Efectos secundarios (14 page)

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Authors: Almudena Solana Bajo

BOOK: Efectos secundarios
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III

Desde que supo que Nolotil trabajaba en el centro de mayores al lado de su casa, Ventolin B. ensayaba con el saxo en la otra habitación, la del fondo del pasillo a la izquierda. La tuvo que acondicionar, forrándola de corcho, como había hecho antes en la habitación interior, para evitar quejas de los vecinos. Nunca se había planteado ensayar en esa habitación que daba a un espacio más abierto, porque era más fría. Pero, en cambio, la ventana arrojaba sus vistas sobre el jardín de la residencia donde trabajaba ese del que se estaba enamorando.

Tenía mucho que practicar porque eran varios los conciertos que se iban confirmando en distintas partes de Bélgica y en París, en homenaje al creador del saxo, Adolphe Sax. Ventolin amaba este instrumento como si hubiera existido desde el origen del universo; no podría concebir un mundo sin él, sin su lengüeta, su carácter ambivalente y esa riqueza de contrastes que nacía de la suave mezcla de madera, viento y metal.

Soplaba mirando al frente con la misma alegría con la que había echado aire a las velas de las tartas de cumpleaños muchos años atrás. A veces la culata del saxo casi tocaba el cristal de la ventana. Era su manera de estar más cerca de la calefacción y también de Nolotil, aunque supiera que su sitio estaba dentro, en una pequeña sala médica, y no en el jardín. No podía entender cómo había vivido en su piso de espaldas a ese lugar. Ahora todo en él le parecía mágico y, desde luego, le gustaba formar parte en la distancia de esa zona verde tan cercana; se sentía más acompañada. Ya no podría concebir ensayar sin dirigir sus ojos a ese jardín tranquilo lleno de lavanda, flores de pitiminí y señores tremendamente educados.

—Las flores de pitiminí están así, en ramillete, ¿no ves? —le dijo Paracetamol a su hija Viscofresh en un día de paseo por el jardín.

—¿En ramillete?

—Sí, ¿no lo ves?... —Las señaló con un dedo—. Se juntan unas con otras porque no quieren estar solas.

—¡Mamá, qué cosas tienes! ¿A quién le gusta estar solo?

—A las flores de pitiminí no. —Reía por cosas inesperadas—. Mira, mira, ves... ¡cógeme una!

—Mamá, no puedo cortar flores...

—Venga, aquí, en la bolsa, guardaré una, una pequeña... Vamos, qué más da...

El jardín no tenía muchos paseantes. Cuando Ventolin veía desde su ventana a un señor solo, o a una señora sola, sentado en el banco sin nada que hacer, sin nadie que le hiciera caso, sin visita ni auxiliar, a ése le dedicaba un solo de saxo, interpretado en secreto solo para él, como hoy. Solía elegir piezas tristes, o al menos sonaban así. En realidad, no sé si el saxo es un instrumento triste, pero sí, tal vez, incomprendido. Su arrebatador sonido podría hacerlo parecer prepotente. Sin embargo, a medida que se lo conoce, se admira más su coraje. Una vez le contó Ventolin a Nolotil que, el saxo, en versión humana, sería algo parecido a una de esas personas tremendamente extrovertidas que se muestran así para tapar, en el fondo, su enorme timidez.

Hoy veía en la distancia a un señor alto, fuerte pero mayor; muy triste, compartía un lugar en el jardín con una mujer menuda. Sentados, apenas hablaban, hasta que ella lo comenzó a hacer. Él parecía que no escuchaba, pero sí, porque, en su lentitud, algo lo alteraba, lo hacía levantarse; levantaba los brazos también...

Ventolin comenzó a tocar para ellos dos y, como siempre le ocurría cuando tocaba, se ausentó de todo. Eligió una de las muchas piezas de John Barry que sirvieron como bandas sonoras, como la de
Memorias de África
. Pronto se le rendiría también un homenaje al compositor en un concierto en Berlín al que ella había sido invitada a participar junto a otros grandes saxos. Por qué empezaba por esta pieza y no por otras era algo que Ventolin sabía bien. Estaba enamorada, o quería estarlo, no sabía. Sin embargo, cuando comenzaba a tocar, se olvidaba de todo. El saxo conseguía hacerle olvidar hasta eso, su felicidad. Se ausentaba, soplaba, empujaba; a veces miraba al frente sin mirar... escuchaba su interior, vigilaba sus avisos de asma, las teclas, todo. Eso sí, predominaba en el entorno ese ambiente de harina palmeada por su madre, o su tía, cuando hacían pan, o pasteles, o
pannekoeken
. En su interior mezclaba sus reflexiones con su música; a veces propia, a veces de otros.

