Read Efectos secundarios Online
Authors: Almudena Solana Bajo
¡Qué situación, verme allí con mi hermano Germán, dos hijos dando cuenta de su madre, qué vergüenza!
Mi madre está en una residencia; voy a verla cada dos días. Pues nunca, nunca me había encontrado a mi hermano en estos años. Pero me llamaron del centro de mayores, y lo debieron llamar a él también para contarnos. ¡Joder, qué vergüenza, mi madre robando! El caso es que solo roba bolsas. Yo ya lo sabía. Pero, claro, ya acumulaba muchas en su habitación y nos llamaron por el problema de la limpieza y para contarnos cómo iban a actuar. Los preocupaba, sobre todo, su reacción; que yo ya me la conozco, que se pone muy tremenda cuando le llevan la contraria. Acordamos salir con ella al jardín a dar un paseo más largo de lo normal y, sobre todo, convenimos con el médico del centro en que sería bueno entrar con ella de vuelta en la habitación, para controlar su reacción al encontrarla sin bolsas de plástico por el suelo. Para intentar que no se sorprendiera al ver de nuevo su entorno: la cama, la mesilla, el armario y la planta que le riego cada dos días. Nada más.
«Hemos de acompañarla hacia la entrada con naturalidad», dijo el médico.
Ese médico, el doctor Nolotil, siempre dice cosas que hay que saber encajar. Una vez que se consigue, todo parece adecuado. Me recuerda a mi marido. Es algo más joven, pero con la misma pachorra y esa carita de no haber roto nunca un plato, joder. A éstos no les va a dar nunca un infarto, no. Pero, bueno, tiene razón. Siempre tiene razón, como mi marido; otra cosa es que se lo diga. Hace poco le pedí algo para el dolor a ese médico.
«El dolor que tiene su madre no es un dolor.»
Ya estaba con una de sus máximas, joder. Es como si yo le dijera que esa mujer que lo viene a visitar a veces no se llama Ventolin, cuando yo lo he visto bien claro escrito en letras mayúsculas en una caja negra que siempre lleva consigo. VENTOLIN. Sí, bien claro...
«Lo que tiene su madre no es un dolor... físico.» El doctor Nolotil aterrizó después de su pausa.
Me dejó triste, y es difícil que yo me quede así, como mustia. Preferí la siguiente frase, sí, la preferí: «Ella no se da cuenta. Es el alzhéimer; pero ella está tranquila en su mundo; a su manera, es feliz...».
Después me recetó un Paracetamol Kern para sus falsos dolores.
Decidí ir a verla mucho más a menudo. La última vez, el domingo, paseé a la fuerza, porque estaba mi hermano. Mi madre me miraba como preguntándome quién era ese que la cogía del otro brazo...
«¿Éste es uno de los nuestros?», me preguntó, dándole la espalda.
Yo soy de los suyos. Pero hay días en que ella tampoco lo sabe bien. Paseamos los tres como si tuviéramos un gran plan por delante y no lo hiciéramos porque estuvieran limpiando a fondo la habitación de alguien a quien se había diagnosticado un principio claro de síndrome de Diógenes. Jode decirlo, pero es así. Es mejor asumirlo, eso le digo a mi hermano cuando pone cara de gilipollas con pena. La habitación de nuestra madre, con la limpieza, ya no iba a estar llena de bolsas de plástico de todos los tamaños ni de lápices de madera de todos los tamaños.
—Mamá, te voy a regalar un cuadro de Arsenia Tenorio...
—¿Qué, hija?
—Que te voy a regalar un cuadro de Arsenia Tenorio, de la época en la que siempre pintaba mujeres con bolsas de plástico.
Mi hermano me miró como si hubiera dicho algo inadecuado. ¡Como si creyera que puede darme indicaciones! ¡Faltaría más! De algo había que hablar, si no todo era mirar hacia las alturas, a la nada, saludar al doctor Orfidal, el director del centro, que pasaba por allí o mirar a la saxofonista de la tercera planta...
—A ver, mamá, si está hoy la mujer que toca el saxofón...
—¿Dónde, hija? ¿El qué? —A veces me llama «hija».
