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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

El guardián de los arcanos (65 page)

BOOK: El guardián de los arcanos
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—Sacaremos la Lámpara y volveremos a por él —gritó—. Ayúdame.

Ben Roi negó con la cabeza.

—Primero le sacaré.

—¡No! ¡Hemos de salvar la Menorah!

—Primero le sacaré —repitió Ben Roi. Después de depositar a Jalifa sobre la plataforma, subió y volvió a cargarlo al hombro. En ese momento, notó el cañón de una pistola en la nuca.

—La he vuelto a cargar —dijo con voz ronca Har-Zion—. Déjale en el suelo. La Menorah es lo primero.

Tras un breve silencio, otro barril de petróleo estalló al fondo de la caverna, un géiser de llamas se elevó casi hasta el techo, y envolvió y consumió la gigantesca bandera nazi. Ben Roi, sin hacer caso de la pistola, avanzó hacia el raíl más cercano del montacargas. Har-Zion levantó la pistola y disparó al aire.

—¡Déjale! —gritó—. ¿No lo entiendes? Hemos de salvar la Lámpara. ¡Déjale y ayúdame!

—Si me matas, nunca la sacarás —replicó Ben Roi mientras examinaba el raíl—. Le subiré y volveré.

—¡No! —chilló Har-Zion, y lanzó otro tiro de advertencia—. ¿Lo has comprendido ahora?

El detective, sin hacerle caso, pasó sobre el cuerpo ensangrentado de Steiner, agarró una de las barras horizontales dispuestas entre los raíles como los peldaños de una escalerilla y empezó a trepar. El cuerpo de Jalifa colgaba sobre su hombro como una gigantesca muñeca de trapo. Har-Zion seguía gritando y agitando la pistola.

—¡Hemos de salvarla! ¿No lo entiendes? ¡Es tu fe! ¡Tu fe!

Ben Roi siguió adelante, concentrado en lo que estaba haciendo, subiendo peldaño a peldaño, con los ojos desencajados por el esfuerzo, mientras chorros de cenizas al rojo vivo remolineaban alrededor y le quemaban los brazos y las mejillas. El primer cuarto del trayecto fue bien, pero a mitad de camino le flaquearon las fuerzas y empezó a tener calambres en los músculos de los brazos y las piernas. Cada vez subía con mayor lentitud; la carga le debilitaba cada vez más. Intentó pensar en Galia, en su familia, en Al Pacino, cualquier cosa con tal de olvidar el dolor de sus miembros, engañar a su cuerpo y hacerle creer que no estaba tan agotado. Consiguió salvar tres cuartas partes de la distancia, se hallaba a tres metros del saliente, pero se detuvo y supo que no iba a llegar más allá, que no quedaba más gasolina en el depósito, ni siquiera la suficiente para volver a bajar.

Tendré que dejarle caer, pensó, con las manos temblorosas a causa del esfuerzo de sujetarse al peldaño, las piernas a punto de ceder. Tendré que dejarle caer, de lo contrario caeré yo.

No supo por qué, en ese momento de desesperación, de pronto empezó a recitar la
shema
. Ni siquiera fue consciente de que lo estaba haciendo hasta que ya había pronunciado unos versos. Se diría que había surgido de su interior, como agua burbujeante de un arroyo seco. Antes de la muerte de Galia la rezaba cada día. Durante el último año no había brotado de sus labios. No obstante, ahora la estaba murmurando para sí, la gran oración del pueblo judío, su pueblo, la proclamación de su fe en Dios: «Escucha, oh, Israel, el Señor es nuestro Dios, el único Señor...».

Fue alzando la voz, el murmullo se transformó en cántico y el cántico en canción, tal como el viejo rabino Gishman le había enseñado en las clases de hebreo años antes: «Y amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus posesiones, y estas palabras que hoy te enseño las llevarás en tu corazón».

