Efectos secundarios (4 page)

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Authors: Almudena Solana Bajo

BOOK: Efectos secundarios
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EL CURRÍCULUM DE LOS FRACASOS
I

Nolotil, antiguo novio de Adiro y médico de profesión, escuchaba a una novelista que hablaba de su obra en la radio.

«La humanidad está en los fracasos, es el otro currículum de nuestra existencia. Si uno se pone a pensar en todos los currículum vítae que pueden hablar de nosotros a los demás, éste es el menos válido, porque muestra nuestras derrotas. Sin embargo, es el que nos hace más invencibles, menos vulnerables. Los currículums de las glorias y los másteres hacen felices a los padres que justifican así los años de inversión. Por otro lado, los currículums de larga experiencia unida a juventud —difícil combinación— hacen felices a quienes están detrás de un proceso de selección. Pero ¿cuál es el currículum que te hace más feliz a ti, o a mí? ¿Con cuál has aprendido más? ¿Cuál es el que refleja mejor lo que quieres realmente ser, sin envoltorios? El currículum de los fracasos, sin duda; el más grande y el más humano de todos, porque muestra, como ninguno, nuestras más profundas aspiraciones, aquellas por las que luchamos como si quisiéramos dar un salto y dejarnos ver en esta tierra difícil, y tan chata..., y así decir: “¡Eh... que soy yo, que aquí estoy! Aquí está mi talento. Tengo un nuevo proyecto por el que lucho, pero no consigo sacarlo adelante, porque mis errores y las circunstancias hacen que las cosas sean difíciles; nada me sale.” Ahí está lo mejor del ser humano, ahí está la humanidad del fracaso; ese justo ángulo donde se esconde todo lo que no es pero todavía puede llegar a ser mientras las aspiraciones se mantengan latentes en el espacio, como una pompa de jabón antes de estallar.»

«Todo lo que
no
es pero puede llegar a ser...» El pensamiento quedó colgado de una frase.

Nuestro protagonista, Nolotil, era un hombre con cara de pastilla. Ni siquiera el afeitado conseguía imprimir algo de sombra, o de hombría, en su piel. La textura rosácea de su cara podría parecer la de un delicado bebé; blanca, blanda. Sin embargo, sus anchas espaldas —herencia de su gusto por la natación desde la infancia— compensaban esa carencia. Pese a todo, era un hombre bien parecido, incluso un sábado por la mañana sin apenas haber podido dormir.

La radio continuaba encendida.

—Rita Levi-Montalcini —comentaba la autora—. Recomiendo su
Elogio dell’imperfezione
. Me encantaría que fuera mi amiga —lanzó, de repente—. Compartiría con ella café y debate; té o manzanilla.
Amaretto
, y grapa, y whisky... ¡Nada le haría perder la lucidez!

Así, entre imperfecciones, Nolotil dejaba transcurrir el tiempo. Lo que oyó sobre los otros currículums y la humanidad del fracaso le pareció un interesante punto de vista para una mañana en casa, sin prisa. Tomó un Nolotil con la dificultad habitual. ¡Cuánto le costaba tragarlo! Detectaba rápidamente cualquier gragea intrusa que llegara a su garganta. Afortunadamente, el café con leche lo ayudó en la ingesta. También sirvieron de apoyo las palabras que aún provenían de la radio y formaban un dulce baile entrelazándose con sus pensamientos, perfectamente acompasados también. Era justo la conversación que le gustaría tener. En medio de ella, finalmente tragó el medicamento.

«Los errores... nos humanizan», repitió, dando otro sorbo al café.

El sol entraba por la ventana. No era un sol que calentara, solo decía: «¡Eh, aquí estoy; buenos días!» Llegaban los ruidos de los autobuses, pero no se percibía crispación en los coches. Había calma en ese Madrid de chocolate con churros y pan de picos tamaño especial. Es verdad que Madrid no es una ciudad muy dada a la venta de flores; son caras y duran poco y, salvo excepciones, como los novios en sus primeras intenciones de conquista, se siguen reservando para los muertos más que para los vivos... Pero, si hubiera un momento en el que esta ciudad aceptara la sorpresa de la compra de un ramo de flores en un local o a una de esas vendedoras que aparecen entre cubos negros con agua a las puertas de un mercado..., ese momento sería justo éste en el que estaba Nolotil. Cada sábado por la mañana, Madrid, ciudad verde y con flores en sus parterres callejeros y hasta en las gasolineras, renueva su intención de ser una ciudad con flores frescas también en el interior de las casas. La de Nolotil era un apartamento normal. Solo disponía, como casi todos los vecinos, de alguna planta fosilizada en su maceta. La suya era un ficus que le había dejado un compañero de hospital cuando pidió el traslado y abandonó muchos enseres en la mudanza.

