—Lo sé —dijo Fisher—. La nobleza renacentista de la época de los Tudor era así.
—Resulta extraño que diga usted eso —continuó Crane—, ya que cuando estuve hablando con él aquí esta mañana tuve la sensación de que ambos estábamos reviviendo alguna escena perteneciente al pasado. En ella, yo era realmente un fuera de la ley procedente de los bosques, igual que Robin Hood, mientras que él había salido, con todas sus plumas y sus ropas de color púrpura, directamente de algún viejo retrato. Sea como fuere, era él quien estaba acostumbrado a salirse siempre con la suya, y por ello ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Yo me enfrenté a Bulmer, desde luego, pero luego decidí marcharme. Podría haber llegado a matarlo, se lo puedo asegurar, si no me hubiese alejado de allí.
—Sí —dijo Fisher mientras asentía con la cabeza—, sus antepasados siempre se salían con la suya y, por lo tanto, él se había acostumbrado desde que nació a llevar siempre las de ganar. Y ése es el fin de la historia. Así pues, todo encaja a la perfección.
—¿Encaja? ¿En qué encaja? —exclamó su compañero con repentina impaciencia—. No consigo sacar nada en claro de todo esto. Usted me dice que busque la clave en el agujero del muro, pero no consigo encontrar por ningún lado dicho agujero.
—Porque no hay ninguno —dijo Fisher—. Ésa es la clave.
Y, tras reflexionar un momento, añadió:
—A menos que se refiera usted a un agujero en el muro del mundo. Mire usted: se lo contaré si así lo desea, pero mucho me temo que para ello se requiera una pequeña introducción. Necesitará usted comprender una de las trampas de la mente moderna, una tendencia generalizada en la que la mayoría de la gente incurre sin apenas darse cuenta.
»Le pondré un ejemplo un tanto burdo para que comprenda lo que quiero decir. En el pueblo o barrio que rodea esta finca hay una posada que tiene en la puerta un rótulo que dice “San Jorge y el Dragón”. Ahora bien, suponga usted que yo me dedicase a ir por ahí diciéndole a todo el mundo que en realidad se trata tan sólo de una mala derivación de “El Rey Jorge el Tragón”. Docenas enteras de personas me creerían sin hacer la menor pregunta merced a la vaga sensación de que ello podría ser así porque resulta prosaico. Algo romántico y legendario se convierte así en algo reciente y normal. Y de alguna manera eso hace que todo suene más o menos razonable, aunque en realidad resulte que la razón no sostiene ni por asomo tal teoría. Desde luego, más de uno estaría en lo cierto al recordar haber visto algo referente a San Jorge en viejas pinturas italianas y romances franceses, pero muchos otros no se pararían a pensar en ello lo más mínimo. Simplemente se tragarían su escepticismo sólo por el hecho de serlo. La mentalidad moderna nunca aceptaría nada a la fuerza, pero en cambio aceptaría cualquier cosa siempre que no haya coacción de por medio. Y eso es exactamente lo que ha ocurrido en este caso.
»Cuando uno u otro crítico decidió contar que Prior’s Park no era un priorato sino que fue llamado así en honor de algún hombre moderno cuyo nombre era Prior, nadie se preocupó de comprobar si la teoría era realmente cierta o no. Nunca se le ocurrió a nadie ir repitiendo por ahí la historia para averiguar si realmente había existido un Mr. Prior o si alguna vez alguien lo había visto o había oído hablar de él. En realidad, el nombre de este lugar se debe a la presencia en estas tierras de un antiguo priorato que corrió la misma suerte que la mayoría de los prioratos. Es decir, un buen día llegó el señor Tudor de turno con su penacho de plumas y su espada, se apropió de él por la fuerza y lo convirtió en su residencia privada. Aunque fue capaz de hacer cosas peores, como oirá usted más adelante. Pero la cuestión que nos concierne ahora es que ésa es la manera en que el truco surte efecto. Y de hecho el truco vuelve a surtir efecto de idéntica manera en la otra parte de la historia. El nombre de este distrito se escribe “Hollinwall” hasta en los mejores mapas que confeccionan los entendidos en la materia, quienes hacen alusión, de pasada y no sin una sonrisa de ironía, al hecho de que los más ignorantes y anticuados de entre los pobres del lugar lo pronuncian “Holi-well”. Ahora bien, esta palabra se encuentra mal escrita a pesar de estar bien pronunciada.
