El guardián de los arcanos (51 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

BOOK: El guardián de los arcanos
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Caja de seguridad, viejo amigo.

—Maldición —susurró, mientras una curiosa expresión de desconcierto aparecía en su rostro, en parte emoción, en parte renuencia.

Vaciló. Luego se inclinó y descolgó el teléfono.

Bastaron dos llamadas. Banco de Alejandría, sucursal de Luxor, caja de seguridad a nombre del señor Arminius.

—No te jode.

64

Jerusalén

—Yalla, yalla.
Vamos, vamos. ¿Dónde coño estás?

Laila consultó su reloj, consciente de que a cada minuto que pasaba los israelíes se iban acercando más, y después se refugió en las sombras que se formaban junto a las paredes de la iglesia del Santo Sepulcro. Daba la impresión de que los martilleos de su corazón resonaban en todo el edificio, como si alguien estuviera golpeando sus cimientos con una almádena de hierro.

No tenía ni idea de cómo se había enterado el detective de la carta que le habían enviado, la petición de ayuda para establecer contacto con al-Mulatham, la existencia de Dieter Hoth... En ese momento carecía de importancia. Lo que sí sabía, lo que había sabido en cuanto le vio, era que el hombre era peligroso, más peligroso que todos los israelíes con los que se había cruzado en su vida, excepto, tal vez, Har-Zion. Por eso le había mentido. Por eso había huido (fue entonces cuando reparó en el baqueteado BMW blanco aparcado fuera, el mismo BMW que había visto tantas veces vigilando su apartamento por las noches). Y por eso había ido allí para encontrar al viejo judío, la última y desesperada oportunidad de arrojar alguna luz sobre lo que Guillermo de Relincourt había descubierto bajo el suelo de la iglesia. Era un tiro a ciegas. El viejo debía de estar loco o senil. Tal vez ambas cosas. Sin embargo, era lo único que podía hacer. Tenía que averiguar qué se llevaba entre manos. Jugar esa última baza...

—Vamos —masculló, mientras daba un puñetazo a la columna que tenía al lado—. ¡Por favor! ¿Dónde coño estás?

Transcurrieron otros veinte minutos, lentos, agónicos, una tortura de nervios e impaciencia. Estaba a punto de rendirse, convencida de que el viejo no acudiría, cuando por fin oyó el sonido, procedente del otro lado de la iglesia, que con tanta desesperación aguardaba: el rítmico repiquetear de un bastón.

El anciano entró en la rotonda y, como había hecho cuando ella le vio por primera vez, se encaminó hacia el cubo del edículo. Extrajo una
yamulka
y una
Torá
de la chaqueta y se puso a rezar, con el cuerpo oscilando atrás y adelante, el sonido de su voz ronca flotando hacia la cúpula, como el susurro de hojas mecidas por la brisa. Hasta que el hombre terminó, ella se quedó donde estaba, vigilante, a la espera; cuando el anciano se puso el gorro y guardó el libro de oraciones en el bolsillo, salió de las sombras y, tras lanzar una mirada nerviosa hacia la entrada de la iglesia, se acercó a él y le tocó con suavidad el codo.

—Disculpe.

El hombre se volvió poco a poco, con movimientos torpes, como un juguete de cuerda cuyo mecanismo empieza a fallar.

—Me gustaría hablar con usted sobre un hombre llamado Guillermo de Relincourt. Un sacerdote de la iglesia me dijo que usted tal vez sabría algo acerca de él.

De cerca parecía más decrépito y demente que desde lejos. Tenía el cuerpo encorvado y retorcido, el rostro surcado por unas arrugas tan profundas que daba la impresión de que cualquier sacudida lo desintegraría. Exudaba un olor desagradable a ropa sucia, mezclado con otro más profundo y elemental: olor a pobreza, fracaso y decrepitud. Sólo sus ojos parecían contar una historia diferente, pues, aunque estaban inyectados en sangre e ictéricos, también se veían vivos, concentrados, como si indicaran que su cuerpo podía estar destrozado, pero su mente no.

