El gran reloj (13 page)

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Authors: Kenneth Fearing

Tags: #Novela negra

BOOK: El gran reloj
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—Una cerveza —dije. Me percaté de que se le derramaba cierta cantidad al depositar el vaso delante de mí. La verdad es que su cara parecía casi feroz. Era algo muy extraño, pero no era asunto mío. Yo tenía que hacer mi trabajo—. Dígame, ¿qué es lo que tiene usted ahí detrás de la barra? Parece el resultado de una explosión en una tienda de baratillo.

Se quedó un par de segundos sin decir nada, simplemente mirándome de arriba abajo, y a continuación dio la impresión de sentirse realmente ofendido por algo.

—Mi museo particular —dijo cortante.

Así que a esto se refería la nota de la oficina. Había dado con el sitio correcto, no cabía la menor duda.

—Toda una colección —dije—. Le invito a una copa.

Antes de terminar de decirlo ya había puesto una botella encima de la barra. Whisky escocés, y una de las mejores marcas, por cierto. Bueno, formaba parte imprescindible de aquel trabajo. A mí me daba lo mismo: todo iría a la cuenta de gastos.

Se le cayó el primer vaso que tuvo en la mano y lo dejó en el mismo sitio en que aterrizó, y le costó trabajo arreglárselas para llenar el segundo. Pero no me pareció borracho. Sólo nervioso.

—Ha habido suerte —dijo. Levantó el vaso y el whisky desapareció en cinco segundos, menos de cinco segundos, casi en un suspiro. Luego volvió a dejar el vaso, cogió el billete que yo había dejado sobre la barra y chasqueó ruidosamente los labios—. El primero del día —dijo—. Siempre es el mejor. Salvo el último.

Me bebí mi cerveza y cuando puso el cambio sobre la barra (me cobraba 75 centavos por su whisky), le dije:

—Así que esto es su museo particular. ¿Y qué cosas tiene?

Se giró y echó una mirada al museo, y cuando habló, su voz sonó mucho mejor.

—De todo. Diga lo que quiera, que yo lo tendré. Y lo que es más, todo son experiencias que he vivido yo o alguien de mi familia.

—Una especie de autobiografía petrificada, ¿es eso?

—No, tan sólo mi museo particular. He dado la vuelta al mundo seis veces, y antes que yo, mi familia anduvo por todo el mundo. Y todavía más lejos. Dígame una cosa que yo no tenga en mi museo y la bebida corre de mi cuenta.

Fantástico. No lograba ver cómo iba a sacarle alguna información interesante a aquel personaje. Era un imbécil.

—Muy bien —le dije, poniéndolo de buen humor—. Enséñeme una locomotora.

Murmuró alguna palabra que sonó como «¿locomotora? A ver, dónde se ha metido esa locomotora». Luego rebuscó por detrás de un casco de fútbol americano, un pájaro disecado, un gran cuenco repleto hasta el borde de monedas extranjeras y un montón de chismes y cachivaches que ni siquiera podía ver, y cuando se volvió dejó sobre la barra una máquina de tren de juguete.

—Esta locomotora —me confió, dándole unos golpecitos afectuosos y acercándose mucho a mí— es el único de mis juguetes que se salvó del famoso incendio que hubo junto a las cocheras de la Tercera Avenida hace cincuenta años. La salvé yo mismo, que entonces tenía seis años. Hubo nueve mendas achicharrados.

Me terminé la cerveza y me quedé mirándolo sin estar muy seguro de si trataba de tomarme el pelo o si estaba no sólo medio borracho sino además completamente mal de la cabeza. Si se suponía que aquello era sentido del humor, era ciertamente lamentable, ese humor infantil increíble de cachiporra que me dejaba frío. ¿Por qué no me habría tocado a mí el Van Barth, donde por lo menos podría leer cómodamente en paz sin tener que entrevistar a un esquizofrénico con probables tendencias homicidas?

—Es estupenda —dije.

