Read Efectos secundarios Online
Authors: Almudena Solana Bajo
Sonó un teléfono móvil al que nadie prestó atención. La escena requería preguntas y respuestas rápidas y concienzudas a la vez.
—¿Qué cree que ocurrió?, ¿alguna pista sobre algo extraño en su comportamiento? —le tuve que preguntar finalmente a Orfidal cuando llegó al centro de mayores y la médica forense iniciaba ya los exámenes previos a la orden del levantamiento del cadáver.
El director del centro permaneció largo rato en su posición en cuclillas, al lado del banco del exterior, a discreta distancia de la forense y del que había sido su cliente, su huésped, como le gustaba sentirse al actor. Voltarén estaba ligeramente tumbado hacia atrás, apoyada su espalda en la parte posterior del banco, con las piernas estiradas hacia delante pero sin perder la apariencia de hombre tranquilo dispuesto a dejar que pasaran las horas sosegadamente al sol. Sin embargo, de cerca, se dejaba ver que era el agarrotamiento de las articulaciones lo que lo había dejado petrificado en esa tranquila postura, que ya no correspondía a un galán, sino a un cadáver. Pronto se escuchó en el aire la expresión «sofocación por bolsa de plástico», pero en voz muy baja.
—¿Ve esta línea blanca en el cuello? —No dijo más ni esperó respuesta. La médica forense miraba sin prisa, tomando nota...
Quedaban restos de su último sofoco, tal vez la causa de su muerte. La cara, amoratada. «Estado cianótico», se escuchó decir. Casi sonaba como uno de esos estados de embriaguez de los que siempre volvía el actor.
Ahora le miraban esas manchas de coloración roja en la parte inferior de las piernas.
—Probablemente lleve muerto al menos cuatro horas; se procederá al análisis —apuntó la forense antes de incorporarse.
—¿Algún indicio sobre lo que pudo pasar? —pregunté de nuevo a Orfidal, el director del centro.
De nuevo sonó su teléfono, que ya estaba fuera de su bolsillo. No era conveniente tocarlo, hicimos saber la forense y yo mismo. Era una prueba valiosa para analizar. «AUG» era el nombre que se dejaba ver en la pantalla.
Me detuve en su cara. Sé que la aparición de ese nombre en la pantalla influyó para que Orfidal tardara aún más en responderme. Yo conocía su pasado y por eso me resultaba fácil adivinar que se sentía mal por su odio a Augmentine.
Sudaba; no hacía calor.
—Eh, no sé, no sé —respondió sin mirar, estirándose los pantalones.
Orfidal se ausentó un momento. Necesitaba ir a su despacho y rebuscar en el tercer cajón de su mesa. Allí estaba el Orfidal, de nuevo, esperándolo. Siempre esperándolo, y eso que él sabía que no era bueno bailar con las pastillas, pero el dolor en el pecho le recordaba lo que era la ansiedad abriéndose camino a codazos entre sus arterias. Tal vez fue al ver la cara de Voltarén, o por la situación a la que se iba a enfrentar muy pronto, cuando alguien le preguntara cómo localizar a un familiar... A él, como director, le correspondía ese trámite; ya lo había hecho con otras defunciones. Ninguna por asesinato. Nunca la del suegro de un amigo, el padre de una antigua enemiga que ahora le parecía menos dañina que él mismo. La vida le trajo a ella una desgracia, algo que tantas veces él llegó a desear, porque el ser humano es así. Quiere para el otro —como Orfidal quería— lo peor, lo feo, lo malo, para apiadarse después, y ser grande, inigualable, y todavía más arrebatador.
De repente le llegó un pensamiento aún más ruin. Orfidal cayó en su mundo enfermo.
«Ahora se unirán más.» No lo pensó así exactamente; esto que transcribimos son los chispazos de razonamientos enfermos que iban en esa dirección.
«La muerte los unirá más», insistía esa voz en su mente enferma.
