Read Efectos secundarios Online
Authors: Almudena Solana Bajo
Ahí está Adiro, vestida de ejecutiva con colores que nunca abandonan del todo el azul marino ni el
beige
. Pese a lo prudentes que puedan parecer estos tonos, al verla de lejos, la hechura de su vestimenta demuestra dos cosas: que sus carnes por debajo del tejido están prietas y que la tendencia que marcan las pasarelas del mundo no le son ajenas. No pensemos en trajes uniformados o anodinos, sino más bien en un gusto evidente por el cultivo de un fondo de armario sin estridencias, pero de buena calidad. Esto combina bien con su persona.
No puedo dejar de mirarla.
Se desenvuelve de una manera firme, sin desatender sus extremidades y como queriendo demostrar al pequeño mundo de su entorno lo ocupada que está. Los hábitos —las acciones en general— camuflan las oscuridades de cada uno; lo oscuro, lo que queda por detrás, se diluye mejor en movimiento. Perdida en la velocidad, su vida no va a ningún lado; fluye, sin más, y ésa es la vida que quiere vivir, como la sangre en movimiento. Los obstáculos son un trombo.
No debería tardar más en hablar de la terrible característica que esconde su personalidad. Después de mucho tiempo de observar a Adiro, todavía me pregunto: ¿cómo se puede vivir con un don tan desafortunado? Diré ya la terrible verdad: ella puede detectar una mentira tan solo escuchándola. Esta fatalidad no se manifiesta de forma continua, solo a veces, y casi siempre sin avisar. Ojalá no le ocurriera nunca. Lo detesta, le arruina la vida, la amistad, las expectativas más pequeñas. ¡Descubrir cualquier mínima mentira! ¿Dónde se puede llegar así? A ningún lado; al suicidio, a la pena perpetua... Ella, en cambio, ha optado por llegar a todos los sitios a la vez. Vive sin freno y sin pena; esto lo consigue haciendo un corte de mangas a las mentiras según van llegando las alarmas que su mente detecta en las caras, en los gestos, en las bocas de sus interlocutores, ya sean amigas, amantes o simplemente conocidos. Las relaciones en el trabajo son esquivas y su vida social, más allá de los recuerdos de un ex novio y una amiga de verdad, fluye, básicamente, en esporádicos encuentros concertados a través de Meetic
.
Todo comenzó cinco años atrás; es fácil de recordar, porque en ese momento empezaba a tomar de manera regular Adiro 100 en pequeños comprimidos. Un día cualquiera, un pequeño desliz verbal, una frase corta, le mostró su propio drama.
—¿Te gusta?
—Oh, sí. —Apenas lograba decir él. Ella se la chupaba en el coche por primera vez.
Poco antes de casarse, tal vez debido a su carácter hiperactivo o a alguna pequeña malformación congénita, o a ambos factores a la vez, el médico, además de otros cuidados, le recomendó tomar un comprimido Adiro 100 al día. Era la única manera de prevenir la repetición de lo que parecía ser —según el diagnóstico— un leve accidente cerebrovascular no hemorrágico. Ella tenía su cara entre las piernas de su novio, médico de profesión, cuando él no quiso alarmarla ni romper la magia, pero suavemente le dijo: «Aprenderemos a vivir con ello, mi amor. Te quiero.»
En aquel momento todo iba bien. Tenían una vida plena; destrozaban la cama cada noche en el pequeño apartamento de su novio y el futuro de ambos era algo inmenso lleno de viajes y proyectos sin clasificar.
«Lo haces muy bien... Te quiero», repitió. Pero mintió.
¡Mintió!
Fue la primera vez que Adiro identificó que eso que le sorprendía en su interior —algo parecido a una íntima llamada de atención— era la señal de una mentira.
Afortunadamente, decíamos, no ocurría de manera continua. Solo a veces, pero sin un aviso previo. Las palabras adquirían ante ella un eco especial y serpenteaban en su cabeza como hormigas desmadradas que, lejos de ser negras, alcanzaban una extraña opulencia de color añil. Otras veces la señal era un gesto,
un
simple
gesto
delator.
La imagen entonces se paraba, quedaba congelada como si la vida fuera un antiguo DVD en mal estado.
Ella, sin perder la templanza, intentó continuar con la escena, en su punto más álgido.
«Yo también te quiero.» Y también mintió.
Adiro, confusa, terminó lo que estaba haciendo, pero dio marcha atrás en sus planes de boda, porque, tras esa mentira, llegaron más; pequeñas cosas, tonterías si se quiere, pero las suficientes para radicalizar una decisión. La primera en enterarse de su decisión fue Augmentine, íntima amiga de Adiro desde los tiempos del colegio. La única a la que había protegido sin someter a ninguna pregunta que comprometiera su amistad.
