Las cinco compañeras aceptaron, pero Jan se empezó a arrepentir mientras les mostraba el camino escaleras arriba y abría la puerta.
—No está muy limpio, lo siento…
—¡No importa! —gritaron ellas, ebrias y entre risas.
Jan las dejó pasar.
Su diario estaba guardado en un cajón del escritorio, junto a la historieta sobre El Tímido. Así que no había más cosas que ocultar, a no ser las fotos de Rami. Si hubiera sabido que tendría visita seguramente también las habría guardado, pero cuando las compañeras de trabajo entraron en el piso vieron la carátula del disco enmarcada en el recibidor, además del cartel de un concierto en la cocina y el gran póster que había aparecido en una revista musical hacía diez años, colgado con alfileres junto a la librería.
Se trataba de una fotografía de Rami en blanco y negro en la que aparecía de pie con las piernas separadas y su guitarra eléctrica sobre un pequeño escenario, el cabello enmarañado y brillante a causa de los focos y, detrás, el resto del grupo como borrosos fantasmas. Con sus veinte años, y los ojos cerrados a causa de la luz, parecía hacerle morritos al micrófono. Ese era el único póster que había encontrado, y esa era la razón de que lo hubiera guardado durante todos esos años.
Una de las cuidadoras, unos años mayor que Jan, se detuvo delante de él.
—¿Rami? —preguntó—. ¿Te gusta?
—Claro —respondió Jan—. Su música. ¿La has oído?
La compañera asintió, con la vista fija en Rami.
—La escuchaba cuando salió el primer disco, pero eso fue hace mucho tiempo. No sacó ninguno más, ¿verdad?
—No —contestó Jan con voz apagada.
—Y ahora está internada —apuntó la compañera de trabajo.
Jan la miró. Eso era nuevo para él.
—¿Internada? ¿En un hospital?
—Sí… Está encerrada en una especie de manicomio. Hospital San Patrik, aquí en la costa oeste.
Jan contuvo la respiración. ¿Alice Rami, internada? Intentó imaginárselo.
Sí, pudo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó.
La compañera se encogió de hombros.
—Lo oí en alguna parte hace unos años, pero no lo recuerdo bien… era solo un rumor.
—¿Por qué…? ¿Por qué la internaron?
—No tengo ni idea —respondió la compañera de trabajo—. Pero será por haber hecho alguna locura, ¿no?
Jan asintió en silencio.
«Hospital San Patrik.» Deseaba continuar preguntando a su compañera sobre Rami, pero no quería parecer un obseso. De vez en cuando, durante años, había navegado por distintos foros de internet en busca de noticias sobre Rami, pero jamás encontró nada. Esta era la mejor pista hasta el momento.
Después no sucedió nada, excepto que el verano pasaba y Jan también vagaba sin rumbo: estaba en el paro. Durante varias semanas leyó los anuncios de trabajo en escuelas infantiles del
Göteborgs Posten
, y encontró algunos a los que envió su solicitud.
A principios de julio apareció el anuncio de la escuela infantil Calvero. Era parecido a los demás, pero fue la dirección de la persona de contacto lo que le impulsó a recortarlo, la dirección de Högsmed, el médico jefe: «Administración, clínica regional de psiquiatría forense Santa Patricia, en la ciudad de Valla», a menos de una hora en tren desde Gotemburgo.
Jan leyó el anuncio, una y otra vez.
¿Una escuela infantil dentro de una clínica de psiquiatría forense?
¿Por qué?
Luego recordó el rumor sobre la reclusión de Alice Rami en «el hospital San Patrik en la costa oeste». San Patrik podría ser una deformación de Santa Patricia.
Fue entonces cuando se sentó y telefoneó al doctor Högsmed.
Durante la primavera y el verano, Jan había buscado trabajo en una docena de diferentes escuelas infantiles en Gotemburgo y alrededores, sin conseguir nada. Podía intentarlo una vez más.
El teléfono de Jan suena el jueves a las ocho y cuarto de la mañana. Se arrastra fuera de la cama hasta el aparato, responde y oye una voz masculina por el auricular:
—¡Buenos días, Jan! Soy Patrik Högsmed de la clínica Santa Patricia. ¿Te he despertado?
La voz del doctor está repleta de energía.
—No… no pasa nada.
La voz de Jan es cansina y ronca, ha dormido mucho y ha tenido extraños sueños. ¿Aparecía Alice Rami en ellos? Se trataba de una mujer, estaba sobre un escenario, vestía pieles negras y se introducía en una gran caja…
El médico jefe lo devuelve a la realidad.
—Solo quería decirte que ayer estuvimos hablando en Calvero después de que te marcharas… los empleados y yo. Una conversación provechosa. Luego regresé al despacho y pensé un poco por mi cuenta, y hablé con la dirección del hospital. Así que ya nos hemos decidido.
—¿Sí?
—Me pregunto si podrías venir tan pronto como te fuera posible para hablar sobre las condiciones. ¿Podrías comenzar a trabajar el próximo lunes?