Mientras cantaba sintió que la fuerza regresaba a sus miembros, con lentitud al principio, apenas perceptible; luego con más intensidad, hasta fluir por todo su cuerpo como la savia de un árbol, de forma que, sin siquiera darse cuenta, había ascendido un peldaño, y después otro, y otro, y de pronto se encontraba en el saliente y corría por el primer túnel en dirección al mundo exterior. Atravesó el hueco de la pared, se internó por el túnel principal, con Jalifa oscilando sobre su hombro, mientras el eco de las explosiones resonaba a sus espaldas, hasta que atravesó la puerta de la mina y salió a la noche. Sus pies pisaron nieve prístina, y vio el cielo tachonado de estrellas.

Aspiró profundas bocanadas de aire, deliciosamente frío, limpio y puro después del interior de la caverna lleno de humo, se encaminó hacia el pequeño túmulo y depositó a Jalifa al lado. El egipcio gruñó y murmuró algo, pero Ben Roi no tenía tiempo para quedarse a su lado; se limitó a frotarle un poco de nieve en la cara para intentar reanimarle, y luego corrió de vuelta a la mina.

Cuando llegó al saliente de piedra, toda la caverna parecía ser presa de las llamas, que devoraban las pilas de cajas, se aferraban a las paredes y el techo. En su ausencia, Har-Zion había subido hasta el saliente y dejado allí un cabo de la cuerda, antes de volver a descender por la razón que fuera. Ahora se hallaba de pie sobre la plataforma del montacargas —una isla diminuta en un mar de fuego— y miraba con ojos desorbitados la muralla de fuego que se acercaba a toda velocidad. Ben Roi le llamó.

—¡He intentado subirla yo solo, pero pesa demasiado! —gritó Har-Zion en cuanto oyó la voz del detective—. Tú tira. Yo la sostendré desde abajo.

Ben Roi se protegió la cara del calor, que era casi insoportable, agarró la cuerda, retrocedió unos metros y empezó a tirar. La Menorah subió centímetro a centímetro, mientras Har-Zion la sujetaba por la base. Cuando estuvo a suficiente altura, el hombre se puso debajo, la sostuvo sobre los hombros y empezó a trepar por el raíl del montacargas, peldaño a peldaño, lanzando chillidos de dolor cuando debajo de su chaqueta la piel se cuarteaba y rasgaba como una camisa de papel. Ríos de sangre le resbalaban por los brazos y las piernas, se introducían en los guantes y los zapatos.

—Oh, Dios —exclamaba—. ¡Oh, Dios, por favor!

Habían levantado la Lámpara unos tres metros por encima del suelo de la caverna, cuando una enorme explosión envió una ola de calor al rostro de Ben Roi, que cayó hacia atrás y soltó la cuerda. La Menorah se estrelló en la plataforma. El detective permaneció inmóvil un momento, aturdido, luego se puso en pie y caminó hasta el borde.

—Oy vey
—susurró.

Har-Zion yacía de bruces bajo el tallo de la Lámpara, mirando entre sus brazos como si fueran los barrotes de una jaula. Un hilillo de sangre brotaba de la comisura de su boca, aunque era evidente que estaba vivo porque sus labios se movían, sus manos enguantadas se cerraban y abrían alrededor del brazo curvo más exterior de la Menorah. Las llamas estaban lamiendo la plataforma y, mientras Ben Roi contemplaba la escena horrorizado, avanzaron poco a poco y la envolvieron. La Menorah se retorció a causa del calor, sus brazos se doblaron y dio la impresión de que el oro se desprendía como escamillas de piel para dejar al descubierto algo opaco y negro, hasta que todo se fundió sobre el cuerpo de Har-Zion.

Ben Roi miró hasta que todo desapareció y después, incapaz de soportar por más tiempo el calor, regresó hacia el túnel. En ese momento, una fuerte explosión hizo estremecer la caverna, y luego otra, y otra, las detonaciones se transformaron en un rugido atronador y un puño de fuego invadió el pasillo a su espalda. Se puso a correr, atravesó el hueco de la pared, avanzó por el túnel principal de la mina y salió de nuevo a la noche. Apenas tuvo tiempo de levantar a Jalifa y arrastrarle al otro lado del túmulo, cuando se produjo un estallido ensordecedor y, como un tren expreso al surgir de un túnel, una lengua de fuego brotó de la entrada de la mina, cruzó el claro e incendió los árboles que había en el borde del pinar. Dio la impresión de que la explosión duraba una eternidad, mientras el suelo temblaba y llovían escombros a su alrededor. Al fin empezó a calmarse y las llamas fueron menguando hasta convertirse en destellos vacilantes cerca de la destrozada entrada de la mina.

