—Así que si es cierto que está usted al servicio de nuestro viejo estandarte —concluyó Mr. Gryce más suavemente— y consigue expulsar a ese tirano estafador, estoy seguro de que nunca se arrepentirá de ello.
—Entonces, si todo eso que se dice es tan cierto como asegura usted —dijo Horne Fisher—, ¿por qué no van y lo cuentan?
—¿A qué se refiere usted? ¿A que contemos la verdad? —preguntó Gryce.
—Me refiero a que cuenten toda la verdad tal y como me la acaba de contar usted ahora mismo —contestó Fisher—. A que empapelen el pueblo entero con carteles en los que se exponga la canallada que se le ha hecho al viejo Wilkins. A que divulguen en los periódicos la infame historia de Mrs. Biddle. A que eleven una denuncia contra Verner desde cualquier lugar público sacando a relucir su nombre por lo que le hizo a ese cazador al que perjudicó. Y a que averigüen por qué medios consiguió nuestro hombre el dinero con el que adquirió las tierras que posee y a que, cuando sepan la verdad, la cuenten, naturalmente, tal y como ya le dije antes. Y sólo con estas condiciones me comprometeré a ponerme al servicio de su viejo estandarte, como usted lo llama, y a arriar mi pequeña bandera.
El representante le observó con una curiosa expresión que parecía algo hosca pero que no resultaba del todo indiferente.
—Bien —dijo lentamente—. Si quiere usted hacer todas estas cosas, tendrá que hacerlas siguiendo el procedimiento habitual, ya me entiende usted, o la gente no las entenderá. Tengo una gran experiencia en estas cosas y me temo que lo que usted pretende no funcionaría. La gente comprende que, como regla general y siempre en un sentido muy amplio, se hable mal de los propietarios. Pero recurrir a esas personas para que den su testimonio no se consideraría jugar limpio. Parecería un golpe bajo.
—No creo que al viejo Wilkins le importase mucho —contestó Horne Fisher—. Verner puede atacarle cuando lo desee y nadie se atrevería a decir ni una sola palabra contra él. Evidentemente, es importante andarse con cuidado. Parece ser que uno tiene que disfrutar de una posición social acomodada para permitirse perder dicho cuidado.
—Y Wilkins no tiene precisamente una posición social de ese tipo —respondió Gryce mirando a la mesa con el ceño fruncido.
—Y Mrs. Biddle y Long Adam, el cazador, tampoco son precisamente personajes importantes, por lo que veo —dijo Fisher—. Y supongo que no podemos ir por ahí preguntando cómo consiguió Verner el dinero que le permitió convertirse en un… hombre importante, por así decirlo.
Gryce continuó mirándole por debajo de sus fruncidas cejas, si bien una luz peculiar acababa de avivar sus ojos. Finalmente, dijo con voz mucho más tranquila:
—Escúcheme bien, caballero. Usted me gusta, si no le importa que lo exprese así. Creo que realmente está de parte del pueblo y creo que es un hombre valiente. Mucho más valiente, quizá, de lo que usted mismo se imagina. Nosotros no nos atreveríamos a mezclarnos en lo que usted propone ni aunque nos pagaran y, aunque lejos de desear que se alíe usted con el partido rival, creo mi deber decirle que preferiríamos que corriera usted sus riesgos por su propia cuenta. Pero como me cae usted bien y respeto su valor, le voy a hacer un pequeño favor antes de que nos separemos porque no deseo que malgaste su tiempo buscando en el lugar equivocado. Me ha hablado usted de su intención de descubrir cómo consiguió Verner el dinero necesario para poder comprar las tierras que ahora posee, cómo llegó a la ruina su antiguo propietario y todo lo relacionado con esa cuestión. Muy bien, le voy a dar una pista, una preciosa información que muy pocos conocen.
—Se lo agradecería enormemente —dijo Fisher—. ¿De qué se trata?
