—Esto… —murmuró con voz asombrada—. Todo esto es mi vida.
—Por supuesto —replicó Orddu—. El dibujo es el escogido por ti y siempre lo fue.
—¿El escogido por mí? —replicó Taran—, ¿No lo escogisteis vosotras? Pero yo creía que… —Se calló y alzó la mirada hacia Orddu—. Sí, hubo un tiempo en el que creí que el mundo seguía el camino que vosotras le marcabais, pero ahora veo que no es así. Las hebras de la vida no son urdidas por tres arpías, y ni siquiera por tres hermosas doncellas… Cierto, el dibujo es el que yo escogí. Pero aquí… —añadió frunciendo el ceño mientras examinaba el extremo del tapiz en el que la urdimbre desaparecía y las hebras quedaban sueltas—. Esta parte no está terminada.
—Naturalmente —dijo Orddu—. Aún has de escoger el dibujo, y lo mismo tendréis que hacer todos y cada uno de vosotros, pobres y perplejos pajarillos…, por lo menos mientras aún quede hilo con el que tejer.
—¡Pero ya no soy capaz de verlo con claridad! —exclamó Taran—. Ya no entiendo a mi propio corazón… ¿Por qué mi alegría está ensombrecida por la pena? Contestad al menos a esa pregunta… Reveládmelo, y que sea la última merced que me hacéis.
—Querido polluelo —dijo Orddu sonriendo con tristeza—, ¿de verdad crees que alguna vez te hemos dado algo?
Y las tres figuras desaparecieron.
Taran pasó el resto de la noche inmóvil delante de la ventana. El tapiz inacabado yacía a sus pies. Al amanecer muchos más habitantes de los Commots y nobles de los cantrevs se presentaron para invadir los campos y las laderas que se alzaban alrededor de Caer Dallben, pues se había sabido que los Hijos de Don se marchaban de Prydain, y que con ellos se irían también las Hijas de Don que habían venido desde las fortalezas del este. Taran acabó dando la espalda a la ventana y fue a la habitación de Dallben.
Los compañeros ya estaban reunidos allí, incluso Doli, quien se había negado categóricamente a emprender el viaje hacia el reino del Pueblo Rubio sin despedirse antes por última vez de todos y cada uno de sus amigos. Kaw, silencioso por una vez, estaba posado sobre el hombro del enano. Glew parecía nervioso y complacido ante la perspectiva de partir. Taliesin y Gwydion estaban al lado de Dallben, quien se había puesto una gruesa capa de viaje y se apoyaba en un báculo de madera de fresno. El encantador sujetaba
El Libro de los Tres
debajo de un brazo.
—¡Deprisa, bondadoso amo! —gritó Gurgi, y Llyan meneó impacientemente el rabo al lado de Fflewddur—. ¡Todos están preparados para los flotamientos y embaucamientos!
Los ojos de Taran recorrieron los rostros de los compañeros y se posaron en Eilonwy, que le observaba en silencio, y después en los curtidos rasgos de Gwydion y en los de Dallben, arrugados por la sabiduría. Nunca había amado a ninguno de ellos más que en aquellos momentos. Taran no habló hasta que estuvo delante del anciano encantador.
—Jamás podré aspirar a un honor más grande que el que me ofrecéis ahora —dijo Taran. Las palabras salieron de sus labios muy despacio y como de mala gana, pero se obligó a seguir hablando—. Anoche mi corazón estaba inquieto. Soñé que Orddu…, no, no era un sueño. Estuvo aquí, y he comprendido que no puedo aceptar lo que me ofrecéis.
Los chillidos de Gurgi se interrumpieron de golpe, y la criatura se volvió hacia Taran abriendo los ojos como platos y contemplándole con cara de incredulidad.
Los compañeros dieron un paso hacia él.
