Efectos secundarios

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Authors: Almudena Solana Bajo

BOOK: Efectos secundarios
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A Obdulia Bajo Rodríguez, que siempre que me ve, sonríe
.

A sus hermanas, Luisa, Carmina, Pilar y Geles

A los que olvidan, aunque no quieran

Podemos estar mirando una pieza de un puzle tres días seguidos y creer que lo sabemos todo sobre su configuración y color, sin haber progresado lo más mínimo: solo cuenta la posibilidad de relacionar esa pieza con otra... al conectarla con una de sus vecinas, desaparece, deja de existir como pieza.

G
EORGES
P
EREC
, La vida, instrucciones de uso

Aquí está la persona que necesito. ¡Hola, persona!

V
LADIMIR
N
ABOKOV
, Cosas transparentes

PRINCIPIOS ACTIVOS
I

Tengo un amigo farmacéutico que lo sabe todo.

—La vida es pura química,
German
—siempre me llama así.

Me llevo bien con él, por eso le permito que me llame mal —que yo sepa me llamo
Germán
, con el acento en la a.

Nos conocimos cuando intervenimos en su farmacia.

—¡Quietos! ¡Policía! ¡Alto, no os mováis, cabrones! —dije, echándome la mano al arma camuflada.

Un par de atracadores intentaban robar el dinero de la caja registradora de la farmacia, un muestrario de gafas graduadas y otro de gafas de sol.

—¡Manos en alto, hijo de puta! —El insulto forma parte de la subida de adrenalina de la detención—. ¡He dicho que las manos en alto,
carahuevo
! —repetí elevando la voz y encañonando la cabeza de uno de complexión delgada y tez morena, mientras atenazaba el arma con las dos manos.

De repente, el otro, el más grueso, de apariencia eslava, justo a mi derecha, reaccionó agarrándome con fuerza las muñecas y desvió mi arma al techo. Todo fue muy rápido. Una bala, irreflexiva, salió despedida en diagonal hasta rebotar en el canto de un mostrador, como si fuera una bola de metal que golpeara las paredes de las máquinas de
pinball
de un salón de juegos, de los que ya no existen. Atravesó una estantería de cristal y reventó todo lo que había en ella. El sonido del vidrio al romperse sonó apenas, como el de un brindis efusivo; no se escuchó el dolor, como otras veces pasa. Afortunadamente no había gente comprando en la farmacia.

El proyectil se incrustó en el suelo de tarima flotante. El sonido de la detonación fue seco como un tortazo, pero no provocó demasiado ruido, tampoco lo hicieron los objetos que se desplomaron, en su mayor parte pequeñas cajas de cartón. Medicinas.

—¡Al suelo, hijo de la gran puta, o te reviento! —Mi compañero se abalanzó sobre él agarrándolo del cuello con un brazo mientras le aplastaba la cara con la mano izquierda. El hombre de tez morena estaba inmóvil, como anestesiado; ni se movió.

Actuamos con rapidez. Solo cuando estábamos saliendo con ellos hacia el coche y llegaba otra patrulla de apoyo, el farmacéutico nos hizo ver que la bala, en algún extraño punto de su camino, le había rozado la piel. Su brazo sangraba.

Es fácil ver la sangre en una farmacia. Más fácil que en un bar de copas o en la calle. Reparé en el dueño del establecimiento, en su cabeza grande, afeitada; su calma.

—Esto no es nada —dijo al incorporarse sobre una balda pequeña, que cedió con su peso.

Unos medicamentos cayeron al suelo. Aún quedaban más, dispuestos como vagones de un mismo tren descarrilado.

—Nada, no se preocupe. No pesan nada, son cajas vacías; ahora las coloco en orden.

Lo miré sin entender.

—¿Qué orden? —Sé que no era el momento más indicado para una conversación, pero no pude evitar la pregunta.

—Son los diez medicamentos más vendidos. ¿Le sorprende?

Su calva afeitada comenzó a sudar. Empezaba a ser consciente del atropello; de lo absurdo de la situación: una herida abierta y desatendida frente a unas pequeñas cajitas de cartón. La cara de este hombre afable palideció. Pero, así como la sangre resalta en una farmacia, esta tonalidad más blanca en la piel quedó integrada en el entorno con la misma facilidad con que un camaleón se camufla en una roca o el renacuajo en su charca. Por lo demás, no habría podido calcular la edad de ese farmacéutico; las caras inteligentes esconden las huellas más superfluas.

