—No temas a las bestias. Forman parte del mismo mundo en el que nos encontramos —solía decirle—. Yo te enseñaré su lenguaje y señorearás entre ellas.
Sejemjet recordaba cómo las cobras venían a visitarlos, y también cómo Heka parecía encantarlas con suaves movimientos de sus manos, dejando que recorrieran sus brazos sin miedo alguno.
Aunque los reptiles no pudieran escucharla, ella les susurraba extrañas palabras que parecían comprender, pues se enroscaban perezosos en tanto con sus lenguas bífidas exploraban el aire que los rodeaba. Un cuadro digno del mejor de los encantamientos, y que Sejemjet recordaría toda su vida.
Más allá de aquel tipo de escenificaciones a las que su nueva madre adoptiva le tenía acostumbrado, su vida se desarrolló como la de cualquier niño de su edad, entre juegos y travesuras. A Sejemjet le gustaba ir al río a bañarse cada día. Allí pasaba las horas junto a otros chiquillos enzarzado en peleas e imaginarias aventuras en las que solían combatir contra los tradicionales enemigos de Egipto, o simplemente disfrutaba viendo cómo el ganado abrevaba en las orillas, refrescándose después de una calurosa jornada.
A menudo ayudaba al viejo Ibi a llevar su ganado al río, y cuidaba de él en su ausencia con especial celo, pues le gustaban mucho los animales. Esto le reportaba algunos
quites
de cobre con los que ayudar en casa, como hacía la mayoría de los chiquillos, que solían emplearse en lo que fuera desde muy pequeños. Ibi le tenía en gran estima, y le permitía montar en uno de sus asnos cuando se dirigía al río. Ya entonces, el Nilo parecía ejercer un misterioso influjo sobre él, pues se extasiaba mirándolo con reverencia, tal y como si en realidad se tratara de su verdadero padre. Fue en sus aguas donde aprendió a nadar, y también en ellas tomó conciencia de lo que el gran río significaba para su pueblo. Supo quién era Hapy, y por qué se le representaba con senos colgantes llevando en sus manos los productos que la tierra aportaba. Él era la fertilidad y la abundancia, o la infecundidad y la miseria si su crecida anual no era la apropiada. El país de Kemet dependía de su generosidad y, a pesar de su corta edad, Sejemjet fue capaz de comprenderlo a la vez que intuyó la existencia de un inexplicable vínculo con aquellas sagradas aguas. Aquel lazo resultaría indisoluble, pues no en vano en él se fundamentaba su propia existencia.
Heka conocía perfectamente la realidad de este nexo y cuál era su significado. Su relación con el pequeño perduraría toda su vida, aunque se vieran separados por océanos de tierra roja o el tenebroso Gran Verde. Sejemjet sólo estaba de paso; sin embargo, ella siempre lo querría.
—Nuestros caminos se separarán dentro de poco —le dijo una noche en la que se encontraba meditabunda junto al fuego.
Sejemjet la miró con los ojos muy abiertos, sin comprender el alcance de aquellas palabras. La anciana arrugó aún más su rostro al sonreírle.
—Sólo así podrás hallar el lugar que te corresponde —indicó ella con suavidad.
—Pero... —arguyó el niño, desviando su mirada sin comprender—, ¿adónde iré?
Heka rió con suavidad.
—Tus pasos te llevarán lejos. Más de lo que puedas suponer. —El chiquillo se abrazó a ella atemorizado—. No tengas miedo, ya que velaré por ti. Recuerda siempre que Shai, el Destino, no es un sino inalterable, pues el hombre con sus acciones y los dioses pueden cambiarlo. Ellos están contigo, pues siento su fuerza. De alguna forma tú perteneces a Egipto, y será él quien te reclame.
* * *
Todavía con su vista en aquellas brasas, Sejemjet movió la cabeza apesadumbrado al rememorar la escena. Habían pasado más de treinta años, y no obstante aún permanecía vivida en su corazón, tal y como si hubiera sido grabada a fuego.
En realidad su vida comenzó aquella noche, y las palabras de la vieja Heka resultaron una premonición. Como le ocurriera en tantas ocasiones, sintió que la sangre se agolpaba en sus sienes, y la ira se apoderaba de su entendimiento.
«El camino elegido por los dioses», se dijo con sorna mientras partía un sarmiento seco para así alimentar la lumbre. A la postre, Shai no le había procurado una vida venturosa aunque, como ya le vaticinara la anciana, su suerte había quedado en manos del país de Kemet, conduciéndolo por senderos de ilusoria gloria que con el tiempo se llenarían de muerte y odio. El único camino que los dioses habían trazado para él era el de la guerra, y él tendría que vivir el resto de sus días soportando la terrible carga de sus horrores.