Detrás del túmulo, Jalifa, consciente de nuevo, agarró el brazo de Ben Roi.

—Gracias —dijo con voz ronca—. Gracias.

El israelí meneaba la cabeza, con los brazos extendidos a ambos lados como si flotara en una piscina.

—Era de plomo —susurró—. Estaba hecha de plomo. Una capa de oro, plomo debajo.

Resopló, cogió un puñado de nieve y se la aplicó a la oreja cortada.

—Muy típico de los putos judíos, ¿eh? Nunca desperdician la oportunidad de ahorrar dinero.

Decidieron que lo mejor era salir de Alemania lo antes posible. Ben Roi hizo unas cuantas llamadas por el móvil, no encontró ningún vuelo a Israel, pero sí un chárter a El Cairo directo desde Salzburgo, que partía a las seis de la mañana. Faltaban cinco horas. Reservó dos plazas.

—Desde allí habrá un enlace con Ben Gurion —dijo—. Mejor eso que esperar aquí.

Fueron al aeropuerto, devolvieron los coches alquilados, se lavaron y, tras dormir un rato, despegaron a la hora prevista. En cuanto estuvieron en el aire, Ben Roi volvió a dormirse. Jalifa intentó hacer lo mismo, pero no lo consiguió porque estaba agotado, de manera que bebió café y miró por la ventanilla. Vio que, hacia el este, un pálido reborde rojo se insinuaba en el cielo, para luego esparcirse y alargarse, hasta que la luz invadió todo el horizonte.

Algo le estaba atormentando. No tendría que ser así. Los acontecimientos de la noche habían conducido el caso Schlegel a la conclusión más definitiva a la que una investigación podía aspirar. Pese a ello, no podía quitarse de encima la molesta sensación (en realidad, ni siquiera se trataba de una sensación, sino más bien de un vago destello en el fondo de su mente) de que quedaba un cabo suelto, un último detalle para dar por terminado el caso.

Terminó su café, reprimió las ansias de refugiarse en el lavabo para fumar un cigarrillo y, mientras contemplaba la aurora, su mente repasó de forma desordenada lo ocurrido durante las últimas semanas, la confusión de personas, lugares y acontecimientos, hasta terminar en el Valle de los Reyes, donde todo había empezado: Pelirrojo, Amenhotep II, el pequeño Ali hablando de faraones y tesoros y trampas ocultas. ¿Qué nombre se le había ocurrido? El horrible Orangután. Sonrió. ¡El horrible Orangután, nada menos! Bordado.

—¿Café?

La azafata se había inclinado hacia él con una cafetera. Jalifa levantó la taza, se reclinó en el asiento y volvió a sumirse en sus pensamientos.

El horrible Orangután. Hor-anj-amun. Visir del faraón Tutmosis II. Habían descubierto su tumba tan sólo unos meses antes, en Saqqara, con la cámara sepulcral todavía intacta, atestada hasta las vigas de una fabulosa colección de objetos funerarios, entre ellos un magnífico sarcófago de piedra arenisca. Sólo por eso era uno de los descubrimientos más importantes de los últimos años. Lo que la convertía en única era que, debajo de la cámara principal, el equipo de excavación había topado con una cámara secundaria, cuidadosamente oculta, que contenía una serie de objetos todavía más extraordinarios, y un sarcófago aún más espectacular, el cual albergaba el cadáver del propietario de la tumba. Resultó, pues, que el recinto superior era una fachada, un facsímil perfecto para invitar a los ladrones a pensar que habían encontrado su objetivo, cuando en realidad se hallaba bajo sus pies. Extraordinario.