—¿Quiere usted decir —preguntó Crane rápidamente— que había realmente un pozo?
[*]
—Aún hay, de hecho, un pozo —dijo Fisher—. Y la verdad yace en el fondo del mismo.
A la par que hablaba extendió la mano y señaló hacia la masa de agua que yacía frente a él.
—El pozo se encuentra en alguna parte debajo de toda esa agua —dijo—. Y no es ésta la primera tragedia relacionada con él. El fundador de esta casa hizo algo que sus infames amigos muy rara vez se atrevían a hacer, algo sobre lo que hubo que echar tierra incluso en medio de la anarquía reinante en aquella época de saqueos que era el azote de todos los monasterios.
»El pozo tenía relación con los milagros de algún santo. Incluso el último prior que lo guardó era lo más cercano a un santo que puede haber, a pesar de lo cual acabó pareciéndose más a un mártir. Como osó enfrentarse al nuevo propietario y lo desafió a profanar el lugar, el noble, en un arrebato de furia, lo apuñaló y arrojó su cadáver al pozo, lugar al cual, al cabo de cuatrocientos años, le ha seguido su propio heredero vistiendo a la misma usanza y tras vivir en este mundo con idéntico orgullo.
—Pero, ¿cómo pudo ocurrir —preguntó Crane— que Bulmer se cayera precisamente en ese punto?
—Porque el hielo había sido manipulado sólo en dicho punto por el único hombre que conocía el lugar exacto en el que se encontraba el pozo —contestó Horne Fisher—. Fue resquebrajado de manera deliberada con el hacha de cocina exactamente en ese sitio. Yo mismo pude oír los golpes pero no entendí su significado. El lugar había sido cubierto con un falso lago sólo porque la verdad tenía que ser cubierta con una falsa leyenda. ¿No se da usted cuenta de que eso es precisamente lo que aquellos nobles paganos hubieran hecho? Profanarlo con una especie de diosa pagana al igual que aquel emperador romano que levantó en su tiempo un templo consagrado a Venus justo sobre el lugar donde había estado el Santo Sepulcro. ¡Y pensar que la verdad aún podía ser rastreada por cualquier hombre medianamente instruido que se propusiese seguir el rastro! ¡Y que precisamente un hombre así se hubiera propuesto encontrarlo!
—¿Quién? —preguntó el otro presintiendo en su interior la respuesta a tal pregunta.
—El único hombre que posee una coartada en toda esta historia —contestó Fisher—. James Haddow, el abogado que era a la vez anticuario, se marchó la noche anterior a la tragedia, pero dejó tras de sí una horrible forma de muerte dibujada sobre el hielo. Se despidió de manera algo brusca habiéndose propuesto previamente quedarse. Probablemente, según creo, después de haber tenido una desagradable escena con Bulmer durante la entrevista que mantuvieron para tratar de temas legales. Como usted mismo sabe por experiencia, Bulmer era capaz de lograr que cualquiera sintiese deseos de matarlo. Por otro lado, puedo imaginarme perfectamente que el abogado tuviera por su cuenta alguna que otra irregularidad pendiente que se hallase en peligro de ser descubierta por su cliente.