Volvió a él el mundo de los posos de café, las pesadillas, los alacranes. La angustia se hizo grande y el recuerdo del Fido prometedor desapareció cuando el pelotón de pastillas blancas se mostró en posición de guerra. Alineadas frente al enemigo... nueve pastillas estaban dispuestas en una fila exterior, siete en la intermedia, nueve más en el otro extremo. Veinticinco pastillas en uno de los dos rectángulos plateados de Orfidal Wyeth, veinticinco más en la otra tableta; cincuenta en total, menos una, ya cuarenta y nueve. Los dos blísteres de Orfidal Wyeth, encapsulados en crujiente plata, disponían en la parte superior un mismo número: B79292, marcado en huecograbado. Esto los emparejaba desde el proceso mismo de fabricación y embalaje hacia ese mundo interno de la cajita blanca de cartón. Ahí, dentro de ella, como ocurría con otros medicamentos hermanos, los abrazaba un prospecto de papel varias veces doblado sobre sí mismo, como si quisiera arropar las pastillas y el conjunto de falsa plata con letras, también pequeñas, que iban del negro al gris.
Hoy el ruido era ensordecedor en el primer turno de las cenas —el de las siete de la tarde— y llegaba especialmente nítido al despacho del director. Caían los cubiertos y las sillas se arrastraban sobre el suelo más de la cuenta. Había nerviosismo, mucho estallido; eso era: un guirigay, una algarabía o, según el ánimo de quien hablara, todo era una auténtica barahúnda, un bochinche... ¡La marimorena! La verdad es que los mayores disponían de un amplio léxico aunque lo utilizaran en contadas ocasiones. Hoy hablaban sin conocer el peso de lo ocurrido, solo se detenían en el alcance de las circunstancias más próximas, el revuelo del comedor.
«Pero ¿qué ha pasado?», se preguntaba el personal de cocina. «¿Qué ha ocurrido?, ¿qué está pasando aquí...?» Los mayores, en realidad, desde fuera, en su inquietud, podría parecer que estaban contentos, alterados, como unos niños de excursión. Todos hablaban más de lo habitual.
Orfidal regresó al jardín.
Al lado de la lavanda había descanso y una paz de mentira, como todas las mentiras que tan bien había sabido transmitir el famoso actor Tom Candle, ahí recostado sobre el banco, con las manos ligeramente cerca de los bolsillos de su chaqueta de lana suave; a un lado ya no estaba el móvil y al otro todavía permanecía el Voltarén gel.
La última llamada que recibió sin recibir Tom Candle no era una cita a un
casting
ni la sombra de un lejano papel. «AUG», hemos dicho que se leía en la pantalla; «AUG», así, tres letras en mayúsculas. Si es que los objetos tienen vida, ésta era la única existencia que había en ese cuerpo: un teléfono sonando. La vibración llegó a un cuerpo agarrotado.
Era Augmentine, llamaba a su padre para decirle algo con la misma vocecita que ella sabía ponerle de niña, en las horas de camerino, cuando a veces se aburría de tantas telas de plata y bollería fina y quería un abrazo de su padre, nada más. Quería decirle, con esa voz de terciopelo, que él, que fue padre y madre para ella; él, el gran Tom Candle, también llamado Voltarén, aún podría ser dos cosas más, a la vez. Pensaba lanzar, suavemente, la palabra
padre
. Y la palabra
abuelo
también.
Paracetamol es una nube, no solo por los ojos transparentes ya a su edad, sino porque es el ejemplo de una mujer a la que la vida difícil le ha ido suavizando las facciones, y hasta la propia mente, traslúcida como sus ojos, ida como un globo claro escapado a las alturas. El alzhéimer en la vejez es otro zapatito de cristal que te da la vida cuando ya no eres Cenicienta ni recuerdas siquiera que lo fuiste una vez.
