Todo había comenzado, por tanto, con la llegada al trono de Tutmosis I. Su antecesor, el faraón Amenhotep I, había muerto sin herederos y Tutmosis, un general ya en la cuarentena, tomó el poder, legitimado por su matrimonio con la princesa Ahmosis, hija del gran Ahmosis I y la reina Ahmosis Nefertari. Se coronó con el nombre de Ajeperkare, que significa «grande es el alma de Ra», dispuesto a extender el manto de su espíritu militarista por todo el país.
Lo primero que hizo el nuevo faraón fue dirigir su atención hacia el lejano sur. La tierra de Kush, fuente de conflictos permanentes durante toda la historia de Egipto, merecía un escarmiento, o al menos eso era lo que el rey creía. Decidido a intervenir contra la monarquía kushita, Tutmosis I partió en el segundo año de su reinado al mando de una poderosa flota hacia el corazón de Kush. El faraón tomó su capital Kerma, y mató personalmente de un flechazo al caudillo enemigo, al que luego colgó de los pies, cabeza abajo, de la proa de su navío real para conducirlo en procesión hasta Tebas. Después de una gran matanza, el dios extendió sus líneas fronterizas más allá de la cuarta catarata, cerca de la ciudad de Kurgus, donde dejaría inscripciones conmemorativas y una guarnición en la fortaleza de Tombos.
Luego de esta demostración de fuerza ante su pueblo, Tutmosis dirigió su mirada a Oriente, a las tierras que se extendían más allá del Sinaí, al Retenu, nombre que se le daba a Canaán, y a los fértiles valles de Siria. Él mismo se puso al mando de un poderoso ejército que atravesó las tierras de Retenu hasta llegar al río Éufrates, donde erigió una estela en la cual contó su proeza para que la posteridad fuera testigo de ella.
Más que una conquista, la campaña de Tutmosis I fue una expedición militar hasta lo que él definiría como «los confines de la Tierra».
Para celebrarlo, el regreso de sus tropas al país de las Dos Tierras fue todo un acontecimiento festivo, ya que además del gran botín conseguido, se realizaron infinidad de cacerías, siendo célebre la gran matanza de elefantes acaecida en tierras de Siria, de la que su amadísima hija Hatshepsut dio fe en varios textos.
Más allá de incursiones y veleidades cinegéticas, aquella histórica expedición trajo consigo consecuencias políticas de considerable magnitud, pues originó odios y rencores entre los pueblos de la región, que se traducirían en una lucha encarnizada contra lo que, en adelante, considerarían como una potencia opresora. Tutmosis I encendió las hogueras de la guerra, unas llamas que alcanzaron el poderoso reino de Mitanni, situado al norte de Mesopotamia, y que determinarían la historia de Egipto durante los siguientes siglos.
A la muerte de este faraón, el reinado de su hijo Tutmosis II —apenas catorce años— no dio más que para una nueva operación de castigo contra los levantiscos kushitas y algunas escaramuzas contra los shasu, unas tribus nómadas palestinas. Poca cosa, en comparación con los acontecimientos acaecidos durante el reinado de su augusto antecesor.
A su muerte, Kemet viviría en paz durante las siguientes dos décadas. Una mujer con voluntad de hierro se alzó con el poder dispuesta a gobernar su tierra sabiamente. La reina Hatshepsut, hija de Tutmosis I y la gran esposa real Ahmosis, y hermanastra y a su vez esposa de Tutmosis II, se sentó en el trono usurpando los derechos legales de su sobrino. Éste, de nombre Tutmosis, era hijo del anterior faraón y una esposa menor llamada Isis. Él era el único vástago varón con derechos al trono y, como tal, fue nombrado sucesor a la muerte del anterior dios. Mas el príncipe era apenas un niño, por lo que su tía Hatshepsut se erigió en regente en tanto el pequeño alcanzara la edad adecuada para decidir los destinos de su país. Sin embargo, como pasaría en tantas ocasiones durante su larga historia, la regencia acabó por convertirse en un reinado en toda regla, durante el cual gobernó Kemet con pulso acertado.
Las imágenes de las enormes barcazas, de más de cien metros de eslora, surcando las aguas del Nilo mientras acarreaban el magnífico granito rojo de Asuán aún seguían vivas en el corazón de las gentes. Una visión como nunca antes se había visto, y que traería consigo la erección de cuatro obeliscos gigantescos, para mayor gloria de Karnak, y la maravilla de las maravillas: el imponente templo que la reina levantó en Deir-el-Bahari. Un desafío para todos aquellos que la vilipendiarían, y también para el tiempo.
A diferencia de sus predecesores, Makare, nombre con el que Hatshepsut se entronizaría, no acometió expediciones militares sino comerciales. Como las enviadas para explorar las minas de turquesa de Serabit-el-Jadim, en el Sinaí, o su más famosa al país de Punt, de donde trajo oro, marfil, ébano y enormes riquezas.