—Allí, en aquella ventana...
—¿Y es maja, esa señora? —Comprendí que no sabía de quién hablaba. No captaba su interés.
—No lo sé, mamá, no la conozco; pero seguro que sí, ¿por qué no va a ser maja?
En ese momento, mi hermano me dijo lo que me dijo:
—He cambiado... —Mi madre me miró con sorpresa; yo sé que muchas veces ella entiende más de lo que pensamos...
Y aquí estoy, escribiendo. Es que el hecho de que un hermano al que no tienes mayor simpatía se sincere de ese modo y te pida comprensión... Yo, que en mi trabajo me dicen que soy la más ruda... Yo, a la que todos admiran cuando hablo con mi mejor voz... Pues, sí, aquí estoy, haciendo algo que ya veo que estoy haciendo mal. Debo escribir sobre mi salud, mis medicamentos, ¡yo qué sé sobre qué coño!
—La vida es un prospecto, Visco —me dijo como alelado.
—Pues vale, la vida es un prospecto. Y una bolsa de plástico, y un lápiz, y una nómina, y unas buenas bragas que no dejen marca por detrás. Eso es la vida, me cago en la puta. De acuerdo, lo haré. —Todo eso le dije.
—No, la vida es una goma de borrar más que un lápiz.
—Pero ¿tú te has tomado un tripi o qué te pasa? —le pregunté.
—¿Un qué, hija? —preguntó mi madre.
—Un tripi, madre. ¡Un tripi!
Lo bueno de estas enfermedades de los ancianos es que se les puede hablar claramente. Tanto estar toda la vida con la pinza en la boca, primero por los hijos, luego por los padres, ¡joder!
—Un tripi; sí, eso mismo —repetí.
La verdad es que nos despachamos a gusto, mientras limpiaban la habitación de mi madre, que hasta me ofendió y todo que la hubieran fumigado con gases inofensivos para la salud de los humanos, pero no para la de según qué animales... Pues, no puedo decir que lo pasáramos bien, pero sí que lo pasé mejor que otras veces. Me enorgulleció ver a mi madre paseando por el césped cogida de ambos brazos, casi aupada por los dos, como un jugador estrella del Real Madrid al que ayudaran a salir del campo tras una preocupante lesión.
Yo, Viscofresh, estoy bien de salud. Ya lo he dicho; ya está. Tengo un nombre refrescante, suena como americano; no sé, saludable. Soy una de tantos que, según la intensidad del dolor, voy ascendiendo por el tobogán de los remedios... Paracetamol, Nolotil, Ibuprofeno Kern, Zaldiar, incluso Enantyum, que me dice el farmacéutico que cada vez se lo piden más, como mis gotas; ellas son para mí como las lentillas para un miope... Si mis ojos están bien, yo estoy bien. En cuanto al dolor, Efferalgán; no sé, es una costumbre. Eso es lo que tomo, y no es que lo tome por tomar, vaya frivolidad, lo que pasa es que no me lo creo, joder. Tal vez es que soy endiabladamente afortunada, y salvo los malos ratos con los gases, que, a pesar de todo, no me hacen renunciar a un buen desayuno con pan, pues nada. Lo demás bien. En la cama, bien. Esto es importante; mi marido dice que las entradas en carnes estamos más ricas y yo le doy un cachetazo porque a santo de qué él puede ponerse a comparar. Cuando me desnudo, se me queda mirando y suelta cosas así justo cuando me estoy quitando las bragas, y eso ofende, joder. No le perdonaría una infidelidad, no señor. Por muy gorda que estuviera ella, por muy ciego que estuviera él. Somos felices, qué coño, sí, lo somos. Por eso decía que, en la cama, bien. Y cuando me levanto, pues también. Lo único es la silla.
