El gran reloj (18 page)

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Authors: Kenneth Fearing

Tags: #Novela negra

BOOK: El gran reloj
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Era uno de esos cabrones con magnetismo que siempre me han gustado y he admirado, y por supuesto, envidiado y odiado, y me encontré con que le estaba creyendo, como un idiota. Sabía que aquello no podía ser verdad, pero me creí que Stroud estaba sinceramente interesado en proteger Individuos Financiados, y que encontraría algún modo de estudiar la cosa con detenimiento y después, al final, conseguiría inventarse una prueba de selección importante y eficaz. Sonreí mientras me sacaba del bolsillo unas cuantas notas y le dije:

—Bueno, pues eso es todo lo que tenía que decir. Y ahora, aquí están los últimos datos que tiene la poli sobre el asesinato de la Delos. Ya te dije que sabían que la chica estuvo fuera el fin de semana, desde el viernes por la noche hasta el sábado por la tarde. —Stroud hizo un medio asentimiento de cabeza y concentró su atención. Continué—: Ayer descubrieron dónde había estado. Estuvo en Albany con un hombre. Encontraron en su apartamento una carterita de cerillas de una sala de fiestas de Albany que no distribuye sus cerillas de costa a costa, sólo las dan en el propio local, y durante la consiguiente comprobación de rutina en los hoteles de Albany descubrieron que era allí donde había estado. ¿Lo tienes?

Asintió de nuevo, brevemente, y esperó con expresión dura y distante. Yo seguí:

—Por cierto, la poli lo sabe todo sobre el trabajo que estamos haciendo, y están convencidos de que el hombre que buscamos aquí y el que estuvo con la Delos en Albany el viernes y el sábado pasado son la misma persona. ¿Eso te sirve de algo o te da alguna pista?

—Sigue —me dijo.

—Eso es todo. Van a mandar allí a un hombre suyo esta tarde o mañana por la mañana con un montón de fotos para que las enseñe en la sala de fiestas, el hotel y por todas partes. Ya te dije que tienen la agenda de esa Delos. Pues, bueno, esta mañana me dejaron echarle un vistazo. Han estado reuniendo fotos de cada uno de los hombres que se mencionan en esa lista, que es bien larga, y lo más probable es que el tío que estuvo con ella en Albany sea uno de ellos. ¿Me sigues?

—Te sigo.

—Por la descripción general de ese hombre que les dio por teléfono el personal del hotel y del club de Albany, saben que es prácticamente seguro que no se trata de Janoth. En el hotel firmaron el registro como el señor y la señora Andrew Phelps-Guyon, más falso imposible. ¿Te dice algo ese nombre?

—No.

—Por cierto, tu nombre también estaba en la agenda de esa mujer.

—Sí —dije—. Conocía a Pauline Delos.

—Bueno, pues eso es todo.

Stroud pareció ponerse a valorar la información que le había dado.

—Buen trabajo, Emory —dijo, y me ofreció una sonrisa rápida y sin calor—. Por cierto, ¿en el departamento buscan una foto mía?

—No. Ya la tienen. Una que tú diste en algún momento para hacerte un carné o el pasaporte. El tipo que han mandado al norte tiene toda una colección. Se lleva sesenta o setenta fotos.

—De acuerdo.

—Si quieres puedo ir a Albany con ese tipo —dije—. Aunque no consiga ninguna otra cosa, me imagino que por lo menos será capaz de identificar a esa persona que andas buscando.

—Estoy seguro de que sí —dijo—. Pero no te molestes. Creo que eso podemos hacerlo mejor sin salir de aquí.

GEORGE STROUD, IX

Las dos líneas de investigación, la de la organización y la oficial, avanzaban firmemente, como arrastradas por unas tenazas invisibles. Se notaba que estaban cada vez más cerca.

Me dije a mí mismo que no era más que un instrumento, una máquina enorme, y que las máquinas eran ciegas. Pero no había comprendido enteramente el alcance de su peso y su fuerza aplastante. Era demencial. No se puede desafiar a la máquina. Crea y destruye, y lo hace todo con glacial inhumanidad. Valora a las personas del mismo modo que valora el dinero, el crecimiento de los árboles, el ciclo vital de los mosquitos, la moral o el avance del tiempo. Y cuando suena la hora en el gran reloj, es que, en efecto, ha llegado la hora, el día, el momento preciso. Cuando dice que un hombre tiene razón, la tiene, y si descubre que está equivocado, está acabado, sin apelación. El gran reloj es sordo y ciego.

Claro que yo me lo había buscado.

Volví al despacho después de un almuerzo que no recordaba haber probado. Había pretendido que fuera un interludio para planear nuevas eventualidades o vías de escape.

El edificio Janoth, que ocupaba media manzana, llenaba el espacio con sus quinientos ojos ciegos cuando volví allí por mi propia y libre voluntad y me sumergí una vez más en sus intestinos de piedra. El interior de aquel dios gigante estaba impecable, como los chorros del oro, sosegadamente iluminado, habitado por el eco continuado de muchos pies. A un simple visitante le hubiera parecido agradable.