—No le robaré mucho tiempo —añadió la joven, al tiempo que lanzaba otra mirada de angustia hacia la entrada—. Sólo un par de minutos. Cinco a lo sumo.

El hombre no dijo nada, se limitó a mirarla, con la boca entreabierta como un tajo en un trozo de cuero gastado. Siguió un embarazoso silencio, roto sólo por el agitar de alas de una paloma que se puso a volar alrededor de la cúpula blanca y dorada de la rotonda. Después, con un gruñido y una sacudida de la cabeza, el hombre dio media vuelta y empezó a alejarse. Laila dio por sentado que no deseaba hablar con ella, y el corazón le dio un vuelco. Sin embargo, para su sorpresa y alivio, en lugar de dirigirse hacia la entrada de la iglesia, el anciano se acercó al banco en el que cuatro días antes se había sentado ella con el padre Sergio y tomó asiento, indicando con un gesto que se acomodara a su lado. La joven lanzó otra mirada hacia la puerta y luego se sentó.

—Usted es la mujer árabe, ¿verdad? —dijo el viejo, al tiempo que se inclinaba sobre su bastón. Su voz sonó cascada y débil, como si se oyera por una conexión telefónica deficiente—. La periodista.

Ella admitió que era periodista.

El hombre asintió.

—Conozco su trabajo. —Al cabo de un segundo añadió—: Basura. Mentiras, intolerancia, antisemitismo. Me da asco. Usted me da asco.

Volvió la cabeza hacia Laila, y después clavó la vista en el suelo.

—Aunque, para ser sincero, no tanto como me doy yo. Mi
onesh olam
, mi eterno castigo: vivir en un mundo donde los únicos que desean escuchar lo que he de decir son aquellos a los que menos deseo decirlo.

Sonrió apenas, una expresión que no comunicaba la menor alegría, se encorvó y atacó con el bastón una hilera de hormigas que desfilaban a lo largo del borde de una grieta entre las piedras.

—Hace sesenta años que intento decírselo. He escrito cartas, he concertado citas. Pero no me escuchan. ¿Por qué iban a hacerlo, después de lo que hice? Tal vez si pudiera enseñarles algo... pero no puedo. Es sólo mi palabra. Y no van a escucharme. Después de lo que hice no. Así que quizá debería sentirme agradecido por su interés. Aunque dudo que me crea. Sin pruebas no. Y no hay pruebas. Ninguna fotografía, ni una copia, nada. No hay nada que hacer. Hoth se lo quedó todo.

Laila estaba a punto de interrumpir aquel monólogo inconexo, desesperada por centrar la conversación en Guillermo de Relincourt, aterrorizada por la perspectiva de que una patrulla de la policía israelí irrumpiera de un momento a otro en la iglesia para detenerla. Sin embargo, el último comentario la detuvo. Giró en el asiento, y sus temores se desvanecieron cuando se concentró en lo que el hombre acababa de decir.

—¿Conoció a Dieter Hoth?

—¿Hum? —El viejo continuaba hostigando a la fila de hormigas—. Oh, sí. Trabajé para él. En Egipto. En Alejandría. Yo era su epigrafista.

«Hoth y su equipo están excavando en Egipto, en un yacimiento a las afueras de Alejandría, y de repente sale corriendo hacia Berlín para una reunión de alto secreto con Himmler.» Laila sintió un nudo en la garganta cuando recordó las palabras de Jean-Michel Dupont. Este hombre sabe algo, pensó. Dios mío, sabe algo. Sólo que...

—Pensaba que Hoth era antisemita. ¿Por qué...?

—¿Empleó a alguien como yo? —La boca del hombre se torció de nuevo en aquella amarga sonrisa, más bien una mueca, mientras sus dedos se abrían y cerraban sobre el puño del bastón—. Porque ignoraba que yo era judío, por supuesto. Ninguno lo sabía; ni Jankuhn, ni Von Sievers, ni Reinerth. Ninguno. Nunca sospecharon. No es de extrañar, teniendo en cuenta que yo era el más antisemita de todos.