»Según mi forma de entender la naturaleza humana, un hombre podrá hacer trampas en sus negocios pero nunca en sus pasatiempos. Haddow puede haber sido un abogado tramposo, pero no podía evitar ser un anticuario honrado. Una vez que se halló tras la pista de la verdad acerca del Pozo Sagrado, no pudo menos que seguirla hasta el final. Las anécdotas que ocasionalmente aparecían en los periódicos no le engañaron con ese tal Mr. Prior y su agujero en el muro. Lo descubrió todo, incluso la situación exacta del pozo, y obtuvo por ello su recompensa, si el hecho de asesinar a alguien con éxito se puede considerar una recompensa.
—¿Y cómo dio usted con la pista de toda esta historia oculta? —preguntó el joven arquitecto.
Una sombra cubrió el rostro de Horne Fisher.
—Yo ya sabía de antemano lo suficiente como para imaginarme el resto —dijo—. Pero permítame que no entre en detalles pues, después de todo, me produce un profundo sentimiento de vergüenza el hecho de estar aquí hablando de esta manera tan frívola acerca del pobre Bulmer. Al fin y al cabo, él ya ha pagado su culpa mientras el resto de nosotros aún no lo ha hecho. Me atrevería a decir que cada cigarro que fumo y cada licor que tomo provienen directa o indirectamente del saqueo de lugares santos y de la explotación de los pobres. A decir verdad, uno no necesita revolver mucho en el pasado para encontrarse con el agujero en el muro, que es como yo llamo a esa gran asignatura pendiente que tienen todos aquellos que defienden a ultranza la historia de Inglaterra. Dicho agujero subyace justo bajo la superficie, al otro lado de una fina capa de información falsa, al igual que ese pozo negro y manchado de sangre yace justo bajo esa capa de aguas poco profundas y hierbas muertas. Oh, sí, la capa de hielo es delgada pero aguanta a pesar de todo. Es lo bastante fuerte como para soportar el peso de todos nosotros cuando nos disfrazamos de monjes y bailamos sobre ella burlándonos de la querida, extraña y antigua Edad Media.
»Cuando me dijeron que tenía que ponerme un disfraz original, eso fue lo que hice guiándome por mi propio gusto e imaginación. Como puede usted ver, conozco algo acerca de nuestra historia nacional e imperial, de nuestra prosperidad y nuestro progreso, de nuestro comercio y nuestras colonias, de nuestros siglos de éxito y esplendor… Así que, cuando me pidieron que lo hiciera, decidí ponerme un tipo de disfraz que hoy en día ya no se lleva. Me puse el único disfraz que considero adecuado para un hombre que ha heredado la posición de un caballero y aún no ha perdido del todo la mentalidad propia del mismo.
Como respuesta a una interrogadora mirada, se levantó señalando sus ropas con un dramático gesto y añadió:
—El de un humilde ermitaño vestido tan sólo con unos cuantos sacos viejos.
A
veces, hasta el hecho más extraordinario puede resultar fácil de olvidar. Si no posee relación alguna con el curso normal de los acontecimientos y se halla en apariencia desprovisto de causas o consecuencias, los sucesos posteriores no lo evocan, por lo que queda tan sólo como algo subconsciente hasta que, al cabo del tiempo, cualquier suceso fortuito lo hace renacer. Pero, mientras tanto, permanece a un lado como si fuese un sueño olvidado.
Fue precisamente a la hora a la que tienen lugar muchos sueños, a la salida del sol y al poco de haberse disipado la oscuridad, cuando tuvo una de estas extrañas experiencias un hombre que surcaba en un bote de remos uno de los ríos del sudoeste de Inglaterra. El hombre en cuestión estaba despierto. De hecho, se le consideraba una de las personas más despiertas y vivaces de su tiempo, y destacado integrante de la nueva hornada de periodistas políticos. Se llamaba Harold March y en ese momento estaba recorriendo el país con el fin de entrevistar a las diferentes celebridades políticas en sus respectivas casas de campo. En cuanto a lo que vio, pareció algo tan incongruente que muy bien pudo haber sido imaginario. Simplemente pasó de manera fugaz por su cabeza para ir a perderse en una maraña de sucesos posteriores completamente desprovistos de toda conexión con él. Ni siquiera pudo recordarlo hasta que, algún tiempo después, descubrió su significado.