En mi mesa me esperaba la lista de las licencias de tabernas no urbanas que no se habían renovado desde hacía seis años. Sabía que en una de ellas aparecería mi nombre. De eso habría que ocuparse más tarde. Ahora lo único que podía hacer era encerrarla en el último cajón del escritorio. Fui a la oficina de Roy y le pregunté:

—¿Tienes hambre?

—Bastante.

—Pues han llegado los san bernardos. —Se levantó despacio y se bajó las mangas de la camisa—. Perdona que te haya hecho esperar. ¿Alguna novedad?

—No que yo sepa, pero 11agen quiere verte. Igual es mejor retrasar el almuerzo hasta que hayas hablado con él.

—De acuerdo. Pero no creo que te haga esperar mucho.

Fui arriba. Aquellas reuniones se habían ido haciendo más largas y más frecuentes cada día, y más tensas. No era un gran consuelo conocer tan perfectamente el abismo que Hagen y Janoth, especialmente Janoth, veían ante ellos.

Por centésima vez me pregunté por qué Earl había hecho aquello. ¿Qué podía haber sucedido aquella noche en aquel piso? ¡Dios, menudo precio pagaba! Pero, en fin, había pasado. Y tuve que reconocer que en realidad no estaba pensando en Janoth en absoluto, sino en mí.

Nada más entrar en el despacho de Hagen, me tendió una nota, un sobre y una fotografía.

—Esto acaba de llegar —dijo—. A la foto vamos a darle media página en
Newsways
, con el artículo consiguiente.

La nota y el sobre llevaban el membrete de una galería de arte de la calle cincuenta y siete. La foto era buena y clara, de diez por quince, y mostraba una pared de una exposición de Louise Patterson en la que se veían claramente cinco telas suyas. La nota era del galerista, y se limitaba a certificar que la foto había sido tomada en una exposición nueve años antes, y por lo que se sabía, era la única imagen auténtica de la pintura que
Newsways
consideraba perdida.

Era imposible no identificar las dos manos de mi Judas. Estaba justo en medio. El galerista indicaba con precisión, sin embargo, que el título original y correcto era simplemente:
Estudio sobre fundamentos
.

Aunque no reconocí ninguna de las otras, la tela que estaba en el extremo de la derecha era el
Estudio sobre el furor
que colgaba en la pared de mi despacho del piso de abajo.

—Esto parece responder a la descripción —dije.

—Sin duda. Cuando publiquemos esto, citando al vendedor, estoy seguro de que descubriremos dónde está el cuadro ahora.

Tal vez. Seguía oculto detrás de otro lienzo en Marble Road. Pero sabía que si Georgette leía el artículo, y lo haría, la historia que le había contado de que había comprado una copia no se sostendría. Porque la fotografía publicada reproducía la única reproducción auténtica conocida.

—Pero confío en que Dios nos permita aclararlo todo mucho antes de eso —dijo. Lo vi mirar otra vez la fotografía y me puse tenso, porque estaba seguro de que reconocería el
Furor
. Pero no. La volvió a dejar en la mesa y me miró con una mirada que era puro ácido—. George, ¿qué demonios estamos haciendo mal? Esto lleva arrastrándose más de una semana.

—Nos llevó tres semanas encontrar a Isleman —repuse.

—Pero ahora no buscamos a un hombre que lleva varios meses desaparecido. Buscamos a alguien que se desvaneció hace una semana, y dejó un rastro de un kilómetro de ancho. Algo pasa. ¿Qué es? —Pero, sin esperar mi respuesta, descartó la pregunta y empezó a interrogarme sobre las pistas en marcha—. ¿Qué tenemos sobre esas licencias caducadas?

Le dije que todavía seguían llegando y que las iba comprobando una tras otra según las recibíamos. Luego, metódicamente, fuimos repasando todo el territorio que habíamos cubierto hasta el entonces. De momento era un puro embrollo. Me había costado un buen trabajo hacer que fuera así.

Antes de marcharme pregunté por Earl y me enteré de que había salido del hospital desde hacía dos días. Y eso fue todo lo que conseguí saber.

Volví a mi despacho aproximadamente una hora después de haber subido. Al entrar me encontré con Roy, León Temple y Phil Best. En el instante en que puse un pie dentro me resultó evidente que había habido novedades.

—Ya lo tenemos —dijo León.

Su cara, pequeña y habitualmente pálida, estaba encendida. Sentí que se me cortaba la respiración.

—¿Y dónde está?

—Aquí mismo. Entró en este edificio hace apenas un rato.

—¿Quién es?

—Todavía no lo sabemos. Pero lo hemos pillado. —Esperé, sin dejar de mirarlo, y me explicó—: Les pasé unos billetitos al personal del Van Barth y le hice saber que podían ganarse algunos más, y todos se han pasado sus horas libres husmeando por este distrito. Uno de los porteros lo descubrió y lo siguió hasta aquí.

Asentí con la cabeza, con la sensación de que me habían dado una gran patada en la barriga.

—Buen trabajo —dije—. ¿Dónde está ahora el portero?

