A menudo, Sejemjet se sonreía al pensar en ello, sabedor de lo poco que necesitaban los hombres para sembrar el caos. Ellos no requerían de los dioses para tales menesteres, pues eran capaces de sobrepasar con creces la ira del propio Set. Resultaba absurdo creer que todas las catástrofes pudieran provenir del único dios por el que sentía devoción y del que, además, era paisano, ya que Set era originario de la ciudad de Ombos, llamada Nubt por los antiguos egipcios, muy próxima a Tebas, el lugar donde Sejemjet había nacido o, para ser más exactos, donde había sido hallado.
Aquél era un hecho frecuente. Casi todos los días se encontraban cestas con niños abandonados entre los cañaverales del río. De ordinario se trataba de hijos no deseados, o de pequeños que provenían de familias muy pobres y a los que depositaban en los márgenes del río con la esperanza de que los recogiese alguien que les pudiera ofrecer un futuro mejor. A menudo, muchas de aquellas cestas acababan entre las fauces de los cocodrilos, o atacadas por los agresivos hipopótamos que habitaban las riberas, finalizando de este modo su corto viaje por la vida. Mas la mortalidad infantil era tan grande en Egipto, que poco importaba que fuera Sobek, el dios cocodrilo, o Sejmet, la diosa leona que enviaba las pandemias, la que se llevara prematuramente a los niños ante el Tribunal de Osiris. Sin embargo, a Sejemjet su corto periplo lo llevó a buen puerto, pues fue depositado mansamente por las aguas entre un pequeño bosque de papiros. De allí lo recogieron sin que las bestias que habitaban el sagrado Nilo lo hubieran molestado durante su viaje; quizá Set, reconociendo en el pequeño su propia naturaleza, ordenara a los cocodrilos e hipopótamos, animales a los que estaba asociado, que le dejaran pasar, o simplemente Shai, el que determinaba el número de años de las personas, había decidido favorecerle con su protección.
Shai, Mesjenet, Shepset, Renenutet... qué más daba. Todos ellos representaban a divinidades que, de una u otra forma, establecían el nacimiento y el destino de cada persona; su fortuna, su prosperidad... En demasiadas ocasiones, Sejemjet había llegado a la conclusión de que quizás hubiera sido preferible que el único dios al que reconocía hubiera permitido a alguna de sus bestias que la pequeña cesta en la que navegaba no hubiera alcanzado los cañaverales. Sin duda ello hubiera evitado muchos sufrimientos futuros; para él, y sobre todo para los demás.
* * *
Inconscientemente, Sejemjet sacudió la cabeza mientras removía con cuidado las brasas. Aquellos pensamientos no le habían abandonado nunca, y ahora que vagaba como un paria por el desierto los sentía mucho más cercanos, como si se agolparan en tropel en su corazón para pedirle cuentas de su pasado.
Las tímidas llamas del paupérrimo fuego creaban extraños arabescos que él trataba de descifrar para acaso así hallar alguna respuesta; pero éstas no existían. Las explicaciones que buscaba se encontraban dentro de sí mismo, pues formaban parte de su vida o, más exactamente, de lo que ésta había hecho de él. El mismo viento del desierto se lo decía aquella noche al hacerle soportar su rigor como si fuera un
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el más pobre de los hombres.
De manera instintiva miró a Iu, su perro. Él era su único acompañante, y seguramente también el único que estaba dispuesto a compartir su amargura alrededor de la pequeña lumbre.
Hacía frío, e Iu permanecía hecho un ovillo junto a él, intentando acaparar todo el calor que pudiera darle, para hacerle ver que la supervivencia era todo cuanto importaba, y que de nada servía abrumar al corazón con losas de granito, y mucho menos lamentarse.
Sejemjet volvió a atizar las ascuas y sus pensamientos se encontraron de nuevo con la cesta y los cañaverales; recuerdos que no tenía y que, sin embargo, significaban el principio de su procelosa andadura.
Seguramente fueran sus lloros los que llamaran la atención de la mujer que lavaba en el río. Ella lo rescató de las aguas y lo acogió como si fuera un hijo más, aunque su piedad resultara mucho mayor que su fortuna. Al parecer se llamaba Tamay, y pasó casi toda su vida como ama de cría de aquellos que requerían sus servicios en uno de los arrabales de Waset, Tebas, la ciudad santa del poderoso clero de Amón. Según supo muchos años después, la diosa Renenutet, aquella que se encarga de los lactantes, debía tener bajo su protección a Tamay, ya que a la dama no se le retiraba la leche, algo de lo que se aprovecharon sus ocho hijos y numerosos niños del barrio. Todo el mundo la quería, pues su gran corazón se hallaba muy por encima de su pobreza, y aún más de las desventuras a las que se había tenido que enfrentar.