En realidad mi vida está aposentada en ella; mi marido es autónomo de la construcción, en el sector de la electricidad, y la cosa no está bien. Lo estamos pasando mal, ésa es la verdad, y, por tanto, he de utilizar las palabras adecuadas. Nuestro sustento depende de este trabajo de azafata de tierra en Iberia en el que me desenvuelvo sin problemas. Todo fluye. La gente vuela mientras yo intento parar los pies para que la silla de ruedas se esté quieta en el suelo; la gente se retrasa y yo le lanzo llamadas de atención cuando ya estamos en la puerta de embarque. Ése es mi momento de gloria, con el micrófono delante de mi boca; los pasajeros levantan la cabeza de los portátiles y miran hacia donde estoy, como embelesados por mi voz, aunque yo simplemente les esté diciendo que embarcarán primero las familias con niños o que empezaremos el embarque por las filas de atrás. Los aviones a veces tampoco llegan y entonces soy yo la que me tengo que apurar, sin que se note. Ahí está la clave de mi trabajo. Ser cercana y distante a la vez; a veces hasta ayudo y me pongo a pensar a ver qué podemos decir. La niebla nos cambia las rutinas, que tampoco está mal, aunque este aeropuerto de Barajas se vuelva intransitable y yo no pare de pedir disculpas a los pasajeros cuando estoy en el mostrador, pero sin culpar del todo a Iberia. Porque, frente a la niebla, no hay nada que se pueda hacer.
«La niebla es como la pena, como la lluvia, como el amor, como la violencia... Son cosas que nos cubren a veces, como si fueran una gran boina o un abrazo que estrangula... No hay nada que podamos hacer.» ¡Esto me dijo mi hermano! Yo aluciné.
En el aeropuerto de Barajas siempre está nublado. Me refiero al interior; en el edificio hay un clima sin clima, porque el cielo es algo que está reservado para los aviones, algo que queda fuera, sin astros, al otro lado de los grandes cristalones. Por dentro todo es de luz azul, casi blanca. Así es el interior de todos los aeropuertos, un lugar de luz neutra. Al sol hay que buscarlo en el reflejo de las patatas fritas Lay’s, bolsa negra, o en las tapas doradas de las cremas hidratantes, edición especial al caviar o con pepitas de oro. Yo tengo un
duty free
siempre a mano, como los pasajeros; también un ordenador, pero en mi trabajo no abuso de la pantalla, al menos no tanto como veo que hacen los demás. Tampoco abuso de mi tarjeta de crédito en el
duty free
. Lo mío es mirar las cremas a grandes zancadas. Solo me llevo patatas fritas Lay’s a mi silla de ruedas a veces, cuando termino en la puerta de embarque.
Cuando les hablo a los pasajeros desde ahí, desde la puerta de embarque, me doy cuenta de que también necesitan gotas en sus ojos. Algunos sacan sus Viscofresh monodosis y se quedan tan contentos mientras continúan maltratando su vista. Yo los veo: se olvidan de parpadear cuando miran a la pantalla del ordenador, ése es el problema; se quedan concentrados, fijos, como hipnotizados por un embrujo. Como los protagonistas de esas películas de amor de los años sesenta, esas que le gustan tanto a mi madre; todos se convierten en múltiples James Dean mirando a Natalie Wood antes de decirle con los ojos: «Te quiero.» Así, con esa intensidad sin descanso, miran las personas a su ordenador, como si fueran sus parejas hasta el más allá. Lo son, en realidad.
Entonces llega Viscofreshhhh. Los nombres son importantes; el solo hecho de pronunciarlos convence, y esto lo saben los que los inventan. Yo misma, cuando compro un suavizante para la ropa, me quedo colgada, que hay que fastidiarse, que no sé si llevarme el que se llama Frescura Mediterránea, el Brisa Tropical, el Explosión Verde, Caricias de Talco, Spa Bienestar, Esencia Nutritiva, Gotas de Colonia, Frescor Azul... ¡Qué mal estamos! La verdad es que las grandes superficies están llenas de pequeñas mentiras.
Pero yo les estaba hablando de mis enfermedades.
«Háblame de tus medicamentos. Qué tomas, por qué...» Mi hermano Germán me lo dejó claro.