La vida puede cambiar en un instante. Tres días después Jan ha regresado a Valla, su nueva ciudad. Pero aún no tiene piso allí, así que esa tarde se encuentra en un estrecho recibidor repleto de muebles y cajas de mudanza. Está visitando un apartamento en uno de los grandes edificios de pisos de alquiler al norte del centro de Valla y al oeste de Santa Patricia.
Una señora de pelo plateado y con chaqueta de punto se pasea entre montones de cajas; es tan bajita que estas parecen cernirse sobre ella.
—La mayoría de los vecinos son gente mayor —informa la señora—. Apenas hay familias con niños… así que no hay mucho jaleo.
—Bien —dice Jan, y pasa al interior del apartamento.
—El precio como realquilado es de cuatro mil cien coronas —dice la señora, y mira a Jan de soslayo algo avergonzada—. Casi no he añadido nada al alquiler original, así que nada de regateos… pero lo tendrá completamente amueblado.
—De acuerdo.
¿Completamente amueblado? Jan nunca ha visto tantas cosas en un apartamento. Sillas, armarios y burós se amontonan a lo largo de las paredes. Parece más un almacén de muebles que una vivienda, y en cierta manera es un almacén. Los muebles y las cajas pertenecen al hijo de la señora, que ahora vive en Sundsvall.
Jan abre la despensa de la cocina y descubre una serie de botellas: todas son de bebidas alcohólicas. Ron, vodka, coñac y diferentes licores. Vacías.
—No son mías —se apresura a aclarar la mujer—. Son del inquilino anterior.
Jan cierra la puerta.
—¿Hay trastero en el desván?
—Ahí arriba están las bicicletas de los niños —comunica la señora—. Bueno, ¿le interesa?
—Sí. No está mal.
Ya ha hablado con la oficina de provisión de vivienda de Valla: no había ningún apartamento libre este mes, y la lista de espera para conseguir un contrato de alquiler propio es de por lo menos un mes. En la prensa local, lo único que encontró en «ALQUILERES» fue este apartamento amueblado de tres habitaciones.
—Me lo quedo —anuncia.
Ese mismo día, después de almorzar, toma el tren de vuelta a su apartamento de una habitación en Gotemburgo, recoge su viejo Volvo del garaje y compra unos cuantos cartones de mudanza. Durante el fin de semana carga sus propios muebles en una furgoneta y los lleva a un vertedero. Aunque ronda los treinta años, Jan apenas tiene posesiones y son muy pocas aquellas por las que siente algún apego. No poseer demasiadas cosas otorga una cierta libertad.
Así que se muda al apartamento de tres habitaciones, recoge todas las cajas que puede de la señora e intenta guardar toda esa porquería en los armarios y detrás del sofá. Por fin tiene una especie de hogar.
Ha traído su mesa de dibujo y la historieta de casi doscientas páginas sobre su héroe, llamada
El Tímido
. Lleva trabajando en ella quince años, pero se ha prometido acabarla en Valla. El final, por supuesto, será una gran lucha entre El Tímido y sus enemigos, la Banda de los Cuatro.
El lunes 19 de septiembre es un bonito día de otoño; el sol brilla sobre los árboles y las calles, y sobre el gran muro de hormigón de Santa Patricia. A las ocho y cuarto Jan lo traspasa por segunda vez y pregunta por el médico jefe, que lo recibe junto a la garita del guardia en la recepción.
Högsmed le estrecha la mano. Ahora sus ojos están sanos. Penetrantes.
—Enhorabuena por el puesto, Jan.
—Gracias, doct… Patrik… Gracias por confiar en mí.
—No se trata de confianza. Eras el mejor candidato.
A continuación pasan todas las puertas cerradas con llave, conoce al jefe de personal y Jan firma diversos documentos. Ya forma parte del hospital.
—Hemos acabado aquí —informa Högsmed—. ¿Vamos a tu nuevo lugar de trabajo?
—Sí, claro.
Salen por el muro al camino, pero Jan no puede evitar mirar a un lado. Hacia Patricia. Högsmed le está poniendo un poco en antecedentes:
—La institución es de finales del siglo dieciocho. Al principio se trataba de un centro para los llamados disminuidos mentales, y después se convirtió en un hospital mental donde se realizaban de forma regular lobotomías y esterilizaciones forzosas… pero, por supuesto, se ha rehabilitado desde entonces. Se ha modernizado.
Jan asiente, pero al alejarse del muro puede ver de nuevo las ventanas enrejadas. Piensa en Rami, y luego en el nombre que pronunció el taxista: Ivan Rössel, el asesino en serie.
—¿Los pacientes ocupan solo las plantas superiores? —pregunta—. ¿O están repartidos?
Högsmed alza la mano para pedirle que pare.
—Nunca hablamos de los pacientes.
—Por supuesto —se apresura a responder Jan—. No quería saber nada sobre ninguna persona en particular… Solo me preguntaba cuántos son.