—Para decirlo con pocas palabras —dijo el otro—, el actual dueño era muy pobre cuando adquirió las tierras mientras que el viejo era muy rico cuando las vendió.
Horne Fisher lo miró pensativo mientras el otro se volvía bruscamente y comenzaba a revolver entre los papeles que cubrían por completo su escritorio. Fisher le dio las gracias y se despidió con unas pocas palabras, y acto seguido salió a la calle sumido todavía en profundos pensamientos.
Sus reflexiones parecieron desembocar en una firme resolución, con lo que, acelerando el ritmo de sus zancadas, salió de la pequeña población y enfiló una carretera que conducía a las puertas de unos vastos jardines que formaban parte de la finca de Sir Francis Verner. La luz del sol convertía el recién llegado invierno en un postrero otoño mientras los oscuros bosques presentaban aquí y allá ligeras pinceladas de hojas rojas y doradas que simulaban los últimos jirones de una agonizante puesta de sol. Desde lo más alto de una elevación de la carretera había alcanzado a divisar, casi a sus pies, la larga fachada clásica, recorrida casi por completo por numerosas ventanas, del enorme caserón. Sin embargo, conforme la carretera fue descendiendo hasta llegar a la altura del muro de la finca, tras el cual se levantaban altísimos árboles que asomaban por encima de aquél, descubrió que aún le quedaba por recorrer aproximadamente media milla alrededor de la finca para llegar hasta la entrada. No obstante, tras caminar unos cuantos minutos en paralelo al muro, llegó a un lugar en el que éste se hallaba resquebrajado y todavía en proceso de reparación. Allí, entre los ladrillos de color gris, se abría un gran boquete que al principio parecía tan oscuro como una caverna y que sólo tras un segundo vistazo permitía vislumbrar a través de él la penumbra entre los árboles. Algo fascinante se percibía en aquella inesperada puerta, como si a través de ella se pudiese entrar en un cuento de hadas.
Horne Fisher tenía algo de aristócrata, lo cual es casi como decir que tenía algo de anarquista. Resultaba lógico esperar de él que utilizara aquella oscura e inusual entrada con la misma naturalidad con la que cruzaría la puerta principal de su propia casa después de pensar, sin más, que podría tratarse de un atajo que condujese a la mansión. Con cierta dificultad, se fue abriendo camino durante un buen rato a través de la tenebrosa espesura hasta que al fin comenzaron a brillar a ras de suelo y por entre los árboles unos haces de luz plateada que al principio no logró identificar. Al poco, salió a plena luz del día en lo más alto de una escarpada pendiente al fondo de la cual discurría un sendero que rodeaba el borde de un gran lago ornamental.
Aquella extensión de agua, causa de los resplandores que había visto rielar a través de los árboles, poseía un considerable tamaño, si bien se hallaba encerrada por todos sus lados por bosques que no sólo eran oscuros sino también decididamente tétricos. A un lado del sendero se levantaba una estatua clásica que representaba a una ninfa cuyo nombre fue incapaz de identificar. En el lado opuesto había un par de urnas funerarias clásicas cuyo mármol se hallaba deteriorado por la intemperie y recorrido por vetas verdes y grises. Muchos otros detalles, más pequeños pero muy significativos, le hicieron deducir que se encontraba en algún remoto rincón del terreno que se hallaba en evidente descuido y que rara vez era visitado. En medio del lago se veía lo que parecía ser una isla, y sobre la isla algo que pretendía ser un templo clásico que, en vez de ser abierto, tenía unos muros blancos entre sus columnas dóricas. Se ha dicho que tan sólo parecía una isla porque, tras un segundo vistazo, podía descubrirse casi a ras del agua un camino formado por piedras planas que comunicaba la orilla con la supuesta isla y que convertía a ésta en una especie de península. Y en cuanto a lo demás, lo que había tomado por un templo se limitaba a un simple parecido con éste, pues nadie mejor que Horne Fisher sabía que en aquella especie de santuario ningún dios había tenido nunca la oportunidad de habitar.