Alguien me contó en una ocasión que Paracetamol fue de tez oscura, más racial, herencia cubana por parte de padre, casado con una bailarina del Ballet Nacional de Cuba de origen gallego. Paracetamol, por lo visto, heredó el tono oscuro de piel de su padre y las inclinaciones de la madre por el mundo artístico. Fue precisamente su madre quien la animó para que la acompañara en una de sus giras a Estados Unidos y allí la dejó, en Los Ángeles, al cuidado de sus sueños y de una amiga del ballet cubano que se había exiliado y, con los años, montaría una pequeña escuela de danza en Santa Mónica.
Cuando Paracetamol pisó Beverly Hills por primera vez, tenía el pelo como fieltro de lana y el cuerpo lleno de curvas. Ya habían pasado los primeros años de la década de los sesenta. La ciudad estaba repleta de cenas tan selectas como peligrosas, a las que ella apenas tenía acceso, salvo si algún interesado o falso productor le decía que era conveniente que no dejara de acompañarlo. Apenas sabía inglés cuando conoció a un actor de moda, que afortunadamente hablaba su idioma y, además, se encaprichó de ella. Por su amor, le dijo, la haría rica, una diva de la escena; por su amor le recomendó que utilizara un nuevo nombre, más artístico: Marleen. Sin duda, el apodo le dio esa malicia que Paracetamol al principio no tenía y que, sin embargo, ese cuerpo exultante de mujer isleña iba a derramar después. Quería ser una estrella del firmamento, brillar, y como buena hija única e internacionalmente afamada, invitar un día a sus padres a Miami, o incluso a Nueva York. No pensaba en nada más que en brillar. Cada noche avanzaba en excentricidades y alcohol con la parsimonia de los días del calendario. Bebía mucha agua antes de alcanzar la cama, como si quisiera licuar sus excesos y hacerlos desaparecer mientras dormía. Y, de alguna manera, lo consiguió. Cada mañana nacía de nuevo. El mundo estaba a sus pies, ella, pensaba, solo debía tener buena cara para algún
casting
y para cuando llegara la caída del sol, que algún día le traería alguna prometida gran oportunidad.
En la noche su cara era la misma luna. Poseía la grandeza y aparente seguridad de ese astro que, visto desde la tierra, parece estar solo en el cielo oscuro. Así llegó a una de sus cenas, del brazo de Tom Candle, un actor de origen español que se había convertido en su acompañante más asiduo de las últimas semanas. En ocasiones, él, tan voluble y fluctuante, alternaba actitudes, tanto que ni siquiera se dirigía a Marleen en ese idioma que tenían en común. Esto siempre ocurría cuando estaban en público. Con el uso del inglés, el actor apuntalaba su estatus de galán consagrado, de manera que la aspirante difícilmente encontraba apoyo en él, como en esa ocasión en casa del cirujano plástico Robert Timblen y su mujer, Ariel Timblen. Eran varios en la mesa, hablando a la velocidad a la que corren las ardillas, como si Amado Nervo tradujera al inglés su poema y lo lanzara de manera apresurada... «La ardilla corre, / la ardilla vuela, / la ardilla salta / como locuela. / Mamá, ¿la ardilla / no va a la escuela? / Ven ardillita, / tengo una jaula / que es muy bonita. / No, yo prefiero / mi tronco de árbol / y mi agujero.»
Marleen no entendía nada, daba igual de lo que hablaran. Nada en absoluto; apenas notaba si iniciaban un giro hacia algo distinto en la conversación. Entre sonrisas, se aburría, y mucho. Ése era el mejor aprendizaje para la joven actriz: que no se notara su incomunicación, su sueño, su tremendo aburrimiento. Por eso ella misma buscaba sus antídotos cuando el afán de brillar no era suficiente. Esa cena, en casa de los Timblen, era de trabajo de verdad y se alargaba demasiado. Es más, en un momento dado, tras los postres, ocurrió algo que nunca antes le había pasado, tal vez porque las cenas siempre habían tenido lugar en restaurantes. En casa de los Timblen la invitaron amablemente a pasar al salón contiguo a tomar una copa con la mujer del médico mientras sus compañeros y el agente artístico de su novio galán ultimaban los detalles de una futura intervención quirúrgica.
