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Authors: Almudena Solana Bajo

Efectos secundarios (9 page)

BOOK: Efectos secundarios
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III

Salió de la residencia de un brinco; se hacía acompañar por un auxiliar del centro.

—Sí, ahora mismo nos vamos, señor Voltarén. Ahora mismito, en cuanto le lleve esto al señor director. —Era dulce el acento latino.

—¿Qué me tiene que llevar? —preguntó Orfidal Villán, el máximo responsable del centro, que entraba en ese momento.

Eso pasa a veces en el mundo de las relaciones públicas, algo que sabía bien el directivo joven, con aspecto de pulcra limpieza y un pelo moreno todavía húmedo.

—Hola, buenos días, Tom, ¿cómo está usted esta mañana? —preguntó Orfidal.

—Bien. Voy a dar una vuelta, que tengo algunos asuntos que atender...

—Señor Orfidal...

—Sí, es verdad —se dirigió al auxiliar—. ¿Qué tiene que darme?

—Han llegado dos cajas de medicinas, me decía la gobernanta si...

—Sí, déjelas en mi despacho, por favor. Luego las veo.

—Bien. Ahora mismo vengo, señor Voltarén... Espéreme por aquí que ya vuelvo.

—Vale, de acuerdo, no puedo retrasarme mucho más —dijo el actor, mirando el reloj.

Hoy era uno de esos días en que no le resultaba tan patético que un hombre de ochenta y cuatro años fuera al encuentro de una nueva oportunidad. Visitaba alguna productora de las que aún conocía, invitaba a un café a quien estuviera por allí, si es que surgía la ocasión. Si no, daba recuerdos para quien no podía atenderlo en ese momento y se marchaba. Tras el intento, volvía a la residencia, ya inofensivo y solo pendiente de la sopa caliente de las siete de la tarde, el primer turno de la cena; una hora en la que en otros tiempos no se habría tomado ni la primera ginebra con tónica.

Creo que lo mejor es escucharlo. No ahora, sino unos cuantos años atrás, cuando empezó a usar la crema de manos antiedad y creía que había dejado definitivamente el alcohol. Entonces vivía en Los Ángeles y empezaba su declive profesional, pero todavía era él, Mr. Candle, uno de los actores más requeridos para papeles de nivel, aunque éstos empezaban a no materializarse en el proceso final. Antes, en cambio, las cosas habían sido muy distintas: las ofertas de trabajo llegaban directamente a su representante y se resolvían en dos comidas y un whisky. Es la diferencia entre ser elegido y ser invitado a poder ser elegido; todo el mundo sabe en el mundo del espectáculo que no es lo mismo que te escriban un papel o que te convoquen con otros cuatro o cinco actores para demostrar cómo defenderías ese papel. Digamos que estaba en la fase de los
castings
selectos, algo con lo que soñaría cualquier joven promesa, pero que resultaba poco para quien no estaba acostumbrado a hacer más méritos de los que aportaba su nombre.

Pero, decía, debemos escucharlo. Reconozco que yo le he tomado cariño y tal vez inconscientemente pretendo que a ustedes les pase lo mismo. Elijamos una situación al azar, por ejemplo una cena de trabajo que él mismo provocó en ese momento en que el trajín en Los Ángeles solo consistía en tener comidas y cenas de trabajo. Ésta había sido organizada por su cirujano plástico, el doctor Robert Timblen, y su mujer, Ariel. Estas conversaciones formaban su día a día.

Tom Candle, preocupado por el paso del tiempo en su cara, estaba ahí sentado en casa de los Timblen, al lado de su agente y casi amigo Stuart.

La cena empezó con sinceridad. No podía ser de otro modo.

El actor tomó la palabra.

—Está claro que soy un adicto, que he sido un adicto toda la vida, y no hay nada nuevo que pueda decir al respecto. Es una enfermedad, una enfermedad específica sobre la que creo saber bastante, porque me he pasado toda mi vida persiguiendo a los científicos para que me expliquen cómo funciona. Sin extenderme, diré que mi cerebro siempre quiere más porque no sabe relajarse, y eso se convierte en un problema. No me gusta que me detengan por conducir bajo el efecto de las drogas o el alcohol, pero, en ocasiones, ese tipo de situaciones son necesarias para que me dé cuenta de mi estado... —Se detuvo bruscamente—. Mi problema es la vida real. Por eso me gusta la interpretación, porque es catártica.

—Pero ya estás limpio, Tom —cortó el doctor Robert Timblen, con la intención de dejar en el aire un interrogante.

