¿A qué esperaba Ruina? ¿Por qué no coger su ejército y atacar? Marsh estaba lo bastante familiarizado con la geografía del Imperio Final para reconocer que se hallaba en el norte, cerca de Terris. ¿Por qué no actuar y atacar Luthadel?
No había ningún otro inquisidor en el campamento. Ruina los había llamado a otras tareas y dejado solo a Marsh. De todos los inquisidores, Marsh había recibido el mayor número de nuevos clavos: tenía diez nuevos plantados en diversos lugares de su cuerpo. Eso lo convertía, ostensiblemente, en el más poderoso de los inquisidores. ¿Por qué dejarlo atrás?
Sí… ¿qué importa?
, se preguntó.
Ha llegado el final. Es imposible derrotar a Ruina. El mundo acabará.
Se sintió culpable por pensar aquello. Si hubiera podido agachar avergonzado los ojos, lo habría hecho. Hubo una época en que dirigió toda la rebelión skaa. Miles de personas buscaban su liderazgo. Y luego… Kelsier fue capturado. Igual que Mare, la mujer a la que ambos amaban.
Cuando Kelsier y Mare fueron arrojados a los Pozos de Hathsin, Marsh abandonó la rebelión. Su racionamiento fue sencillo. Si el Lord Legislador podía capturar a Kelsier, el ladrón más brillante de su tiempo, también acabaría capturándolo a él. No fue el miedo lo que lo obligó a retirarse, sino simple realismo. Marsh siempre había sido pragmático. Luchar había resultado ser inútil. ¿Por qué hacerlo?
Y entonces Kelsier regresó y logró lo que mil años de rebelión no habían conseguido hacer: derrocó al imperio y facilitó la muerte del mismísimo Lord Legislador.
Ése tendría que haber sido yo
, pensó Marsh.
Serví a la rebelión toda la vida, y me rendí justo antes de la victoria.
Fue una tragedia, y empeoraba por el hecho de que Marsh volvía a hacerlo. Se rendía.
¡Maldito seas, Kelsier!
, pensó lleno de frustración.
¿No puedes dejarme en paz ni siquiera después de muerto?
Y, sin embargo, quedaba un hecho acuciante e innegable. Mare no se equivocó. Eligió a Kelsier y no a Marsh. Luego, cuando ambos hombres se vieron obligados a lidiar con su muerte, uno de ellos cedió.
El otro hizo que sus sueños se cumplieran.
Marsh sabía por qué Kelsier había decidido derrocar el Imperio Final. No había sido por dinero ni por fama, ni siquiera, como muchos sospechaban, por venganza. Kelsier conocía el corazón de Mare. Sabía que ella soñaba con que llegara el día en que florecieran las plantas y el cielo dejara de ser rojo. Siempre llevaba consigo aquella pequeña ilustración de una flor, una copia copiada de una copia… la imagen de algo que el Imperio Final había perdido hacía mucho tiempo.
No hiciste realidad sus sueños, Kelsier
, pensó Marsh con amargura.
Fracasaste. Mataste al Lord Legislador, pero eso no ha arreglado nada. ¡Su muerte empeoró las cosas!
La ceniza continuaba cayendo, revoloteando alrededor de Marsh con una brisa perezosa. Los koloss gruñían, y a lo lejos uno gritó cuando su compañero lo mató.
Kelsier estaba muerto. Había muerto por el sueño de Mare. Ella no se equivocó al escogerlo, y ahora también estaba muerta. Marsh no. Todavía no.
Aún puedo luchar
, se dijo.
Pero ¿cómo?
Hasta mover un dedo llamaría la atención de Ruina.
Aunque durante las últimas semanas no se había debatido para nada. Tal vez por eso Ruina había decidido que podía dejarlo solo durante tanto tiempo. La criatura (o la fuerza, o lo que fuese) no era omnipotente. Sin embargo, Marsh sospechaba que podía moverse con libertad, observando el mundo y viendo lo que sucedía en varias partes. Ninguna muralla podía bloquear su visión: parecía capaz de verlo todo.
Excepto la mente de un hombre.
Tal vez… tal vez si dejo de debatirme el tiempo suficiente, podré sorprenderlo cuando por fin decida golpear.
Parecía un plan tan bueno como cualquiera. Y Marsh sabía exactamente lo que iba a hacer cuando llegara el momento. Eliminaría la herramienta más poderosa de Ruina. Se arrancaría el clavo de la espalda y se mataría. No por frustración, ni por desesperación. Sabía que tenía que desempeñar un papel importante en los planes de Ruina. Si se eliminaba a sí mismo en el momento adecuado, podría dar a los demás la oportunidad que necesitaban.