—Y además todavía funciona —me aseguró, y le dio una vuelta a la cuerda, puso el juguetito sobre la barra y lo dejó correr unos cuantos palmos. Se paró al chocar contra
The Creative
, la revista—. ¿Lo ve? Todavía funciona. —Y ahora sonaba realmente orgulloso.

Dios, aquello era sencillamente increíble. Y yo ya podría estar de vuelta en la oficina.

Aquel lunático, muy serio, volvió a poner su juguete detrás de la barra, mientras yo seguía oyendo desenrollarse el muelle del motorcito, y cuando se dio la vuelta volvió a llenar los vasos de los dos sin decir palabra, el mío de cerveza y el suyo de whisky. Me quedé aún más sorprendido cuando se tragó su copa de un golpe y luego volvió y se quedó parado delante de mí como ausente, como si estuviese esperando. Por Dios santo, ¿es que aquel individuo esperaba que le pagase una copa a cada jugada? No es que fuese importante, supuse que tendría que mostrarme de buen humor. Así que cuando le pagué ya parecía realmente amistoso, y me preguntó:

—Sí señor. Éste es uno de los mejores museos particulares de Nueva York. ¿Quiere usted ver alguna otra cosa?

—¿No tendrá una bola de cristal por casualidad?

—Bueno, pues sí, resulta que sí que la tengo. —Extrajo una gran bola de cristal de una pila de basura coronada por un crucifijo y una cabeza reducida—. Es gracioso. Todo el mundo quiere ver siempre la locomotora, o algunas veces el aeroplano o la apisonadora, y por lo general también piden ver la bola de cristal. Pues este globito que tiene aquí lo encontré en Calcuta. Fui a ver a un gitano hindú que decía la buenaventura y entonces vio en el cristal que yo corría peligro de ahogarme. Así que me largué del barco donde estaba y me fui por un tiempo a la playa, y no habían pasado ni dos días cuando el barco naufragó con toda la tripulación. Así que voy y me digo, santo cielo, ¿cuánto tiempo va a durar esto? Yo nunca había dado mucho crédito en estas cosas antes, ¿sabe? Así que volví a ver a aquel tipo y le digo que me gustaría quedarme el trastito ese. Y él me dice, en su idioma, claro, que la bola llevaba en su familia generaciones y generaciones y que no se podía separar de ella.

Aquellas tonterías infantiles siguieron y siguieron. Dios mío, creí que nunca se acabarían. Y yo tenía que aparentar que me interesaban. Al final, el tipo se puso tan pesado que no pude seguir soportándolo. Y dije:

—Bueno, pues entonces lo que quiero es que mire usted en su bola de cristal y me diga si puede encontrar a un amigo que estoy buscando.

—Eso es lo más gracioso. Cuando por fin le pagué las dos mil rupias que me pidió y me llevé el globo al hotel, ya no pude conseguir que el maldito chisme funcionase. Y desde entonces, nunca más.

—No se preocupe —dije—. Tómese otra copa.

Apartó la bola de cristal, me puso otra cerveza y se sirvió otro whisky para él. No lograba entender cómo era posible que un tipo así mantuviera el negocio en marcha más de una semana. Antes de que consiguiese acabarse la bebida, continué:

—Un amigo mío al que hace años que no veo viene aquí de vez en cuando, y me pregunto si lo conocerá usted. Me gustaría volver a verlo. Tal vez sepa usted cuándo sería un buen momento para encontrarlo por aquí.

Los ojos del barman se quedaron totalmente sin expresión.

—¿Cómo se llama?

—George Chester.

—George Chester. —Se quedó mirando hacia el fondo de la estancia. Al parecer pensaba, y se le descompuso un poco la máscara—. Ese nombre no me suena. De todas maneras, casi nunca sé cómo se llaman. ¿Qué aspecto tiene?

—Oh, de estatura y complexión medianas —dije—. Un conocido común me dijo que lo había visto por aquí a última hora de la tarde del sábado pasado. Con una rubia de buen ver.