—Fue un proceso duro el del hospital. Allí estás veintiocho días, y te tienes que lavar hasta tu ropa interior, lo cual viene bien para la humildad. Luego asistes a seis charlas diarias y en cuatro semanas estás limpio. Claro que el truco está en no recaer.

En ese momento acarició a su acompañante, de nombre Marleen. Era la compañera actual de Tom, pequeña de estatura, no pequeña de edad, porque veintisiete años no son pocos en Los Ángeles.

Ella se dejaba acariciar sin pudor. Tom seguía hablando mientras deslizaba sin rodeos su mano por la espalda de su acompañante, hacia abajo, sin dificultad, porque a Marleen siempre las faldas, aunque fueran de la talla treinta y seis, le quedaban grandes. Después su mano ascendió por debajo de su blusa hasta que le soltó el sujetador, sin darle importancia.

—Quítate esto,
sweet heart
, no te hace falta —dijo en voz alta el actor, que todavía conservaba las estridencias de los mimados de Hollywood.

Y así lo hizo ella. Se levantó e, igual que se fue, regresó dulcemente, sonriendo a su acompañante de entonces, un galán maduro, y a todos los presentes.

—Ven aquí... —le decía el actor, mientras ella recuperaba su sitio y él se incorporaba a la conversación sin dejar de juguetear con su espalda...

—En Hollywood, al final, no somos más que productos empaquetados por la industria... —alguien comentó.

—El problema —aclaró su agente— es que aquí no se lleva bien el paso del tiempo; la gente mayor ha desaparecido, al menos en los grandes estrenos...

—¿Creéis que Marleen va a ser una estrella? —interrumpió Tom mientras a ella le pellizcaba suavemente la barbilla.

—Sí, claro. —Se adelantó rápidamente la mujer del doctor—. Se le ve en la mirada.

—¿Qué dice? —preguntó la aspirante a actriz.

—Que se te ve en la mirada que vas a ser una estrella,
sweet heart.

—Gracias —respondió ella con un acento lejano.

—Bueno, en lo personal, Tom, estás muy bien. —El doctor Timblen recuperó el tema de conversación.

—En lo personal,
you know
, estoy contemplando la muerte. Es mi obsesión cuando no duermo.

Después de un silencio llegó la voz pausada de su agente.

—¿Qué está ocurriendo para... que no tengas trabajo, Tom? —Cambió de voz y lo miró directamente a los ojos—. Dos directores me han dicho que añoran las expresiones fuertes de tu cara...

—Vamos a ver. —El doctor Robert se hizo escuchar—. Creo que ahora que te encuentras mejor físicamente, Tom, podría ser un buen momento para actuar. Necesitaría ver películas, pero no de las primeras, sino recientes:
La montaña de alabastro,
se me ocurre. Insisto, deben ser películas de no más de diez años.

—Entonces... —tomó la palabra el agente, mirando a sus dos interlocutores.

—Entonces... —dijo el doctor—. Creo que podemos hacer resurgir tu expresión, recuperar tu fuerza sin añadir edad. Pero imprimiéndote, cómo decir, curvaturas, sombras... Estás demasiado liso. —Le tocó la cara—. No hay hueco para que se cuelen misterios en esta cara, todo es demasiado obvio.

La mujer del doctor se levantó suavemente de la mesa con la intención de que los tres varones implicados, actor, agente y médico, continuaran en mayor intimidad, concretando detalles quirúrgicos, económicos y de calendario. Ofreció puros de la reserva de su marido, tomó del brazo a Marleen y desaparecieron las dos.

—Ven, querida, ayúdame a preparar las copas.

Marleen tomó discretamente el sujetador, que estaba aún a los pies de su silla, y lo llevó consigo para meterlo en el bolsito pequeño que había dejado en la mesa del recibidor de la entrada en la mansión de los Timblen.

—Soy experta en preparar un buen gin-tonic... —La mujer del cirujano plástico, la anfitriona, dirigió su sonrisa a esa mujer morena de apariencia frágil y labios grandes, con la ilusión de que empezara a entender su idioma de una vez o, en su defecto, con la esperanza de no estar con ella a solas mucho tiempo. No ocurrió ninguna de las dos cosas. Marleen solo atinaba a volver a sonreír a cada rato y, de pura inseguridad, a subirse las medias una y otra vez. Daba las gracias en todo momento por cosas que no las merecían, por lo que Ariel confirmó que, en realidad, era lo único que esa chica sabía decir.