Después de mucho observar a Adiro, yo creo que ya he llegado a entender por qué esa torrefacta melena de color café —enmarañada pero compacta— nunca encuentra acomodo entre caricias. Las huellas dejan sus consecuencias. Lo que me resulta más difícil comprender es cómo la vida te puede regalar un sentido tan miserable.
Continúo.
Al margen de su propia desdicha, Adiro tenía mucho éxito entre sus amistades recientes, al menos al principio. Disfrutaba de la facilidad que tenía para captar el interés de los otros. Su belleza irresistible, como han confesado algunas de sus conquistas, radicaba en su escondida tristeza... Aunque sonriera con ganas, como le ocurre a Geraldine Chaplin, nunca lo hacía del todo, tal vez también por culpa de su lunar cercano al ojo. Ese lunar nos recuerda lo que en realidad recuerda una mancha, que el mundo es imperfecto, las ilusiones —como los triunfos— muy débiles y las desilusiones, en cambio, siempre son infinitas.
Nunca su cara, decíamos, podía sonreír del todo, porque el brillo de sus ojos delataba abatimiento. Sin duda, conocer los recovecos de la otra persona, su mundo interior, el más infame y mentiroso, oscurece, cuando menos, la mirada. De alguna manera, ese don nublado, a pesar de ser algo tan sutil y escondido, siempre era descubierto por sus interlocutores. Algún pequeño detalle, una expresión, una mirada... hacían intuir que Adiro poseía una extraña dádiva que radiografiaba las mentes y hacía sentir tremendamente incómodo a quien tenía delante. Las relaciones, en este sordo contexto, no duraban más de dos o tres encuentros. Los contactos se volvían sordos, estrictos, despiadados. También tenían algo más en común. Nunca se desarrollaban en su cama; ésta queda protegida para ella. Solo para ella era el frescor de sus sábanas cien por cien de algodón.
Allí, tumbada en la noche sobre su colchón en la postura relax de sus clases de yoga, ella asimila esa inquietud que sabe que provocaba en cualquier interlocutor, hombre o mujer, intimidado por esos ojos, conocedores de todo cuanto escuchan. Pero no puede hacer nada.
¿Éste es el origen de sus dolores de cabeza?
Estira las piernas. Las palmas de las manos mirando al techo.
Adiro, pese a sufrir un fuerte malestar, siempre se afana en considerarlo ajeno. Si se me permite la intrusión, esto es lo que más me gusta de ella... Me gusta que ella, Adiro, sea incapaz de relacionar los dolores de un día con los del día inmediatamente posterior. Esta capacidad de asombro ante la adversidad enciende en mí todo tipo de especulaciones fantasiosas. Recibe cada día con sorpresa el dolor interno sobre la ceja izquierda. Sumado día a día, lleva cinco años con dolor de cabeza, pero esta cizaña no crea cicatriz en sus hábitos —salvo sus visitas a la farmacia— ni en su comportamiento. Y ahí radica la rareza. Cada día, lejos de estar esperando su dosis diaria de mayor o menor dolor, lo afronta desde la novedad. Tal vez sea una estrategia para no dar por hecho que su dolencia ya es crónica.
«Parece que hoy me va a doler la cabeza», dice mientras se toca el lado izquierdo, sobre el ojo contrario al de la peca. Siempre el mismo lugar.
Después llega el Adiro. Un hábito ya consolidado.
Si uno se pone a pensar, es maravilloso conservar esta candidez. Por poner otro ejemplo muy distinto, podemos pensar en la vasta masa de población norteamericana que abre la boca ante una hamburguesa gigante. Los jugos salivares se activan con ganas al desplegar el crujiente papel que envuelve el pan blando y la carne. Y esto es así siempre; cada día los antiguos granjeros dan el primer mordisco al picadillo de chicha con lechuga y demás aditivos, como si fuera la primera hamburguesa que comieran en su vida. Después de cada digestión, viene el milagro, porque renuevan la experiencia, u olvidan el recuerdo, algo parecido a lo que tratamos de explicar, y, ya desde ese momento, están preparados para abrir nuevamente la boca frente a una hamburguesa y disfrutarla como si fuera la primera vez, o la primera después de mucho tiempo... Con este alzhéimer del glotón, se renueva la situación en la que las glándulas salivares vuelven a regar gotitas de placer en la parte interna de la boca cercana a las amígdalas. Siempre he pensado que una población así, aparentemente tan dada al rápido arrebato, es más fácil de engatusar. En el fondo, no debe de ser tan complicado ser el presidente de un país de glotones olvidadizos y entusiastas.
Pero sigamos con nuestra Adiro.