—Taran de Caer Dallben, ¿tienes idea de lo que estás diciendo? —gritó Eilonwy—. ¿Es que la llama de Dyrnwyn te ha consumido los sesos? —Pero de repente fue como si la voz se le atascara en la garganta, y la princesa se mordió los labios y se apresuró a darle la espalda—. Ya lo entiendo… íbamos a casarnos cuando llegáramos a la Tierra del Verano. ¿Acaso sigues dudando de lo que hay en mi corazón? Mi corazón no ha cambiado. Es el tuyo el que ha cambiado en lo que sentía hacia mí.
Taran no se atrevía a mirar a Eilonwy, pues el dolor y la pena que sentía eran demasiado agudos.
—Te equivocas, princesa de Llyr —murmuró—. Te amo desde hace mucho tiempo, y te amé incluso antes de saber que lo hacía. Separarme de mis compañeros me desgarra el corazón, pero separarme de ti me resulta doblemente doloroso… Y sin embargo, que así sea. No puedo hacer otra cosa.
—Piénsalo bien, Ayudante de Porquerizo —dijo secamente Dallben—. Una vez hayas elegido no podrás volverte atrás. ¿Prefieres tener por morada al dolor y la pena en vez de a la felicidad? ¿Vas a rechazar no sólo el amor y la alegría, sino también a la vida que no termina nunca?
Taran tardó bastante en responder. Cuando por fin lo hizo su voz estaba impregnada de pena, pero las palabras sonaron límpidas y fueron pronunciadas sin ninguna vacilación.
—Hay quienes merecen ese don mucho más que yo, y sin embargo quizá nunca les sea ofrecido. Mi vida está atada a las suyas. El huerto y los frutales de Coll, Hijo de Collfrewr, están esperando una mano que les dé vida y haga que dejen de estar vacíos. Mi habilidad es inferior a la suya, pero la ofrezco de buena gana en su nombre.
»El dique de Dinas Rhydnant no está terminado —siguió diciendo Taran—. Juré ante el túmulo funerario del rey de Mona que no dejaría inacabada esa empresa.
Taran sacó el trocito de barro cocido de su jubón.
—¿He de olvidarme de Annlaw, el Moldeador de la Arcilla, y del Commot Merin y de otros como él? No puedo devolver la vida a Llonio, Hijo de Llonwen, y a los valientes que me siguieron para no volver a ver nunca sus hogares; y tampoco puedo curar las heridas de los corazones de las viudas y los niños que se han quedado huérfanos. Pero si está en mi poder reconstruir aunque sólo sea un poco de todo lo que ha sido destrozado…, entonces he de hacerlo.
»Hubo un tiempo en el que los Eriales Rojos eran un lugar fértil y rico. Con esfuerzo quizá vuelvan a serlo. —Se volvió y miró a Taliesin—. Los orgullosos salones de Caer Dathyl yacen en ruinas, y con ellos la Sala del Saber y toda la sabiduría que ha sido atesorada por los bardos. ¿Acaso no habéis dicho que la vida de la memoria es más larga que la de cuanto recuerda? Pero ¿qué ocurriría si se perdiese la memoria? Si encuentro a quienes estén dispuestos a ayudarme, levantaremos las piedras caídas y recuperaremos el tesoro de la memoria.
—¡Gurgi ayudará! ¡Él no viajará, no, no! —gimoteó Gurgi—. Él se queda siempre. ¡No quiere ningún regalo que le aparte del bondadoso amo!
Taran puso una mano sobre el brazo de la criatura.
—Debes viajar con los demás. ¿Me llamas amo? Entonces obedéceme en una última orden. Encuentra la sabiduría que tanto anhelas. Te está esperando en la Tierra del Verano. En cuanto a mí, no sé qué es lo que puedo encontrar, pero he de buscarlo aquí.
Eilonwy inclinó la cabeza.
—Has hecho la elección que debías, Taran de Caer Dallben.
—No lo negaré, pero antes debo hacerte una advertencia —dijo Dallben mirando a Taran—. Las labores que te has impuesto son cruelmente difíciles. No existe ninguna certeza de que puedas llevar a término ni tan siquiera una, y sí grandes riesgos de que fracases en todas ellas. En cualquiera de los dos casos es muy posible que tus esfuerzos no sean recompensados, que nadie componga canciones alabándolos y que acaben siendo olvidados. Y al final deberás enfrentarte a tu muerte, como todos los mortales; y quizá ni tan siquiera tengas un túmulo funerario que indique el lugar en el que reposas.
