El guardián de los arcanos (52 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

BOOK: El guardián de los arcanos
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Jalifa esperó a que la puerta se cerrara, con los dedos tamborileando sobre la mesa. Tuvo la impresión de que la habitación, carente de ventanas, se encogía a su alrededor, y después, con un profundo suspiro, como si fuera a lanzarse a un estanque de agua helada, abrió la caja y miró su contenido.

Lo primero que vio fue un monedero. Un monedero femenino de plástico barato, encima de una gruesa carpeta de cartón. Lo cogió y lo abrió, aunque sabía por instinto, antes de examinar el interior, que era de Hannah Schlegel. Había algunas libras egipcias y shekels israelíes, un carnet de identidad verde plastificado y, embutidas en un bolsillo lateral, dos fotografías tamaño pasaporte, en blanco y negro, de bordes desgastados por el tiempo. Las sacó y las dejó sobre la mesa, una al lado de la otra. En una aparecía una familia: un hombre, una mujer y dos niños pequeños (Hannah e Isaac Schlegel con sus padres, supuso), los cuatro ante la puerta de una casa grande, sonriendo y saludando a la cámara. La otra plasmaba a los mismos niños, pero mayores, sentados en la parte posterior de una carreta de madera, riendo, con las piernas colgando sobre la trampilla, abrazados.

Siempre que pensaba en la señora Schlegel, Jalifa veía una anciana, un cuerpo cubierto de sangre tendido en el suelo de Karnak. De alguna manera, estas imágenes de su infancia (una niña guapa, inocente, ajena por completo a los horrores que la esperaban) le perturbaron más que cualquier otro aspecto de la investigación. Las contempló largo rato, estremecido por lo mucho que se parecía a su hija (el cabello largo y negro, las piernas flacas), y después, con un suspiro, dejó las fotos y el monedero a un lado y concentró su atención en la carpeta.

Fuera lo que fuese que esperaba (durante los últimos días le había pasado por la cabeza toda clase de ideas disparatadas en relación con la misteriosa arma de Hoth), el contenido de la carpeta fue como un jarro de agua fría. Interesante sí, incluso enigmático. Sin embargo, no se trataba de la extraordinaria revelación que estaba aguardando.

Fotografías y documentos, eso fue lo que encontró cuando desató la cinta que sujetaba la carpeta y la abrió, una voluminosa selección de material diverso que, tras una inspección más detenida, descubrió que estaba más relacionado con la arqueología y la historia que con las armas y el terrorismo. Había copias en papel de calco, planos, fotocopias de páginas de libros de los que nunca había oído hablar
(Historia Rerum in Partibus Transmarinis Gestarum; Massaoth Schel Rabbi Benjamin)
, fotografías de todo tipo de cosas, desde yacimientos e interiores de iglesias, hasta un gran arco de triunfo con un friso en relieve que representaba a una multitud de hombres con toga que cargaban a hombros una gigantesca lámpara de siete brazos (el Arco de Tito en Roma, según una nota escrita en el dorso). Nada hacía pensar, no obstante, en ningún arma, algo que pudiera utilizarse, según había dicho la señora Gratz, para ayudar a destruir a los judíos.

Fue examinando la colección, perplejo, echando un simple vistazo a algunas cosas, demorándose en otras: una copia en papel de calco de una antigua inscripción en griego, latín y copto, una fotografía ampliada de una frase escrita en latín
(«Credo ut is Castelombrium relatam est unde venerit et ibi sepultam est ut nemo eam invenire posset»)
, una funda de plástico que protegía una hoja de pergamino amarillento con seis líneas de escritura, compuestas al parecer por una selección al azar de letras, y firmadas al pie con las iniciales GR.

No tenía ni idea de qué significaba todo aquello, aunque a medida que examinaba el material tenía la creciente sensación de que sus elementos no eran tan aleatorios como había supuesto de entrada. Al contrario, estaban relacionados de alguna manera, eran partes de un único proyecto de investigación. Ni siquiera era capaz de imaginar cuál era el proyecto y, pese a su fascinación por la historia, tampoco lo intentó. Lo importante era que, cuanto más se adentraba en el contenido de la carpeta, más se convencía de que la afirmación de Hoth de que se hallaba en posesión de un arma secreta, una terrible fuerza que podría desatar contra los judíos, no era más que una fanfarronada. La bravuconada de un viejo solitario, asustado y paranoico, desesperado por convencer a quienes le rodeaban, y tal vez a sí mismo, de que todavía era alguien temible.

—Te estabas echando un farol, ¿no? —murmuró cuando se acercó al final del montón—. No había ningún arma. Te estabas echando un farol, viejo loco asesino.

Sonrió, aliviado de que sus temores carecieran de todo fundamento, encendió un cigarrillo y cogió el último objeto de la colección, un sobre de papel manila marrón sobre el cual estaba escrita la palabra «Castelombres». Dentro había una serie de fotos en blanco y negro. Las primeras eran unos planos generales de los restos cubiertos de hierba de un edificio en ruinas (el único detalle arquitectónico identificable era una alta ventana arqueada); las restantes documentaban la excavación de una zanja en el centro de los restos, llevada a cabo por un grupo de hombres en mono que utilizaban zapapicos y excavadoras mecánicas.