—Abajo. Cuando me llamó por teléfono le dije que vigilase los ascensores y siguiese a nuestro hombre si lo veía salir. Pero no ha salido. Y ahora Phil traerá al vendedor de antigüedades, y Eddy a una camarera del Gil’s. Entonces tendremos ya las seis baterías de ascensores completamente cubiertas. Ya les he dicho a los guardias de seguridad lo que tienen que hacer si el sujeto trata de marcharse. Le echarán mano y lo obligarán a identificarse desde el primer cumpleaños hasta ahora mismo.

—Sí —dije—. Supongo que eso hay que hacer. —Parecía como si estuvieran acosando a un animal, y en realidad eso era lo que estaban haciendo. Y el animal era yo. Dije—: Un plan inteligente, León. Has usado bien la cabeza.

—Dick y Mike están abajo, en el piso principal, echándole una mano al tipo del Van Barth. En cosa de dos minutos tendremos cubiertas todas las puertas y salidas.

Tuve un impulso y alargué la mano hacia la chaqueta, pero no terminé el movimiento. Ahora ya no podía, era demasiado tarde. Así que lo que hice fue sacar unos cigarrillos y rodear la mesa para sentarme en mi sillón.

—¿Estáis seguros de que es el hombre que buscamos? —pregunté.

Pero por supuesto que estaba fuera de duda. Me habían visto cuando volvía de almorzar. Y me habían seguido.

—El portero está convencido.

—Muy bien —dije. Sonó el teléfono y lo descolgué mecánicamente. Era Dick, informando de que ya tenían todos los ascensores cubiertos. Además del portero, ya habían llegado uno de los bármanes de noche del Van Barth, la camarera del Gil’s y el vendedor de cuadros—. Muy bien —volví a decir—. Seguid con ello. Ya sabéis lo que hay que hacer.

Phil Best se puso a explicar metódicamente, en tono malhumorado, lo que estaba claro como el agua.

—Si no sale en toda la tarde, es seguro que lo pillaremos a las cinco y media, cuando se vacíe el edificio. —Asentí en silencio, pero mis pensamientos dispersos y un tanto embotados empezaban a recuperar su claridad—. Habrá un gentío, como de costumbre, pero nosotros podemos cubrir hasta el último palmo de esa planta.

—Lo tenemos en el saco —dije—. No podemos fallar. Yo me quedaré aquí sin moverme hasta que lo tengamos. Pediré que me traigan la cena y si es preciso dormiré arriba, en la sala de descanso del piso veintisiete. Personalmente, no voy a salir de este despacho hasta que esté todo resuelto. ¿Qué me decís de vosotros?

Pero cuando me contestaron, ya no les escuchaba.

Hasta Roy tenía que saber que si un hombre entraba en un edificio y no salía, lógicamente, era porque continuaba dentro. Y a esa conclusión ineludible le seguiría, de forma inevitable, el único procedimiento lógico de actuación.

Antes o después, mi equipo tendría que ponerse a peinar el edificio, planta por planta y despacho por despacho, en busca del único hombre que no se había marchado a su casa.

Y no iban a tardar mucho en hacerlo. La única cuestión era saber quién sería el primero en hacer la sugerencia.

LOUISE PATTERSON

Esta vez, cuando abrí la puerta a la que habían estado llamando insistentemente los últimos cuatro días, me encontré con ese hurón flaco, alto y romántico, el señor Klausmeyer, el de esa revista abominable. Era la tercera vez que venía, pero no me importó. Era un gusano tan bien educado, tan digno, el más estirado que había conocido en la vida, que le daba a mi apartamento una disparatada atmósfera de respetabilidad o algo así.

—Espero no molestarla, señora Patterson —dijo, cometiendo la misma equivocación que las veces anteriores.


SEÑORITA
Patterson —le grité entre risas—. Sí que me molesta, pero pase. ¿Todavía no han cazado a su asesino?

—No estamos buscando a ningún asesino, señorita Patterson. Ya le expliqué que…

—Esas paparruchas guárdeselas para los suscriptores de sus revistas —le dije—. Tome asiento.

Rodeó con cuidado el grupo de los cuatro niños. Los dos más pequeños, el de Pete y el de Mike, estaban ayudando a los dos mayores, los de Ralph, a aserrar y romper a martillazos tablas, cajas y ruedas para construirse una vagoneta, o tal vez algún nuevo tipo de patinete. El señor Klausmeyer se estiró hacia arriba los pantalones con mucho cuidado, cómo no, antes de sentarse en la silla grande de cuero que en otro tiempo había sido una mecedora.

—Nos confunde usted con
True Facts
—me corrigió con severidad—. La que usted dice es una publicación totalmente distinta, no está en la misma línea que ninguna de las nuestras. Yo estoy en Empresas Janoth. Hasta hace muy poco trabajaba en la redacción de
Personalities
. —Y con una maravillosa ironía añadió—: Estoy seguro de que ha oído hablar de ella. Y quizás hasta la haya leído. Pero en este momento trabajo en una misión especial para…

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