Se metió un lingotazo de whisky en la boca y juraría que el cris tal ni siquiera tocó los labios. ¿Es que aquel tipo nunca cambiaba de bebida y se daba un respiro? Frunció el ceño e hizo una pausa.

—Me parece que ya sé a quién se refiere. Un tipo de pelo castaño, bien arreglado.

—Supongo que se le podría describir así.

—Me acuerdo de la rubia. Era como de revista. Quiso que le enseñase el cuervo sobre el que escribió aquel tipo, no sé,
nevermore
, decía ella, así que la dejé echarle un vistazo. Sí, estuvieron por aquí hace un par de noches, pero él no viene demasiado a menudo. Hace cuatro o cinco años sí que venía mucho, casi cada noche. Un tipo listo, también. Muchas veces le enseñaba mi museo, hasta que yo mismo y algún parroquiano teníamos que levantarlo y llevarlo afuera. Una noche no se quería ir a casa de ninguna manera, quería dormir justo aquí dentro del museo. «Resérvame la suite real de tu paquebote, Gil», no paraba de decir. Al final pudimos llevarlo a su casa. Pero eso fue hace varios años. —Me miró con agudo interés—. ¿Amigo suyo?

Asentí con la cabeza.

—Estuvimos trabajando en la misma agencia de publicidad.

Se quedó otra vez desconcertado.

—Creo que entonces no hacía eso —decidió—. Trabajaba en algún periódico, y antes de eso, su mujer y él llevaban un local en el norte del estado, igual que el mío. Sin museo, por supuesto. Sí que me parece que podría llamarse George Chester, ya que estamos. Tuve que meter su coche en el garaje una o dos veces que había bebido más de la cuenta. Pero poco a poco fue dejando de venir. No creo que haya estado por aquí más de dos veces en los últimos tres o cuatro meses. Pero puede aparecer en cualquier momento, eso nunca se puede decir. Un tipo muy inteligente. De esos que llaman excéntricos.

—Tal vez pueda llegar hasta él a través de la rubia.

—Tal vez.

—¿Quién es, la conoce?

Esta vez toda su cara se quedó sin expresión.

—Ni idea, caballero.

Se fue al principio de la barra para servir a unos clientes que acababan de entrar y yo abrí mi
The Creative Review
. Había una reevaluación de Henry James muy prometedora que tendría que leer, aunque conocía las carencias inevitables de quien lo había escrito. También tenía muy buena pinta un largo artículo sobre danzas rituales tibetanas.

Me acabé la cerveza y fui a la cabina de teléfono. Llamé al despacho y pregunté por Stroud, pero en lugar de eso se puso Cordette.

—¿Dónde está Stroud? —pregunté.

—Ha salido. ¿Quién llama?

—Ed Orlin. Estoy en el Gil’s Tavern.

—Encontraste el sitio, ¿no es eso? ¿Es el bueno?

—Es el bueno, sin la menor duda. Y menudo antro.

—¿Has sacado algo?

—Nuestro hombre estuvo aquí el sábado pasado, eso es seguro, y con la rubia.

—Estupendo. A ver, ¿qué tienes?

—No hay mucho. El barman no está seguro de cómo se llama, porque el tipo ya no viene mucho por aquí. —Dejé que la noticia se asentase durante un momento, con la esperanza indudable de que me sacasen de aquel espanto de local y me librasen del pelmazo imbécil de detrás de la barra—. Pero cree que su nombre podría ser George Chester. El camarero, que no sé si es un imbécil o directamente un lunático, me lo ha descrito como alguien muy inteligente y excéntrico. Puedes creerme que probablemente Chester sea justo lo contrario.

—¿Por qué?

—Es que menudo sitio, éste. Excéntrico, sí, pero sólo un tarado se metería en un cuchitril como éste y se pasaría las horas hablando con el tipo que lleva este zoo.

—Continúa.