—Unos cien. —El médico jefe camina en silencio unos segundos, antes de proseguir con una voz más cálida—: Sé que sientes curiosidad por la vida en Santa Patricia… es muy natural. Pocas personas han estado tan cerca de una clínica psiquiátrica.
Jan guarda silencio.
—Solo te puedo decir una cosa sobre nuestra actividad —continúa el doctor—: es mucho menos dramática de lo que se imagina la gente. Casi siempre es
business as usual
. Claro que la mayor parte de los pacientes han padecido graves episodios psíquicos, con diferentes traumas y trastornos obsesivo-compulsivos. Esa es la razón por la que están aquí. Pero —Högsmed alza el dedo índice— eso no significa que la clínica esté llena de locos de atar. Por lo general los pacientes están tranquilos y uno se puede comunicar con ellos. Saben por qué se encuentran aquí, y están… bueno, casi agradecidos. No piensan en escaparse. —Guarda silencio y añade—: No todos, pero sí la mayoría.
Abre la pequeña verja de la escuela infantil y prosigue:
—Te puedo decir una última cosa sobre los pacientes: una parte de ellos ha padecido distintas clases de adicciones. Esa es la razón por la que las drogas están estrictamente prohibidas en el hospital.
—¿No hay medicinas?
—Las medicinas son otra cosa, las recetamos los médicos. Y su consumo está controlado… También limitamos el uso del teléfono y la televisión.
—¿Están prohibidas todas las formas de entretenimiento?
—Claro que no —replica el doctor, mientras se dirigen a la entrada de la escuela—. Los que quieran escribir o dibujar tienen todo el papel y bolígrafos que necesiten, tenemos radio y muchos libros… y mucha música.
Jan piensa de inmediato en Rami con la guitarra. El doctor continúa:
—Y además estimulamos algo más, en el caso de los pacientes que son padres: unas relaciones fluidas con sus hijos… Tanto los pacientes como sus hijos necesitan seguridad y rutinas. Por lo general eso es lo que les ha faltado en su vida.
El médico jefe abre la puerta de la escuela infantil y alza el dedo índice una última vez:
—Las buenas rutinas son fundamentales en la vida. Así que el trabajo que realizamos aquí es muy importante.
Jan asiente con la cabeza. «Un trabajo importante con buenas rutinas.»
Se oyen gritos y risas a través de la puerta, y entra en la escuela con grandes zancadas.
Ahora se siente bien; está tranquilo. Jan siempre se siente bien cuando se encuentra entre niños.
Jan tenía un apartamento a un par de kilómetros de distancia de la guardería Lince, al oeste del centro de Nordbro. Había una zona reservada a actividades al aire libre entre su barrio y la guardería: varios kilómetros de bosques de abetos, rocas y peñascos circundando un gran lago con aves, que daba la sensación de ser una remota zona de naturaleza agreste. Por lo general iba a trabajar en bicicleta, pero cuando tenía tiempo de sobra iba andando a través del bosque, y a veces, cuando libraba, daba paseos por allí. Llegó a conocer todos los senderos y caminos de gravilla del paraje, y de vez en cuando se apartaba de ellos para subirse a una roca y contemplar el lago o las aves.
Fue durante una mañana de camino al trabajo cuando descubrió el viejo búnker.
Estaba encajado en una ladera de la montaña, con vistas al lago. No pasaba por allí ningún camino ni sendero, y ahora en otoño resultaba aún muy difícil descubrirlo: parecía más bien un montón de tierra oculto por el bosque, los rastrojos y las hojas doradas de arce. Pero cuando Jan pasó por allí la puerta de hierro oxidado se encontraba tentadoramente entreabierta y eso le hizo detenerse y subir la cuesta para verlo de cerca.
Se asomó, el interior estaba completamente oscuro. Las paredes parecían tener varios decímetros de grosor.
El suelo de cemento estaba seco, así que se puso a cuatro patas como si fuera espeleólogo y entró a rastras.
El espacio interior era mayor que el revestimiento de hormigón del búnker; habían horadado parte de la roca.
Alguien había estado divirtiéndose allí hacía tiempo. Había periódicos amarillentos y algunas latas de cerveza tiradas en un rincón; aparte de eso, estaba completamente vacío. Jan se fijó en que había un par de troneras, pero se trataba de orificios largos y delgados a escasa distancia del techo, casi obstruidos por las hojas y la tierra. Sospechó que el búnker había sido utilizado por el ejército como puesto de observación: un recuerdo de la Guerra Fría.
Salió arrastrándose y se puso de pie en la pendiente. Escuchó. Los árboles susurraban levemente. No se veía a nadie paseando por la zona.
Por debajo del búnker corría un terraplén plano de gravilla, en parte cubierto de hierba y maleza. No había raíles, pero quizá se tratara de los restos de una antigua vía férrea que se usó hacía décadas. Puede que se utilizara durante la construcción del refugio.