Era todo lo que podía ofrecer. Sin embargo, parecía adecuado, y su nueva confianza le hizo desear poder plantar cara y mirar al mundo con orgullo. Kelsier se había sacrificado para asegurar la libertad de los skaa. Marsh haría lo mismo. Y al hacerlo, esperaba ayudar a salvar al mundo de la destrucción.
FIN DE LA PRIMERA PARTE
La conciencia de Ruina estaba atrapada en el Pozo de la Ascensión, casi impotente. Esa noche, cuando descubrimos el Pozo por primera vez, encontramos algo que no comprendíamos. Un humo negro cubría una de las salas.
Aunque lo discutimos después, no supimos decir qué era. ¿Cómo íbamos a saberlo?
El cuerpo de un dios… o, más bien, el poder de un dios, puesto que en realidad ambas cosas son lo mismo. Ruina y Conservación habitaban poder y energía del mismo modo que un hombre habita carne y sangre.
Fantasma avivó estaño.
Lo dejó arder en su interior, quemando con fuerza, quemando con brillo. Ya nunca lo apagaba. Tan sólo lo mantenía encendido, dejándolo crepitar, un fuego dentro de él. El estaño era uno de los metales que se quemaba con más lentitud, y no era difícil obtenerlo en las cantidades necesarias para la alomancia.
Recorrió la silenciosa calle. Incluso con la ahora famosa proclama de Kelsier de que los skaa no tenían que temer a las brumas, pocas personas salían de noche. Pues de noche llegaban las brumas. Densas y misteriosas, oscuras y omnipresentes, eran una de las grandes constantes del Imperio Final. Salían cada noche. Más densas que la simple niebla, giraban en pautas definidas, casi como si los diferentes bancos, corrientes y frentes de bruma fueran seres vivos. Siempre juguetonas, siempre enigmáticas.
Para Fantasma, sin embargo, apenas eran ya un obstáculo. Siempre le habían dicho que no avivara demasiado estaño; le habían advertido que no se volviera dependiente de él. Decían que hacía cosas peligrosas con su cuerpo. Y, la verdad, tenían razón. Llevaba ya un año avivando estaño sin parar, sin ceder nunca, manteniendo su cuerpo en un estado constante de sentidos superamplificados, y eso lo había cambiado. También a él le preocupaba que los cambios fueran peligrosos. Pero los necesitaba, pues la gente de Urteau lo necesitaba a él. Las estrellas brillaban en el cielo como un millón de soles diminutos. Brillaban a través de las brumas, que durante el último año se habían vuelto diáfanas y débiles. Al principio, Fantasma pensó que el mundo mismo estaba cambiando. Luego se dio cuenta de que era solo su percepción. De algún modo, al avivar estaño durante tanto tiempo, había amplificado de manera permanente sus sentidos hasta un punto muy superior al que otros alománticos podían conseguir.
Había estado a punto de dejarlo. Avivar estaño había empezado como una reacción a la muerte de Clubs. Todavía se sentía fatal por la forma en que había escapado de Luthadel, dejando morir a su tío. Durante aquellas primeras semanas, Fantasma había avivado sus metales casi como penitencia: quería sentirlo todo a su alrededor, abarcarlo todo, aunque fuera doloroso. Tal vez porque precisamente lo era.
Pero entonces empezó a cambiar, y eso lo preocupó. La banda hablaba siempre de lo mucho que se esforzaba Vin. Rara vez dormía, usaba peltre para mantenerse despierta y alerta. Fantasma no sabía cómo funcionaba eso (no era un nacido de la bruma, y sólo podía quemar un metal), pero supuso que si quemar su único metal podía darle una ventaja, más valía aceptarlo. Porque iban a necesitar toda la ventaja que pudieran conseguir.
El cielo estrellado era para él como la luz del día. Durante el día real, tenía que llevar una venda en los ojos para protegerlos, e incluso entonces salir a la calle lo cegaba. Su piel se había vuelto tan sensible que cada guijarro del suelo, cada grieta, cada piedrecilla era como si un cuchillo atravesara las suelas de sus zapatos. El fresco aire de primavera parecía gélido, y llevaba un grueso abrigo.
Sin embargo, había llegado a la conclusión de que estas molestias eran el precio que debía pagar por la oportunidad de convertirse… en lo que quiera que se hubiera convertido. Mientras recorría la calle, podía oír a la gente moverse y agitarse en sus camas, incluso a través de las paredes. Podía sentir un paso a metros de distancia. Podía ver en una noche oscura como ningún otro humano había visto jamás.
Tal vez encontraría un modo de ser útil a los demás. Siempre antes había sido el miembro menos importante de la banda. El chico que hacía recados o montaba guardia mientras los demás planeaban. No estaba resentido por ello: habían hecho bien al encargarle aquellos deberes sencillos. A causa de su dialecto callejero, era difícil entenderlo, y mientras que todos los demás miembros de la banda habían sido escogidos por Kelsier, Fantasma se había unido al grupo por defecto, pues era sobrino de Clubs.