«Hoy no va a llover», se dijo mientras echaba un poco de agua al ficus de interior.

Después también pensó otras cosas. Pensó: «No tengo frío. No tengo que trabajar. No tengo la amenaza de ninguna guardia. Sin embargo, no tengo ningún plan. No pasa nada.»

Había bastante paz a las 12.30 del mediodía en ese pequeño apartamento de Chamberí. Un salón-cocina, una habitación amplia con terraza y un baño, también exterior.

Nolotil no necesitaba mucho más espacio. Vivía solo, aunque había estado a punto de casarse hacía solo un año. Con Adiro, alguien a quien yo ahora conozco bien, aunque entonces era una desconocida para mí; alguien que defendía una y otra vez que ese que tenía delante, su novio, le mentía. Le mentía porque le decía que sí cuando en realidad era no. Estaban a punto de casarse; era impensable que aquello pudiera ser así. Pero la señal de alarma, ese tic interior que sentía Adiro al presentir una mentira, se activó. Ella estaba asustada; apenas estaba comenzando a convivir con ese horrible don que le hacía descubrir la falta de verdad en cualquier interlocutor. Todo era muy extraño en realidad.

—Pero Adiro... —decía Nolotil, intentando tomarle la mano desde el otro lado de la mesa.

—No, no me quieres. ¡No mientas! —aullaba.

Fue dramática aquella cena que no terminó nunca y que por siempre permanecerá sin postre. Adiro, su novia desde hacía dos años, no podía controlar las lágrimas cuando le explicó, mirándolo a los ojos de manera intimidatoria, como jamás lo había mirado antes, que ella sabía lo que le estaba diciendo, que ella sabía más de lo que él imaginaba.

Nolotil ignoraba que mentía. Cuando alguien se cree sus propias mentiras, ¿miente en realidad? Él no imaginó nada ni entendió nada. Sin éxito, siguió preguntando. Todo quedó ahí, en un fracaso personal a añadir a la lista de una existencia llena de malentendidos y desengaños. Tal vez era cierto que la barrera entre el sí y el no a veces es difusa, y era mejor que la vida le dijera claramente que estaba confundido, que el amor no era eso. No era decir que sí, que sí te quiero. No era llevar un anillo en el bolsillo como hacen en las películas, ni dejarse engatusar por una melena de color café sin preguntarse qué sería de ella cuando perdiera su espesura y su aromático color.

Es cierto que hubo un revuelo, sobre todo entre la familia y los amigos. No había mucho que decir, salvo que no tendría lugar la boda. Ni ella habló con nadie del porqué de su certeza ni él encontró la forma de demostrar que estaba profundamente dolido. Solo se sentía confundido, sí, muy confuso. Pero aludir solo a la confusión no era suficiente. Por eso optó por el silencio, lo que dio lugar a rudas especulaciones, burdas síntesis que aglutinaban todo en la suma de dos palabras que señalaban a una tercera: ¿otra persona, quizá?

La falta de información se apoderó de todos de tal manera que, al final, esa tercera persona —la supuesta culpable de la ruptura—, sin existir, cobró vida. ¿Quién es? ¿Dónde vive? ¿Desde cuándo?

Tardó en llegar la calma al entorno. Nolotil se centró en su carrera de médico con algo más de entusiasmo. El trabajo en un centro de salud le pareció algo menos malo; incluso desarrolló más paciencia para escuchar una y otra vez a personas sanas que llegaban deseando conversar con el punto de partida del dolor de una cadera, los ruidos de algunas articulaciones o el mal riego sanguíneo de las piernas... Algo que mereciera una receta, un sello, la firma del médico como símbolo de paz entre los falsos dolores y la vida en soledad. Las personas de avanzada edad eran las más necesitadas. Eran también las únicas que decían: «Hola, doctor», al traspasar la puerta de la consulta. «Buenos días»; «buenas tardes»; «cómo está, doctor».

Nolotil, a pesar de sus treinta y tres años, conocía ya bien los declives de la edad. Era médico geriatra, la única rama de la medicina que se ocupa de la influencia del paso del tiempo en el cuerpo humano. Acudía dos veces a la semana a una residencia de mayores de cierto nivel. La cuota mensual para sus ancianos, sin extras, no descendía de los dos mil quinientos euros al mes. La organización del centro contemplaba la presencia de un médico de plantilla, a quien él ayudaba a modo de refuerzo, pasando consulta los martes y los jueves, de cuatro a siete y media de la tarde. Su visita sacudía la rutina de los ancianos —igual que cuando llegaban el peluquero o el podólogo, los lunes y los miércoles—. Por eso gozaba de mucha simpatía entre los residentes. Algunos se encontraban en perfecto estado de salud física, pero no mental. Otros, al contrario, con absoluta lucidez, lamentaban el temblor de sus manos, que un día habían sido no solo fuertes, sino también hacendosas.