—No te preocupes, está bien. —Ya estaban las dos solas en un salón decorado en tonos azulados, y Ariel Timblen le hablaba a Marleen como si ella la entendiera.
En realidad, las frases simples sí las comprendía: pásame esto, quieres lo otro, te sirvo una copa más, voy a meter más hielo en la nevera. Esas cosas.
Se estaban sirviendo el segundo gin-tonic de la velada y Marleen intentaba ayudar con el hielo, hasta el roce...
—¿A que son irresistibles mis gin-tonics? —Ariel se giró hacia ella como una tuerca.
—Lo mismo que tú —respondió Marleen como por decir, y esta vez en buen inglés, algo que resultó doblemente desconcertante.
Tal vez fue su propio fastidio al ver que transcurría una noche más sin que sucediera nada bueno para ella o, quién sabe, simplemente el aburrimiento soportado en la cena combinado con las horas de estudio del idioma dio como fruto esa respuesta, del tipo de las que aparecían en las páginas del capítulo 4 que Marleen tenía tan subrayadas. Esas que repiten una y otra vez miles de ejemplos en torno al mundo del
so do I
.
Marleen vio en la cara de esa señora una expresión de miedo y eso la encendió, porque le dio la oportunidad de dejar de ser ella la que siempre se arrinconaba como un cachorrito de jaula en una tienda de animales domésticos. Ariel Timblen, por su parte, seguía bajo el impacto de esa frase. No era normal lo que acababa de oír. Seguro que había escuchado mal, o era Marleen la que no había entendido la pregunta y había soltado su respuesta como una fórmula, bien aplicada pero fuera de contexto... Ariel estaba confundida o, más que confundida, aturdida por el aburrimiento mezclado con alcohol.
En esta situación sin remedio, cada cual buscó su salida.
Al principio de la segunda parte de la velada, en la única compañía de Marleen, Ariel hablaba sin respuestas, cantaba incluso cuando conectaba la música a los altavoces, se preguntaba en alto por la tardanza de sus invitados... Y entretanto, esa otra invitada —a la que había cogido del brazo y se había llevado al salón— siempre sonreía y le decía gracias, y así pasaron los minutos y casi dos horas, y se aligeraba lentamente el contenido de la botella de ginebra. En esa neblina, se empezó a acusar el cansancio de la incomunicación, al que se sumó el desvarío y las pocas palabras de Marleen flotando aún en el ambiente. En medio de esa zozobra, las piernas de azabache ya no se veían de igual modo o, mejor dicho, se veían por primera vez, y eso lo notó Marleen, sentada en ese momento, cadera con cadera, al lado de quien la había invitado a cenar —no a ella, en realidad, sino a su amante—. La miró de cerca, no con la fuerza de pantera que le gustaba a Tom, sino con ternura, incluso con cara de susto. Susto ingenuo y calculado... para asustar.
Tal vez, insisto, fuera el alcohol; lo cierto fue que Ariel Timblen empezó a entenderse con ella en el otro amplio mundo de la comunicación no verbal; diálogo corporal a través de movimientos y miradas. Si a ella le molestaba el tacón de su pie, ella la ayudaba a recomponerse, lo mismo que si a ella le inquietaba la media, ella sin problema le buscaba solución. Si ella le mostraba el sujetador en el pequeño bolso, ella le repetía lo bella que estaba, y entonces ella, a modo de agradecimiento, paseaba y paseaba lentamente alrededor suyo, porque, cuando la miraban así como la miraba ella ahora, se encendía, y cuanto más se encendía, mejor caminaba, más sensual. Así, desde su altura asequible, abrió las piernas en forma de gran uve invertida y se quedó quieta, y mientras ella la miraba desde el sofá, ella se subía lentamente la falda aupándola con las manos sobre sus caderas, y lo hacía sin prisas, con la misma suavidad de la música de Elvis Presley que sonaba de fondo y hablaba de un ángel, y entonces aún había más piernas y aún más... hasta que el último resquicio de su falda mostró de frente el color oro en una seda fina y diminuta, liviana protectora de una curvatura prominente. Ella, desde el sillón, descubrió cómo el miedo asusta y cómo el susto, a su manera, excita, aunque solo fuera el resultado de un juego como otro cualquiera para matar el tiempo.