Sopló sobre el café y miró por la ventanilla (todo el cielo era una banda resplandeciente roja y dorada), mientras sus pensamientos zigzagueaban de nuevo, hasta que al fin se centraron en el extraño encuentro que había tenido en la Ciudad Vieja, en la sinagoga de Ben Esdras. ¿Cómo se llamaba tipo? Shobu Ha-Or. ¿Shobu? No, Shomu. Shomer. Eso era. Shomer Ha-Or. Un hombre raro, misterioso. Como si le hubiera estado esperando para hablarle de la menorah de la sinagoga.

«Como todas las reproducciones, no es más que una sombra del original. Era muy bonita. Siete brazos, capiteles en forma de flores, cálices como almendras, toda ella forjada con un solo bloque de oro macizo: el objeto más bello de la historia.»

Podía dar fe de ello. Había sido hermosa. Una obra de arte fabulosa, aunque hubiera plomo debajo.

«En Babilonia. Es lo que dice la profecía. En Babilonia se encontrará la verdadera menorah, en la casa de Abner.»

Detrás de él empezaban a servir el desayuno, y la voz de la azafata flotaba por el pasillo mientras preguntaba a los pasajeros si querían desayuno inglés o continental.

«Babilonia. Un solo bloque de oro macizo.»

Algo le estaba atormentando.

«Hor-anj-amun. Cámara falsa. Engañar a los ladrones.»

Le estaba atormentando mucho.

El carrito del desayuno se detuvo junto a su fila y la mujer empezó a servir. Ben Roi se despertó y pidió el desayuno inglés. Jalifa se decantó por el continental.

—Shomer Ha-Or.

—¿Qué?

—¿Significa algo el nombre Shomer Ha-Or? —preguntó Jalifa—. En hebreo.

Ben Roi estaba quitando el papel de aluminio de su bandeja de plástico. Sacó los cubiertos de su envoltorio de celofán.

—Guardián de la luz —contestó—. Guardián, protector. Algo por el estilo. ¿Por qué?

El egipcio no contestó, se limitó a mirar su bandeja. Hacía un momento se moría de hambre. Ahora, de pronto, había perdido el apetito.

84

El Cairo

Aterrizaron justo después de las once, en una mañana transparente y calurosa, con el cielo azul y un gordo sol amarillo en su centro, como una gota de grasa.

Ben Roi quería tomar enseguida un vuelo de enlace. No había ninguno hasta la noche, de modo que accedió a compartir un taxi hasta la ciudad, donde iría a la embajada israelí, se ducharía y cambiaría de ropa, y pediría que un médico le examinara la oreja. Jalifa dio instrucciones en árabe al conductor y se marcharon.

No hablaron durante el recorrido, se limitaron a mirar por las ventanillas mientras la metrópoli los envolvía con celeridad. Cuando llegaron al Nilo, giraron al sur hacia la Corniche y la siguieron a lo largo de un par de kilómetros, hasta desviarse hacia el interior de nuevo, en dirección al centro de la ciudad, donde se abrieron paso entre el tráfico caótico antes de doblar una esquina y desembocar en una calle ancha y desierta, con una estación de metro a un lado y, enfrente, una especie de recinto amurallado lleno de árboles e iglesias. Pararon.

Ben Roi nunca había estado en El Cairo, pero estaba muy seguro de que aquello no era la embajada israelí. Preguntó a Jalifa qué estaba pasando, irritado.

—He de comprobar algo —contestó el egipcio, y bajó del coche—. Sólo tardaremos unos minutos. Creo que tú también deberías venir.

Ben Roi refunfuñó pero, ante la insistencia de Jalifa, se apeó del vehículo, mascullando para sí. Pagaron al taxista, cruzaron la calle y, después de descender por una escalinata de piedra, pasaron al interior del recinto y salieron a una estrecha calle pavimentada entre paredes altas de ladrillos rojos y amarillos. El silencio era absoluto; la atmósfera, cargada y polvorienta.

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