Los bordados huían junto con las lecturas, para refugiarse en ese lugar donde reposa la vida robada; ese gran almacén lleno de enseres inservibles: gafas de pasta marrón; agujas de punto; antiguas máquinas de escribir; fotos en blanco y negro, y muchas flores, algunas de papel.

Tal vez la vida robada comparta espacio con las aspiraciones en algún lugar lleno de polvo nacarado. Si, por ejemplo, pudiera hablar el pasado de un anciano; si pudieran conversar sus ganas de parar un gol cuando aspiraba a ser portero titular de un equipo de fútbol que le habría permitido pasar a la Liga Regional a los dieciocho años; si pudieran reencontrarse esas ganas con ese balón que ahora deambula en el limbo de la vida robada... Sí, caramba, yo creo que se reconocerían. «Las cosas son humanas», publicaba en esos días un tal «Menta» en su blog. Las cosas —se decía—, aún sin alma, son de carne y hueso. Cómo si no explicar que su pérdida nos destroce; que su desatino —como el de ese balón que no fue parado y cambió una vida— nos derrumbe... Por eso tendría lógica que se reencontraran la vida robada y las aspiraciones. Sí, eso estaría bien. Así se lo diría a esa escritora que hablaba por la radio, si tuviera una posibilidad de hablar con ella. Le transmitiría su punto de vista, si ella no estuviera lejos ni él, en pijama y zapatillas en el pequeño salón-cocina de su casa.

II

Empezó a tomar Nolotil la noche de la última cena con la que iba a ser su futura mujer. La cena inacabada.

«Nolotil cápsulas se utiliza para el tratamiento del dolor agudo posoperatorio o postraumático.» Más bien, en su caso, podría ser para lo segundo. Un médico no necesitará leer al pie de la letra un prospecto. Pero sí, generalizando mucho y hablando con el desconocimiento de un policía nacional, pudo haber algo de efecto traumático en el inicio del malestar de Nolotil. Hasta entonces no había notado ese dolor de cabeza agudo, como si tuviera un alicate que tratara de empequeñecer sus sienes. Tal vez ese dolor fuera el camino que encontró la incomprensión para manifestarse. Todo resultó tan fulminante en el fin de sus planes de matrimonio que ni siquiera hubo lugar para la transición. El día posterior al terrible desenlace, Nolotil no acompañó a Adiro a la copa de Navidad que daba la empresa KPMG, donde ella trabajaba de consultora. Muchos de los compañeros de quien iba a ser su mujer estaban invitados, algunos incluso ya habían enviado sus regalos. Demasiado barullo, demasiados cambios, papeles de otro alquiler, arterias del corazón algo alteradas, papeles de registro civil, anulación del banquete, papeles de regalos desenvueltos, lista de boda que cancelar...

Nunca hasta entonces había sabido lo que era el dolor propio, y en esa cena le llegó doblemente. El dolor de una pérdida y el latigazo de su herencia. Aun así, sobrellevaba bien la carga de esas tenazas en sus sienes; no le quedaba más remedio.

Hacía días que no necesitaba tomarse uno de esos pequeños torpedos de color burdeos tan difíciles de tragar incluso en una mañana de sábado como ésta, sin prisas y sin nadie pendiente de él. No era fácil el trámite para este hombre de garganta seca y nudo de corbata prieto debajo de cualquier bata blanca o americana de color. Al fin pudo descansar cuando lo consiguió. Se quedó relajado con la taza de café con leche en la mano, mirando por la ventana de su salón, a la espera de que el dolor desapareciera, algo que no era inmediato, como ya advertía el prospecto y él sabía con la seguridad que da conocer, uno por uno, todos sus componentes. Dos horas incluso podía llevar la transición hacia el no dolor, pero hoy no había prisa.