Él señaló con el dedo índice un carril imaginario sobre el mostrador.

—Ese tren somos nosotros, la sociedad... Millones de personas puestas de acuerdo, consumiendo los mismos medicamentos. Sí, estos diez. —Aún tuvo fuerzas para coger algunas cajas del suelo.

—Déjeme que lo ayude. —Me acerqué para recoger una cajita pequeña de Orfidal.

—¿Sabe?, la vida se encuentra en estos diez prospectos... —Me miró de frente y, ante su proximidad, vi que estaba realmente blanco.

—Por favor, es mejor que se siente —dije.

—Mire: Paracetamol Kern... ¿Éste no es el que toma su madre? Porque su madre está en el centro de mayores de aquí... —Señaló con el brazo sano hacia la derecha.

—Sí, así es... ¿Cómo lo sabe? —Casi me asusté.

—Bueno... Usted ya lo ha comprado aquí varias veces, pero me puedo equivocar. Su hermana viene más. Fue ella quien me habló un día de su madre, que padece alzhéimer, ¿no es así? —Se dio la vuelta y se fue hacia el interior de la farmacia; yo me quedé sin responder.

Nunca se equivocaba, eso lo descubrí después.

Mi curiosidad se quedó ahí, enganchada en el tren de diez medicamentos. Después de ese primer día en la farmacia, llegarían muchos más. Pero sigamos contando lo que ocurrió.

Las sirenas se acumulaban en la puerta de la farmacia en un juego de luces imposible. El rojo y el naranja venían en una ambulancia; nosotros nos fuimos con el coche de luz azul, custodiados por otro más con dos oficiales de apoyo.

Desde ese día del intento de robo con arma estoy más pendiente de esa farmacia, situada en el epicentro de mi ruta de trabajo. Paso los minutos de descanso charlando con el farmacéutico, mientras mi compañero se toma un café en el bar de al lado. Al principio solo le preguntaba por la evolución de su brazo izquierdo, después por todo lo demás. A veces compartimos momentos de aquí y de allá, cuando su guardia y mi turno coinciden de noche o cuando me acerco sin prisa a comprar el Paracetamol Kern de mi madre, que, efectivamente, está en un centro de mayores de la zona.

II

Cuando una persona compra un medicamento, sabe de memoria una frase: «Si tiene alguna duda, consulte a su médico o farmacéutico.» Y la gente lo hace. Ésa es la clave.

Una señora le confesó una vez a mi (nuevo) amigo, el farmacéutico, que las farmacias son como las cocinas de las casas:

—Como en las cocinas, en las farmacias se tienen las mejores conversaciones —le lanzó convencida.

—¿Ah sí, usted cree? —El farmacéutico sabía cuándo quería continuar una conversación.

—¡Por supuesto que lo creo! —se animó la mujer—. Las farmacias son como las cocinas... ¡Si es que, mire, hasta estos muebles se parecen a los electrodomésticos de la cocina!

—¿Y qué pasa en el salón?

—Ufff —reaccionó como apesadumbrada—. En el salón están las alfombras, las fotografías...

—¿Y qué tiene que ver?...

—Ahí se habla menos —lo interrumpió—. El salón es como la consulta del médico, no sé, se habla menos. Es mejor la cocina, la cocina... —aceleraba las palabras—. ¡Una cocina llena de recetas, porque no me dirá que no tiene aquí prospectos, y recetas, y remedios para todo!...

—Tiene razón. —Al farmacéutico le gustó la comparación—. Los prospectos son recetas; ¡auténticas historias!

—Como los anuncios del periódico. ¿Sabe qué leí ayer en uno de esos anuncios por palabras...?

—Seguro que es muy interesante, no se olvide y me lo cuenta otro día.

—¡Leí que había una agencia de viajes solo para mascotas!...

—¡Qué gracia! No se olvide, ¿eh? —repitió a propósito.

El farmacéutico cortaba a su antojo las conversaciones, como si fuera un charcutero con su máquina, que decide hasta dónde cortar las finas lonchas del queso o de la cecina.

—Claro que no, no se preocupe, tengo buena memoria, no lo olvido. Se va a sorprender, ya verá.

—Aquí tiene su jarabe, ¡no se lo deje!