Escuchando sin escuchar, estando sin estar, en un cuadro en la pared se levantaba de la cama una señora con pelo recogido en un moño atrás. Era una pintura de la serie «Sleepers» del pintor holandés Martin Fenne. Él y su mujer Mieke Marx eran amigos indirectos de su tía Geke. Ese cuadro con esa señora rubia pintada con telas de satén en tonos verdes y azul turquesa lo había comprado Ventolin en su último viaje a Ámsterdam, cuando acudió a la ciudad invitada por Yuri Honing para participar en un concierto en vivo en el Musiek Centrum Nederland de la ciudad. Un concierto íntegramente grabado por cinco cámaras de televisión y retransmitido al cabo de dos semanas por distintos canales de difusión. Esas letras MCN, en color rojo, iban y venían, de manera intermitente, como los amagos de una tos en Ventolin, que ella se atrevería a clasificar simplemente como tos primaveral. Sin embargo, Ventolin no quiso inmortalizar su miedo al asma, sobre todo cuando corría el riesgo de que quedara grabado para siempre en una cámara de televisión. Por eso activó no dos, sino tres veces su inhalador. Tres ligeros toques, muy rápidos. Lo hizo en el último momento, arriesgando tal vez demasiado; apenas unos instantes antes de salir a escena iniciaba el paso uno: quitó el protector de la boquilla. No comprobó si había partículas extrañas en su caparazón, sin embargo, sí lo agitó con fuerza y lo sujetó verticalmente. Sus compañeros estaban en el escenario mientras ella introducía la boquilla en su boca y aguantaba las ganas de toser... cerrando los labios, como ya sabía, sin morderlo. Lo demás era contener la respiración y tomar aire.

«Esta noche recibimos con nosotros, aquí, en Ámsterdam, su casa, ¡a... VENTOLIN!»

Ella aspiraba la última bocanada entre cajas de instrumentos y cortinas rojizas. Lo que ocurre en los laterales de los escenarios antes de salir a escena es algo privado sobre lo que nadie pregunta en el mundo de la música. Nadie podría cuestionarse si la gran Ventolin necesitaba un estimulante químico de alguna clase para superar, tal vez, el pánico escénico... Su dosis —o lo que fuera— era solo suya y, aunque tardó un poco más en salir a escena, tras tirar el inhalador de nuevo al bolso como quien tira una jeringuilla después del uso, nadie se preguntó nada. Sin apenas mirar a la estrella del saxo, los distintos trabajadores de mantenimiento, así como los técnicos de luz y sonido, se unieron a los aplausos del patio de butacas. Grandes aplausos para esa diva del saxo que en este momento no imaginaban asmática, sino, casi, una incipiente drogadicta. Sin embargo, las mentes de los que estaban cerca asumían una sola cosa, un gran dogma universal: que la artista podía hacer lo que quisiera con su vida siempre y cuando, al salir a escena, el único gran protagonista fuera el aire de su instrumento.

Afortunadamente, todo fue bien. Era una mezcla de tos primaveral y nerviosa que finalmente cedió, como cedió la niebla en el canal y, con ella, cierto vaho en una parte del cristal que servía de fondo en el escenario.

Era un gran cristal; su transparencia ponía fin al escenario, como si fuera una pantalla de plasma que retransmitiera en directo todo lo que ocurría en esa escena musical y también en el canal que había detrás. Por eso el concierto avanzaba, igual que la noche, a espaldas de los artistas y sus instrumentos. Frente al público quedaba expuesto, en su magnanimidad, el gran canal... No había panorama mejor. La oscuridad caía a los pies de los músicos mientras los barcos pasaban desapercibidos, a su ritmo, como si no compartieran protagonismo con los trenes que iban y venían a la Estación Central.

De cerca, todo quedó despejado, lo que mejoró sensiblemente la visión desde el plano corto que se encargaba de cubrir el cámara dos, el responsable de la grabación del detalle. En cambio, desde las últimas filas de la sala circular, el cámara tres —según el plan de trabajo previo de realización— se ocupaba de esta visión más general, la que dejaba constancia de otras cosas, por ejemplo, la tonalidad violeta y cierta gama de rojos que formaban una escena con un amoratado color de belleza que casi podríamos definir como belleza anónima. Los trenes, al fondo, se deslizaban aparentemente sobre el agua de un canal que, sin saberlo, estaba siendo más acompañado de lo habitual.

