El distorsionado universo en el que se instaló Sejemjet sólo conseguiría crear una visión equivocada de cuanto le rodeaba, a la vez que abonaba los campos donde crecería la desgracia. Sus semejantes se dividían en amigos y enemigos, y eso era todo cuanto le importaba. Aquellos que no estaban englobados en alguno de estos grupos no tenían ningún significado para él.
Más allá de las siniestras sombras en las que su personalidad se había acomodado, Sejemjet reunía también indudables virtudes, como era su amor por la naturaleza, una inteligencia despierta y una inquebrantable lealtad hacia sus amigos.
El mejor de todos era Mini, al que había conocido en el patio de armas el día en el que se incorporara a filas. El muchacho era hijo de un
tay srit,
un portaestandarte que había servido en el ejército en tiempos de Tutmosis I y su hija la reina Hatshepsut, y que había participado en una de las pocas acciones que ésta había llevado a cabo allá en la frontera con la lejana Nubia. Su familia vivía en Madu, muy cerca de Tebas, y a diferencia de Sejemjet se había alistado para seguir los pasos de su padre.
—Ha sido una suerte que hayamos nacido en estos tiempos, ¿no te parece? —le había dicho en cierta ocasión a Sejemjet.
—¿Por qué?
Mini le había sonreído divertido.
—Ahora gobierna un dios que hará que podamos alcanzar el más alto rango. —Sejemjet se encogió de hombros, dando a entender lo poco que había pensado en aquello—. ¿No te das cuenta? Imagínate que hubiéramos sido soldados en los tiempos de mi padre. Las armas se habrían apolillado en nuestras manos. Jamás hubiéramos podido distinguirnos.
A Sejemjet siempre le había sorprendido el espíritu castrense de su amigo y su ambición por escalar posiciones en la jerarquía militar.
—Seguro que llegarás a
mer mes
—le contestó jocoso.
—No te burles, Sejemjet. Tú te llenarás de gloria antes que yo. Serás el primer soldado de Kemet y todo Egipto se rendirá a tus pies. Si yo tuviera la mitad de fuerza que tú...
A su amigo el comentario le hizo gracia, aunque no lo exteriorizara, pues era poco dado a la sonrisa.
—Yo seré soldado como podría haber sido cualquier otra cosa —dijo sin inmutarse—. Shai me trajo aquí y aquí me quedaré. Al fin y al cabo no tengo demasiados sitios donde elegir.
Mini abrió los ojos mostrando su sorpresa, y luego rió con ganas. A diferencia de su amigo, él era simpático, extrovertido y sumamente perspicaz.
—No sabes lo que dices —señaló dándole unas palmadas cariñosas en la espalda—. Dentro de muy poco nos circuncidarán, y seremos auténticos
w’w,
soldados rasos del ejército del dios. Entonces abandonaremos por fin este lugar para ir a donde nos corresponde.
—Veo que ardes en deseos de rebanar cuellos cananeos —apuntó Sejemjet irónico.
A Mini los ojos le brillaron de forma extraña.
—El Toro Poderoso, vida, salud y prosperidad le sean dadas, avanza imparable por todo Retenu. Pronto nos uniremos a él. Prométeme que siempre marcharemos juntos.
Sejemjet asintió en tanto le devolvía las palmaditas. No tenía ninguna idea preconcebida sobre el lugar al que le conduciría su camino, y las ilusiones de su amigo le sobrepasaban.
Aquel tipo de conversaciones se habían hecho habituales entre ellos durante aquellos años, y ahora que su niñez había quedado atrás, adquirían un sentido bien diferente. Sin que todavía lo supieran, el paso por la adolescencia significaría un nuevo trámite, pues la vida los haría hombres prematuramente.
El
sebu,
la ceremonia de la circuncisión, representaba un gran acontecimiento en Egipto. Los jóvenes, independientemente de su condición social, lo celebraban como uno de los días más importantes de sus vidas, pues en él abandonaban su condición de niños para convertirse en hombres. Era aquélla una tradición ancestral de la cual las gentes de Kemet se sentían orgullosas, ya que representaba un rito de purificación ante sus dioses milenarios. Éstos los habían elegido como su pueblo y el
sebu
era una de las numerosas formas con las que los habitantes del valle del Nilo demostraban su devoción y agradecimiento hacia ellos. Nada tenían que ver con los pueblos incivilizados que habitaban más allá de sus fronteras, y la disección del prepucio era una prueba más al respecto.
