Y es cierto, sin embargo... Nuestro viejo Stojil nos ha puesto de patitas en la calle, a Clara y a mí. Como Pastor nos había enchufado, no lo hemos visto en el locutorio de la trena, sino directamente en su celda: un tugurio en miniatura, lleno de diccionarios, cuyo suelo cruje de hojas arrugadas:
—Sed buenos, hijos, haced que circule la consigna: nada de visitas al viejo Stojilkovitch.
Olía a tinta fresca, a cigarrillo, al doble sudor de pinreles y neuronas. Olía a curro de la sesera.
—No tengo ni un minuto, pequeños, Publio Virgilio Marón. No se deja traducir al croata así como así, y sólo me han caído ocho meses.
Nos empujaba hacia la puerta.
—Incluso los árboles, allí fuera, me molestan...
Fuera, nacía la primavera. Todo retoñaba por la ventana de Stojil.
—Y en ocho meses apenas habré terminado de empezar.
Stojil, de pie en su celda, con borradores hasta las rodillas, soñando en una condena perpetua para poder traducir íntegro a Virgilio...
Nos ha puesto de patitas en la calle.
Y él mismo ha cerrado la puerta.
«Mucho más tarde aún», tras una segunda tortilla, una tercera Viuda y nuevos encuentros, yo he preguntado:
—¿Por qué crees que Pastor se ha marchado con mamá?
—Porque esperaba eso desde siempre.
—¿«Eso»? ¿Qué es «eso»?
—Una aparición. Según me decía mientras yo estaba con el soponcio, sólo podía enamorarse de una aparición.
—¿De eso te hablaba?
—Me contó su vida. Me habló mucho de una tal Gabrielle, que fue al parecer la aparición de su padre, el Consejero Pastor.
—Bueno, ¿cómo ha ido hoy, dejando al margen la marcha de Pastor y de mamá?
—Thérèse ha ido a la clínica de los Gardiens de la Paix.
—¿Otra vez?
—Creo que ha decidido resucitar al viejo Thian.
38
En la clínica de los Gardiens de la Paix del bulevar Saint-Marcel, la enfermera Magloire se sentía superada por el caso del inspector Van Thian. Esos guardianes de la paz, es decir, los miembros de las fuerzas de seguridad, nunca eran enfermos fáciles. Le reprochaban a la paz que los hubiera tumbado en una cama de hospital. Heridos de bala o rajados por el pincho, la mayoría de ellos soñaba con una venganza que el uniforme les prohibía. Lo sabían. Odiaban la paz y eso agravaba su mal. Hasta que caían en manos de la enfermera Magloire. Con su quintal de buena maternidad, su dulzura de coloso, una ronroneante sabiduría, la enfermera Magloire era la encarnación de la paz. Recuperada así la paz, sus guardianes se curaban. Cuando no se curaban, cuando de todos modos morían, lo hacían en los titánicos brazos de la paz. La enfermera Magloire los acunaba hasta que se hubieran enfriado.
Pero aquel inspector Van Thian era harina de otro costal. En primer lugar, hubiera debido morir en cuanto ingresó. Un organismo tan frágil, y tan perforado, no podía dejar de espichar, pero una extraña fuerza mantenía vivo al inspector Van Thian. Y aquella fuerza, la enfermera Magloire la comprendió por fin, era odio en estado puro. El inspector Van Thian no estaba solo en su cama. El inspector Van Thian compartía su cama con una viuda vietnamita, la viuda Ho. Prisioneros del mismo cuerpo, la viuda y el inspector parecían tramitar el mismo divorcio desde hacía una eternidad. Cada uno de ellos deseaba ardientemente la muerte del otro, y eso los mantenía vivos.
La enfermera Magloire nunca había visto nada peor que los horrores que aquellos dos se hacían sufrir.