Marleen empezó a contonearse aún más y Ariel Timblen no sabía qué hacer. En este momento, en circunstancias normales, habría hablado, como táctica perfecta para la evasión o el despiste. Pero no podía hacerlo, porque no había más comunicación que la física. Por lo tanto, en medio de esas dudas, lo que se le ocurrió hacer, una vez más, fue tomar otro trago de ginebra con tónica y, al dejar el vaso... fue cuando ella, su invitada, se sentó de nuevo en el sofá y realizó un extraño giro, de manera que se llevó una mano de su anfitriona, y la otra también, y así, solo ella se hizo con cuatro brazos. Y se abrazó. Se rodeó Marleen con los brazos de quien le había dado de cenar.
Ariel se quedó tiesa, como un tablón de madera, sin saber qué hacer, cuando ella continuó con este juego de damas y se puso de nuevo en pie y comenzó a desfilar. Un desfile privado para su anfitriona. En su honor se giraba y daba pequeños pasitos y mostraba de nuevo la longitud de sus piernas.
Ariel entró en el juego, y le decía lo guapa que la encontraba, porque sabía que eso era lo que estimulaba de veras a esa mujer incomunicada con el mundo, amante de sí misma y poco más.
—Eres bella, y te muestras para mí... —le decía provocándola Ariel, que ya desde hacía rato no miraba el reloj.
—Sí... —respondía ella, como diciendo «y qué más»... Aunque no entendiera mucho.
—Te mueves muy bien. Eres bella, una mujer loca y bella. ¿Qué haces?
Marleen fue hacia el sofá y levantó a su amiga de juego para que desfilara junto a ella, muy cerca, por detrás. Y ella iba al compás de sus caderas, tocando ya sus muslos, cuando ella buscó debajo de su falda y se quitó la única ropa interior que le quedaba, y que ella ya conocía, y la metió también en el bolso, y Ariel se volvió a asustar cuando ella, al son de la música, se dio media vuelta y la besó con unos labios tan grandes y poderosos que esa boca de Ariel, medio paralizada aunque especialmente sensible, no pudo sino poner freno a costa de avanzar y avanzar para llegar pronto al fin y decir después «basta, basta». Pero era tarde, porque le gustaban ese pelo fuerte como la lana, esos ojos de color noche cerrada, ese pecho, pequeño y puntiagudo... Si hubiera llevado falda, en lugar de esos pantalones de color frío glaciar, Ariel le habría seguido el juego y habría colocado su tanga en otro lugar escondido, y las dos habrían guardado el secreto toda la vida, que el juego en Beverly Hills no es dañino, pensaba Ariel Timblen, es divertido. Y volvía la neblina del alcohol cuando pareció que se abrían las puertas del salón y se presentaban tres hombres apurando el último suspiro de sus puros. Se encontraron a Marleen y a Ariel en plena risa, bailando, pensaban ellos, aunque no sabían bien.
—Vaya lo que hemos debido tardar... —dijo el doctor Roger Timblen al observar el ambiente.
—¡Hasta bailando...! Si ya os he dicho que Marleen es un encanto... —dijo Tom, de nuevo encandilado, acercándose a
su
chica y dándole una palmada en su trasero, firme como el acero. Ella lo besó mirando a Ariel.
