Sejemjet asintió en silencio.
—Te preguntarás por qué te cuento todo esto, y te diré que lo hago para evitar que se repitan situaciones parecidas. No permaneceré siete meses aguardando a que Joppa se rinda, y para ello necesitaré del concurso de hombres como tú.
—¿Como yo? —se aprestó a inquirir el joven, a la vez que ponía una mano sobre su pecho—. Sabes que no tienes que pedirme nada especial para que luche por Kemet.
—No me refiero a eso. Sé que tu brazo luchará bien, mas para conquistar esta ciudad es preciso utilizar otro tipo de armas.
Sejemjet pareció algo desconcertado.
—Es un plan sencillo, pues su éxito se basa en la vanidad humana —señaló Djehuty, esbozando una sonrisa picara—. Sin embargo, requerirá de tu ayuda y también de tu efectividad.
—Disculpa si te parezco torpe, pero no alcanzo a comprender cómo la intervención de un simple soldado como yo puede resultar definitiva.
—¿Simple soldado? Oh, qué distraído soy. Perdona que no te lo haya comunicado antes, pero ahora eres grande de los cincuenta.
Sejemjet dio un respingo.
—¿Grande de los cincuenta, dices? —apuntó incrédulo—. Espero que mi noble general no haya decidido gastar ninguna broma a este pobre
w'w
. Soy el último soldado de mi sección. No creo que...
—Ya no eres el último —cortó Djehuty, mirando al joven con seriedad—. Como te dije, ahora estás al mando de los cincuenta hombres que forman tu unidad. La orden se firmará esta misma tarde.
Sejemjet miró a uno y otro lado como tratando de asimilar cuanto le decían.
—Has de saber que el propio dios se encuentra muy satisfecho con tus hazañas. Hasta es posible que te condecore con alguno de sus anillos. En confianza te diré que es muy aficionado a ello: no hay nada que le impresione más que el valor y tú, querido muchacho, andas sobrado de él. Tutmosis me ha dado plenos poderes para actuar en su nombre, así pues creo que se mostrará complacido cuando se entere de tu ascenso.
Ahora fue Sejemjet quien se acomodó mejor para mirar fijamente al general.
—En la vida, y mucho más en el ejército, es bueno tener un amigo que se preocupe por ti, ¿verdad? —apostilló el
mer mes
con tono distendido—. Te lo digo por experiencia propia, no te vayas a creer. Confío en no equivocarme al ofrecerte este puesto.
—Me haces un honor. En cuanto pueda te serviré, general.
—Eso espero —señaló acercándose al joven para darle unas cariñosas palmaditas en la espalda—. Ahora te contaré mi plan. Joppa caerá casi sin lucha, y tú serás la llave que abra sus puertas.
Cuando Sejemjet se despidió, el general se quedó pensativo en su tienda. Ya no tenía dudas con respecto al joven, pues el corazón de éste se encontraba abierto para todo aquel que quisiera leer en él. Allí no había dobleces, aunque sí una cierta candidez fruto quizá de la edad. Un cuerpo de hombre con un corazón aún de adolescente; «Un arma formidable», se dijo el
mer mes.
Ahora podía calibrar un poco mejor las posibilidades del muchacho. En él había algo misterioso que formaba parte de sus señas de identidad. Ahí radicaba su atractivo. Aquel joven no disponía de la malicia necesaria para hacer política. Parecía prisionero de algo que le sobrepasaba; sin embargo, la fuerza que atesoraba podía llegar a resultar formidable, y eso satisfacía a Djehuty. Mas había otro aspecto que intrigaba sobremanera al general, hasta el punto de llegar a hacerle sentir sobrecogido. Aquel joven tenía un extraño lunar en su espalda que, estaba convencido, no era producto de la casualidad. Al palmearle cariñosamente lo había visto con claridad, y había tenido que hacer ímprobos esfuerzos para no dejar de sonreír.
Intrigado, antes de que Sejemjet se marchara hizo llamar al
sehedy sesb,
el escriba inspector, para que diera curso al nombramiento del joven, y disimuladamente le pidió que se fijara en el extraño lunar. Cuando el muchacho se fue, solicitó su opinión.
—No hay duda de que es una señal —aseguró el escriba con rotundidad.
—Pero una señal de qué —replicó el general tratando de comprender.
—¿Te has fijado en su forma? —preguntó el
sehedy sesh
a la vez que bajaba su voz.
—Bueno, es un dibujo que no acierto a interpretar con claridad.
—¡Es una luna llena sobre un creciente lunar! —exclamó el escriba entre susurros, presa también de la excitación.
—¿Un creciente lunar?
—Sin ninguna duda. Como el que porta el dios Iah sobre su cabeza.
—¿Te refieres a la representación de la luna? Mmm, no le encuentro ningún significado.
—Su culto está en decadencia, pero está íntimamente unido al dios Thot; incluso ambos pueden ser representados por el mismo animal: el ibis.
—¿Thot?