Una pálida neblina matinal caía sobre los campos y los juncos que se alineaban a lo largo de una de las riberas del río. A lo largo de la ribera opuesta se erigía un muro de ladrillo de color rojo oscuro que parecía emerger directamente del agua. El hombre, que había dejado a un lado sus remos e iba a la deriva impulsado por la corriente, pudo ver al mirar hacia adelante que la monotonía del largo muro de ladrillo se hallaba interrumpida por una especie de puente de estilo algo anticuado, con pequeñas columnas de piedra blanca que comenzaban ya a tornarse grises. Recientemente habían tenido lugar diversas inundaciones, por lo que el río, que permanecía aún bastante alto, apenas dejaba asomar entre sus aguas los troncos de los árboles más bajos y había reducido a un arco bastante pequeño la blanca luz del amanecer que brillaba bajo la curva del puente.
Conforme su propia embarcación pasaba bajo esta oscura arcada, pudo ver que otro bote venía a su encuentro impulsado por los remos que manejaba un hombre tan solitario como él mismo. La postura de aquél impedía que el rostro resultase visible pero, según se fue acercando al puente, se puso en pie sobre el fondo del bote y se volvió. No obstante, se encontraba tan cerca ya de la oscura boca que su figura entera se destacó completamente negra contra la luz de la mañana, por lo que March no pudo ver nada de aquel rostro excepto los extremos de dos largas patillas o bigotes que conferían a la silueta un algo siniestro, como si fuesen dos cuernos situados en un lugar que, por lógica, no les correspondía.
A pesar de todo, March no hubiera podido percibir ni siquiera tales detalles de no ser por lo que ocurrió en aquel mismo instante. Conforme el hombre llegaba bajo el puente, dio un salto hacia éste y se colgó de él, sus piernas suspendidas en el aire, dejando el bote a la deriva tras el salto. March tuvo la momentánea visión de dos piernas oscuras que lanzaban patadas al aire, luego de una sola de ellas, y más tarde de nada que no fuese la corriente dibujando remolinos y el largo muro extendiéndose a lo lejos paralelo al río. Siempre que volvió a pensar sobre lo que acababa de ver, incluso mucho después de comprender la historia en la que aquello se hallaba envuelto, le acudió a la mente aquella forma tan fantástica como si estuviese petrificada, como si aquellas fabulosas piernas fuesen un grotesco ornamento esculpido en la propia piedra del puente, a la manera de una gárgola.
En aquel momento, sin embargo, se limitó a pasar por allí con la mirada fija en la corriente. No alcanzó a ver ninguna figura fugitiva sobre el puente, por lo que pensó que aquel hombre ya debía de haber escapado. No obstante, sí acertó a vislumbrar confusamente cierta imagen en la que, entre los árboles que rodeaban el extremo del puente que quedaba frente al muro, había un farol y, junto a él, yacían las anchas espaldas azules de un policía inconsciente.
Antes de llegar al final de aquel viaje con fines políticos, tuvo muchas otras cosas en que ocuparse aparte del extraño incidente del puente, pues gobernar un bote siendo el único a bordo no siempre resultaba empresa fácil ni tan siquiera en un arroyo tan solitario como aquél. No obstante, debe añadirse a este respecto que el que fuese el único tripulante de aquella embarcación se debía tan sólo a un imprevisto. El bote había sido adquirido y toda la expedición planeada junto a un amigo que en el último momento se había visto obligado a alterar todos sus preparativos. Efectivamente, Harold March debería encontrarse en aquel momento en compañía de su amigo Horne Fisher, con quien se suponía que debía de estar compartiendo aquella travesía hacia el interior del país cuyo destino era Willowood Place, lugar en el que el Primer Ministro se hallaba por entonces invitado.