Al fin sonó el timbre y Ariel guió sus pasos en dirección al sonido de las campanitas del jardín, que hoy resultaban especialmente estruendosas. Y así, avanzando hacia el exterior, como avanzan las ovejas al oír el cencerro de un cordero, segundos antes de abrir la puerta, Ariel prometió guardar el secreto de sus desvaríos con esa mujer a la que no iba a volver a ver en la vida.
Pero eso no se sabe con absoluta certeza, así ocurre con las cosas del futuro, y del presente también. Son los cencerros los que nos tienen que ofrecer llamadas de atención que nos hagan recordar; si esto no ocurre, el camino que se deja atrás desaparece, como una nebulosa.
Paracetamol dejó de ser la acompañante oficial en la noche de Los Ángeles y, sin mejores oportunidades, se refugió en la escuela de danza de la amiga de su madre, a quien ayudaba en ciertas labores de administración. Normalmente, la vida, con su dureza, aprieta los rasgos; sin embargo, ella (que pronto dejó de ser Marleen) iba ganando blancura en su rostro, como si se echara polvo de arroz cada mañana. Era algo imperceptible pero constante. Su pelo, y toda su compostura, se fue suavizando al tiempo que las curvas de su cuerpo ofrecían nuevos ángulos. Ignoro cuánto tiempo pasaría entre esas paredes con espalderas y barras de madera ni qué ocurrió en su vida para que, de repente, decidiera abandonar Santa Mónica y trasladarse a San Francisco con un bailarín en un coche de cuarta mano. Iniciaron juntos una nueva vida en una comunidad
hippy
, llena de flores y color, pero aquello no duró mucho. Nunca perdió del todo el contacto con el actor de su vida, compañero de la única película en la que ella había participado como actriz,
La montaña de alabastro
, y asiduo acompañante de muchas noches en Los Ángeles. Paracetamol era entonces defensora del amor libre y vibraba con los temas de Santana, Janis Joplin, Grateful Dead y Jimmy Hendrix. Fue la manera que encontró para decir adiós a ese cine que nunca más esperó por ella. Sin embargo, esa misma mujer que se reía de las palabras
progreso
y
razón
dijo sí cuando, al cabo de un tiempo, el actor la llamó por teléfono para pedirle que regresara con él a España. Quería que ella lo acompañara en una nueva etapa de su carrera, al origen. Paracetamol nada sabía de España. Sin embargo, la alegró que Tom Candle le ofreciera de nuevo su brazo, como si fueran a atravesar juntos la alfombra roja en el Hollywood Boulevard.
Y así lo hicieron, atravesaron juntos el océano.
El actor inició una vida en decadencia profesional. Apenas era requerido en papeles secundarios, a los que se dedicaba con absoluta devoción.
—No tengo tiempo para más, amor —le dijo un día de repente el actor. Búscate alguien más joven... —Ella recibió sus suaves palmaditas en la mejilla—. Llámame si necesitas algo —concluyó fríamente.
Le dio dinero, mucho dinero, que ella supo administrar llevando una vida austera en una pensión. Se enteró en Madrid de que esperaba un hijo del actor cuando el silencio ya era definitivo entre los dos. Así quiso continuar. Paracetamol se inscribió en un curso de mecanografía cuando el susto no le dejó elucubrar nada mejor que hacer y no sabía si estaba feliz o no lo estaba en absoluto. Así, en estas circunstancias, llegó un hijo varón al mundo, a Madrid. Paracetamol, ayudada por algunas compañeras de mecanografía, sobrevivió a las mayores dudas. Decidió no llamar a sus padres a Cuba. «Ya los llamaré.» Lo pospuso una y otra vez. Apenas sabían de ella; la imaginaban contenta, desahogada,
hippy
y frenéticamente irresponsable, triunfando en un mundo repleto de platos soperos de cerámica azul y
beige
llenos de buenos guisos, alejada de un mundo de color verde
vintage
carente de grisalla. Aquello era La Habana para ellos, un pobre y permanente
vintage
. Por ello, esa mujer antes llamada Marleen no quiso aportarles otras negruras.