Veía las copas de los árboles desde la ventana, verdes como el prospecto, y como las franjas que atravesaban en distintas tonalidades la caja de Nolotil. Árboles verdes en distintas gamas y un ladrillo entre anaranjado y marrón de la casa del otro lado de la calle; eso es lo que veía Nolotil desde su ventana del tercer piso. Alto, muy alto y en medio de todo, el sol traducía al optimismo una escena sin apenas decorado. El médico, apoyando ligeramente el codo en la ventana, solo tenía al alcance de su vista las copas de los árboles y un fondo de pared; ni rastro de vida humana, porque la vida humana estaba mucho más abajo, en el paso de cebra que sabía que existía pero no alcanzaba a ver. Nolotil solo abría los ojos ante lo que tenía delante, su vista más conocida, un poco de verde, un poco de marrón y un pequeño rectángulo azul: el cielo, trozos de árboles y pared. El sol, por lo demás, llenaba la escena de contenido. Era esa caricia de calor que se acercaba a la ventana y le daba a Nolotil en la cara, suavemente, como de refilón, sin aumentar el dolor, al contrario, suavizando la espera. Acunando la calma.

No estaba acostumbrado a tener tiempo para pensar en sí mismo, pero la situación no le ofrecía muchos más recursos. Él, Nolotil, el médico geriatra que siempre tuvo buenas notas, creció sin complicaciones y sin aprender nunca a decir no. Nunca lo había dicho en realidad.

Era incomprensible que la vida no le hubiera dado bofetadas a pesar de haber dicho sí a una adolescencia de alcohol, a las drogas cuando llegaron, a los peligros innecesarios cruzando por diversión las vías del tren en el último momento o acelerando de más la moto por calles prohibidas. Corría hacia los riesgos y volvía de ellos, porque, frente a todo, predominaba siempre su inteligencia. A nada decía no, pero tampoco prometía permanecer en ese limbo de situaciones límite. Ahora, a sus treinta y tres años, seguía aferrado al sí como forma de vida. Había estado preparado para gritar un sí bien alto frente a los testigos el día de su boda. «Sí, quiero.»

Pero el brusco desenlace lo había lanzado al mundo del no.

Las cápsulas de Nolotil lo forzaron a adoptar una nueva actitud. Como las tomaba entre tres y cuatro veces al día, no podía sino tener máxima precaución en algunas de las cosas más cotidianas. El antiguo kamikaze de las curvas ahora no debía conducir ni manejar ninguna otra máquina, como recomendaba el prospecto. Esto era un inconveniente, sobre todo los martes y los jueves, cuando solía acudir con su coche al centro de mayores. Sin embargo, la necesidad de precaución fue suficiente para hacerle ver que comenzaba una nueva etapa de su vida, en la que, finalmente, sí existían las limitaciones. Posiblemente su cabeza, esa que le dolía, le dijo que pensara un poco más las cosas por primera vez en su vida. Quién sabe si al final era cierto que en realidad no quería a Adiro, su antigua novia, como ella le había repetido una y otra vez.

«No me quieres, Nolotil. ¡No mientas!»

Quizá él le había dicho que sí desde el principio por su natural inclinación a la inercia. Y salieron y comieron y se amaron o se prometieron amor y proyectaron su boda y acompasaron sus extremas personalidades a la velocidad de la cinta del gimnasio sobre la que corría Adiro, acelerando hasta el nivel catorce y quince y dieciséis... en solo un minuto y treinta segundos.

Estaban hechos el uno para el otro, Adiro y él. ¡Cuántas veces lo había escuchado! Ella, frugal, siempre en órbita, inteligente, y él... su médico, guardián de esa leve lesión cerebrovascular y de su necesidad cotidiana del ácido acetilsalicílico. Guardián y compañero también de disputas, de peleas y de todos y cada uno de los buenos momentos tremendamente compensatorios. Ella sabía —lo descubrió pronto— que a su novio le costaba decir no; nunca se negaba a nada. Al principio, Adiro lo consideró el más arrebatador de sus encantos, porque muchas veces la hacía sentir como una niña. Como cuando tiraba de la solapa de su americana frente al escaparate de una pastelería y él, solícito, le compraba un merengue de fresa.

«¡Es tu media naranja!» Durante dos años escucharon esta frase, tanto Nolotil como Adiro.

Pero venció lo que no se ve y siempre vence. La voz interior de Adiro, desafiante, inquisidora ante las mentiras, descubridora de los plagios más sutiles... Esa voz interior señaló la alarma a Adiro, novia feliz que no supo acercarse nunca más al compromiso. Se volcó en el mundo virtual y, con él, cayó en la independencia de las frases cortas y el doble sentido de las frases fuera de contexto. Facebook era un buen aliado para inventar un personaje virtual, un avatar digital, una manera de reinventarse o, más bien, de mentir. Su vida virtual, en general, la hizo más accesible a través de las redes sociales. Accesible, al menos, al mundo de las personas como yo, no tan brillantes como Nolotil, ni educadas en la diversión del sí, sino seres solitarios y levemente correctos; nada más.

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