Sejemjet recordaba la escena con claridad. Los velos del tiempo se abrían temerosos para mostrarle imágenes que surgían desde las nieblas de su memoria. Unos hilos invisibles las hacían llegar de donde antes nada había, como si los dioses se hubieran juramentado para ordenar un principio que con los años acabaría por convertirse en caos. Quizá Thot, el dios de la sabiduría, se hubiera abierto paso entre el torbellino para arrojar un poco de luz sobre aquel corazón en permanente conflicto. De todos era sabido el poder de su magia, y puede que ése fuera el motivo por el cual el belicoso Set le hubiera permitido, en aquella hora, hacer un hueco en su entendimiento.
«¿Acaso se halla próximo el día en que he de presentarme ante al Tribunal de Osiris?», se preguntó Sejemjet sin poder evitarlo. ¿No sería aquello el preámbulo de lo que se avecinaba? ¿Por qué, si no, pugnaban los recuerdos por hacerse presentes, ordenadamente, tal y como ocurrieron, tal y como serían escuchados en el juicio ante el soberano del Más Allá?
A él no le extrañaba en absoluto que aquel temido momento se encontrara cercano, aunque la diosa Mesjenet se bastara y sobrara para revelar el carácter del difunto y cuáles habían sido sus actos en vida ante la Sala de las Dos Verdades. Poca elocuencia podría oponer a las palabras de la diosa, aunque él estuviera convencido de su honradez y de que, en definitiva, no había sido más que un instrumento en manos ajenas.
—¡Gloria al Egipto! —exclamó, como tantas veces había hecho—. Ahora no soy más que tu hijo pródigo.
Ante el juramento, el perro que dormitaba a su lado salió de su letargo para observarle. Él conocía bien los demonios que, en ocasiones, se apoderaban de aquel hombre, y también su sufrimiento.
Al cruzar sus miradas, Iu movió suavemente su rabo y Sejemjet se acomodó junto a su amigo para volver la vista hacia el pequeño fuego que parecía cobrar vida, como las imágenes de un pasado que se hacía corpóreo.
Sentado con la cabeza entre sus rodillas, el pequeño trataba de sobreponerse a tanta desgracia. Intentaba comprender qué hacía allí y, sobre todo, qué suerte de maleficio había podido confluir en su persona para que la Fortuna le hubiera declarado la guerra. Para el chiquillo, su nueva situación representaba el peor de los desastres, pues ni la poderosa magia de Heka había podido evitarlo. Solo, y con los ojos enrojecidos tras toda una noche de silencioso llanto, Sejemjet se sentía desamparado.
Hacía apenas unas horas él era un niño que jugaba sin preocupación alguna en los márgenes del río, junto a sus amiguitos, evocando imaginarias batallas de los tiempos antiguos. Combates de héroes legendarios a los que era tan aficionado.
Casi sin darse cuenta un oficial se le acercó y, agachándose ante él, le puso ambas manos sobre sus hombros en tanto lo miraba fijamente.
—Eres un pequeño león lleno de poder —le dijo sonriéndole—. La sangre del dios Montu corre por tus venas desbocada. Egipto ha puesto sus ojos en ti para nombrarte hijo predilecto.
Sejemjet no entendió muy bien el significado de aquellas palabras, mas devolvió la sonrisa al soldado que le sujetaba con firmeza.
—¿Te gustaría convertirte en un héroe del dios? —le preguntó el extraño sin dejar de mirarlo.
El niño parpadeó sin ocultar su confusión.
—El Toro Poderoso extenderá su gloria por toda la tierra. A no mucho tardar necesitará hombres capaces de las mayores hazañas.
—Pero yo no soy un guerrero —señaló el pequeño volviendo a sonreírle.
—Aún no, pero algún día lo serás. Puedo adivinarlo, y bien sabe Anat lo poco que me equivoco en estos juicios.
Sejemjet se encogió de hombros a la vez que desviaba su vista hacia el río.
—Tus días de juegos deben finalizar —le dijo el oficial—. Es hora de que comiences a prepararte para alcanzar la gloria.
Sejemjet miró al soldado fijamente, sin saber qué decir.
—He visto cómo peleabas con tus amigos —continuó éste—, y te aseguro que eres un elegido. Si lo deseas, el dios de esta tierra te recibirá con los brazos abiertos. Él te protegerá y pasarás a formar parte de su gran familia.
El pequeño hizo un gesto de inequívoca ensoñación. El dios, su familia; seguro que entre ellos podría ser muy feliz.
—Si así lo quieres, puedo mostrarte cuanto te digo. ¿Deseas acompañarme? —inquirió el oficial ofreciéndole su mano.