La viuda Ho reprochaba al inspector Van Thian, entre otras cosas, las largas noches de invierno pasadas zambullendo sus brazos en las mandíbulas correderas de los cajeros automáticos. Al escucharla, parecía tan peligroso como buscar una alianza caída en las fauces de un escualo. Pero el viejo pasma se reía, sarcástico, recordando a la viuda el secreto placer que había sentido agitando fajos de billetes en las narices de los pobres.
—¡Mentiloso! —gritaba la viuda—. ¡Mentiloso de mielda!
—No me toques más los huevos, vete a vender nuoc-man en Cho Lon.
Sus nacionalidades respectivas eran, también, un buen campo de batalla... El inspector Van Thian reprochaba a la viuda sus orígenes, con tanta mayor malignidad cuanto que ésta no se privaba de recordarle su total falta de raíces.
—¿Y tú? ¿De dónde eles tú? ¡No eles de ninguna palte! ¡Yo toy olgullosa de sel de Choalun! (Así pronunciaba el nombre de Cho Lon, el barrio chino de Saigón, mientras él tendía, más bien, a convertirlo en Cholon-sur-Marne.)
—Nací entre morapio y que te den pol culo.
Pero la respuesta dejaba a Thian insatisfecho. La estocada de la viuda le había acertado. El inspector se sumía en una depresión de algunas horas, que descansaba a la enfermera Magloire. Luego, la discusión recomenzaba sin excesivas alharacas.
—No voy a andarme por las ramas, querías que me mataran.
—¡Acabálamos! ¡Ela eso!
Pero ¿quién había expuesto a la viuda Ho, por la calle, durante semanas y semanas? ¿Quién había dejado la puerta del apartamento abierta noche y día, a la espera del degollador? ¿Quién había obligado a la viuda a ponerles los dientes largos a los drogatas sin blanca? ¿Quién había tenido la idea de transformarla en cebo y ni siquiera había sido capaz de defender a su propia vecina de rellano? ¿Quién? ¡A un ser humano no puede tratársele así!
—¿Y quién descargó la Manhurin? ¿Yo? ¿Quién rezó para que el otro se presentara y me mandara al otro mundo? ¿Quién tiró el cargador por un lado y la pipa por el otro?
La más pequeña conversación llevaba a un callejón sin salida. Ella detestaba el cuscús y, durante semanas y semanas, él la había cebado con cuscús-brochetas. A lo que él respondía que el espantoso hedor de su perfume Mil Flores de Asia había multiplicado sus dosis de tranquilizante.
—¡Yo nada que vel con pildolitas! —protestaba ella—. ¡Es Dsanine!
Y él gruñía.
—Deja en paz a Janine.
—Dsanine la Dsiganta, ¡las pildolitas son pol ella!
Él repetía:
—Deja en paz a Janine.
Pero la viuda tenía la sartén por el mango, y lo sabía:
—¡Ahola ta muelta!
Entonces, el inspector Van Thian se arrojaba sobre la viuda Ho, le gritaba que callara y, finalmente, arrancaba a manos llenas los innumerables tentáculos que no dejaban de crecer en su cuerpo para ir a clavarse allí, arriba, en unos frascos, o abajo, en unas máquinas parpadeantes.
—¡También tú vas a morir!
Brotaba la sangre. Volaban jirones de piel. El timbre de alarma resonaba inmediatamente y la enfermera Magloire arrojaba sobre el doble cuerpo de la viuda y el inspector la autoridad de su propio cuerpo de sumo. Luego pedía ayuda. Se remediaban los daños. Se limpiaba la sangre. Se ponían nuevas sondas, se conectaba de nuevo la vida. Y se ataba el pequeño cuerpo con tanta fuerza como si, en efecto, hubieran sido dos. Reducidos a la impotencia física, el inspector Van Thian y la viuda Ho callaban, se convertían de nuevo en un moribundo ejemplar. Ya no se peleaban, ni siquiera con el pensamiento. Dormían apaciblemente. Calma, calma... Hasta el punto de que aflojaban poco a poco las correas, luego se las quitaban. Devolvían la libertad a aquel cuerpo que, por otra parte, iba debilitándose hora tras hora y ya no parecía capaz del menor gesto. Pero en la penumbra de la habitación, una maligna sonrisa se dibujaba en los labios del inspector Van Thian. Una sonrisa reluciente de dobles intenciones. Puro deseo de hacer daño. Aprovechando una ausencia de la enfermera Magloire, murmuraba:
—Pero ¿has visto tus pechos?
