El hijo del desierto (7 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

BOOK: El hijo del desierto
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—Has dejado de ser un
kerenet
, y a partir de este momento se abren para ti nuevos horizontes —oyó Sejemjet que le decía.

—No acierto a verlos con tu claridad, madre.

Heka arrugó aún más su semblante.

—Nadie puede hacerlo con certeza —aseguró cogiéndole una de sus manos—. Los dioses son siempre caprichosos pues es su naturaleza.

El joven encogió los hombros dando a entender lo poco que le preocupaba aquel detalle.

—Sé que no eres proclive a ellos, aunque tarde o temprano te verás obligado a invocarlos; como todo el mundo.

—No entiendo su lenguaje —respondió el muchacho—. Según dicen, sólo Set parece capaz de comunicarse conmigo.

—Indudablemente noto su fuerza dentro de ti, hijo mío, aunque deberás cuidarte de él. Su amistad puede conducirte a deambular entre el caos y la desolación. No estreches demasiado tus lazos con él, pues en tal caso tu alma sufrirá.

Sejemjet la observó con semblante serio.

—Si el dios de las tormentas ha decidido abrazarme, de nada valdrá oponerse —dijo lacónico.

—Tu poder no está sólo en el señor del desierto, pues hay alguien más que vela por ti, aunque tú no lo creas.

El joven la miró sorprendido.

—No acierto a comprender tus palabras, madre. Por lo que a mí respecta, sólo tú y la dama Tamay me protegisteis un día.

—Nuestro destino es un misterio, hijo mío, y en tu caso éste ha decidido acompañarte allá donde vayas, ya deberías saberlo.

De sobra sabía el joven a qué se refería la anciana. En demasiadas ocasiones se había preguntado acerca de su verdadera familia o de cuál había sido el nombre con el que una vez le bautizaron. Luego, indefectiblemente, se enfrentaba con aquellos pensamientos que no conseguían más que sumirle en una confusión contra la que acababa por rebelarse. Él era quien era, y no debía ofuscarse con entelequias. Antes de Tamay no hubo nada.

—No has de preocuparte —señaló Heka, que parecía leerle el pensamiento—. Algún día encontrarás las respuestas que buscas.

El joven desvió la mirada hacia el hogar, abstrayéndose entre el crepitar de las llamas. Hacía ya tiempo que gustaba de abandonarse en un estado en el que descargaba sus dudas a la vez que aliviaba su corazón del peso de todo aquello que no podía resolver. Incluso el extraño lunar le traía sin cuidado. Si había algún destino que cumplir, simplemente se dejaría guiar.

—Todo está ya decidido para mí —señaló volviendo a mirar a la anciana—. Los ejércitos del dios son ahora mi nuevo hogar. Como tú bien vaticinaste, Egipto me eligió.

—Aun así, los caminos que éste te brindará serán diferentes y, a la postre, serán tus pies los que los recorran. Piénsalo antes de decidir cuál tomar. Recuerda lo que te dije hace años: Shai no es infalible.

Entonces se escuchó un suave siseo, y Sejemjet vio cómo una silueta zigzagueaba por el suelo.

—Viene a verme casi todas las noches —señaló Heka con suavidad al tiempo que tendía uno de sus brazos—. Es mi única compañía, y a mi edad supone toda una bendición, aunque se trate de una cobra. Al fin y al cabo la diosa Wadjet me honra con su visita, lo que es muy considerado por su parte.

El joven observó cómo la serpiente subía por el brazo de la hechicera para luego acomodarse sobre su regazo.

—Es difícil de creer, ¿verdad? —murmuró la señora—. Lleva la muerte dentro de sí, y, sin embargo, me brinda su amistad.

Sejemjet advirtió que el reptil lo miraba con curiosidad.

—Los extraños la atemorizan, aunque contigo es diferente. Ella también capta tu poder.