Sejemjet no guardaba ningún recuerdo de ella, y tampoco de su marido, un hombre llamado Aya que se ganaba la vida como podía, aunque su oficio fuera el de albañil. Lo mismo ocurría con sus hermanos, de los que no tenía la menor remembranza, e incluso con su nombre, puesto que no recordaba haberlo escuchado de sus labios. En no pocas ocasiones había pensado en ello imaginándose cuál sería el nombre elegido para él por Tamay. Probablemente le llamara Hapymosis, o algo parecido, pues significa nacido de Hapy, el nombre con el que sus paisanos se referían al Nilo, y que era tenido como un dios.
Sus sagradas aguas le habían transportado con mimo hasta la ribera, tal y como si lo hubieran alumbrado.
Evidentemente, todo aquello no eran sino conjeturas, pues aquella familia que de forma tan piadosa le había acogido para rescatarle de una muerte cierta falleció cuando él apenas contaba con cinco años de edad.
Corría el primer año de gobierno como único faraón del señor de las Dos Tierras, Tutmosis III, coronado bajo el nombre de Menjeperre, vida, salud y prosperidad le fueran dadas, cuando Sejmet dio rienda suelta a su cólera propagando la enfermedad por la tierra de Egipto. Una verdadera epidemia se extendió por Kemet para asolar múltiples poblaciones. La ciudad de Tebas se vio particularmente afectada y sus barrios más pobres fueron diezmados por la pandemia. Muchos dijeron que aquél era un castigo divino por los pecados de un pueblo que había aceptado, con resignación, el que una diosa reinara en Egipto durante más de dos décadas, como regente, usurpando el poder al legítimo rey. Los dioses no se dejan engañar, aseguraban, y por mucho que la reina Hatshepsut hubiera tratado de hacer creer que era descendiente directa del mismísimo dios Amón, su artimaña de nada había valido frente a la Poderosa. « ¿Acaso podía embaucarse de manera tan burda a los dioses de Egipto? —Se preguntaban aquellos que levantaban su voz contra la memoria de la reina—. ¿Acaso el que grabara sobre los muros de su templo en Deir-el-Bahari su célebre relieve del nacimiento le daba derecho a legitimar su poder?»
El que en dicho relieve el dios Amón visitara a la madre de Hatshepsut, la reina Ahmosis, para así dar lugar a su concepción demostraba hasta qué punto era capaz de llegar la ambición humana. «Una burla en toda regla», se decían. Y éstas habían sido las consecuencias. La ira de la diosa leona recorrió su tierra desde el Delta hasta Asuán, y todos supieron así que el reinado de la «Primera de las Mujeres Nobles», que es lo que significa Hatshepsut, no había sido más que una impostura.
Sejemjet poco o nada podía comprender de tales cuestiones. La reina regente Hatshepsut había fallecido hacía ya un año, y si Sejmet había esperado hasta entonces para hacer pública su disconformidad con los veintidós años de gobierno anteriores, sólo quedaba aplacarla de la mejor manera posible: invocando con rezos a su piedad, y dando sepultura a los miles de muertos sobre los que caía su furia.
Tamay, Aya y sus ocho hijos formaron parte de aquella legión de condenados divinos, y fueron a parar a una de las múltiples fosas comunes que hubo que preparar prematuramente para enterrar semejante desgracia.
Para los vecinos que sobrevivieron a aquella prueba, fue todo un milagro el que el pequeño saliera indemne de tan terrible enfermedad, por lo que hicieron conjeturas de cuál podría ser el significado de aquel prodigio. «Sejmet ha pasado de largo sin tocar al chiquillo, y eso no puede ser sino una premonición de que aquel niño está destinado a alcanzar las más altas cotas», murmuraban.
Chismes aparte, la realidad fue que el pequeño se vio, de la noche a la mañana, tan solo como cuando lo encontraron en el río; sentado a la puerta de la que había sido su casa mientras la calle se hacía eco de la desgracia de todo el vecindario.
Sin embargo, la piedad es capaz de abrirse camino aun en las peores circunstancias para hallar refugio en los corazones de bien, y enaltecer con ello a las gentes que la practican.
Fue una mujer quien, una mañana, se detuvo ante el pequeño para observarlo con atención. Como ocurriera con el chiquillo, nadie sabía a ciencia cierta su nombre, ni tampoco su edad, aunque la dama fuera de sobra conocida en el barrio. Todos la llamaban Heka, no sin cierto temor, pues se dedicaba al curanderismo y la hechicería desde mucho antes de que la reina Hatshepsut se sentara en el trono.
«Cuidaos de Heka —solían decir en el vecindario—, pues tiene tratos ocultos con el dios de la magia.» Ella se sonreía al oír tales sentencias, aunque hiciera poco por evitarlas. Su vida toda era un misterio, y ya próxima a la senectud, a Heka le importaba poco lo que pudieran decir los demás. Su idea sobre el género humano era deplorable y, en su opinión, la mayoría de sus paisanos eran unos santurrones ignorantes que velaban por cuidar las formas por miedo a que el Tribunal de Osiris los enviara al Inframundo una vez muertos.