Ella abandona ya el vestuario del gimnasio. Desde luego, pese a las bajas de algunos clientes que han sustituido los noventa euros de la cuota mensual por el
footing
callejero, el vestuario del centro conserva todos los cuidados de, al menos, un hotel de cinco estrellas: buenas cremas, toallas gruesas que secan bien y potentes secadores que también cumplen su función. El lujo es eso: que las cosas cumplan su función. Eso es así, al menos, para los primeros clientes que pisan el club, no muchos minutos más tarde de las siete de la mañana.
Al terminar, continúan los hábitos: un zumo tropical en el gimnasio y un café con rápida tostada en la cafetería del exterior, la que sella el vale de la segunda hora gratuita del aparcamiento. Después de esto, Adiro, ya en su coche, se lanza hacia una nueva jornada en KPMG, la consultora a la que dedicará el resto de casi todas las horas del día.
Hay veces que el descanso es nada.
Nada.
Un espacio en orden y una llave al fondo.
Mesa, lápiz, flor.
La puerta a una nueva posibilidad
de una vida en orden
llena de ausencia
compacta
alrededor.
Y, sin embargo, nada falta.
La luz, perfecta.
Y todo
está
en uno.
Las letras, nunca lejos,
y el dolor juega
como si fuera una panda de hormigas.
Por eso es bueno un espacio vacío.
Orden. Calma.
Mesa, llave, flor.
Ningún lugar de su entorno era tan ordenado y limpio como una farmacia. Ni la mesa de su oficina ni los cajones, nada. Entre el blanco de las batas de los dependientes —farmacéuticos o no—, de los zuecos, de las baldosas del suelo, de la pared, del techo y de las múltiples estanterías, se acomodaban algunos colores en los cepillos de dientes VITIS (pequeños, medianos, grandes; suaves, medio suaves, fuertes), las cremas reductoras, los biberones y las esponjas; todo ofrecía una animada algarabía realmente necesaria en el entorno. Los objetos de color eran el único paisaje que actualizaba constantemente la apariencia. Lo demás era blancura como la de los dientes que prometían los cepillos VITIS.
«Adiro 100, por favor.»
Adiro conocía el lugar donde se encontraban las pequeñas cajas de cartón, apiladas en fila, como si fueran soldados en pleno desfile el Día de la Hispanidad. Quien la atendía solo necesitaba subirse sobre un altillo para acceder a uno de los finos cajones con más de dos metros de fondo de la pared contraria al mostrador, a medio camino entre el suelo y el techo. La vista de todos esos cajones podría recordar un conjunto de apartamentos en Benidorm, cada bloque tenía sus carteles y cada cartel, unas iniciales. Ése era el tesauro en esa farmacia. El Adiro 100, allá arriba, estaba detrás del cartel MM-MV, algo a lo que era difícil encontrar un sentido, una mínima relación.
—Dos euros con cuarenta y dos —le dijo el farmacéutico, con su brazo izquierdo vendado.
No necesitó el cúter que tenía en el bolsillo de su bata; era el precio sin receta médica.
—¿Qué le ha pasado en el brazo? —Adiro conocía de otras veces al farmacéutico.
—Tengo una buena quemadura —mintió a medias (un balazo quema, en realidad).
—¿Con aceite? ¡Son horribles! —se adelantó Adiro, apreciando el engaño y obligándolo a aumentar la mentira.
—No, con agua... —continuó el farmacéutico, abriendo la caja registradora—. Aquí tiene, cincuenta y ocho céntimos hacen tres euros.
—¡Ay, la cocina tiene sus peligros! Bueno, ¡trabaja en el sitio adecuado! —Ella sabía cómo redondear una historia falsa.
—Sí, ¿verdad? —El farmacéutico lanzó una sonrisa etrusca—. Lo fundamental es tenerlo protegido con la venda para que no se infecte —le dijo cuando ella ya avanzaba hacia la puerta.
—¡Que tenga un buen día!
—Sí, a trabajar, otro día...
—¿Cómo me dijo una vez?... ¡A trabajar para regañar a otros! —Adiro sonrió.
—¿Es complicado trabajar como consultor? —El farmacéutico no se resistió a formular la pregunta.
—Es siempre mejor decir a otros lo que tienen que hacer que hacerlo uno, ¿no le parece?
—Sí, la verdad.
La suela del zapato izquierdo del farmacéutico besó la suela de su zapato derecho y tras ese leve contacto se apoyó en el mostrador.
Hubo instantes de silencio.
—Bueno, también analizamos los puntos fuertes... Pero ésos siempre interesan menos.
—¿Menos que qué?
—En una empresa interesan menos los puntos fuertes que los errores.
—Por algo contactan con vosotros. —Fue él quien inició el tuteo.
—¡Adiós, que llego tarde! ¡Y cuídese esa herida...! —Adiro giró sobre sí misma con rapidez.
—¡Adiós, que tenga buen día! —repitió el farmacéutico, mirándole instintivamente hacia el culo desde lo alto de sus gafas y despidiéndose irremediablemente con el tratamiento de usted.