadros. A mí sí. A este cuadro en particular la gran maquinaria lo había arrojado al cubo de la basura. Y yo lo había salvado del olvido, yo en persona. ¿Por qué iba a tirarlo otra vez?

Había grandes cantidades de posibles cuadros buenos que no llegaban a ser pintados. Y si nadie los abortaba o los dejaba perderse, entonces aparecía alguien para destruirlos.

Tal y como enviarían a Billy para destruirme a mí. ¿Y por qué iba a aceptar yo jugar en el equipo de un sistema tan mortífero como ése?

¿Qué podría llevarme a conformarme con eso?

Newsways, Commerce, Crimeways, Personalities, The Sexes, Fashions, Futureways,
la organización entera estaba repleta y rebosante de frustrados diversos: ex artistas, científicos, campesinos, escritores, exploradores, poetas, abogados, médicos, músicos; todos ellos se pasaban sus vidas conformándose, por cierto. ¿Y conformándose con qué? Con formar parte de una especie de máquina gigantesca, sin objeto y diseñada al azar, que los hacía ir siempre corriendo en busca de psicoanalistas, que los enviaba a sanatorios mentales, les producía hipertensión y úlceras de estómago, los mataba a base de hemorragias cerebrales, ataques cardíacos y, a veces, suicidios. ¿Por qué debía pagar yo un tributo aún mayor a esa maquinaria fatal? Sería más fácil y más sencillo ser aplastado tratando de desmontar sus engranajes que ser machacado por ayudarla a funcionar.

Al infierno con el gran artilugio. Yo era un diletante profesional. Y siempre había creído que muy bueno. Decidí seguir con esa profesión.

Giré por una calle lateral y conduje hacia la 58 Este. Podía llegar a un compromiso. De momento podía apartar el cuadro de la circulación. Pero destruirlo sería una pérdida de tiempo, sin duda. Como mucho significaría un breve respiro. Su destrucción no compensaba el esfuerzo, sencillamente.

Yo podría vencer a la máquina. El superreloj seguiría funcionando siempre, era demasiado gigantesco para detenerlo. Pero no tenía cerebro, y yo sí. Podría escaparme de él. Que Janoth, Hagen y Billy perecieran entre sus engranajes. Les encantaba. Les gustaba sufrir. A mí no.

Pasé de largo por la calle 58 Este y empecé a seguir el rumbo que debía haber tomado el otro coche cuando se marchó de allí. O bien Janoth había despedido a Billy cuando llegaron y había vuelto en taxi, o bien le había dicho que volviese más tarde. En cualquier caso, Janoth había cenado en casa de los Wayne, según todas las versiones, y luego, como yo sabía, había ido a la 58 Este, y después, por supuesto, tenía que haber ido directamente a casa de Hagen.

Seguí el recorrido más lógico hasta casa de Hagen. Vi que había dos paradas de taxis cerca. Janoth podía haber ido a una de ellas en caso de volver en taxi, a no ser que mientras estaba entre las dos paradas hubiera encontrado uno en marcha. Seguro que no fue tan tonto como para coger uno junto a la calle 58.

La parada que estaba más lejos era la opción más probable. Podía empezar por allí, enseñando una foto de Janoth, luego probar la siguiente y, si fuera necesario, podía incluso preguntar en las compañías de taxis por los que hubieran hecho servicios aquella noche por las cercanías. Pero ésa ya era una misión demasiado grande para un hombre solo.

Cronometrando el recorrido, fui desde la casa de Hagen a la de los Wayne, y una vez allí di la vuelta y me dirigí lentamente de regreso a la calle 58 Este. La ruta que Earl debía de haber seguido me llevó unos treinta minutos. Si la pelea hubiera durado otros treinta minutos, eso significaba que Earl había empleado más o menos una hora. Eso coincidía con los datos que yo conocía.

Quizá hubiese parado en algún sitio durante el camino, pero no se me ocurrió ningún local probable.

Eso me dejaba sólo dos pistas posibles, un taxi en el que Earl pudiera haber huido, o la posibilidad de que algún empleado del edificio de Pauline o de Hagen lo hubiera visto.

Era todo muy endeble. Pero era algo.

Volví a la oficina, metí el coche de nuevo en el garaje y subí al 2619. Allí no había nadie, ni tampoco ninguna nota. Me fui directo al 2618. Roy, León Temple y Janet Clark estaban allí.

—¿Ha habido suerte? —me preguntó Roy.

—No lo sé —dije.

—Bueno, empiezan a llegar algunos informes. —Roy hizo un gesto señalando con interés el panel de referencias cruzadas que habían desplegado en una gran pizarra que cubría la mitad de una pared—. Ed Orlin telefoneó hace un rato. Localizó el Gil’s sin problemas y ha situado allí al hombre y la mujer sin la menor duda. Material interesante. Creo que ya estamos yendo hacia algún sitio.

—Magnífico —dije.

Me acerqué a la pizarra que estaba encabezada con un titular: X.

En la columna denominada «Nombres, alias», leí:
¿George Chester?

Bajo «Descripción» decía:

Pelo castaño, corto, altura mediana, peso mediano.

Pensé: Gracias, Ed.

«Frecuenta»:
Tiendas de antigüedades, Van Barth, Gil’s. En cierta época frecuentaba el Gil’s casi cada noche.

Todo eso era cierto.

«Historial»:
¿Publicidad? ¿Periodismo? Anteriormente regentó una taberna en el norte del estado.

Muy caliente.

«Costumbres»:
Colecciona pintura
.

«Carácter»:
Excéntrico, poco práctico. Bebedor importante
.

El último encabezamiento era algo que había añadido Roy en los asuntos Isleman y Sandler. Se imaginaba que lo había inventado él y le daba el valor consiguiente.

Plantado junto al retrato en palabras de mí mismo, dije:

—Parece que estamos yendo hacia algún sitio.

—Eso no es todo —me dijo Roy—. León y Janet acaban de llegar del Van Barth y han traído más. Estábamos comentándolo antes de ponerlo en la pizarra.

Miró a León y éste soltó su información en tercera persona, con un lenguaje nítido y preciso.

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