El general sintió un escalofrío. Aquel dios había sido la auténtica referencia de su vida. Sus máximas le habían enseñado que la astucia y el conocimiento eran mil veces más poderosos que la mejor de las armas. Su propio nombre, Djehuty, le hacía sentir particularmente orgulloso, pues hacía clara referencia a aquella divinidad a la que tan a menudo invocaban, no en vano Djehuty era la forma egipcia del dios al que los griegos llamarían Thot. Sin embargo, aquel particular no conseguía sino crear más confusión en su corazón. Sejemjet más parecía ser hijo de Montu o el iracundo Set que del más sabio y atemperado de los dioses. ¿Cómo era posible?
Cuando se fue el escriba, le pidió discreción sobre el asunto y luego se abstrajo tratando de averiguar qué podía esconder aquella efélide. Quizá fuera ese lunar el origen del magnetismo que irradiaba el joven, y a la postre Thot apadrinara a aquel soldado llegado de ninguna parte.
Mas tanto si eran Montu, Set o Thot sus padrinos, él se cuidaría mucho de molestar a un hombre con amigos tan poderosos. Por lo menos hasta que supiera el auténtico significado de aquella señal.
—Una luna llena sobre un creciente lunar —se dijo pensativo.
Él había visto alguna vez esa marca, aunque no recordaba dónde.
* * *
Aquella noche, Sejemjet y Mini celebraron la buena nueva junto al fuego del campamento.
—¡Menuda noticia! —exclamó su amigo, que parecía más eufórico aún que él mismo—. Has logrado en una sola campaña lo que la mayoría no consigue alcanzar en toda su vida militar.
—Si quieres que te sea sincero, aún no comprendo cómo ha podido suceder —señaló Sejemjet mientras se rascaba la cabeza.
—Pues es bien fácil. Tú solo has abatido más enemigos que el resto de tu unidad. ¿Cuántas manos llevas?, ¿cuarenta, cincuenta, cien...?
Sejemjet lanzó una carcajada.
—¡Qué exagerado eres, Mini! La verdad es que no llevo la cuenta.
—Pues haces mal. Recuerda que son tu garantía para obtener buenas recompensas. Un guerrero como tú debe tener derecho a esclavos, tierras y mujeres —concluyó con picardía.
—¿Mujeres, dices? El sabor que me dejaron fue más agrio que el peor vinagre. Sentí una especie de frustración que aún perdura en mi corazón. Nunca pensé que pudiera sentirse tal vacío después de fornicar. —Ahora fue Mini quien estalló en carcajadas—. Sí, no te rías. No comprendo cómo puede obsesionaros tanto el cohabitar con ellas.
—Eso lo dices porque no te fue bien. Para ser la primera vez, has tenido verdadera mala suerte. —Sejemjet hizo un gesto de desgana y Mini continuó hablando—: No todas las mujeres son como estas que nos acompañan. Según dicen los entendidos, no hay nada que pueda compararse al verdadero amor —apostilló muy convencido—. En tal caso sus caricias, al parecer, son un regalo de los dioses.
—¿Los entendidos? —inquirió Sejemjet divertido—. ¿Y quiénes son ésos?
—Me refiero a los veteranos. Ellos tienen experiencia y me cuentan muchas historias que hablan de amor.
—Ya veo —contestó Sejemjet con tono burlón.
—Bueno, piensa lo que quieras, pero ya verás como algún día cambiarás de opinión. La puta siria con la que estuviste no es precisamente un modelo que se haya de seguir. Podías haber elegido algo mejor, digo yo.
—¿Elegir? Cuando quise darme cuenta ya había terminado conmigo, y se alejaba ufana con los dos
deben
de cobre que me cobró.
—¡Dos
deben
de cobre! —se escandalizó Mini—. ¡Qué disparate! Es lo que ocurre por relacionarse con esa gentuza. Cuánta razón tienen al llamarlos «chusma asiática». Sin embargo, yo tuve suerte en mi primera vez. Yací con una babilonia que resultó ser muy considerada. Se ocupó de mí con cariño, y la experiencia fue muy placentera. Hasta el punto de que hemos hecho amistad y nos vemos con frecuencia. En cada ocasión me enseña nuevas habilidades. Le he cogido mucha afición, la verdad.
—Eres un pervertido —río Sejemjet.
—Ya. Somos hombres y de algún modo tenemos que aliviarnos —se defendió su amigo.
—Bah.
—Ahora que eres grande de los cincuenta, todos tus soldados se fijarán en ti. Serás para ellos un ejemplo.
—¿Tú crees?
—Sin ninguna duda —aseguró Mini categórico, ignorando aquel tono jocoso—. Cuando regresemos a Egipto, la gente te reconocerá por las calles. Mi padre estará orgulloso de vernos de nuevo, y mi madre nos hará pichones asados para la cena. Espero que aceptarás ir a visitarlos.
—Será un placer. Todavía me acuerdo de los pichones. Estaban deliciosos; lo mejor que he comido en mi vida. Nada que ver con el asqueroso engrudo de cereales que nos vemos obligados a cenar cada noche.
—Y de postre, obleas con miel de los oasis; mi preferida. No hay nada mejor que se pueda esperar.