Después de aquella cena, Tom Candle vivió una noche de amor jovial ayudado con whisky y mucha cocaína compartida con Marleen. Quedó también apalabrada una nueva intervención quirúrgica que fue un éxito en forma y resultado, ya que, después de ella, le llegaron a Tom Candle entusiastas reconocimientos en pequeños papeles de hombre duro. Papeles estelares, decía él; le decían todos. En esos últimos años no le importaba esperar horas, porque, mientras llegaba el momento de su secuencia, también se sentía activo, al contrario de lo que le había ocurrido cuando su hija era pequeña y disponía de camerino propio. Sí, esos últimos papeles eran buenos ejemplos para recordar, pero hasta incluso ésos se pierden en el recuerdo de los demás.

Unos años después de su última intervención, le llegó al actor, siempre dispuesto a volver a empezar, una nueva mayoría de edad. Pero ese empuje era cada vez más difícil de mantener con las emociones de un anciano. Fue cuando volvió a España y aceptó que, más allá de otros cuidados, necesitaba Voltarén pomada para sus articulaciones. Nuestro actor dejó el aspecto exterior y comenzó a preocuparse de su estado interno con la misma cadencia natural con que, alternativamente, su espacio en las revistas había pasado de los reportajes a todo color a los artículos domésticos, esos que aparecen en página interior impar, en blanco y negro. A lo largo de esos meses se fue apagando el interés por Tom Candle y empezó a vivir ese ex galán que siempre lo había estado esperando.

Ahí está él. Como un falso adolescente de ochenta y cuatro años... Un hombre con buena piel, pese a todo. Un mozo de asilo. Dejémoslo, que hoy parece que va a desayunar tranquilamente en la residencia con su chaqueta de lana fría, perfecta con sus amplios bolsillos a izquierda y derecha para no olvidar ni la pomada Voltarén ni el teléfono. Él no lo sabe, nadie lo sabe en realidad, pero éste será su último paseo, porque dentro de unas horas el actor va a morir. Un rato después llegarán la policía y la médica forense, como ocurría en las películas que él mismo interpretó.

LEXATIN
EL NIÑO AL QUE LE SIGUE LA LUNA
I

Lexatin, el marido de Augmentine, bajó de nuevo los ojos hacia la portada de unos peces de colores buceando por un fondo blanco. Siempre tenía un libro entre manos, especialmente ahora que se encontraba de baja por ansiedad, una de esas bajas médicas que tienen algo de verdad y algo de mentira.

Después de quince años trabajando a jornada completa en el
Marca
, ese periódico de deportes, más que en su lugar de trabajo, se había convertido en su lugar en el mundo, su microcosmos, todo. Además, el
Marca
contaba con bastante aceptación en el mercado y eso, salvo en el sueldo, salpicaba para bien a los que trabajaban en él; pero hasta ahí llegaba lo aceptable. Lo demás era malo, porque malo era todo lo que quedaba teñido por la presencia de su redactor jefe. Era imposible no ya la convivencia en general, que uno aprende a sobrellevarla de algún modo, sino la convivencia con él. Su sola presencia hacía encorvarse a Lexatin debido a un nudo paralizante que se le formaba en el estómago. La situación requirió cuidados médicos especiales cuando llegó a darse la circunstancia de que el redactor, ciertamente obsesionado, veía a su jefe incluso cuando no estaba. Aun en su ausencia, intuía sus desaires y su animadversión. En definitiva, necesitaba descansar de él.

Tomaba Lexatin 1,5 miligramos desde hacía cuatro días, cuatro nada más.

El médico le recomendó dos semanas de tranquilidad; necesitaba, en definitiva, una baja laboral. Se lo dijo muy claramente.

—Lexatin, no se debe jugar con la salud. Usted tiene que tranquilizarse. Intente olvidarse del trabajo.

Una vez aceptada la seriedad de la situación, a Lexatin no le habría importado extender esas jornadas de tranquilidad y buena concentración un poco más. Si ese retiro forzoso de la redacción ya había dejado en evidencia las limitaciones de sus nervios ante sus compañeros del periódico, «ya qué más da», pensaba.

Pero nuestro redactor de base y aspirante a novelista, a veces también creía que su baja podría hablar de su habilidad para hacer un dulce corte de mangas a quien lo empujaba a la desesperación en el trabajo. Desesperado, como se está ante esas gotas que caen insistentemente sobre el fregadero, cuya caída libre nadie detiene. Desesperado, como solo uno puede enfrentarse en la soledad de la noche al suave martilleo de un reloj de mala calidad.

Una gota y otra. Un tictac y otro más. Un día y otro en su trabajo.