A su manera, la reina también contribuyó a engrandecer el ejército, ya que mejoró sus infraestructuras notablemente, modernizando sus acuartelamientos y dotaciones. Pero ella nunca sería una guerrera, y la semilla del rencor plantada por sus antecesores en Siria acabaría por germinar al final de su reinado con la aparición de una gran coalición de países extranjeros contra Egipto. Nada menos que trescientos treinta jefes y príncipes se levantaron en armas contra las guarniciones egipcias, expulsándolas de sus territorios.
A la postre, el reinado venturoso de Hatshepsut se resquebrajaba por causa de los odios de la guerra. En lo sucesivo era a ésta a quien había que honrar. Ya no cabía vuelta atrás.
Tutmosis III se entronizó como nuevo dios de la Tierra Negra dispuesto a rendir pleitesía a la batalla. Desde lo más sagrado del templo de Karnak, el gran padre Amón le daba la bienvenida para invitarle a extender sus fronteras hasta los límites de la tierra conocida. El Oculto desplazaba al milenario Montu, tradicional dios tebano de la guerra, para convertirse en el nuevo protector de los faraones en la contienda. En aquella hora, Amón invitaba al rey a recuperar los territorios perdidos durante los años de paz precedentes, otorgándole para ello su bendición eterna. Tutmosis sometería a los reinos extranjeros hasta donde sus fuerzas lo permitiesen. Él extendería el culto a la conquista, del que se proclamaría su sumo sacerdote. Menjeperre, rey de reyes.
El faraón no tardó en iniciar la misión para la que su padre, Amón, le había elegido y así, en el primer año de reinado, llevó a sus ejércitos a través de todo Retenu hasta la ciudad de Meggido. Él mismo se puso al mando de sus tropas, sorprendiendo al enemigo tras atravesar, inesperadamente, los peligrosos desfiladeros de Aruna, en una gesta que quedaría para la Historia.
Aunque el monarca no pudo capturar al príncipe de Kadesh, que encabezaba la alianza de los pueblos rebeldes, la victoria en la batalla de Meggido restituyó el poder del faraón en la zona, a la vez que advertía a sus enemigos sobre el tipo de soberano que reinaba en Egipto, y cuál sería su política en el futuro.
Tutmosis regresó al país de las Dos Tierras convencido del papel determinante que los dioses le habían otorgado. Aunque henchido de orgullo proclamara que «la conquista de Meggido es la conquista de mil ciudades», aquella intervención militar no fue más que el principio de un reinado en el que se celebrarían constantes enfrentamientos. El poderoso rey gobernaría Egipto durante los siguientes treinta y dos años, en los que emprendería nada menos que diecisiete campañas. Un hecho sin precedentes en la milenaria historia del país del Nilo, llevado a cabo por un faraón que no alcanzaba los cinco pies
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de altura; curioso dato para quien estaba llamado a ser el más grande de los faraones guerreros.
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Durante aquellos casi dos primeros años de reinado, la actividad en los cuarteles había resultado frenética. Egipto necesitaba soldados con los que hacer frente a las necesidades futuras, y debían sacarlos de donde fuera.
Mas el nuevo señor de las Dos Tierras sabía que las levas eran sólo un remedio puntual en su política militarista. Si quería expandir con éxito sus dominios, necesitaba un ejército profesional y bien entrenado. Era preciso, por tanto, acabar con la tradicional poca relevancia social que para el pueblo egipcio tenía la carrera de las armas, y elevar sus estatus hasta cotas que lo hicieran apetecible.
Los príncipes tebanos fundadores de la XVIII dinastía iniciaron dicho proceso que luego Tutmosis I impulsaría durante su reinado. El nuevo rey estaba decidido a establecerlo, y para ello no escatimaría en medios. Lo primero que hizo Tutmosis III fue recompensar debidamente a los soldados que se destacaran. Desde siempre, el faraón había donado tierras a los valientes que luchaban en sus ejércitos mas, por lo general, éstas regresaban a manos del estado cuando el ex combatiente fallecía. Ahora la situación sería distinta, pues el veterano de guerra conservaría su propiedad para él y su familia siempre que uno de sus hijos lo relevara alistándose en el ejército. Así fue como se proyectaron verdaderas colonias en las que el espíritu castrense se mantenía vivo. Además, se procuraba que dichas colonias se encontraran lo más cerca posible de los acuartelamientos. Las dos grandes capitanías generales en las que estaba dividido el país se nutrirían así de nuevos reclutas dispuestos a convertirse en verdaderos soldados. Una de ellas, situada en Menfis, seguiría formando a los príncipes y futuros oficiales y la otra, en la ciudad de Tebas, entrenaría fundamentalmente al resto de la tropa.
Estos reclutas solían ingresar en los cuarteles siendo todavía unos niños. Allí los separaban de los adultos reclutados por las levas y les enseñaban, durante años, todo lo que debían saber para convertirse en buenos soldados, a la vez que los sometían a una disciplina extremadamente férrea, difícil de soportar.