Taran asintió.
—Que así sea —dijo—. Hace mucho tiempo anhelé ser un héroe sin saber muy bien qué era un héroe. Ahora quizá lo comprendo un poco mejor. Un cultivador de repollos o un moldeador de la arcilla, un granjero de los Commots o un rey…, cada hombre es un héroe si lucha por el bien de los demás en vez de mirar sólo por el suyo propio. Hace tiempo me dijisteis que el buscar tiene más importancia que el encontrar —añadió—, y el esfuerzo también tiene que importar más que lo que se obtenga con él.
»Hubo un tiempo en el que esperaba tener un destino glorioso —siguió diciendo Taran, y el recordarlo le hizo sonreír—. Ese sueño se ha desvanecido junto con mi infancia; y aunque era un sueño agradable sólo resultaba adecuado para un niño. Me conformo con ser un Ayudante de Porquerizo, y me basta con eso.
—Ni tan siquiera esa satisfacción será tuya —dijo Dallben—. Ya no eres Ayudante de Porquerizo, sino Gran Rey de Prydain.
Taran contuvo el aliento y contempló al encantador con cara de incredulidad.
—Os burláis —murmuró—. ¿Acaso había tanto orgullo en mis palabras que ahora os mofáis de mí llamándome rey?
—Tu valía quedó demostrada cuando sacaste a Dyrnwyn de su vaina —dijo Dallben—, y tu capacidad para reinar quedó igualmente probada cuando decidiste permanecer aquí. Lo que te ofrezco ahora no es un don, sino una carga mucho más pesada que cualquiera de las que has soportado antes.
—¿Entonces por qué he de cargar con ella? —gritó Taran—. Soy un Ayudante de Porquerizo y siempre lo he sido.
—Estaba escrito en
El Libro de los Tres
—replicó Dallben, y alzó la mano pidiendo silencio antes de que Taran pudiese volver a hablar—. No me había atrevido a revelártelo, pues darte ese conocimiento habría impedido que la profecía se cumpliera. Hasta este mismo instante no estaba seguro de que fueses el elegido para gobernar y, de hecho, ayer temía que no lo fueras.
—¿Por qué? —preguntó Taran—. ¿Acaso
El Libro de los Tres
podía engañaros?
—No, no podía hacerlo —dijo Dallben—. El libro es llamado así porque describe los tres fragmentos de nuestras vidas, el pasado, el presente y el futuro, pero también podría llamársele un libro del «si». Si no hubieras conseguido llevar a término tus empresas; si hubieras seguido uno de los caminos del mal; si te hubieran matado; si no hubieras escogido tal como lo hiciste…, un millar de «sis», muchacho, y muchas veces un millar de ellos.
El Libro de los Tres
no puede hacer otra cosa que ir repitiendo «si» hasta el final, ese momento en el que de todas las cosas que podrían haber sido sólo una se convierte en lo que realmente es; pues lo que da forma al destino de un hombre son sus acciones, y no las palabras de una profecía.
—Ahora comprendo por qué mantuvisteis en secreto mi linaje —dijo Taran—. Pero ¿es qué nunca podré saber de quién desciendo?
—No te lo mantuve en secreto únicamente porque así lo deseara —replicó Dallben—, y tampoco voy a seguir haciéndolo. Hace mucho tiempo, cuando
El Libro de los Tres
llegó por primera vez a mis manos, sus páginas me revelaron que cuando los Hijos de Don se marcharan de Prydain el Gran Rey sería aquel que matara a una serpiente, que encontrara y perdiese una espada llameante y que escogiera un reino de penas prefiriéndolo a un reino de felicidad. Esas profecías resultaban oscuras incluso para mí; y la más oscura de todas era la profecía de que quien gobernaría Prydain no tendría ningún puesto en la cadena de la vida.