En el Cuartel General reinaba un ambiente festivo que Sejemjet no recordaba haber visto con anterioridad. Las caras hoscas y envaradas que solían lucir los oficiales y suboficiales habían cambiado sus expresiones por otras mucho más naturales, y en cualquier caso más humanas. La actividad que se desarrollaba en el acuartelamiento era febril, ya que había que dejar todo bien dispuesto para recibir adecuadamente a las autoridades. Nada menos que esperaban la visita del general de los Ejércitos del Norte y gobernador de Siria, general Djehuty. Éste era toda una leyenda en el ejército del dios, y su presencia en el Cuartel General de Tebas un honor al que era preciso corresponder. Todo debía estar en perfectas condiciones para recibir al general que, en breve, se disponía a efectuar una nueva campaña a las órdenes del faraón. Djehuty era miembro del Consejo del Ejército, un organismo que controlaba las capitanías generales del país, y que estaba supervisado directamente por el
ti-aty,
el visir.
—Por fin ha llegado el gran día —exclamó gozoso Mini—, y nada menos que el gran Djehuty en persona acudirá al acto. Desfilaremos ante él. ¡Qué honor!
Sejemjet asintió en tanto sacaba brillo a las armas que llevaría durante la parada, ajeno al entusiasmo de su amigo.
—Pero ¿no te das cuenta? Nada menos que el gobernador de Siria nos pasará revista. Pocos pueden presumir de algo así en una fecha tan señalada.
Sejemjet apenas se inmutó. Con parsimonia movió su maza de bronce para comprobar que el brillo era el adecuado.
—Dicen que es capaz de reconocer a un verdadero soldado en cuanto lo ve. Quién sabe, puede que mañana mismo nos destinen a alguna unidad bajo su mando —continuó Mini sin disimular su ensoñación.
Sejemjet hizo una mueca de disgusto.
—Hoy nos arrancarán el prepucio y se lo arrojarán a los perros. Cualquier lugar al que nos manden no será mejor que éste.
Mini parpadeó azorado.
—Pero... No te entiendo, amigo. Después de todas las penalidades que hemos sufrido aquí, deberías estar contento de iniciar un nuevo camino y...
—Precisamente —cortó Sejemjet, lacónico.
—Además, tendrías que estar particularmente orgulloso al haber sido elegido para participar en las exhibiciones que tendrán lugar. ¡Menuda suerte!
—Bueno, tú también harás gala de tus habilidades —señaló Sejemjet, jocoso—. Según parece, tirarás con el arco.
—Con gusto te lo cambiaría —se apresuró a decir su amigo—. Lo que yo daría por saber luchar como tú.
Más allá de los sueños y desesperanzas de los dos jóvenes, los actos se desarrollaron tal y como estaba previsto. Allí no cabía la improvisación, y los infantes desfilaron marciales por el gran patio de armas bajo la atenta mirada de sus superiores. Todo resultaba favorable en aquella hora, pues el día elegido era propicio donde los hubiere. Nada menos que el veintiocho
átpao-ne,
segundo mes de
Shemu.
Era una jornada muy apropiada para llevar a cabo cualquier rito de purificación, y en ella los dioses de Egipto estaban de fiesta.
Al compás de los tambores los trompeteros tocaban sus órdenes, que los soldados obedecían al instante con movimientos precisos y coordinados, tal y como los habían aprendido después de años de duro entrenamiento. Los oficiales sonreían satisfechos, como también debían estarlo los dioses de la guerra.
Luego se efectuó una exhibición en la que los nuevos
w'w
mostraron su competencia en el manejo de las armas. El propio Djehuty se sorprendió gratamente ante la destreza de la que hicieron gala algunos de aquellos jóvenes.
—Aquél tiene un pulso certero —comentó al observar cómo Mini acertaba una y otra vez en el blanco—. Será de los buenos.
La exhibición se cerró con un combate de bastones. Era éste un ritual antiquísimo por el que los egipcios mostraban una especial predilección, ya que encarnaba los valores que más apreciaban en un guerrero: fuerza, coordinación de movimientos y, sobre todo, habilidad. Ni que decir tiene que en el transcurso de los milenios la técnica de este estilo de lucha había ido depurándose, surgiendo verdaderos virtuosos entre aquellos que la ejercitaron. Era la lucha nacional, y su práctica levantaba auténticas pasiones entre los aficionados.
En esta clase de pelea los contendientes portaban sendos bastones con los que se atacaban, y unas pequeñas defensas de madera sujetas a su antebrazo, con las que paraban los golpes del contrario. Solía efectuarse con el cuerpo de ambos contendientes cubierto por tiras de lino que cubrían sus tórax, y unos faldellines rígidos que protegían sus genitales.
La justa cumplió con creces las expectativas con un combate final que entusiasmó a todos los presentes. El mismo Djehuty observó, boquiabierto, cómo aquel jovencito de poco más de quince años se exhibía ante sus ojos con una demostración de técnica y habilidad difícil de igualar. Su oponente, un soldado mayor que él, se las veía y se las deseaba para detener el aluvión de golpes que le llegaba desde todas partes.
—¿Cómo se llama ese joven? —se interesó el
mer mes.
—Sejemjet, mi general.
—Pues bien podría llamarse Khenemetset, «el que abraza a Set», pues parece poseído por la furia del Ombita
[4]
. ¿Tiene algún pariente en el ejército?