Delante de todo ello, la música locamente acompasada por el cuarteto, con Ventolin, formaba parte de la misma escena, con el movimiento de los cuerpos y el detalle de sus caras; desde sus gestos hasta las chispas de agotamiento más pequeñas. Todo quedaba registrado.

Fueron dos días de mayo, completos. Un día dedicado plenamente al ensayo y la actuación y el siguiente a la pintura. Ventolin se encontró con viejos amigos tras el concierto, como el artista Martin Fenne, quien acudió a la cita en el Musiek Centrum Nederland. Al día siguiente, antes de su regreso a Madrid, Ventolin pasó el día con él. Visitó su estudio de mañana y hablaron con pasión de Matisse, Mondrian, Sol LeWitt y Velázquez. También de la luz, las texturas, los pliegues, la maestría... Después, la conversación avanzó más veloz, como si fuera un forzudo tirando de los nudos de una cuerda. No disponían del tiempo que habrían necesitado sus reflexiones; Ventolin no quería dejar de ver la obra del pintor: una serie de cuadros con la cama (y sus mantas y edredones, almohadas...) como elemento central de una composición realizada con rollos de satén multicolor. Algo extraño, puede parecer. Era la obra más reciente de Martin Fenn. Esas mismas figuras proyectaban nuevos temas en la conversación. Los pilló habladores la mañana. Tal vez Ventolin, al expresarse en holandés, disfrutó de la rapidez de la comunicación sin trabas, sin tener que traducir cada pensamiento al español o al inglés, sus idiomas habituales. Discutieron los dos artistas con prisa pero sin remordimientos sobre la profundidad alcanzada en temas muy variados: la modestia y el erotismo, la intimidad y la universalidad, la realidad y la ilusión, lo tangible y lo visible... También hablaron de todos los límites —grandes y pequeños— que puede haber entre lo público y lo privado.

«¿Hay una farmacia por aquí?», preguntó de repente Ventolin.

El caos del estudio le provocó cierta dificultad al respirar. Las telas de satén y los restos de las cosas más inverosímiles la empezaban a fatigar cuando descubrió que su inhalador, así como el resto de sus pertenencias, permanecía en el hotel. Tal vez fue el polvo en conjunto o la mezcla de multitud de restos de tapices lo que la hizo toser al final, aunque no quería.

Nunca quería toser.

Se marcharon de allí hacia la exposición en el Leids Universitair Medisch Centrum, en Leiden. Era una exposición dentro de un hospital. Compartió la visita con enfermos que salían de sus habitaciones para ver un poco de arte en la planta baja. Abandonaron el naufragio creativo del estudio por otro hábitat pictórico fascinante.

Ventolin se acordó de las lanas de su tía Geke al comprar el cuadro, cuyo título era algo así como
Durmiente número 6
.

«Me gusta que no haya límites, que no esté el arte dentro de su marco como una ventana aislada, sino formando parte de la pared misma, casi como algo metafísico.» Las palabras del artista sonaban lentas, como si fueran las de cualquier enfermo de los que había por ahí.

Sus cuadros, en las paredes, estaban casi a ras del suelo... tal vez para que se pudieran ver desde una silla de ruedas o para pedir también una pequeña cesión de intimidad a quien quisiera observarlos. Así estaba Ventolin, agachada largo rato en una extraña postura ante la durmiente número 6. Un poco antes de que se la durmieran a ella los pies, no dudó en pedir desde el suelo que pusieran el punto rojo en la pared desnuda; allí, al lado de sus rodillas.

Muy pronto la mujer retratada de espaldas, levantándose de la cama, llegaría a su casa, en Madrid.

Desde entonces, esa mujer del cuadro la escuchaba ensayar cada día en el cuarto que daba al jardín de la residencia de ancianos; era como si Ventolin B. y sus estruendos con el saxo obligaran a la mujer a levantarse de la cama cada vez... Pero ella, con la personalidad que se le intuía en el cuadro, no parecía enfadada. En cualquier caso, ¿quién podría saberlo? No había ningún gesto, porque no se le veía el rostro, pero ocurría algo importante: se le intuía la calma. Se levantaba sin prisas, y ya se sabe que la calma, en sí misma, dice muchas cosas.

