Horne Fisher se inclinó para tocar la vigorosa mano que continuaba aferrada desesperadamente a la hierba. Se hallaba tan fría como el mármol. Se arrodilló junto al cuerpo y se mantuvo ocupado durante un momento en un detallado examen. Luego se levantó y dijo con una especie de segura desesperanza:
—Lord Hastings está muerto.
Hubo un silencio sepulcral, tras el cual Travers observó de mal humor:
—Esto es asunto que le atañe a usted, Grayne. Le dejaré que interrogue a Boyle. No logro entender nada de lo que dice.
Boyle se había recuperado ya y puesto en pie, si bien su rostro mostraba aún una expresión tan horrible que la hacía parecer una máscara o el rostro de otra persona.
—Yo estaba mirando hacia el pozo —dijo— y cuando me volví él se había desplomado sobre el suelo.
El rostro de Grayne se mostraba inescrutable.
—Tal y como usted dice, esto es asunto mío —dijo—. Pero antes que nada tengo que pedirle que me ayude a transportar el cadáver a la biblioteca y que me deje examinarlo todo minuciosamente.
Una vez hubieron depositado el cuerpo en la biblioteca, Grayne se volvió hacia Fisher y le dijo con una voz que había recobrado toda su entereza y seguridad:
—En primer lugar, voy a encerrarme aquí bajo llave para efectuar un detallado examen. Cuento con usted para que se mantenga en contacto con los demás y realice un examen preliminar de Boyle. Yo hablaré con él más tarde. Telefonee al cuartel general para que manden algún agente. Insista en que éste venga enseguida y permanezca aquí hasta que yo lo necesite.
Sin más preámbulo, el gran criminalista se introdujo en la iluminada biblioteca y cerró la puerta a sus espaldas. Fisher, sin responder, se volvió y comenzó a hablar discretamente con Travers.
—Resulta curioso —dijo— que el hecho tuviese lugar justo frente a aquel lugar.
—Resultaría ciertamente muy curioso —contestó Travers— en el caso de que el lugar jugase algún papel en él.
—Creo —respondió Fisher— que el papel que no jugó resulta aún más curioso.
Y con estas palabras aparentemente desprovistas de sentido se volvió hacia el trastornado Boyle y, tomándolo del brazo, comenzó a pasearle de un lado para otro a la luz de la luna mientras hablaba con él en voz baja.
Empezaba a amanecer brusca y pálidamente cuando Cuthbert Grayne apagó las luces de la biblioteca y salió al campo de golf. Fisher se hallaba solo, apáticamente tumbado de cualquier manera sobre el suelo, mientras el policía que había mandado llamar permanecía al fondo en posición de firmes.
—Despaché a Boyle a cargo de Travers —dijo Fisher sin concederle importancia—. Cuidará de él. Y, en cualquier caso, más le vale dormir un poco.
—¿Pudo sacar algo de él? —preguntó Grayne—. ¿Le contó lo que él y Hastings estaban haciendo?
—Sí —contestó Fisher—. Me lo contó con gran claridad, después de todo. Dijo que después de que Lady Hastings se marchara en coche el general le pidió que tomase una taza de café con él en la biblioteca y de paso consultaran algo referente a antigüedades locales. Él mismo había comenzado a buscar el libro de Budge en una de las estanterías giratorias cuando el general lo encontró en uno de los estantes de la pared. Tras observar algunas de las láminas salieron, parece ser que de manera algo precipitada, al campo de golf y echaron a andar en la dirección del viejo pozo. Una vez allí Boyle, mientras miraba al interior, oyó un golpe sordo a sus espaldas y, al volverse, se encontró con el general en la posición exacta en que nosotros lo hallamos. El mismo se puso de rodillas para examinar el cuerpo, pero una especie de terror lo paralizó y se sintió incapaz de acercarse a él o tocarlo. Aún no me he formado una opinión concreta acerca de ello, pero bien es verdad que a algunos de los que caen presa de una fuerte conmoción a veces se les encuentra en las posturas más extravagantes.
Grayne exhibió una sombría sonrisa mientras escuchaba. Tras un breve silencio, dijo:
—Bueno, no le ha contado demasiadas mentiras. Es realmente un relato verosímil, conciso y consistente de lo que ocurrió, pero con todo lo relevante dejado a un lado.
—¿Ha descubierto usted algo ahí dentro? —preguntó Fisher.
—Lo he descubierto todo —contestó Grayne.
Fisher guardó un silencio algo lúgubre mientras esperaba a que el otro reanudase su explicación en tono tranquilo y confiado.