Se acabó, gracias a su baja laboral por una ansiedad más real de lo que él pensaba.

La calma química llegó con Lexatin. Como la mayoría de los pacientes, no necesitó más de tres cápsulas (4,5 miligramos) al día. Y también como para el resto de los
lexatineros
del mundo, esa dosis era el resultado de una simple operación de cálculo entre la naturaleza de la enfermedad (ansiedad), su edad (cuarenta y cuatro años) y su peso (ochenta y tres kilos). Todo estaba bien en ese nuevo ritmo vital en el que los reflejos no entendían de prisas, y mucho menos de imprevistos. Por eso no entendió ni atendió a su mujer, Augmentine, cuando leía ante él un prospecto de manera desafiante. Estaba realmente afectado por ese bromazepam que su cuerpo recibía con la constancia preestablecida por su médico. Ausente, solo consiguió entrever que la irritación de su mujer no era completa, pero sí su discurso. Un discurso del que, para ser honestos lo diremos ya, no se enteró en absoluto; lo perdió casi por completo cuando, por una imperceptible distracción, se quedó colgado de los brillos de su cara. Luego se columpió en la suavidad del movimiento de sus manos y, aún más tarde, como en cámara lenta, se dio un tiempo para recrearse en semejante paisaje general hasta regresar a los labios de su mujer y, finalmente, escucharla decir algo. No tuvo tanto tiempo para toda esa travesía. Su calma no coincidía con la energía que tenía delante de él. Por eso, mucho antes de lo previsto, su mujer, embarazada de dos semanas, terminó y se dio la vuelta hacia la puerta de salida.

Lexatin no supo qué pensar y, por eso, como hacía tantas veces, no pensó nada. Expulsó, sin más, lo que pretendía convertirse en una intranquilidad.

No pasaba nada. Nada lo alteraba; ninguna tensión, por favor.

Según el ánimo, un día, al calzarse las zapatillas por la mañana y tomar el primer Lexatin, se sentía cobarde, vencido, como si fueran las cuatro de la mañana en
El mundo detrás de Dukla
, la novela de Stasiuk, uno de sus autores favoritos. Como si el autor mismo le hablara al oído... «A las cuatro de la mañana, la noche eleva al fin sus posaderas negras.» Otros días, en cambio, su arrojo era muy distinto, cuando, por ejemplo, tomaba el segundo Lexatin a la hora de comer, después de que le hubiera cundido la mañana para hacer lo que más le gustaba: cultivarse, leer, pensar. Si lo hacía, una vez superada la somnolencia posterior al almuerzo y justo antes del paseo de la tarde, se sentía rico, afortunado, millonario; más que eso, realmente e-le-gi-do. Si, además, ponderaba que ésa era la apreciación que podrían tener de él sus compañeros —tan importante era la opinión ajena para su autoestima—, entonces llegaba la gran tómbola de gloria, esa que solo disfrutan los que conocen la vida al margen de las rutinas obligadas. Sin duda, en sus actuales circunstancias, ahora era uno de los pocos invitados a esa otra célebre existencia, la que se oculta para el resto de la humanidad, camuflada felizmente detrás de los martes, y los lunes, y los otros días aparentemente anodinos.

Sin embargo, ni en su mejor día Lexatin era uno de esos hombres que podrían denominarse divertidos u ocurrentes. No es que fuera insustancial o aburrido. Al contrario, mantenía buenas conversaciones e incluso podía resultar discretamente sorprendente. Cuando nadie lo esperaba de él, por ejemplo, se afanaba en buscar por todas las tiendas del centro ese pan de cristal que tanto le gustaba a su mujer, también era el primero en comprar la flor de Pascua cuando se acercaba la Navidad. Todo eso era cierto, pero su rictus vital —antes incluso de sus problemas en el trabajo— era el de un jugador de fútbol en su último año de carrera profesional en una liga de tercera división. Así es la vida. A él no lo favoreció con el don de la magia. Otro en su caso fardaría de gemelos compactos, buenos pases de gol y abdominales de hierro. Sin embargo, él, apesadumbrado, relataba los goles injustos encajados por el portero de su equipo, nada más.

Cuando su mujer, Augmentine, cerró la puerta de la calle con el prospecto aún en la mano, Lexatin se quedó solo frente a dos cosas. La primera era la mesa camilla del cuarto de estar, una de las pocas que quedaban en las casas de la ciudad y que representaba una plaza segura para el encuentro de los buenos libros cuando aún esperaban su turno de lectura.

La segunda cosa era él mismo. Ese lado suyo, el más oscuro.

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