Le gustaba que estuviera de espaldas, de otra manera. No como
La bañista de Valpinçon
de Jean-Auguste-Dominique, no como la obra de Caspar David Friedrich... Simplemente de espaldas, como la mujer en la ventana de Dalí, pero entre rollos de satén multicolores que animaban a introducirse en el cuadro, animaban a meterse en él, como quien se pone un pijama antes de ir a la cama.

IV

El acto de elegir un cuadro y no otro es algo muy íntimo; Ventolin B. sabía que le había gustado el retrato de esa mujer por una lejana razón que tenía que ver con su infancia, cuando, al principio de su enfermedad, había tenido que aprender a inhalar Ventolin 100. Necesitaba fijarse en una señora fotografiada en el margen derecho del prospecto; aparecía de lado. Ella, esa mujer, en los pasos 4, 5 y 6 del prospecto, explicaba en distintas instantáneas cómo había que sujetar el inhalador en vertical, exactamente entre los dedos índice y pulgar, colocando el pulgar sobre la base, por debajo de la boquilla, antes de echar tanto aire como «razonablemente se pudiera» y antes también de introducir la boquilla en la boca como indicaba el paso siguiente, el cinco; así, sin morderla, con la misma cara seria de esa mujer del prospecto gris. Siempre tal y como ella lo hacía, con la mirada concentrada al frente, donde quiera que mirara, nunca a ella, nunca a Ventolin. Así llegaba al punto 6, donde se explicaba que, con rapidez, se debía tomar aire por la boca mientras se pulsaba el inhalador para que se liberara todo el contenido del salbutamol al mismo tiempo que tomaba más aire... Esto era lo más difícil; todo había que hacerlo a la vez y las manos pequeñas de Ventolin ni siquiera podían mantener firmemente recto ese juguete nada divertido, del color de las paredes de esas oficinas un poco azules, un poco grises; un poco serias, un poco no. Si «una especie de niebla» se fugaba por los lados, decía el prospecto, significaba que el salbutamol no estaba yendo por donde debía y... había que volver a empezar retrocediendo al punto 2... Aquello le parecía a Ventolin como jugar al Monopoly y deberle siempre dinero a la banca, o caer una y otra vez en la cárcel, o en el pozo, y quedarse varios turnos sin mover los dados en el juego de la oca.

Así fue su infancia, creció aprendiendo a inhalar. Costaba hacerlo bien. Los soplidos, en el fondo, fueron una rebeldía frente a todo lo que significaban esas fotos del prospecto, estáticas, que mostraban a una señora supuestamente asmática pero que parecía que nunca hubiera pasado apuros; como si todo le saliera bien a la primera. Esa señora indicaba los pasos que se debían seguir a quien abriera el prospecto y dudara como solo se duda ante lo que no se sabe hacer. En cambio, la invencible señora aparecía en las fotos del prospecto mirando a otro lugar, concentrada en lo suyo y en lo bien que lo sabía hacer, nada más, y con ese pelo ladeado que, a diferencia del de la pequeña Ventolin, no se descolocaba nunca. Eso es lo que tienen las fotos. Ahí quedan, inmortalizando una secuencia; ni rastro de tos, ni del lloro de los ojos, ni de la asfixia ni del miedo antes de soplar... Sin embargo, todo deja huella, hasta esa foto. Por eso, con el paso de los años, la saxofonista optó por esa otra mujer, la de su cuadro; una mujer que, a diferencia de la del prospecto, estaba de espaldas y con el pelo recogido en un moño hacia atrás. No le hacía falta verla; adivinaba su cara amable al levantarse después de un sueño reparador; una cara sin tos ni rastro de ninguna fatiga.

Ése era su mundo, no había nada que añadir a esa discreta habitación, forrada en corcho
beige
y con ventanas desproporcionadas en su amplitud.

Al volver sus ojos al banco del jardín tras la interpretación de las notas finales con su saxo, notó una agradable sensación en los señores del banco: parecía como si la hubieran estado escuchando; aún más, estaban callados, atentos, como si presintieran que ella les había dedicado una canción. El señor triste se había quedado quieto en el banco, con las piernas estiradas y las manos en los bolsillos de la chaqueta. Ella sostenía una bolsa de plástico. La arrugaba, en realidad; estaba nerviosa o, al menos, eso parecía al compararla con su acompañante de banco. Ventolin ya conocía a esa mujer; siempre salía al jardín con una bolsa de plástico en sus manos. Los conocía a los dos. Parecían buenos amigos, de esos que se enfadan con fuerza. Aunque no tuviera nada que ver, la mujer le recordaba a otra señora joven algo demente que malvivía en un parque de Berlín, siempre acompañada de grandes bolsas llenas. Al menos Ventolin se la encontraba así cuando tenía algún concierto en esa ciudad.