—Tenía usted toda la razón, Fisher, cuando dijo que este joven se hallaba en peligro de descender por oscuros caminos hacia su propia fosa. El que, tal y como usted mismo imaginó, la sacudida que usted le dio a su visión del general tuviese algo que ver en ello o no, no importa ahora. Al parecer, él mismo no ha estado comportándose muy bien con el general desde hace algún tiempo. Se trata de un asunto desagradable, y no es mi deseo hacer hincapié en él, por lo que me limitaré a decir que es bastante claro que su esposa tampoco ha estado tratándole muy bien. Desconozco hasta dónde llegó todo, pero sí sé que, de cualquier modo, se llegó al engaño. De hecho, cuando antes, al salir del club, Lady Hastings se volvió un momento y habló con Boyle fue para decirle que había escondido una nota en el tratado de Budge que había en la biblioteca. El general, que acertó a oírlo, o que llegó de alguna u otra manera a adivinarlo, se fue derecho al libro y la encontró. Se encaró con Boyle armado con ella y, como era de esperar, tuvieron una escena. Y, por lo que respecta a Boyle, éste tuvo que vérselas con algo más. Tuvo que enfrentarse a una terrible alternativa. En ella, la vida de un hombre mayor significaba la ruina, mientras que su muerte representaba el triunfo e incluso la felicidad.
—Muy bien —dijo por fin Fisher—. No puedo culpar a Boyle por haber omitido el papel que la mujer juega en la historia. Pero dígame, ¿cómo llegó a saber lo de la carta?
—La encontré en el cadáver del general —contestó Grayne—. Pero encontré también cosas peores. Vi que el cuerpo se hallaba entumecido de una manera muy peculiar que sólo es producida por cierta especie asiática de venenos. Examiné entonces las tazas de café. Mis conocimientos de química resultaron más que suficientes para reconocer el veneno en los posos de una de ellas.
»Ahora bien, por lo que usted ha dicho creo recordar que el general se dirigió directamente al estante de la pared después de dejar su taza de café sobre la estantería que había en mitad de la habitación. Mientras se hallaba de espaldas, Boyle, que fingía examinar la estantería, se quedó a solas con las tazas de café. El veneno tarda unos diez minutos en actuar, justo el tiempo que se tardaría en dar un paseo que los llevase hasta el Pozo Sin Fondo.
—Sí, pero —observó Horne Fisher— ¿qué hay del Pozo Sin Fondo?
—¿Y qué demonios tiene el Pozo Sin Fondo que ver con todo ello? —preguntó su amigo.
—No tiene nada que ver —contestó Fisher—. Eso es lo que yo encuentro absolutamente confuso e increíble.
—¿Y por qué ese agujero en la tierra debería tener algo que ver en el asunto?
—Se trata de un agujero muy particular en este caso —dijo Fisher—. Pero no deseo insistir en ello por el momento. A propósito, hay una cosa más que debo decirle. Dije antes que despaché a Boyle dejándolo a cargo de Travers. Sería igualmente cierto decir que despaché a Travers a cargo de Boyle.
—No estará usted diciéndome que sospecha de Tom Travers, ¿verdad? —exclamó el otro.
—Se hallaba en buena medida más tirante con el general de lo que Boyle estuvo nunca —dijo Horne Fisher con indiferencia.
—Pero, ¡hombre! No sabe usted lo que está diciendo —exclamó Grayne—. Ya le dije que encontré veneno en una de las tazas de café.
—Siempre nos queda Said, por supuesto —añadió Fisher—, ya sea por odio o ya sea por dinero. Hace rato estuvimos de acuerdo en que era capaz de casi todo.
—También estuvimos de acuerdo en que era incapaz de dañar a su amo —replicó Grayne.
—Bien, bien —dijo Fisher afablemente—. Me atrevería a decir que está usted en lo cierto, pero antes me gustaría echarle un vistazo a la biblioteca y a las tazas de café.
Pasó al interior mientras Grayne se volvía al policía allí presente y le entregaba una nota escrita por él para que fuese telegrafiada desde el cuartel general. El hombre hizo un saludo y desapareció al instante. Grayne siguió a su amigo al interior de la biblioteca y lo encontró al lado de la estantería que se levantaba en mitad de la estancia y sobre la cual se hallaban las dos tazas vacías.
—Aquí fue donde Boyle estuvo buscando el libro de Budge o, al menos, donde hacía que lo buscaba, si nos ceñimos al relato que ha hecho usted —dijo.
Mientras hablaba, Fisher se agachó hasta casi tener que ponerse en cuclillas para poder mirar los volúmenes que descansaban en la estantería giratoria, ya que ésta no era mucho más alta que una mesa corriente. Un instante después se levantó de un salto como si le hubiesen aguijoneado.
—Oh, Dios mío —exclamó.
Muy pocas personas, si es que había alguna, habían visto nunca a Mr. Horne Fisher comportarse como lo hizo en aquel preciso momento. Dirigió un rápido vistazo a la puerta pero, al ver que la ventana abierta se hallaba más cerca, salió por ella dando un veloz salto como si se tratase de una valla y echó a correr a través del césped tras los pasos del policía desaparecido. Grayne, quien había permanecido mirándole atentamente, pronto pudo ver regresar su alta y desmadejada figura, recuperados ya toda su habitual languidez y su aire de despreocupación. Iba abanicándose lentamente con un pedazo de papel: el telegrama que de manera tan arrebatada había interceptado.