Si pienso en mis enfermedades, me vengo a la silla, porque el resto es carrera y no me puedo preguntar: «Venga, Visco, ¿cómo estás? ¿qué tal va tu cabeza?, ¿y los ruidos de la rodilla?». No, qué va. Yo solo sé que mis dos hijos adolescentes me vacían la nevera y que siempre hay que llenarla, especialmente de las cosas que se comen por sí mismas: yogures, fruta, queso... Para mí queda lo que requiere un poco más de trabajo, como las pechugas de pollo, la carne picada o el pescado sin limpiar. Casi mejor que se coma bien en casa, eso es cierto, hay buena salud. Yo también soy de buen comer. Lo que pasa es que el setenta por ciento de mis digestiones las hago aquí, en la silla del trabajo, sin poder moverme, pero inestable a la vez. Soy tan indomable como mis gases: no tomo nada que me ayude a sobrellevarlos, pero tampoco me privo de nada para dejar de tenerlos, de manera que así estamos. Sé bien qué cosas me hacen mal. Pero ahí estoy, reincidiendo cada día. Afortunadamente no me ha dado por el vino, porque dejar algo siempre es complicado. Pero, si a mí me quitaran la bollería, pues, a ver, no. No concibo una vida sin bollos, que bastante oscuro es todo esto ya.
Me siento ágil, pese a todo, y ahí está el milagro, porque la mayor parte del día estoy sentada.
Y yo me pregunto: ¿para qué coño quiere esto mi hermano? ¿No es triste estar aquí hablando de gases y otras cosas? Quiere que escriba de los medicamentos que tomo cuando me duele algo. Está haciendo una recopilación de la realidad a través de sus dolores (qué risa). Un amigo farmacéutico, por lo visto, fue quien le metió el gusanillo de las medicinas. Nunca antes mi hermano se había fijado en estas cosas... al menos por lo que yo sé de él, que es, básicamente, que siempre se ha metido en muchos líos.
—Pero ¿qué va a hacer este poli nacional con todo esto? —le pregunté.
—Los medicamentos más consumidos —me dijo como levitando— son una radiografía de nuestra sociedad...
Me picó la curiosidad y me fui directamente a ver el prospecto del Viscofresh, también el del Efferalgán, que son los que más consumo y que, según mi hermano, están entre los más vendidos... Sí, creo que lo he escrito bien.
Efferalgán es lo que llevo tomando toda la vida y no sé ni cómo se escribe. Lo tomo a veces de un gramo, a veces de quinientos miligramos. Pero la elección no depende de una razón de peso, si acaso de la intensidad del dolor —de muelas, de cabeza—. Según si decido tomar uno u otro, animo al médico para que me lo recete, pero nunca le he dado un motivo ni él me ha preguntado el porqué. Tampoco me ha llevado nunca la contraria; acepta mi sugerencia. Elijo uno u otro, como cuando fumaba y me iba al estanco y unas veces pedía Marlboro Light y otras pedía Marlboro mentolado. El Efferalgán de un gramo, por su apariencia, podría ser el mentolado; sus cápsulas plateadas vienen acompañadas de un toque verde, mientras que las otras, las de quinientos miligramos, son completamente azules, azul eléctrico. Parecen más contundentes, aunque transporten menos artillería.
Y ya. Eso es todo. Se va a arrepentir mi hermano. Pues ahora se va a tener que leer esto como que me llamo Visco. Mañana, cuando vaya a ver a mi madre, se lo llevo. Esto tiene su parte positiva; si lo veo más, tengo más probabilidades de que él se esfuerce para que lo deteste menos.
El director del centro de mayores, el doctor Orfidal, es el contrapunto de todo esto; transmite limpieza, salud, incluso a los que estamos sanos... Eso se agradece mucho. Tal vez sea verdad lo que dicen las malas lenguas, que él es el único que se baña en la piscina cubierta... Él y también el doctor Nolotil. Por eso tendrán los dos ese aspecto de recién duchados a todas las horas del día. Yo no lo sé, pero el director, el doctor Orfidal, está atento a todo; y ésa es una gran verdad.
—No se olviden de venir por aquí mañana —me dijo al cruzarnos por el pasillo.
—Ya, ya. —Fue todo lo que fui capaz de responder para hacerle ver que sabía lo que me quería decir.