Exhaló un suspiro (un sonido de desesperación que emergió de las profundidades como aire que escapara de un globo pinchado) y, recostado contra la columna que había detrás del banco, alzó la vista hacia la cúpula.

—Los engañé a todos. A todos y cada uno. Qué listo. Iba a los mítines, cantaba los himnos, participaba en las quemas de libros. El nazi perfecto. ¿Y sabe por qué? —Se estremeció—. Porque me apasionaba la historia. Quería ser arqueólogo. ¿No le parece increíble? Me arranqué el corazón porque quería cavar agujeros en el suelo. Como judío, no podía obtener las cualificaciones necesarias, tal como estaban las cosas en aquellos tiempos. Así que dejé de ser judío y me convertí en uno de ellos. Me cambié el nombre, obtuve documentos falsos, me afilié al partido nazi. Traicioné todo. Porque quería cavar agujeros en el suelo. No es extraño que se nieguen a escucharme. Un judío que dio la espalda a su propio pueblo. Un
moser.
¿Le extraña?

Miró a Laila con los ojos húmedos, y luego apartó la vista. Ella comprendió que estaba disgustado, que debía tratarle con mucho tacto, pero no había tiempo. Ya no quedaba tiempo.

—¿Qué ocurrió en Alejandría? —preguntó, procurando, sin conseguirlo, disimular la urgencia de su tono—. ¿A qué se refería cuando dijo que no tenía fotografías ni copias?

El hombre no contestó. Siguió mirando un rayo de luz que descendía desde la claraboya de la cúpula como una gruesa cuerda dorada.

Laila calló un segundo y, más por instinto que por creer que serviría de algo, añadió:

—Sé lo que es eso. Mentir. La soledad. Lo entiendo. Somos iguales. Ayúdeme, se lo ruego. Por favor.

Detrás de ellos se oyeron gritos y pasos apresurados, lo que hizo que Laila se sobresaltara. Sin embargo, vio que eran un par de sacerdotes jacobitas sirios que corrían a rezar, con los hábitos aleteando a su alrededor. Se volvió casi de inmediato y reparó en que el anciano la miraba fijamente. Sostuvo su mirada, y dio la impresión de que los ojos del anciano escudriñaban en su interior, mientras su labio inferior temblaba un poco. Siguió otra pausa insoportable.

—Cuatro de noviembre —dijo el anciano, con voz apenas audible.

—¿Cómo dice?

—Fue cuando la descubrimos. El cuatro de noviembre. La inscripción.

Hablaba en voz tan baja que Laila tuvo que inclinarse a la derecha para oír lo que decía.

—Se cumplían dieciséis años del día en que Carter descubrió la tumba de Tutankhamón. Irónico, si se para a pensarlo: los dos hallazgos más importantes de la historia de la arqueología tuvieron lugar en la misma fecha. Aunque el nuestro era más importante. Muchísimo más. Casi valía la pena haber mentido y traicionado para estar presente.

Se oyó otro tumulto detrás de ellos (voces, pisadas sobre la piedra) cuando un grupo de turistas entró en la rotonda, todos vestidos con idénticas camisetas amarillas. Laila apenas se fijó en ellos.

—Sí —musitó el viejo—. Casi valió la pena mentir. Casi. No del todo.

Emitió un gruñido, alzó una mano temblorosa y se secó una gota de saliva que se había formado en la comisura de su boca.

—Estaba en un bloque de piedra arenisca. Rectangular, más o menos así de grande. —Levantó la otra mano para indicar el tamaño—. Principios del bizantino, alrededor de 336 después de Cristo, reinado de Constantino I. Texto tripartito en griego, latín y copto. Una proclama imperial, dirigida a los ciudadanos de Alejandría. Se había vuelto a utilizar en los cimientos de un edificio islámico posterior, por eso se había conservado en tan buen estado.