Sejemjet fue consciente de ello ya desde la primera noche que pasó en su nuevo destino. Hacinado junto a otros muchachos en el interior de un barracón, durmió sobre el duro colchón que el suelo de apelmazada tierra le proporcionaba, apenas cubierto con una vieja manta de lana. Al contrario que la mayoría de los que le acompañaban, él se encontraba lejos del desamparo y, sobre todo, del lamento; como si su situación fuera un hecho irremediable elaborado por el destino, junto a su
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antes de su nacimiento. Aquél era un lugar como otro cualquiera, y para alguien que como él había venido al mundo sin nombre, no representaba la puerta de acceso al Inframundo.
Las palabras que Heka le profetizara habían quedado grabadas en él para siempre. Si su destino era el ser reclamado por los dioses para servir a Egipto, él nada tenía que decir, sabedor de que su opinión poco contaba.
Sus primeros años en el ejército del dios transcurrieron entre castigos, palizas y más castigos. Su desgraciada infancia discurrió hacia la adolescencia a toque de trompeta, tambores y bastonazos. Él apretaba los dientes y aguantaba sin quejarse; como si fuera algo inevitable. Desde el renacimiento de Ra-Khepri en el horizonte cada mañana, hasta que Ra-Atum ocultaba su disco al atardecer para iniciar su viaje nocturno, su rutina diaria se circunscribió a ejecutar lo que se esperaba de él: aprender a sobrevivir para sojuzgar a los demás.
Obviamente, Sejemjet no necesitaba que nadie le enseñara a sobrevivir. Él era un superviviente natural desde el mismo día en que viniera al mundo, aunque justo es reconocer que mostró una inusual aplicación a la hora de asimilar su entrenamiento militar.
Enseguida destacó en el manejo de las armas, así como en la lucha cuerpo a cuerpo, apuntando ya la enorme fuerza que con los años llegaría a poseer.
—Este muchacho está en guerra con el mundo —llegó a vaticinar en cierta ocasión uno de sus instructores al ver la furia con que descargaba sus golpes.
Nunca imaginaría aquel oficial lo acertada que resultaría su frase. Toda la disciplina y vida de extrema dureza a la que se vio sometido aquel niño durante años no consiguieron sino forjar en él un carácter implacable que hizo aflorar lo peor de sí mismo; una ira difícil de dominar que amenazaba con convertirse un día en la más terrible de las devastaciones.
Para quien no había dispuesto apenas de hogar, el ejército resultaba una familia tan buena como cualquier otra, y las máximas en las que se educó igual de valiosas que las admoniciones dadas por el más amantísimo de los padres. El mundo era hostil, y él se preparaba para combatirlo.
Sejemjet aprendió a valerse por sí mismo en las condiciones más desfavorables y a soportar las terribles marchas por el desierto a las que fue sometido. Le enseñaron a subsistir con lo poco que las yermas tierras del desierto occidental podían ofrecer, y a apagar su sed con agua que ninguna bestia sería capaz de beber. Sus pies se encallecieron hasta ser insensibles a la punzante quemazón de las ardientes arenas, y sus manos aprendieron que no tenían más amistad que la de las armas que debían empuñar si quería sobrevivir. Ellas representaban la única garantía para salir adelante y, con el tiempo, llegaron a estrechar sus lazos de tal forma que bien hubiera podido asegurarse que aquel niño había sido abandonado en el río con un arma entre sus manos; quizá fuera ése el motivo por el que las bestias del Nilo le habían respetado.
Durante algún tiempo, Sejemjet también cumplió labores como sirviente y heraldo, algo muy habitual en los ejércitos del dios, en los que los soldados que aún no habían llegado a la pubertad eran asignados a algún oficial como criados para labores castrenses. Así fue como conoció un poco mejor los entresijos del ejército y, sobre todo, el tipo de personas que ocupaban los cargos de relevancia dentro de él. Sirvió a grandes de los cincuenta, a portaestandartes y también a escribas, contra los que comenzó a desarrollar una particular inquina que le acompañaría toda su vida. Los
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, escribas del ejército, le resultaban especialmente antipáticos, pues demostraban una soberbia cuyo origen se encontraba en los conocimientos que poseían, y que no se molestaban en ocultar. Ellos, que nunca cruzarían su espada con ningún enemigo, tenían sin embargo el poder de los altos oficiales, y no dudaban en hacerlo valer imponiendo terribles penas por la menor falta. Sejemjet los sufrió en sus propias carnes, puesto que sus castigos fueron los primeros que marcaron su cuerpo con cicatrices. Una disciplina atroz, impartida por aquellos que se mantendrían siempre a la sombra, afilando su cálamo en tanto los soldados combatían.
Aquellos individuos le parecían insufribles, y una desgracia que no había más remedio que soportar. Los escribas conocían los entresijos del poder, y las leyes promulgadas por los hombres, pues no en vano ellos eran los encargados de transcribirlas. Aquélla era su arma, más poderosa que los arcos compuestos o las mazas, ya que siempre resultaba certera. La mirada de Sejemjet no ocultaba su inquina, y en su corazón les declaró la guerra como si pertenecieran a alguna nación de los Nueve Arcos.