Empezó a pasarlas con la mano, al principio deprisa, como quien mezcla las cartas de una baraja, después más despacio cuando, pese a todo, el avance de la excavación despertó su interés. En cada foto, la zanja se veía más ancha y profunda. A unos tres metros de profundidad, una especie de caja empezó a revelarse, de oro, a juzgar por el brillo metálico de su superficie, con algo cerca que parecía parte de un brazo o una rama curva. Un brazo similar surgió al lado, y luego otro, y después más superficie de la caja, sobre la cual parecía descansar otra más pequeña. Sólo entonces se dio cuenta de que no eran cajas, sino los escalones de un trabajado pedestal, de cuyo centro se elevaba un grueso tallo en la dirección de los brazos curvos. El curioso objeto emergía centímetro a centímetro de la tierra; cada fase estaba captada en película, hasta que al fin, en la última fotografía, se había liberado por completo de la presa de la tierra, izado de la zanja y depositado sobre una lona impermeabilizada ante la ventana de piedra, cuyo contorno arqueado parecía rodearlo y envolverlo como el marco de una foto.

Jalifa contempló esta última imagen durante casi un minuto, con los ojos entornados, mientras el cigarrillo se quemaba entre sus dedos sin que se diera cuenta, después se inclinó para buscar entre los papeles que ya había examinado y sacó la fotografía del arco de triunfo, con el friso que plasmaba un candelabro de siete brazos. Alzó las dos fotografías, una al lado de la otra, y comparó los objetos: el candelabro del friso y el candelabro de la excavación. Eran idénticos.

El curioso encuentro en la sinagoga de El Cairo acudió a su mente. «Se llama menorah. La lámpara de Dios. Un símbolo de gran poder para mi pueblo. El Símbolo. El signo de los signos.»

Contempló las dos fotografías paseando sus ojos entre ambas y luego, poco a poco, se levantó y caminó hacia la puerta. La subdirectora le estaba esperando fuera.

—¿Todo va bien? —preguntó la mujer.

—Bien —dijo el policía—. Bien. Me estaba preguntando... ¿Sería posible enviar un fax a Jerusalén desde aquí?

66

Jerusalén

Laila apoyó la cabeza contra la pared de la celda y alzó la vista, al tiempo que levantaba las rodillas hasta el pecho y se abrazaba los tobillos. Tenía ganas de orinar. Echó un vistazo al inodoro de aluminio sin asiento que había en un rincón. Resistió la tentación de utilizarlo. Sabía que la estaban vigilando, y no quería darles la satisfacción de verla de aquella manera. A la larga tendría que hacerlo, pero de momento podía esperar. Suspiró y apretó los muslos, intentando no pensar en el rectángulo de cristal unidireccional empotrado en la pared de acero.

La habían detenido en cuanto salió de la iglesia del Santo Sepulcro, hacía ya cuatro horas; toda una patrulla, incluido el detective que la había interrogado en su piso: pistola apoyada en su sien, tendida de bruces en el suelo, esposada. No se había tomado la molestia de resistirse, consciente de que sólo lograría empeorar las cosas. En la comisaría habían dejado que la angustia se apoderara de ella durante un rato, y luego la habían interrogado durante dos horas, sólo ella y el detective. Le había seguido la corriente, había contado todo: Guillermo de Relincourt, Castelombres, Dieter Hoth, la Menorah, todo cuanto había descubierto durante los últimos días. No había actuado así porque estuviera asustada, aunque no se había sentido cómoda ante el hombre sentado enfrente, con los ojos clavados en ella como si estuviera leyendo sus pensamientos más ocultos. No, había colaborado porque ya no había motivos para seguir mintiendo. Al parecer, el israelí ya sabía todo acerca de la Lámpara. Para conocer los demás detalles, le bastaría con examinar sus libretas de notas y ponerse en contacto con las personas a las que había entrevistado. Las evasivas sólo habrían sido una pérdida de tiempo. Su única y magra esperanza residía en que el detective comprendiera la importancia del hallazgo de la Menorah, las atroces consecuencias que tendría si caía en malas manos, y aceptara la oferta que le había hecho al final del interrogatorio. «Usted me necesita —había dicho Laila sosteniendo su mirada—. Me importa una mierda la Menorah, pero sí me importa lo que sucedería si alguien como al-Mulatham se apoderara de ella. Ha de permitir que le ayude. Porque si al-Mulatham se le adelanta...»

Dudaba de haberle convencido, pero era lo único que podía hacer, dadas las circunstancias. Las ruedas se habían puesto en movimiento. Si ella iba a tener un papel decisivo en los futuros acontecimientos era algo que, como decía su padre, sólo Dios sabía. Lo único que podía hacer ahora era esperar.