—Ésa es la razón de que todo este paisaje clásico repleto de jardines se encuentre tan desierto —se dijo a sí mismo—. Más desierto aún que el círculo de Stonehenge o las pirámides. Nosotros no creemos en los mitos egipcios, pero los propios egipcios sí que creían en ellos. Y supongo que incluso los druidas creerían en sus propios mitos. Pero los hombres del siglo
XVIII
que construyeron ese templo no creían en Venus o Mercurio mucho más que nosotros. Por eso el reflejo de esas pálidas columnas sobre las aguas del lago no es, en realidad, más que el reflejo de una sombra. Fueron hombres que pertenecieron a una época en que reinaba la razón. Y ellos, que llenaron sus jardines con todas esas deidades de piedra, abrigaban en sus corazones menos esperanzas de encontrarse con esos mismos dioses que gustaban de representar que nadie a lo largo de toda la historia.
Su monólogo cesó bruscamente debido a un estrepitoso ruido, similar al estallido de un trueno, cuyos ecos rebotaron monótonamente por toda la superficie de aquel tenebroso lago. En seguida adivinó lo que había producido aquel sonido: alguien acababa de disparar un arma. En cambio, por lo que se refería al significado de aquel disparo, todavía se hallaba en la más completa oscuridad. Rápidamente, toda clase de pensamientos extraños comenzaron a acudir en masa a su cabeza hasta que, un instante más tarde, se echó a reír cuando vio caer, algo más allá sobre el sendero que discurría por debajo de él, la perdiz muerta que el disparo acababa de abatir.
En aquel mismo instante, sin embargo, vio también otra cosa que le pareció todavía más interesante. Rodeando la parte trasera del templo de la isla se erigía un tupido círculo de árboles que dejaban la fachada de aquél encajada en un oscuro marco de vegetación. Fue allí donde Fisher creyó haber visto un breve temblor, como de algo que se moviese entre las hojas. Un instante más tarde sus sospechas se confirmaron cuando una figura harapienta salió de las sombras del templo y comenzó a recorrer el istmo que unía isla y jardín y que conducía hasta la orilla. Incluso a una distancia tan lejana como aquélla la figura llamaba la atención tanto por su gran estatura como por la escopeta que llevaba bajo el brazo. Al ver ésta, al instante acudió a la mente de Fisher el nombre de Long Adam, el cazador furtivo.
Poniendo en práctica un rápido sentido de la acción, Fisher saltó a la orilla y echó a correr alrededor del lago en dirección al extremo de aquel pasadizo de piedras. Si el hombre llegaba a tierra firme, cabía la posibilidad de que desapareciera fácilmente en el interior del bosque. Pero para cuando Fisher alcanzó las piedras y comenzó a avanzar sobre ellas en dirección a la isla, el hombre se vio encerrado en un callejón sin salida, no quedándole más opción que la de regresar hacia el templo. Al llegar a éste, apoyó sus anchas espaldas contra la pared y permaneció en pie dejando entrever que se sabía acorralado. Se trataba de un hombre relativamente joven, de agradables rasgos tanto en su enjuto rostro como en su delgada figura pero cuyos cabellos se veían convertidos en una sucia mata de greñas pelirrojas. La mirada que brillaba en sus ojos era capaz de asustar a cualquiera que se encontrase a solas con él en una isla perdida en mitad de un lago.
—Buenos días —dijo Horne Fisher alegremente—. Al principio creí que era usted un asesino. Pero como parece del todo improbable que esa perdiz estuviese indecisa entre nosotros dos hasta decidir morir por mí como si fuese una heroína de novela rosa, creo más bien que es usted un cazador furtivo, ¿no es cierto?