—Suerte que pude pararlo —dijo—. Debemos mantener este asunto tan callado como una tumba. Es necesario que Hastings haya muerto de una apoplejía o de una enfermedad del corazón.
—¿Qué pasa? ¿Cuál es el problema? —exigió el otro investigador.
—El problema es —dijo Fisher— que en unos pocos días tendremos que elegir entre dos desagradables alternativas: o bien colgar a un hombre inocente o bien echar por tierra todo lo que aquí ha conseguido el Imperio Británico.
—¿Quiere usted decir —preguntó Grayne— que no se va a castigar este diabólico crimen?
Fisher le miró fijamente.
—Ya ha sido castigado —dijo.
Tras un momento de pausa, continuó.
—Usted reconstruyó el crimen con admirable habilidad, viejo amigo, y casi todo lo que dijo era cierto. Efectivamente, dos hombres con sendas tazas de café entraron en la biblioteca y las dejaron sobre la estantería para después salir en dirección al pozo. Uno de ellos era un asesino y había vertido veneno en la taza del otro. Pero eso no se hizo mientras Boyle miraba la estantería giratoria. La estuvo mirando, es cierto, y buscó en ella el libro de Budge que contenía la nota, pero me imagino que Hastings ya había tomado la precaución de trasladarlo previamente a la estantería de la pared. Formaba parte de aquel terrible juego que él tuviera que encontrarlo primero.
»Ahora bien, ¿cómo busca alguien en una estantería giratoria? Por lo general no la rodea a saltos mientras permanece sentado en cuclillas como si fuese una rana. Simplemente le da un leve empujón y la hace girar.
Miraba al suelo con el ceño fruncido mientras hablaba, pero bajo sus pesados párpados brillaba una luz que no se veía a menudo en sus ojos. El misticismo que se hallaba profundamente enterrado bajo todo el cinismo que su amplia experiencia le había hecho acumular con el paso de los años se había despertado y se agitaba en las profundidades. Su voz adoptó giros e inflexiones inesperados, casi como si estuviesen hablando dos hombres diferentes.
—Eso fue lo que hizo Boyle. Nada más tocarla, la estantería giró tan fácilmente como gira la tierra sobre su eje. Sí, exactamente como gira la tierra, puesto que la mano que la movía no era en realidad la suya. Dios, que hace girar la rueda universal de todas las estrellas, tocó también aquella rueda y la devolvió al punto de partida, de tal manera que prevaleciese su terrible justicia.
—Comienzo a tener una vaga pero horrible idea de lo que está usted sugiriendo —dijo Grayne lentamente.
—Es muy sencillo —dijo Fisher—. Cuando Boyle se levantó de su postura inclinada y se enderezó, había ocurrido algo de lo que no se había percatado, algo de lo que su enemigo tampoco se había percatado, algo de lo que nadie se había percatado. Las dos tazas de café habían intercambiado sus posiciones.
El pétreo rostro de Grayne pareció sufrir en silencio una gran conmoción. Ni uno solo de los rasgos de su cara se alteró, pero cuando habló su voz se oyó inesperadamente debilitada.
—Ya veo lo que quiere decir —dijo—. Y, tal y como usted mismo dice, cuanto menos se sepa de ello mejor. No fue el amante quien intentó deshacerse del marido, sino todo lo contrario. Y si una historia como ésa acerca de un hombre como él llega a difundirse, nos llevaría a todos a la ruina. Pero dígame, ¿qué fue lo que le hizo sospechar algo extraño en todo este asunto?
—El Pozo Sin Fondo, tal y como le dije —contestó Fisher tranquilamente—. Fue eso lo que me desconcertó desde el principio. Pero no porque tuviese algo que ver, sino porque en realidad no jugaba papel alguno en la historia.
Calló durante un momento, como escogiendo el camino a seguir, y luego prosiguió:
—Cuando un asesino sabe que su enemigo estará muerto en el plazo de diez minutos y lo lleva hasta el borde de un pozo insondable es porque tiene la intención de arrojar su cuerpo dentro de él. ¿Qué otra cosa haría, si no? Hasta el más estúpido tendría el sentido común suficiente como para hacerlo, y Boyle no es precisamente un estúpido. Así pues, ¿por qué no lo hizo Boyle? Cuanto más pensaba en ello más sospechaba que debía haber algún error en el asesinato, por así decirlo. Alguien había llevado allí a alguien para arrojarlo al pozo, pero aun así no lo había hecho. Tenía ya, pues, una inquietante aunque todavía inmadura idea de que alguna sustitución o inversión de los papeles había debido ocurrir. Luego, por casualidad, me agaché para darle vueltas a la estantería y al instante lo supe todo. Porque pude ver las dos tazas girar una vez más, como si fuesen dos lunas en un mismo cielo.
Tras una pausa, Cuthbert Grayne dijo:
—¿Y qué es lo que vamos a contarle a la prensa?
—Un amigo mío, Harold March, se dirige hoy hacia aquí desde El Cairo —dijo Fisher—. Es un periodista excelente y con mucho futuro pero, con todo, es también todo un hombre de honor. Así que no se le ocurra contarle la verdad.