—Sé que los animales son capaces de percibir aquello que nosotros no podemos, madre, pero dudo que haya ningún poder en mí que despierte la curiosidad de la cobra.

—En cualquier caso tampoco recela de ti.

El muchacho hizo una mueca que expresaba su incredulidad, y volvió a mirar distraídamente hacia el fuego. No sentía temor por las cobras, pues estaba acostumbrado a ellas desde niño, no obstante sabía lo peligrosas que podían llegar a ser y que era mejor no molestarlas. En cuanto al poder del que Heka le hablaba, poco sabía. No acertaba a comprender semejante idea, ni de dónde la habría sacado la anciana. Claro que tampoco entendía la mayoría de sus sutilezas, como la de su extraño lunar y su posible significado.

A menudo había pensado en ello, pues ni en el cuartel había pasado desapercibido; incluso se habían vertido las más extraordinarias conjeturas al respecto. Iah, Thot y hasta Jonsu, todas ellas divinidades lunares, podían ser los responsables directos de que tuviera aquella extraña marca en su espalda —aventuraban los más supersticiosos—, aunque hubiera también quien se burlaba de ello asegurando que quizás alguno de estos dioses fuera en realidad su progenitor, dado lo inusual del lunar.

Estos últimos comentarios habían ocasionado no pocos conflictos y peleas, pues la furia de Sejemjet se desataba sin remisión al escucharlos. Quizá todo ello ayudara a la postre a aquella desvinculación que mantenía con la mayoría de los dioses de su tierra, o simplemente fuera resentimiento hacia ellos.

—Al escuchar tus palabras, madre —dijo el joven regresando de sus pensamientos—, cualquiera podría dar pábulo a cuanto se asegura de mí. Figúrate que hay quien hace mofa de mi lunar y llega a atribuirme ascendencia divina —indicó con un gesto de desagrado.

—¿Y tú qué crees? —inquirió Heka, divertida.

—Madre, los años de mi niñez ya quedaron atrás, y con ellos los cuentos que me relatabas. Te advierto que soy poco dado a las supersticiones y mucho menos a creer en el parentesco con los dioses. Imagínate, nada menos que me relacionan con la tríada tebana. ¡Menuda burla!

—Hay que reconocer que es ingenioso —rió la anciana—. En todo caso, el divino hijo del dios Amón está ganando adeptos y algún día será poderoso. No es un mal parentesco.

—¡Madre, por favor! —exclamó el joven, molesto.

—En cierto modo es también un dios sangriento. De entre sus muchos aspectos podríamos escoger el de
Jonsu heseb-abau,
o lo que es lo mismo «aquel que decide la duración de la vida». Podría interpretarse en él una cierta similitud con Set, a quien tanto honras.

Aquello desagradó al joven, que no pudo reprimir el soltar un bufido. Heka río divertida.

—Hijo mío, no te han bendecido los dioses con el favor del buen humor. Mas si sirve para aplacar tu ánimo, te diré que poco creo que tenga que ver Jonsu con tu lunar. Nadie puede decirte con certeza cuál es su significado, pues sólo tú serás capaz de dar con él. —Luego cambió el tono de su voz y sus palabras surgieron enigmáticas y extrañamente proféticas—. Esa marca proviene de tu propia esencia. Está en tu personalidad y forma parte del misterio que te envuelve. Quizás en él se halle la respuesta a todas tus preguntas.

El muchacho pareció apesadumbrado.

—En fin —dijo Heka, volviendo a su tono habitual—, dejemos las adivinanzas para nuestros supersticiosos vecinos o, en todo caso, para los oráculos. Permíteme disfrutar de tu visita y regálame una de esas sonrisas que tan poco prodigas.

* * *

La estación de
Shemu
tocaba a su fin y los campos de Egipto bullían de actividad en la recolección de la cosecha. Min, el dios de la fertilidad de la tierra, había bendecido a su pueblo con una cosecha histórica, como hacía muchos años que no se producía.