Mas la vieja siempre se guardó de hacer públicas tales ideas. A su manera ella cumplía una misión en el barrio, y siempre trató de aliviar las penas de aquellos que requerían sus servicios. Los médicos eran caros, por lo que gran parte del vecindario solía acudir a ella a fin de que pusiera remedio a las enfermedades comunes que solían presentarse. Porque Heka era profunda conocedora de las propiedades de las plantas de aquella tierra, así como de incontables fórmulas con las que tratar un buen número de dolencias.
Sin embargo, fueron sus conjuros y filtros mágicos los que la hicieron famosa. Sus supersticiosos paisanos llegaron a temerla de tal forma que se cuidaban de desairarla y mucho menos molestarla.
«Posee dones adivinatorios —decían— y puede convocar a los genios del Amenti cuando le place.» A Heka tales comentarios le traían sin cuidado. El desconocimiento que de su persona tenían los demás era absoluto, y ella no mostraba ningún interés por remediarlo. Heka poco tenía que ver con el dios de la magia, pues a quien en realidad reverenciaba era a Selkis, la diosa representada con un escorpión sobre la cabeza que protegía de las picaduras venenosas. De ésta venía su poder, pues Heka había salvado a no pocas personas que habían sido picadas por los reptiles o los terribles escorpiones.
En realidad, con el dios de la magia la vieja sólo compartía su afición por las serpientes y las ranas, animales con los que el dios Heka solía ser representado. Al igual que hiciera este dios, la mujer gustaba de pasear con uno de aquellos batracios sobre su cabeza y, según aseguraban, las cobras acudían a visitarla con frecuencia a su casa, donde decían que las alimentaba y procuraba cuidados cual si fueran sus vástagos. De esta forma adquiría sus poderes y sellaba extraños pactos que luego utilizaba en sus conjuros.
En cualquier caso a nadie extrañaba que la vieja anduviera por el barrio con una rana, pues este animal simbolizaba la creación, la reencarnación y la fertilidad, y la buena señora ayudaba a la comunidad en muchos de los partos como si en realidad fuese una reencarnación de la diosa con cabeza de rana Heket, que se encargaba del alumbramiento. También había quien defendía la peregrina teoría de que era simplemente a su edad a la que hacía referencia la dichosa rana, pues el símbolo jeroglífico que representa al renacuajo sirve para expresar el número cien mil, que eran los años que algunos bromistas calculaban que podía tener Heka.
Extravagancias aparte, semejantes comentarios producían no poca perplejidad en la señora, y aun hilaridad, y junto al fuego del hogar apenas podía reprimir las carcajadas que le producían dichos chismes. En las frías noches de invierno, éstas llegaban a romper la quietud de la vigilia, y en la lejanía los chacales le contestaban. Así, todo el vecindario estaba convencido de que, desde los cerros de la distante necrópolis, Anubis conversaba con ella en un lenguaje que sólo los magos podían comprender. Un lenguaje misterioso que le permitía comunicarse con las bestias, y que a todos infundía temor.
Cuando los convecinos se enteraron de que la vieja hechicera se había hecho cargo del pequeño, las habladurías corrieron por el vecindario como las aguas del Nilo en la crecida, pródigas, aunque a la postre a nadie le extrañara. Aquel niño poseía algún poder sobrenatural, pues sólo así podía explicarse el que se hubiera librado hasta en dos ocasiones de presentarse ante la Sala de las Dos Justicias. Demasiadas casualidades, sin duda. Mas si había alguien capaz de amparar bajo su manto al niño, ésa era Heka. Ella era la persona idónea, y todo el barrio lo aceptó con complacencia.
El primer recuerdo que el pequeño halló en su memoria fue el de aquel rostro arrugado, iluminado por el fuego del hogar, que lo miraba a través de unos ojos para los que el corazón de los hombres parecía no tener secretos. Sin embargo, ella siempre le sonreía y, al hacerlo, su piel de papiro viejo se fruncía en una mueca por la que daba salida a su ternura y compasión por aquel chiquillo a quien Renenutet reservaba un proceloso sino.
Heka fue capaz de leer el sufrimiento del pequeño desde el mismo día de su nacimiento, y también la fragilidad de su
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ante lo que los dioses le tenían predestinado.
No obstante, también captaba su fuerza, y un carácter tempestuoso que era conveniente alejar de la ira. Y luego estaba aquel extraño lunar, que la fascinaba, y sobre el que tanto había reflexionado. Éste era un misterio de difícil interpretación, aunque estaba convencida de que, con el tiempo, se revelaría su significado. Había cierto grado de misticismo en aquel niño que ella podía sentir sin ambages, aunque fuera su complexión robusta la que lo disimulara.
Era un chiquillo hermoso, sin duda, y Heka fue la que decidió bautizarlo con el nombre de Sejemjet. Un nombre poco usual y que, no obstante, ella pensaba que le hacía justicia.
Con la mirada perdida entre las pobres llamas, Sejemjet pensó en Heka y en sus recuerdos, que parecían cobrar vida. Ella fue para él lo más parecido a una madre, y su rostro arrugado se le presentaría siempre para sonreírle en los momentos difíciles. Durante los años que permaneció con ella, la anciana le enseñó lo poco de bueno que él había aprendido en la vida y, sobre todo, su gran amor por los animales.