En realidad, sobre todo en sus giras, la saxofonista también era una mujer sola. Por eso desarrollaba ciertos hábitos; por ejemplo, cuando algo le llamaba la atención, lo escribía al llegar al hotel. Después transformaba esas reflexiones en música; era entonces cuando tiraba las palabras a la papelera y solo se quedaba con las notas como recuerdo. Ésta era su pequeña parcela como compositora, solo para su intimidad. Ponía música a las palabras; componía una melodía que diera forma a lo que había escrito. Por ejemplo, ese día escribió: «La soledad siempre viene acompañada de bolsas.» Era un homenaje al utensilio: las palabras se convertían en música, como mariposas que ya no recuerdan que fueron gusanos. Música mariposa.

«Las bolsas, cuando están vacías, pasan desapercibidas. Cuando están llenas, se inflan como un globo. Una bolsa puede ser un globo juguetón, aireado por las manos alegres tras un día de compras... O un globo hinchado pero lánguido, inerte tras horas de sedentaria tristeza.

»En ese banco de Berlín, o en cualquier otro sitio, las bolsas de plástico lloran al lado de un ser.

»Sin embargo no se mueven de su lado. Acompañan hasta la muerte. Cuando los desperdicios las rasgan y dejan de ser útiles, mueren. Ni siquiera entonces son ellas las que se van. Son otras manos las que las tiran a un definitivo contenedor de basura.»

Esto decía su saxo ahora; así lo interpretaba la melodía. Iba calentando; de John Berry a su composición, después algo de Berlioz, Rossini, Meyerbeer... Bizet, Massenet, Ravel, Milhaud... Tenía que ensayar, y vaya si lo estaba haciendo. Cuando su conciencia volvió al interior de su casa, al envoltorio del corcho en las paredes de su habitación, a la ventana, al frente, a la señora del cuadro levantándose de la cama de espaldas... miró al jardín. Pero ya no había nadie. Parecía como si ella, en un concierto, se hubiera excedido en los bises y allí, en el patio de butacas, todos, ya hartos, hubieran abandonado sigilosamente la sala. Solo quedaba ella en el escenario, actuando para nadie... Pero no: ¿qué había ahí? Miró tras el cristal. Sí, había alguien en el jardín, allí junto al banco; no, tal vez fuera una sombra. Se acercaba la hora de cenar en el centro de mayores o, al menos, había terminado la hora que llamaban «del paseo», aunque en realidad nadie paseaba por esa superficie plana, sin peldaños ni ningún otro obstáculo para la gente de la tercera edad. Aparentemente todo eran facilidades para los pies, para los andadores, para las muletas. Sin embargo, los que allí vivían siempre estaban quietos; de una silla a un banco, del banco al comedor, del comedor a la sala de la televisión. Sus movimientos iban encaminados a un fin: quedarse quietos una vez más.

A veces era tal la pasividad que a Ventolin le costaba diferenciar si la persona era un ser o un objeto. En ese sentido, el centro de mayores podía ser un lugar de perdición. Un lugar donde se pierden de sí mismos los que no están enfermos; un lugar donde, en cambio, se recuperan los que se estaban perdiendo de los demás. Sin embargo, todos están incomunicados, porque, en ese entorno, igual que en otros del exterior, se rompe la ley más básica y universal de toda civilización: la de dar y recibir. Todo queda diluido en ese pequeño mundo sobrecargado de malos sueldos y demasiada especialización. Todo queda contaminado, como la actividad y la inactividad, como la vida y la muerte.

En medio de todo aquello, el médico de la sala de la mitad del pasillo de la derecha podría parecer un faro. Al menos lo era para quien en ese preciso momento encendía la luz de esa habitación de ensayo. Hasta entonces todo había sido luz natural, pero ahora llegaba la oscuridad del sábado, que era como la del lunes o la del miércoles, una luz que se iba poco a poco, pero de diferente manera... Porque hoy, a pesar de ser la víspera del domingo, Nolotil sí trabajaba. Ventolin guardó el saxo mientras pensaba en ese médico moreno al que le parecía conocer de toda la vida. Sí, hoy saldrían juntos si nada lo impedía, eso lo notaba hasta la señora del cuadro, quien, con su pelo recogido, tal vez aprovechara para volver a acostarse en el momento en que Ventolin dejara su saxo y su casa en paz, y, antes de irse, definitivamente, apagara la luz.

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