—Es verdad, amigo mío.
—El viejo Ahmose se sentirá orgulloso de tus hazañas, Sejemjet, y espero que también de mi carrera. Aunque de momento me encuentre lejos de cualquier ascenso, mi pulso ha mejorado durante todos estos meses, y he aprendido los trucos que cada día me enseñan los nubios. Son unos arqueros formidables y me han aceptado con los brazos abiertos. En la toma de Kadesh, el
tay srit
me felicitó personalmente, y aseguró que me mencionaría ante el comandante.
—Magnífico —aplaudió Sejemjet, que ya sabía de las habilidades de su amigo con el arco—. Harás carrera —le vaticinó, sabedor de que el buen carácter y la simpatía natural de Mini eliminarían no pocos obstáculos en su camino.
—En Joppa nos cubriremos de gloria, ya lo verás. Tal y como te dije, regresaremos a Kemet rodeados de honores —señaló Mini.
—Y yo con esclavos, tierras y mujeres, ¿no es así?
—¡Exacto! —exclamó su amigo, eufórico—. Sejemjet el Magnífico. Así será como te llamen.
—Querido amigo —dijo Sejemjet en un tono que parecía desprovisto de emociones—. Si tal como aseguras debemos aliviarnos como hombres, te confiaré cómo voy a atemperar mi indómita naturaleza: cortando cuellos.
* * *
A la mañana siguiente, Djehuty puso en marcha su plan. Un heraldo se presentó ante las murallas de la ciudad haciendo gran alarde de arrogancia y, altanero, conminó a los cananeos a rendirse.
—Rebeldes de Joppa —gritó altivo—, rendíos en esta hora ante el señor de las Dos Tierras, el rey del Alto y Bajo Egipto, el Toro Poderoso, Menjeperre, vida, salud y prosperidad le sean dadas. Someteos o salid fuera y luchad.
Tal y como Djehuty esperaba, una lluvia de flechas fue la respuesta a la propuesta de su emisario, que abandonó las murallas a uña de caballo entre los vítores de los asediados.
El príncipe de Joppa jamás saldría a combatir con los egipcios a campo abierto. Él sabía que podía resistir el sitio de aquel ejército durante años, así que no se preocupó lo más mínimo por la fatuidad del heraldo. Si los egipcios querían la ciudad, primero tendrían que tomarla.
Al poco, Djehuty preparó a sus tropas para el ataque. Con gran aparato y exhibición de poderío, su división avanzó contra la ciudad portando torres de asalto, arietes y grandes escaleras con las que trepar las altas murallas. Sus arqueros oscurecieron el cielo con sus flechas, y durante más de tres horas se entabló un combate que haría palidecer al mismísimo dios Set. La sangre corrió a raudales, y sus infantes lograron escalar hasta las almenas con los escudos protegiendo sus cabezas de la lluvia de proyectiles con que fueron recibidos. La guarnición no se amedrentó, y les hizo frente con valentía, originándose una lucha encarnizada en lo alto de las murallas. El combate fue de tal ferocidad que los cadáveres de unos y otros quedaron tendidos sobre las almenas cual si fueran pieles secándose al sol, y los cuerpos de los mutilados caían desde lo alto entre desgarradores alaridos, apenas sofocados por el fragor del encarnizado combate que allí tenía lugar.
Casi hechizado, el general observaba cómo una figura inconfundible se abría paso en lo alto de las inexpugnables murallas repartiendo mandobles a diestro y siniestro, como si fuera un genio del Amenti en pos de las almas perdidas. Rodeado por sus enemigos, Sejemjet los iba despachando uno tras otro al compás de los golpes de su maza. Los cananeos caían aquí y allá, como peleles indefensos ante el avance de aquel gigante, y a Djehuty se le ocurrió que semejante escena le recordaba a la de los labradores a la hora de segar la cosecha. Sin duda una recolección más propia del Inframundo, y probablemente así fuera. Era como si Ammit, la Devoradora de los Muertos, hubiese escapado de la Sala de las Dos Verdades en busca de pitanza.
De manera inexplicable, los golpes que aquel hombre recibía parecían no hacerle mella, pues se mantenía firme, como el granito de Asuán, despreciando la furia de los hombres y quién sabe si la de los dioses.
El ataque terminó cuando la guarnición decidió disparar flechas incendiarias contra las torres y escalas. Al prenderse la primera de aquéllas, el general decidió que ya era suficiente, y que su propósito estaba de sobra cumplido. Así, ordenó la retirada de sus hombres, y las murallas y el campo próximo quedaron cubiertos por la alfombra de la muerte. Una carnicería en toda regla, digna de la mayor de las atrocidades.
Por la noche, sentado en su tienda, Djehuty se congratuló por el resultado de la batalla. Durante su transcurso, su ejército había sufrido importantes pérdidas, aunque no pudieran compararse con las del enemigo. Afortunadamente, Sejemjet había salido con vida de la contienda, lo cual no dejaba de representar para el general un milagro. Al enterarse de que había sufrido diversos cortes y heridas, Djehuty envió a su médico personal para que le cosiera.