El
mira sesh
, escriba director del centro, negó con la cabeza.
—Ese chico es un enigma. Nadie sabe de dónde procede.
Djehuty hizo un gesto de complacencia mientras observaba cómo el bastón fabricado de tallo de palmera esgrimido por el joven emitía su característico sonido antes de estrellarse contra el brazo de su oponente. La protección que éste llevaba saltó hecha añicos ante el asombro general.
—Fijaos, lo tiene a su merced. Ese
w’w neferw
domina todas las suertes. Amaga, se anticipa y golpea antes de que su oponente pueda reaccionar. ¡Y qué plasticidad! —exclamó el
mer mes.
Sin la protección adecuada el combate no podía continuar, y el soldado vencido tiró sus bastones en señal de rendición. Los asistentes prorrumpieron en alabanzas.
—¡Magnífico, magnífico! —señaló Djehuty, satisfecho—. Y dices que se llama Sejemjet... No olvidaré su nombre.
Tras el enaltecimiento a los ardores guerreros tuvo lugar la ceremonia que purificaría su
ha
ante los dioses, y que representaba un momento señalado en la vida de cualquier egipcio. En general, el
sebu
se llevaba a efecto en los templos en convocatorias públicas en las que se practicaba la circuncisión a grupos de jóvenes en el mismo acto, aunque para los miembros de la realeza y altos jerarcas esta ceremonia solía ser privada. Obviamente éste no era el caso de Sejemjet, que fue enviado junto a sus compañeros de armas a una de las capillas del Cuartel General, donde se les intervino.
Sejemjet siempre tendría un recuerdo confuso sobre lo que allí ocurrió, pues tras beber la pócima que le ofrecieron, las imágenes posteriores permanecerían extrañamente difusas, como una parte más del sueño que a menudo creía haber vivido. Sólo el cuchillo de sílex en las manos del
suriu
que practicaba la operación quedaría imborrable en su memoria, así como la frase que éste pronunció al finalizar: «Eres puro a los ojos de los dioses.» Después le aplicaron una pomada que, al parecer, contenía incienso, pulpa de vaina de algarrobo y grasa de buey, con lo que esperaban que se secara la herida.
—Déjalo secar al aire, y si ves que no cicatriza convenientemente, vuelve para que te realicemos las curas.
Con estas palabras lo despacharon, pues la fila de obligados penitentes aquel día era considerable.
Por fortuna, Sejemjet no necesitó regresar a aquel lugar tan desagradable y, tras pasar varios días con un terrible ardor en su maltrecho miembro, la herida se cerró satisfactoriamente. Su alma quedaba así purificada, aunque él nunca entendiera bien por qué para santificar el espíritu eran necesarias tales prácticas. No parecía justo que el sufrimiento y la salvación fueran tan a menudo de la mano, aunque luego pensó que si esto era así, los Campos del Ialú debían de encontrarse abarrotados.
Alegorías aparte, Sejemjet pudo disfrutar de unos días de asueto. Durante años apenas había tenido oportunidad de abandonar el acuartelamiento, a no ser para efectuar una de aquellas terribles marchas, pues el duro entrenamiento y los frecuentes castigos lo habían hecho casi imposible. Por fin, ahora podía pasear de nuevo por las callejuelas de la ciudad, e ir al río a solazarse, como tanto le gustaba hacer de niño. Mas su primer impulso fue ir a visitar a Heka, de la que tanto se acordaba, y que para él era como una madre.
—Te fuiste niño y vuelves ya hombre —le dijo la vieja al verlo, esbozando una de sus enigmáticas sonrisas.
A Sejemjet le pareció que la hechicera seguía igual de arrugada y anciana que siempre, como si la edad hubiera dejado de pasar por ella hacía ya mucho tiempo.
—Continúas tal y como te recordaba, madre —dijo el joven mientras la abrazaba.
—Je, je, je. Eso mismo me dicen todos desde mucho antes de que vinieras a mí —río Heka. El joven asintió, observándola en silencio—. Ven y acércate al fuego —dijo ella invitándole a sentarse junto al hogar—. Déjame que te vea.
A la luz de la lumbre la anciana lo contempló con satisfacción.
—Eres hermoso como un príncipe —murmuró la curandera—, y tu naturaleza ha resistido la ira de Sejmet y años de duras pruebas, pero será aún mucho más fuerte. Poderoso como un león del desierto oriental; así te verán los demás, y por eso te temerán.
Sejemjet recordaba cómo a menudo, durante su niñez, la vieja le había hablado de forma similar, inundando su corazón con extrañas palabras incomprensibles para él. En no pocas ocasiones durante los últimos años había pensado en toda aquella retahíla de frases extrañas con las que la anciana solía adornar sus augurios, sin comprender exactamente su alcance y, mucho menos, su significado. No había duda de que Heka tenía bien ganada su fama de hechicera aunque, en su opinión, su bondad fuera todavía mucho mayor.