—La descripción física que tenemos no parece estar demasiado mal, pero no tengo nada nuevo que añadirle, excepto que tiene el pelo castaño y aspecto pulcro.

—De acuerdo. ¿Qué más? ¿Alguna cosa sobre la rubia?

—Nada.

—La verdad es que no es gran cosa, ¿cierto?

—Bueno, espera. Nuestro hombre es sin duda alguna un dipsómano. Hace cuatro o cinco años venía por aquí todas las noches y a veces había que mandarlo a casa en un taxi. Por aquella época era periodista, según cree el barman, y nunca oyó nada de que trabajase en publicidad. Y antes de ser periodista tenía una taberna en algún sitio por el norte del estado, con su mujer.

—Un borracho. Anteriormente, con su esposa, propietario de una taberna. Probablemente periodista, excéntrico, pulcro. No es gran cosa, pero ya es algo. ¿Es todo?

—Es todo. Y nuestro chico no ha venido por aquí más de dos veces en los últimos ocho o diez meses. De manera que, ¿qué tengo que hacer? ¿Me vuelvo a la oficina?

Se produjo una pausa y por un momento tuve esperanzas.

—Creo que no, Ed. Puesto que ha estado ahí hace dos días, muy bien podría no esperar tanto a volver. Y puedes trabajarte un poco más al camarero. Psicoanalízalo para sacarle más detalles. Tómate unas copitas con él.

¡Santo cielo!

—Escúchame, este individuo es una esponja humana.

—Pues muy bien, emborráchate con él si tienes que emborracharte. Pero no demasiado. Prueba con los otros clientes. En cualquier caso, sigue por ahí hasta que te llame para que regreses o te mande un relevo. ¿Me das la dirección y el número de teléfono?

Se los di.

—Muy bien, Ed. Y si consigues sacar algo más, llámanos enseguida. Recuerda que es una faena que se tiene que hacer rápido.

Eso esperaba. Volví a la barra, ya un poco tambaleante por las cervezas. Iba a resultar imposible concentrarme en la revista, que exigía tener la cabeza muy clara. Uno de los clientes bramaba al camarero:

—Está bien, admita que no lo tiene. Lo que le pido a usted es que me enseñe un
mot de passe
que tenga en el famoso museo, por llamarlo de alguna manera.

—Aquí no se permite hablar con segundas. Si quiere usted ver alguna cosa, tiene que pedirla con palabras sencillas y llanas.

—Esto son palabras de lo más corrientes. Francés común y corriente. Admítalo y pónganos una cerveza. Simplemente no tiene un
mot de passe
.

—Está bien, está bien. Le pondré una cerveza. Pero ¿qué coño es esa cosa que dice? ¿Cómo se escribe? Y no pida nada en francés nunca más. Aquí no, ¿de acuerdo?

Bueno, gracias a Dios había un periódico al final de la barra. Era el de la mañana, pero me serviría para poder matar un par de horas.

GEORGE STROUD, VIII

Una vez salieron todos de mi despacho camino de sus respectivos encargos, hice entrar a Emory Mafferson. Su cara gordezuela ostentaba un luto perpetuo, su cerebro hervía en el caos y sus ojos castaños parecían siempre querer escaparse de detrás de aquellas gruesas gafas, aunque no creo que pudiera ver nada a más de tres metros. Pero a pesar de todo había algo en Emory que me hacía considerarlo un periodista con sustancia y un investigador con imaginación.

—¿Cómo te van las cosas con Individuos Financiados? —le pregunté.

—Perfectamente. Se lo expliqué todo a Bert y estamos terminando el artículo juntos.

—¿Estás seguro de que Bert lo entiende?

La expresión de Emory empeoró aún más.

—Por lo menos tanto como yo —dijo finalmente—. Tal vez mejor. ¿Sabes? No puedo evitar tener la sensación de que hay algo sólido detrás de esa idea. Es una visión completamente nueva, revolucionaria, en el campo de la previsión social.

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