—Uy, qué cabeza, ya me olvidaba la bolsa...

Desde la farmacia, mi amigo reconoce cada día a los que no saben sino utilizar el dinero para disminuir el dolor, antes de diferenciar la molestia del síntoma. Observa las recetas y la compra plural que hacen los habitantes de por aquí. Ésta es una farmacia grande —como un pequeño supermercado— en una zona de bastante tránsito en Madrid, con casas de no más de tres plantas, bloques de buenos pisos y varias residencias de ancianos. Mi amigo observa y conoce a los habitantes que salen (salimos) de todos estos alojamientos. A los que no, los llega a conocer indirectamente a través de lo que otros cuentan de ellos, de sus síntomas, sus miedos y sus dolores. Se fija en sus cambios, sus dependencias, sus comportamientos. Por otro lado, sabe si van a pagar en efectivo o con tarjetas de crédito. Se fija, me insiste. Lleva muchos años fijándose. Y yo, que soy un fisgón, escucho todo lo que me cuenta, y observo. Estas visitas han llegado a convertirse en una costumbre tan enraizada en mí que, cuando no coincidimos en la farmacia, me voy disgustado, como si hubiera llegado tarde a ver una película que ya no está en cartelera. Entiendo por qué lleva tiempo apuntándolo todo. Entiendo por qué lo sabe todo. Pasado y presente son lo mismo para él. Hay vidas detrás de los prospectos; Adiro, Augmentine, Ventolin, Orfidal, Lexatin, Sintrom... y Paracetamol Kern, el que toma mi madre. Por ella me involucré más en esta historia, la historia de seres que creía ajenos, pero, lejos de eso, muchos ya no lo son. Yo también conozco sus vidas, lo que son y lo que fueron, y hasta lo que habrían deseado ser. A otros no los conozco de nada, solo sé lo que me cuenta mi amigo, el farmacéutico, a quien he prometido guardar secreto, porque es a él y solo a él a quien le han contado sus historias los pacientes y sus familiares, semana tras semana.

Le estoy agradecido, porque me ha hecho leer. Leer prospectos, leer. Agradecido porque me ha contado las vidas que esconden estos papeles a los que antes nunca había prestado atención. Son vidas que cuento, otras se cuentan solas a través de las personas que ya conozco tanto. Yo mismo no he huido del experimento, por primera vez en mi vida no he huido.

Todos nosotros, queramos o no, estamos unidos a través de estas diez vidas que se besan, se contagian, se agreden.

III

«Paracetamol Kern, por favor.»

Siempre es así.

Antes de pagar, la mano de quien te atiende acerca un detector al código de barras del medicamento; cuando lo reconoce se genera un chasquido suave. Suena. Pic. Es la despedida antes de que el farmacéutico le extirpe con un cúter esas mismas líneas negras que han dicho todo de él. Después, el medicamento, con todos sus principios activos, cae dentro de la bolsita de plástico fino con una cruz verde impresa en medio, un par de números y varias letras que indican el nombre de esa farmacia que, además, está abierta las veinticuatro horas, todos los días.

Un liviano medicamento dentro de una bolsa también liviana proporciona una agradable sensación; es como si la enfermedad empezara ya a esfumarse, a desaparecer.

Las pequeñas bolsas de la farmacia tienen forma de camiseta de tirantes, como aquéllas de interior de la marca Abanderado, pero mucho más transparentes. Hay pocas cosas hoy que no sean transparentes. Entiendo que no hay dinero para materiales compactos y que, por otra parte, degradan el medioambiente. Pero, más allá de todas estas consideraciones materiales o medioambientales, nos hemos acostumbrado a dejar que la vida sea traslúcida.

La vida es una pura camiseta transparente de tirantes, un visillo, una bolsa fina...

El resto, todo lo que uno no ve, solo es intuición. Dejamos pasar la luz, pero no se ve adentro nada nítido. Nos escondemos, sin llegarnos a esconder... Miramos de manera intermitente, elucubramos en silencio, callamos.

Solo hay una excepción: la gente que llega a una farmacia habla.

—Y hasta ahí puedo contar...

Como nos decían en los concursos de adivinanzas en la tele en esos años en los que yo, con pantalones cortos, ya empezaba a intuir que quería saber más; conocer con incontinencia. Mirar, fisgar, no perderme ningún detalle.

—¿Nada más?

—No, nada más.