La viuda Ho no lo comprendía enseguida. Permanecía a la defensiva.
—Como dos hamburguesas.
Ella no se inmutaba.
—¿Y tus nalgas? ¿Te has visto las nalgas?
Ella callaba. Él murmuraba.
—Líquidas. Tienes las nalgas líquidas.
En la penumbra, la tensión iba en aumento.
—Siempre me he hecho una pregunta...
Silencio.
—¿Dónde están tus hombros? ¿Tienes hombros?
Ella aguantaba. Él seguía machacando, pero ella se lo echaba a la espalda.
—Janine tenía pechos, nalgas y hombros. Janine no vivía encerrada en una botella de perfume. Janine olía a mujer. Janine tenía los pies bien plantados en el suelo, no volaba al menor soplo de aire. Janine era un árbol, ¡Janine daba frutos!
Ella no esperaba algo así. Soportaba las injurias pero, como cualquier mujer, el nombre de la otra le suponía una tortura tan insoportable como el nombre de otro a cualquier hombre.
—Janine...
Una de las máquinas a las que los habían conectado comenzaba a parpadear peligrosamente, su aguja oscilaba en las cercanías de una zona de un rojo brillante. Luego saltaba una válvula y la voz estridente de la viuda ladraba:
—¡Leúnete pues con tu Dsanine!
En el pequeño puño crispado, los tubos arrancados parecían ya una cosecha de soja. El timbre de alarma resonaba y la enfermera Magloire irrumpía con un camillero. Se arrojaban sobre el herido que se tranquilizaba enseguida. Les daba la impresión de estar empaquetando un cadáver.
La enfermera Magloire no comprendía nada, prueba de que, tras cuarenta años de oficio, todavía le quedaban cosas por aprender. Pero ¿quién podría enseñarle a calmar aquel dolor?
Fue una muchacha alta y huesuda.
Penetró en la habitación del viejo pasma amarillo y loco una tarde de llovizna primaveral. Se sentó muy rígida a la cabecera del enfermo, sin producirle más efecto que el provocado por los demás visitantes: un joven inspector rizado que se perdía en un jersey de gruesa lana y un relativo pez gordo, el comisario Coudrier. Pero el inspector Van Thian no hacía honor a sus visitantes. No respondía pregunta alguna, no devolvía ninguna mirada. Cuando la alta adolescente con pinta cadavérica se inclinó sobre sus correas, tampoco se inmutó. La enfermera Magloire no comprendía qué tipo de autoridad emanaba de aquella moza de piel tan seca. La chica soltó las correas de cuero, como si se lo hubiera mandado el propio Dios Padre y la enfermera Magloire la dejó hacer. Cuando hubo liberado el cuerpo del inspector Van Thian, la muchacha frotó largo rato sus muñecas, recorriendo los brazos hasta el codo, restableciendo no se sabe qué corriente. Lo cierto es que los ojos del viejo policía, clavados en el pecho, se movieron por fin hacia un lado y se posaron en la alta moza silenciosa. La chica no dedicó sonrisa alguna a aquella mirada de hombre milagrosamente curado y no hizo pregunta alguna al herido. Tomó, sencillamente, su mano, la alisó con el canto de la suya, casi con profesional brutalidad. Cuando la mano estuvo perfectamente relajada, la muchacha hundió en ella su mirada. Y, por fin, habló:
—La primera parte del programa se ha realizado, pues. Ha sido usted víctima del saturnismo, excesiva dosis de plomo en su organismo.