—¡El padre Amón nos regala la abundancia! ¡Él es quien bendice al faraón para proporcionarle la victoria! ¡Nunca Kemet ha sido tan próspero! —exclamaban junto a Karnak los servidores del templo.

Los rostros de las gentes se iluminaban al escuchar las buenas nuevas, y los favores que el Oculto iba a procurarles. Satisfechos por la noticia, no escondían su felicidad mientras caminaban por entre las callejuelas de Tebas entre bromas y salutaciones.

—¡Adiós, Hotep, este año no pasaremos hambre! ¡Según dicen, los graneros no darán abasto y podremos comer hasta hartarnos! —exclamaba eufórico uno de los vecinos.

—Es el señor de las Dos Tierras, Menjeperre, vida, salud y prosperidad le sean dadas, quien nos justifica ante los dioses. A él le debemos todo —decía otro.

En tanto caminaba hacia el río, Sejemjet no dejaba de escuchar este tipo de alabanzas de boca de sus paisanos. Él disfrutaba al ver su felicidad y también al comprobar cómo su pueblo se mantenía fiel a las reglas promulgadas por los dioses milenarios, que no eran otras que las del respeto al equilibrio de la naturaleza y sus ciclos. En aquel valle, más que en ningún otro lugar, todo giraba en torno a dichos ciclos desde los albores de la civilización que lo poblaba. La tierra lo era todo, y la poca que había cultivable dependía de la generosidad de aquel río que la recorría a lo largo de miles de kilómetros. Él era el que llevaba el sustrato que fertilizaría los campos situados en sus márgenes; él era la vida.

Sejemjet se sintió contagiado por la euforia de su pueblo. Sentado a la orilla del río veía el incesante ir y venir de los campesinos tirando de sus bestias de carga. Había que darse prisa en terminar de recoger la cosecha, ya que en poco tiempo el Nilo empezaría a crecer, y sus aguas anegarían los campos otra vez, iniciando de este modo un nuevo período.

El joven se desnudó y se sumergió en el río. Él era un buen nadador y disfrutaba bañándose en aquellas aguas que tanto había echado de menos durante su obligado confinamiento en los cuarteles del dios. El Nilo traía ya susurros que anunciaban la próxima avenida para todo aquel que quisiera escucharlos, y él los percibía con claridad.

Mientras se secaba, tumbado plácidamente al sol, pensó en ello, y también en lo inútil que resultaba el hacer proyectos. En su opinión todo fluía con arreglo a unas pautas que el hombre no era capaz de comprender. Nadie sabía por qué el Nilo bajaba pletórico de limo cada año para darles la vida y, sin embargo, así había ocurrido desde que los habitantes de aquella tierra tenían memoria. Él pensaba que con el destino de los hombres ocurría igual. Era un buen símil, pues el destino podía resultar generoso o mezquino, lo mismo que Hapy, el dios que habitaba las aguas de las que tanto dependían. Shai importaba poco para él, y lo que pudiera depararle sólo estaba dispuesto a considerarlo en su vejez, si es que llegaba a ella, como una parte más de sus recuerdos.

Sejemjet aprovechó sus días de asueto para ir a visitar a su amigo Mini. Éste vivía junto a su familia en la ciudad de Madu, una localidad situada a unos ocho kilómetros al nordeste de Tebas, donde vivían muchos soldados retirados a los cuales el faraón había favorecido una vez con tierras para instalarse. Era Madu una ciudad muy antigua, en la que los dioses de la XI y XII dinastía edificaron hermosos templos y capillas. El gran Senwsret III —Sesostris III— y Mebhepetre —Mentuhotep I— levantaron un templo en honor a Montu, el dios guerrero tebano por antonomasia, del que eran fieles devotos la mayor parte de los habitantes de dicha población. Un lugar muy apropiado para construir una colonia de veteranos de guerra, sin duda.