Fantasma suspiró y se metió las manos en los bolsillos mientras caminaba por la calle demasiado brillante. Podía sentir todos y cada uno de los hilos del tejido.
Sabía que estaban ocurriendo cosas peligrosas: la manera en que las brumas permanecían durante el día, la forma en que el suelo se estremecía como si fuera un hombre dormido y sufriera periódicamente una terrible pesadilla. A Fantasma le preocupaba no poder ser de mucha ayuda en los días críticos que estaban por venir. Poco más de un año antes, su tío había muerto después de que él abandonara la ciudad. Fantasma había huido por miedo, pero también porque conocía su propia impotencia. No habría podido ayudar durante el asedio.
No quería volver a verse en esa situación. Quería poder ayudar, de algún modo. No huiría a los bosques, a ocultarse mientras el mundo acababa a su alrededor. Elend y Vin lo habían enviado a Urteau para reunir toda la información que pudiera sobre el Ciudadano y su gobierno, y por eso Fantasma pretendía cumplir lo mejor posible con su misión. Si eso significaba forzar su cuerpo más allá de lo seguro, que así fuera.
Se acercó a un gran cruce. Miró a ambos lados, la visión clara como el día.
Puede que no sea un nacido de la bruma, y puede que no sea emperador
, pensó.
Pero soy algo. Algo nuevo. Algo de lo que Kelsier estaría orgulloso.
Quizás esta vez pueda ayudar.
No vio movimiento en ninguna dirección, así que se internó en la calle y se dirigió hacia el norte. En ocasiones, le parecía extraño caminar subrepticiamente por una calle que veía bien iluminada. Sin embargo, sabía que para los demás estaría oscura, con sólo la claridad de las estrellas para ver, la bruma tan bloqueadora y oscurecedora como siempre. El estaño ayudaba a los alománticos a penetrar las brumas, y los ojos cada vez más sensibles de Fantasma eran aún mejores en esto. Atravesó las brumas, sin apenas advertirlas.
Oyó la patrulla mucho antes de verla. ¿Cómo podía alguien no oír el claqueteo de las armaduras, ni sentir el golpeteo de los pies sobre el empedrado? Se detuvo, de espaldas al muro que bordeaba la calle, esperando a la patrulla.
Llevaban una antorcha: para los ojos amplificados de Fantasma, parecía una ardiente bengala de brillo casi cegador. La antorcha indicaba que eran unos necios. Su luz no ayudaría, todo lo contrario. La luz se reflejaba en las brumas, envolviendo a los guardias en una pequeña burbuja que estropeaba su visión nocturna.
Fantasma se quedó donde estaba, inmóvil. La patrulla avanzó, calle abajo. Pasaron a unos pocos palmos de él, pero no repararon en su presencia. Había algo… cautivador en poder ver, sintiéndote a la vez completamente expuesto y perfectamente invisible. Eso le hizo preguntarse por qué el nuevo gobierno de Urteau se molestaba en organizar patrullas. Naturalmente, los funcionarios skaa del gobierno debían de tener muy poca experiencia con las brumas.
Cuando la patrulla de guardia dobló la esquina, llevándose consigo la cegadora antorcha, Fantasma volvió a su tarea. El Ciudadano se reuniría esta noche con sus ayudantes, si mantenía lo planeado. Fantasma pretendía escuchar esa conversación. Recorrió la calle con sigilo.
Ninguna ciudad podía comparar su tamaño con Luthadel, aunque Urteau hacía un esfuerzo respetable. Como hogar hereditario del linaje Venture, había sido en tiempos una ciudad mucho más importante, y mejor cuidada, que ahora. Ese declive había comenzado incluso antes de la muerte del Lord Legislador. El signo más obvio era la calle que Fantasma transitaba ahora. Antaño, la ciudad estaba cruzada por canales que funcionaban como calles de agua. Esos canales se habían secado hacía tiempo, y habían dejado la ciudad surcada por profundos pozos polvorientos que se llenaban de barro cuando llovía. En vez de cubrirlos, la gente había empezado a usar los fondos vacíos como calles.
La calle que Fantasma recorría ahora fue en su momento una amplia vía de agua capaz de alojar incluso grandes barcazas. Paredes de tres metros se alzaban a cada lado de la calle hundida, y los edificios acechaban en lo alto, construidos contra el borde del canal. Nadie había podido darle a Fantasma una respuesta definitiva, ni consistente, al hecho de que los canales se hubieran vaciado: unos echaban la culpa a los terremotos, otros a las sequías. Sin embargo, seguía quedando el hecho de que, en los cien años transcurridos desde que los canales perdieron su agua, nadie había encontrado un modo económico de volver a llenarlos.