Laila notó que su corazón se aceleraba y los pulmones se quedaban sin aire, como cuando de niña jugaba a ver cuánto tiempo podía contener la respiración. Dímelo, pensó, vamos, dímelo.

—Anunciaba la conclusión y consagración de la iglesia del Santo Sepulcro —continuó el hombre—. Esta iglesia. Describía la conversión de Constantino al cristianismo, su devoción al Dios único y verdadero, su rechazo de todas las demás creencias. Lo habitual. Nada extraordinario. De no ser por la última parte. Lo importante estaba en la última parte.

Los turistas con camiseta amarilla se habían congregado delante del edículo, donde su guía les estaba explicando la historia de la iglesia.

Uno de ellos, un joven de pelo grasiento largo hasta los hombros, estaba tomando fotos digitales con su teléfono móvil. El aparato emitía un pitido cada vez que tomaba una instantánea.

—Al principio no podíamos creerlo —susurró el anciano meneando la cabeza—. El
lujnos megas
, el
candelabrum iudaeorum
. Pensamos que nos habíamos equivocado, que se refería a otra cosa. Era demasiado increíble. Todo el mundo pensaba que se había quedado en Roma. Que Genserico y los vándalos se lo habían llevado en el año 455, cuando saquearon la ciudad.

Laila se mordió el labio, confusa.

—No entiendo. ¿Qué se llevaron?

El hombre no pareció oírla.

—Doscientos cincuenta y cinco años estuvo allí, en el Templum Pacis, el Templo de la Paz. Desde que Tito lo descubrió entre las ruinas de Jerusalén. Tito se lo llevó de Jerusalén y, dos siglos y medio después, Constantino lo devolvió. Eso decía la inscripción. Por eso era tan extraordinaria. Documentaba cómo regresó de Roma y fue enterrado en una cámara secreta bajo el suelo de la nueva iglesia de Constantino, una ofrenda al único Dios verdadero, un símbolo de la luz eterna de Cristo.

Extendió una mano temblorosa.

—Justo allí estaba. Justo delante de nosotros. Durante ochocientos años. Escondido. Olvidado. Hasta que Guillermo de Relincourt lo descubrió. He intentado decírselo. Se lo dije cuando me entregué al final de la guerra, se lo dije durante los interrogatorios, no he parado de decírselo desde entonces. Pero no me creen, por culpa de lo que hice, y porque no tengo pruebas. Y es que no existen pruebas. Hoth lo guardaba todo. Estaba delante de nuestras narices.

Laila apenas podía contener su desesperación. ¡El hombre estaba hablando en clave!

—¿Qué era? —preguntó con voz ronca—. ¿Qué había delante de nuestras narices? ¿Qué enterró Constantino debajo de la iglesia?

El hombre abrió los ojos y la miró. Se oyó un pitido cuando el turista de pelo largo tomó otra foto con su teléfono móvil.

—Ya se lo he dicho. El
candelabrum iudaeorum.
El
lujnos megas.
El
lujnos iudieoun.

—¡No le entiendo! —La voz de Laila pareció atronar en la rotonda, y varios turistas se volvieran a mirarla—. ¿Qué es eso? ¡No le entiendo!

Dio la impresión de que su vehemencia asustaba al hombre. Hubo una pausa, y después, poco a poco, se explicó.

—Oh, Dios —susurró la joven cuando el anciano terminó—. Santo Dios Todopoderoso.

Se quedó petrificada un momento, demasiado estupefacta para moverse, luego clavó la vista en el hombre del móvil, se levantó y corrió hacia él.

65

Luxor

La caja de seguridad ya estaba preparada para Jalifa cuando llegó al Banco de Alejandría. Descansaba sobre una mesa, en un cubículo del sótano del banco. La subdirectora, una mujer de mediana edad con los labios pintados de rojo y un pañuelo de seda en la cabeza, le acompañó y le pidió que llenara unos formularios, abrió la tapa de la caja y se fue después de decirle que, si necesitaba algo, estaría fuera.

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