Apretó los muslos, apoyó la frente sobre las rodillas y cerró los ojos. En la pantalla de su mente se proyectó una imagen, inquietante e inesperada, de una menorah de oro, de cuyas lamparillas, por algún motivo, no brotaban rayos de luz, sino gotas viscosas de sangre roja.

Al otro lado de la puerta, Ben Roi la espiaba a través de la ventana de observación, mientras una serie de pensamientos confusos desfilaban por su mente. La Menorah, al-Mulatham, el artículo del periódico, Galia, loción para después del afeitado. Todo se apretujaba y colisionaba en su cabeza, aparecía, desaparecía, se fundía, se desintegraba. Sólo una idea seguía fija y clara, firme en el centro del
maelstrom
, como una secuoya solitaria en el ojo de un huracán, y era esta: la Menorah puede ayudarme.

Cómo, no estaba seguro. Aún no. No tenía un plan claro. Sólo sabía que esta era la oportunidad que había esperado durante tanto tiempo: el medio de, si no recuperar a su amada Galia, sí de vengarla. La Lámpara sería su arma. Y también su cebo. Sí, de esa forma la utilizaría. Como cebo. Un señuelo para sacar de su escondite al asesino de su amada. Lo que le conduciría hasta al-Mulatham. O viceversa.

Dio un tiento a la petaca y recorrió el pasillo hasta su despacho, cerró con llave la puerta a su espalda, se acercó al escritorio y sacó las imágenes que el egipcio le había enviado por fax un rato antes.

—Santo Dios —murmuró, igual que cuando las había visto por primera vez—. Dios Todopoderoso.

Contempló las fotos, con las manos temblorosas por la magnitud del asunto, volvió a guardarlas, descolgó el teléfono y marcó un número. Cinco timbrazos, tras los cuales una voz resonó al otro lado de la línea.

—Shalom
—murmuró, mientras sus dedos acariciaban el colgante de plata que pendía alrededor de su cuello—. ¿Puede hablar? Ha ocurrido algo y creo que le interesa saberlo.

67

Jerusalén

En el corazón del barrio judío de la Ciudad Vieja, en el extremo sur del Cardo, se exhibe al público dentro de una vitrina de plexiglás grueso una menorah de oro: seis sinuosos brazos se curvan hacia fuera desde un tallo central, tres a un lado y tres al otro; el conjunto se eleva como un árbol desde una base hexagonal. La inscripción acompañante explica que es la réplica exacta de la Menorah original, la verdadera Menorah, la Menorah fabricada por el gran orfebre Bezalel, la primera réplica fundida desde la caída del templo, acaecida dos mil años antes.

Mientras el día moría y la noche caía lentamente, Baruch Har-Zion se detuvo ante la reproducción, echó hacia atrás la cabeza y lanzó una carcajada de alegría y satisfacción profundas, larga y vibrante, como jamás había pensado en lanzar de nuevo. Tan sólo la noche anterior había rezado para recibir una señal, una confirmación de que estaba haciendo lo que debía, de que toda la sangre y el horror eran necesarios. Y ahora había llegado. Clara, definida, sin medias tintas. La verdadera Menorah. Después de tantos siglos. Y a él se le había revelado. A él, de entre todos los mortales. No podía dejar de reír.

Detrás de él, Avi, el guardaespaldas, avanzó un paso.

—¿Qué hacemos?

Har-Zion alzó una mano enguantada y apoyó un dedo sobre la pantalla de plexiglás, mientras el eco de su carcajada se desvanecía.

—Nada —contestó—. Aún no. Esperaremos, vigilaremos. Ellos no han de saber que nosotros lo sabemos. Aún no.

Avi meneó la cabeza.

—No puedo creerlo. Aún no puedo creerlo.

—Eso es lo que dicen todos, Avi, todos los que reciben la llamada de Dios. Abraham, Moisés, Elías, Jonás... todos dudaron al principio. Pero es Su voz. Él ha revelado este prodigio. Y no lo habría hecho de no haber querido que lo supiéramos. Es la señal. Benditos somos, porque en vida veremos alzarse de nuevo el templo.

Movió los hombros, con la piel tensa bajo la camisa, y se acercó todavía más a la pantalla. ¿Quién lo habría pensado? ¿Quién lo habría imaginado? No obstante, él siempre lo había sabido. Era el elegido. El salvador de su pueblo. Y ahora sólo tenía que esperar. Ben Roi seguiría la pista. Y cuando la encontrara...

—Gracias, Señor —susurró—. No te fallaré.
Ani mavtiach.
Te lo prometo. No te fallaré.

68

Luxor

—Me debes quince libras. ¿Quieres otra?

Jalifa terminó su té, se puso en pie, cerró de un golpe el tablero de backgammon e indicó que no, no quería jugar otra partida.

—Cobarde —dijo Pelirrojo sonriendo, y dio una chupada a su pipa de
shisha.

—Siempre lo he sido y siempre lo seré —repuso Jalifa, al tiempo que abría su billetero y contaba sus pérdidas—. Aunque en este momento lo que me da miedo no es que sigas ganándome, sino llegar tarde a casa. Zainab está cocinando, y he prometido que llegaría a casa a las ocho.

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