«Medité mucho tiempo sobre todas esas cosas —siguió diciendo Dallben—, hasta que acabé marchándome de Caer Dallben para buscar a ese rey futuro y apresurar su venida. Busqué durante muchos años, pero tanto si eran pastores como si eran líderes de guerreros, señores de los cantrevs o granjeros de los Commots, todos aquellos a los que interrogué sabían qué puesto ocupaban en la cadena de la vida.
»Las estaciones se fueron sucediendo; los reyes subieron al trono y lo dejaron vacío, las guerras se convirtieron en paz y la paz en guerras. Hubo un momento, hace de ello tantos años como tienes tú ahora, en el que una guerra salvaje devastó Prydain hasta el extremo de hacerme desesperar de que mi empresa pudiera llegar a verse coronada por el éxito, y encaminé nuevamente mis pasos hacia Caer Dallben. Ese día el azar quiso que pasara junto a un campo en el que se había librado una batalla. Había muchos muertos, tanto nobles como gente de humilde cuna; y ni tan siquiera las mujeres y los niños habían sido perdonados.
»Oí un grito que venía del bosque cercano. Había un bebé escondido entre los árboles, como si su madre hubiese querido mantenerle a salvo en el último instante. Los paños en los que iba envuelto no me dieron ninguna pista sobre su linaje, y lo único de lo que podía estar seguro era que tanto su padre como su madre yacían en aquel campo lleno de cadáveres.
«Acababa de encontrar a alguien que no ocupaba ningún puesto en la cadena de la vida, un bebé desconocido de linaje igualmente desconocido… Volví a Caer Dallben con el bebé, y le llamé Taran.
»No podría haberte hablado de tu linaje ni aunque hubiese querido hacerlo —siguió diciendo Dallben—, pues sabía tan poco sobre él como tú. Sólo compartí mi esperanza secreta con dos personas: el señor Gwydion y Coll. Nuestras esperanzas fueron creciendo a medida que tú crecías y te convertías en hombre, aunque nunca pudimos estar seguros de que fueras el niño nacido para ser Gran Rey.
«Hasta este momento, muchacho, siempre has sido un gran "quizá" —dijo Dallben.
—Lo que estaba escrito ha acabado ocurriendo —dijo Gwydion—, y ahora debemos despedirnos.
La habitación quedó sumida en el silencio. Llyan percibió la preocupación del bardo, y le rozó afectuosamente con el hocico. Los compañeros no se movieron. De repente Glew dio un paso hacia adelante y fue el primero en hablar.
—He llevado esto conmigo desde que fui tan desconsideradamente sacado de Mona —dijo, y sacó de su jubón un cristalito azul que puso en la palma de la mano de Taran—. Me recordaba mi caverna y los días maravillosos en que era un gigante, pero aunque no sé por qué ahora ya no quiero acordarme de todo eso. Como no lo quiero… Bueno, acéptalo como un pequeño recuerdo mío.
—Vaya, no se puede decir que tenga el espíritu más generoso de todo Prydain —murmuró Fflewddur—, pero no me cabe duda de que es la primera vez que da algo a alguien. ¡Gran Belin, juro que el hombrecillo ha crecido un poquito más!
Doli descolgó de su cinto el hacha maravillosamente forjada y trabajada.
—La necesitarás —le dijo a Taran—, y te será útil en muchas tareas. El Pueblo Rubio sabe hacer bien las cosas, muchacho, y te costará mucho embotar su filo.
—Nunca podrá serme más útil que su propietario —replicó Taran estrechando la mano del enano—, y su metal no puede ser tan puro como tu corazón. Mi buen Doli…
—¡Hum! —resopló furiosamente el enano—. ¡Mi buen Doli, mi buen Doli…! Creo que ya he oído decir eso antes.
Kaw, que seguía posado en el hombro de Doli, subió y bajó la cabeza mientras Taran deslizaba cariñosamente un dedo sobre las lustrosas plumas negras.