Y eso fue justo lo que pensó Sejemjet cuando la faluca que lo llevaba atracó en su pequeño puerto fluvial. El villorrio en cuestión parecía una continuidad del cuartel en el que había estado recluido los últimos años. Las mismas caras surcadas por cicatrices y las secuelas de años de sufrimiento. Rostros prematuramente envejecidos cuya piel parecía papiro viejo, de la peor calidad, resultado sin duda de las largas marchas bajo el sol implacable, y de las interminables noches al raso.

Por todas partes se veían soldados de edad, nombre con el que eran conocidos los muy veteranos, muchos de ellos tullidos, que conversaban en animados grupos, quizá de las hazañas de un pasado que seguramente compartieron. Junto a ellos, sus jóvenes vástagos atendían a cuanto allí escuchaban, imaginando cómo habrían sido las gestas que relataban sus mayores.

No había duda de que la colonia de soldados veteranos era mayoritaria en Madu, mas el resto de ciudadanos civiles mantenía muy buenas relaciones con ellos, y juntos hacían de aquel pueblo un lugar agradable para vivir.

A Sejemjet la casa de su amigo le pareció lo más cercano a los Campos del Ialú que los dioses pudieran ofrecer a los mortales. Se encontraba situada cerca del río, entre frondosos palmerales y campos rebosantes de vida. Allí los trigales, la cebada y la alfalfa, desbordantes de generosidad, ofrecían sus frutos a la vez que llenaban de alegría los corazones de las gentes, que se veían colmados ante la visión de semejante abundancia. Era una tierra extraordinariamente munífica, y su riqueza representaba toda una invitación a abandonarse a los sentidos. Las amapolas, los acianos, las malvarrosas y los narcisos crecían aquí y allá extendiendo su fragancia por los campos hasta las mismas riberas, para después desparramar sus colores y alfombrar con delicadeza aquella suerte de edén que se extendía hasta los límites con el desierto.

Algunos decían que el dios de la guerra premiaba de esta forma a sus más devotos acólitos, ofreciéndoles todo aquello a lo que era ajena su naturaleza, en un alarde de magnificencia. Mas era difícil imaginar a Montu envuelto en tales sutilezas, ni siquiera en su aspecto de toro, como símbolo del poder germinativo, y más bien se adivinaba la mano de Hathor en toda aquella belleza desbordante; cultivos tocados por los dedos de la diosa.

Allí vivía Mini, en un
seshat
que el señor de las Dos Tierras Tutmosis II —coronado bajo el nombre de Ajeperenre— había otorgado a su padre hacía más de veinte años como reconocimiento a sus servicios en el ejército y las numerosas condecoraciones que había recibido desde los tiempos de su augusto padre Tutmosis I, al que el ex combatiente acompañó hasta el río Éufrates.

Sejemjet fue recibido con gran hospitalidad por la familia de su amigo, que insistió en que pasara la noche en su casa y les acompañara durante la cena.

—El dios me miró y me dijo: «Mi Majestad está satisfecha. Has honrado a los dioses y ellos te otorgan su favor. Ve a Madu, pues allí te espera la tierra que mereces» —exclamó orgulloso el padre de Mini.

Sentados alrededor de una pequeña mesa, todos le escuchaban en silencio, pues era Ahmose un hombre que imponía un gran respeto. Su esposa Say servía en silencio la cena ayudada por la pequeña Isis, que miraba con curiosidad al invitado de aquella noche. El matrimonio se había conocido a una edad en la que muchas parejas ya tenían sus primeros nietos, mas esto no resultó ningún impedimento para que se casaran y fueran felices; incluso los dioses los bendijeron con dos hijos que, dadas las circunstancias, fueron considerados como un milagro. Sobre todo con el nacimiento de su hija, ya que Say contaba ya con treinta y cinco años, una edad muy avanzada para la época, y a la cual la señora no tenía esperanza alguna de concebir.

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