En realidad, yo soy la excepción, salvo unos meses que tuve que tomar Sintrom, solo compro en la farmacia cajas de condones y muchos antioxidantes. A eso sí que estoy un poco enganchado, porque siento que me vigorizan. Dicen que son sanos, son vitaminas que rejuvenecen las células. Tengo cuarenta y cinco años; es bueno cuidarse para poder seguir llevando una vida activa.

Mi vida es cómoda. Soy un crapulilla que vive solo, que lo que gana lo gasta, y así llevo veinte años, desde que empecé en la Policía, y ya soy subinspector. Me habría gustado ser médico, pero me quedé en visitante de farmacia. No me refiero a visitador comercial, sino visitante y nada más. Soy un huésped en la farmacia de mi amigo; a esto me ha llevado mi carrera de policía nacional, en esto ha terminado un fisgón. Su charla me ha enganchado más que todos los antioxidantes. En cierta manera, encuentro en ella lo que busco cada día: desentrañar historias; y para ello pregunto a otros que son muchísimo más crápulas que yo; delincuentes, vaya. Les pregunto, pero se esconden, mienten, evaden las respuestas. Sin embargo, a mi amigo de la farmacia la gente le cuenta su vida, en dosis. A él no le mienten; todos le contamos...

«Dicen que la vida es líquida, pero no. La vida,
German
, es química.»

Así empezó todo. Así comenzó esta historia que tiene todo el rigor que reúnen las cifras. Son las vidas que hay detrás de los diez fármacos más vendidos, no solo porque los haya vendido mi amigo, sino porque los venden todos los farmacéuticos de los países con dinero. ¿Qué hay detrás de estos principios activos que nos mantienen a flote? Una radiografía social. «Los seres humanos —dice mi amigo— no somos tan distintos. Esto me lo confirmó en una ocasión una médica forense.»

«Los humanos somos bastante parecidos cuando estamos muertos», dijo durante el levantamiento de un cadáver.

Hablaba con calma, la forense. Una mujer morena, de mediana edad, a la que pocas cosas distraían cuando estaba trabajando. Levantó los ojos por encima de los cristales de sus gafas y añadió: «Y somos tremendamente parecidos también cuando estamos vivos. ¿No cree?»

Ella dijo que los actos que acometemos en la vida también nos llevan por los mismos senderos, desde las causas hasta los efectos porque a las personas solo nos diferencia una gran cosa, la más grande: la actitud de cada cual.

«¡La actitud! Ésa es la gran desconocida.» Se quitó las gafas, había terminado la observación minuciosa de la parte frontal de una pierna sin vida y con manchas. «¡La actitud!», repitió.

Últimamente he hablado bastante sobre esto con el farmacéutico.

En realidad, este ejercicio me ha hecho conocer mejor no solo mi oficio, sino la vida. También la mía, con todas sus lagunas y sus charcos. Soy policía nacional, subinspector, ya lo he dicho. Soy Germán, un fisgón, un impostor enamoradizo, terriblemente inconstante, al que todo esto lo está cambiando. Sé que solo soy un transmisor... Ésta es la única razón por la que puedo colarme en la vida de los que toman estas medicinas; tal vez usted esté entre ellos.

A algunos de los protagonistas los he llegado a espiar, lo reconozco; al menos ahora lo hago con un motivo de fondo. De otros me recreo en los detalles del presente y del pasado que me ha contado el farmacéutico, de acuerdo con los testimonios transmitidos por los propios clientes de la farmacia o los que van a comprar las medicinas en su nombre. El resto es oficio y vicio: observación. Este profesional del orden les habla. Crean todo cuanto cuento, o les cuentan, porque es verdad. Y aún más: involúcrense en la historia desde su experiencia... Sin dar la espalda a la intimidad del visillo que casi roza al medicamento que espera, cada día, en sus mesillas de noche. No den la espalda tampoco al prospecto, a veces más fino que ese visillo.

Los prospectos son las sábanas de nuestra cama, el envoltorio de nuestras dolencias, los otros papeles de nuestra vida. Vengan conmigo de viaje a través de ellos; pierdan el pudor, observen, fisguen conmigo a las personas que los utilizan (yo, entre ellos). Sí, conoceremos lugares, paisajes, rutinas, vidas, desvaríos. Yo conocí mucho más. Y eso es también lo que les quiero contar.

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