Tenía la voz de su cuerpo: recta y seca. La enfermera Magloire se sintió sorprendida, pues ella misma tenía la voz más bien redonda. La muchacha proseguía:
—Le dije que esta enfermedad produjo la caída del Imperio romano, y es exacto. Por la locura. El saturnismo vuelve loco. Exactamente su clase de locura. Las últimas generaciones de césares se pasaron la vida matándose entre sí, maridos y mujeres, hermanas y hermanos, padres e hijos, al igual que usted, ahora, se mata a sí mismo. Pero han extraído ya las balas de su cuerpo y salvará la piel.
No dijo nada más. Se levantó sin avisar y salió de la habitación. En el umbral de la puerta, se volvió a la enfermera Magloire:
—Vuelva a atarlo.
Volvió al día siguiente. Desató de nuevo al viejo inspector, le dio un masaje, alisó la palma de su mano, clavó en ella su mirada y habló. El herido había pasado una noche relativamente apacible. La enfermera Magloire lo había oído esbozar embriones de disputas, pero aquellas peleas interiores eran inmediatamente ahogadas por una autoridad misteriosa.
—Ya veo que nos comprendemos —dijo la alta moza seca sin el menor preámbulo—. A partir de hoy, inicia usted su convalecencia.
Hablaba sin mirar al herido. Se dirigía a la mano. Frotaba con los dos pulgares las colinas y los valles de aquella mano, y el rostro del inspector se volvía sedoso como el culo de un bebé. La enfermera Magloire nunca había visto nada semejante. Y sin embargo, la muchacha se expresaba sin la menor ternura:
—Pero no todo está hecho todavía. Cuando haya terminado usted de lamentar su propia suerte, podremos hablar seriamente.
Fue el final de la segunda visita. Salió sin pedir que ataran al enfermo. Apareció de nuevo al día siguiente.
—Su Janine está muerta —le dijo de buenas a primeras a la mano abierta—. En cuanto a la viuda Ho, no existe.
El herido no acusó ninguno de aquellos dos golpes. Por primera vez desde su ingreso en la clínica, la enfermera Magloire lo veía concentrado en algo que se decía fuera de él.
—Pero mi madre se ha largado con su colega Pastor, y tengo en los brazos un bebé que lo necesita a usted mucho —prosiguió la visitante—. Es una niñita. El imbécil de Jérémy la llamó Verdún. Aúlla en cuanto despierta. Lleva consigo todos los recuerdos de la Gran Guerra: una época en la que la gente se creía alemana, francesa, serbia, inglesa, búlgara, y acabó hecha picadillo en las grandes llanuras del Este, como diría Benjamin. Eso es lo que nuestra pequeña Verdún tiene ante los ojos en cuanto los abre: el espectáculo del suicidio colectivo perpetrado en nombre de las nacionalidades. Sólo usted puede calmarla. No sabría decirle por qué, pero es así. En sus brazos, deja de llorar.
Tras ello desapareció para reaparecer a la mañana siguiente. No respetaba el horario de visitas.
—Y además —dijo—, será necesario reemplazar a Risson en lo de contar historias a los niños. Después de Risson, mi hermano Benjamin no está ya a la altura. Pero usted podrá representar ese papel. No se pasan doce años de una vida contándose historias a uno mismo, no se inventa el personaje de la viuda Ho sin convertirse en un narrador excelente. Y sus historias resucitaron más de una vez al inspector Pastor. Elija pues: morir o contar. Volveré dentro de una semana, pero le aviso con toda honestidad, ¡mi familia tiene tela! Lo que la enfermera Magloire presenció durante los siete días que siguieron era pura y simplemente un milagro. El herido cicatrizaba a ojos vistas. Comenzó a comer por cuatro en cuanto le quitaron las sondas. Los grandes pontífices desfilaban por su cabecera. Los estudiantes llenaban sus cuadernos.