—Supongo que así me llamaría usted —contestó el hombre, cuya voz sonó verdaderamente extraña proviniendo de un espantapájaros como aquél, pues se notaba en ella esa profunda desidia que suele encontrarse en todos aquellos que alguna vez han luchado por conseguir una cierta urbanidad y educación a pesar de vivir en un rudo ambiente—. Creo que tengo todo el derecho del mundo a cazar en este lugar. Pero como soy consciente de que la gente como usted suele tomarme por un ladrón, supongo que ahora intentará usted hacer que me encarcelen.
—Existen algunas dificultades previas para ello —contestó Fisher—. Para empezar, y aunque resulte halagador que me haya confundido con uno, yo no soy ningún guardabosques. Y mucho menos aún soy tres guardabosques, que serían, según mis cálculos, los que harían falta para intentar reducir a alguien de su tamaño. No obstante, debo confesarle que poseo otra razón para no desear que vaya usted a la cárcel.
—¿Ah, sí? ¿Y cuál es? —preguntó el otro.
—Pues, simplemente, que estoy de acuerdo con usted —contestó Fisher—. No quiero decir exactamente que tenga usted derecho a cazar donde le plazca, pero nunca he creído que algo así tuviese tanta gravedad como el hecho de ser un ladrón. O al menos a mí me lo parece, pues soy decididamente contrario a la típica idea de propiedad según la cual un hombre debe poseer todo aquello que pase volando por su jardín. Por esa regla de tres, ese hombre también sería dueño del viento que pasa por allí o de las nubes que sobre sus dominios. Además, si queremos que los pobres respeten la propiedad, tendremos antes que darles a ellos alguna propiedad que respetar. Un hombre como usted debería tener sus propias tierras. Y voy a ser yo, si puedo, quien se las dé.
—¡Que va usted a darme tierras! —repitió Long Adam.
—Le pido disculpas por haberme dirigido a usted como si estuviéramos en pleno mitin electoral —dijo Fisher—, pero yo soy una especie completamente nueva de personaje público. Es decir, que soy de los que dicen lo mismo tanto en público como en privado. De hecho, todo lo que acabo de decirle es lo mismo que he ido repitiendo a lo largo de un centenar de mítines que me han llevado por toda esta región. Y ahora todo ello se lo digo también a usted aquí, en este extraño islote y en mitad de este lúgubre estanque. Yo desmenuzaría una finca tan grande como ésta en un montón de terrenos más pequeños que repartiría entre todo el mundo, incluso entre los cazadores furtivos como usted. Lo haría en toda Inglaterra al igual que antes lo hicieron en Irlanda. Le compraría las tierras a los ricos si ello fuese posible. Y si no, los echaría de aquí de un modo o de otro. Un hombre como usted debería tener un lugar propio. No estoy diciendo que tenga usted que tener faisanes, pero muy bien podría tener unas cuantas gallinas.
El hombre se puso tenso de golpe, dando la súbita impresión primero de que palidecía y luego de que se encendía al oír la promesa como si existiese en ella alguna amenaza oculta.
—¡Gallinas! —repitió con acentuado desdén.
—¿Qué tiene de malo? —preguntó con tranquilidad Fisher—. ¿Acaso tener gallinas resulta deshonroso para un cazador furtivo como usted? ¿Tiene algo que objetar?
—Pues sí, porque resulta que yo no soy ningún cazador furtivo —gritó Adam con una voz desgarrada que resonó en el templo y en las urnas vacías como poco antes había hecho el eco de su escopeta—. Porque resulta que la perdiz que yace allí, muerta, es en realidad mía. Porque resulta que la tierra que está usted pisando ahora mismo es en realidad mía. Porque fue un verdadero crimen el que me arrebataran mi propia tierra, un crimen mucho peor que la caza furtiva. Ésta ha sido una sola tierra durante cientos y cientos de años, y si usted o cualquier otro charlatán entrometido viene por aquí hablando de dividirla en trocitos como si fuese una tarta, si alguna vez vuelvo a oír una sola palabra de usted o de sus sucias mentiras…