Nos ha pedido que acudamos al centro varios miembros de la familia, porque dice que eso siempre ayuda. No sabe que somos pocos y que cuesta animar a la gente a ir a un sitio que, para los que llegan por primera vez, huele a viejo. Escuchar esto me produce tal escozor en los ojos que no hay Viscofresh que me lo quite ni lágrimas artificiales en todo el mundo que lloren todo lo que se debe llorar. Cuando se abren las compuertas del avión al llegar a tierra después de un vuelo transoceánico, tampoco es agradable la bocanada de hedor insoportable que sale del interior del avión: el aire comprimido de cientos de pasajeros sin salida...
Todos llevamos el mal olor dentro. Somos producto de flujos, de fangos, de sangre; comemos grasa, acumulamos residuos... Pero sí, yo sé lo que quieren decir. Sé a qué huele el centro de mayores, no soy tonta. A veces lo hablo con Nolotil, el médico de los martes y jueves; él me lo dijo bien claro: «Las enfermedades huelen.»
Después me dio ejemplos de algunas, las que hacen eliminar cuerpos cetónicos por el aliento —así me dijo, no le pregunté qué significaba, pero creí entender que son algo así como los productos de desecho de las grasas—. Me habló también de la insuficiencia renal, la diabetes, el bocio... Ejemplos claros para ilustrar lo que decíamos de la pestilencia, que ya en sí me parece una palabra asquerosa.
Todo podría englobarse en el término
formol
. Lejía; lejía sucia. O aún se puede concretar más: el olor que tiene mi propia madre, el que se lleva a su habitación ya sin bolsas, es una mezcla de colonia fresca y ventana cerrada. Es el mal y su antídoto; la fealdad y el adorno. Pero eso somos los humanos: una ventana cerrada que se quiere abrir. En los años de salud se consigue, y la cabellera revolotea entre carreras o coches con las ventanas abiertas. El pelo abundante no nota la maraña; son los años de los nudos en la melena y las risas. El centro de mayores es otra cosa; allí el pelo ya no ondea, no solo porque no haya viento, o interés por la peluquería dos veces en semana, sino porque se volvió espuma, como el pelo de mi madre. Tampoco hay mucho aire cuando dejas atrás el torno del jardín. Las puertas se cierran, desaparece la corriente que pueda acarrear constipados. En parte, esta ausencia de clima podría recordar al aeropuerto, pero con menos espacios diáfanos y sin escaleras mecánicas ni patatas fritas. Y con mucho más calor. Llega un momento en el centro de mayores en el que el aire frío o templado se olvida, deja de existir, cuando se alcanza ese estadio en el que solo se valora la intensidad de la calefacción. Uno llega incluso a querer confundir ese ambiente tan caldeado con los recuerdos de lo que era un hogar.
Porque un piso, como por ejemplo el mío, es un sitio normal que uno imagina limpio y en su punto de no frío en invierno y calor en verano (por culpa del aluminio en las ventanas). Pero a lo que yo me refiero es a la palabra
hogar
, que, por mucho que seamos felices en casa, no consigo yo que haya esa temperatura tan perfecta que existía en los cuentos que me leía mi madre de pequeña, esas historias en las que la chimenea siempre estaba al fondo y nevaba en el exterior... Eso es un hogar, sí señor. Un lugar con temperatura estable de bebé al despertar, y no mi casa, con dos pencos que se levantan y devoran lo que haya y me dicen incluso —¡vaya si se atreven!—: «Mamá, que estos cereales no me gustan» o «¿Por qué te empeñas en comprar siempre los que están de saldo, que son los peores, mamá?» Mi marido y yo siempre hacemos la compra siguiendo los números grandes de las ofertas, que son siempre rojos, como nuestras cuentas del banco. Pero da igual si somos consumidores de chóped, de
foie gras
, de paté o de
foie
... Todos los seres humanos, al margen de lo que paguemos en el supermercado, llevamos en nuestra cabeza una ventana cerrada que se quiere abrir mientras no nos la cierren como a mi madre...
Nadie tiene derecho a hablar del olor de un anciano. Nadie, ni mis hijos. Si no quieren venir, que no vengan. Pero que no hablen, porque ellos, como todos los seres vivos, son también un poco jilgueros y un poco cuervos; son vida y muerte, carroña y gloria.