Nunca sabría a ciencia cierta por qué lo hizo, pero Sejemjet se aferró a aquella mano para iniciar de esta forma el viaje de lo que sería su vida futura.
Ahora se lamentaba ante lo incierto de su sino; asustado al ver cuanto le rodeaba. La tarde anterior, aquel hombre lo había llevado ante el Cuartel General del ejército, en las afueras de Tebas, donde entre halagos y buenas palabras lo había abandonado en uno de sus patios.
—Espérame aquí, que enseguida vuelvo —le había dicho en tanto le sonreía.
Pero aquel tipo no regresaría nunca, pues el pequeño no volvería a verlo en su vida. Lo que sí vio fue un mundo desconocido que le abría sus puertas para mostrarle la peor de sus caras.
El lugar bien hubiera podido definirse como la antecámara de la Sala del Pesaje del Alma, ya que los sollozos y lamentos se alzaban por doquier, como si un ejército de pecadores redomados esperara a ser devorado por Ammit tras la condena eterna.
—Genios del Amenti, Devoradora de los Muertos. Qué hemos hecho para vernos en semejante trance —clamaban unos y otros.
Sejemjet no era sino uno más de entre aquella legión que el destino había elegido como carne de batalla. Todos se encontraban dispuestos en un enorme patio llamado a ser el pórtico de la gloria, pero que a Sejemjet, andando el tiempo, le parecería más bien el vestíbulo de los condenados.
Allí había gente de la más variada edad y condición, pues las levas de Su Majestad no se paraban en consideraciones, remilgos ni fruslerías. El Horus Dorado necesitaba soldados, y había que sacarlos de donde fuese. Era por eso que Sejemjet se hallaba acompañado en su desgracia no sólo por hombres jóvenes, sino también por personas de avanzada edad e incluso niños, ya que en aquel lugar sin alma había chiquillos más pequeños que él, muchos de ellos callejeros errantes que la soldadesca había recogido.
Ni que decir tiene que gran parte de los allí presentes habían sido captados en las «casas de la cerveza», proverbial fuente inagotable de reclutas, a los que los efectos de la bebida les hacían despertar en un lugar que poco tenía que ver con el Paraíso.
Todos los gritos y protestas que inundaban aquel patio concluyeron al caer la tarde. Unos guardias de aspecto fiero entraron en el recinto y atemperaron los ánimos con sus látigos de palma trenzada. Unos cuantos zurriagazos aquí y allá fueron suficientes para que la furia de aquellos desesperados entrara en razón.
—Bienvenidos al Amenti —gritaban con sorna mientras hacían restallar sus látigos—. Veréis que aquí os encontraréis como en casa.
Semejante trato hizo su efecto, pues con la llegada de la noche los únicos lamentos que se escuchaban eran los lloros de los más pequeños. Sin embargo, enseguida organizaron a tan variopinto grupo, de tal forma que los más mayores quedaran situados junto a los niños, para que así se hicieran cargo de su temor.
—Si lloran, más vale que los hagáis callar; si no, vosotros seréis quienes sufran las consecuencias —les advirtieron con tono amenazador—. Hoy dormiréis al raso, pues conviene que os vayáis acostumbrando.
Cuando la oscuridad señoreó en aquel patio, los gemidos apagados por el temor se unieron al canto estridente de los grillos. Era
mesore,
el cuarto mes de la estación de la cosecha,
ShemHy
y el verano esparcía los sonidos propios de sus noches por todo Kemet, así como su fragancia, aunque ellos no tuvieran ánimos para olerla.
Bien de mañana dispusieron en filas a aquellos desdichados, entre miradas feroces y una íntima satisfacción por parte de los guardias. Si había algo con lo que éstos disfrutaban era observando los rostros compungidos y el indisimulado temor que mostraban los allí reunidos, ya que muchos de ellos habían pasado en su día por el mismo trance. «No hay nada como hacer partícipe a los demás de las penas pasadas», pensaban en tanto se paseaban altivos por entre las ordenadas filas.
A pesar de su corta edad, Sejemjet comprendió muy bien cuál era su nueva situación, y también que había traspasado una puerta que se cerraba tras él para siempre. Al mirar a su alrededor, leía la indignación y el pesar en las caras de cuantos le acompañaban, mas sabía que de nada valían las protestas pues era el dios quien había decidido su destino.
—¡Esto es una equivocación; seguro que sois capaces de daros cuenta de ello! —clamaba un individuo que se resistía a aceptar cuanto veía.
—Seguro que sí—se burlaban los guardias—. Pero el escriba lo solucionará pronto, ya lo verás. En tanto eso ocurra te recomendamos que no vuelvas a escandalizarnos con tus gritos, ya que aquí se nos suele soltar la mano con facilidad.