El hombre que sabía demasiado (25 page)

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Authors: G. K. Chesterton

Tags: #Intriga, Relato

BOOK: El hombre que sabía demasiado
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Al principio pensó que el hombre podía estar amordazado, lo cual resultaba manifiestamente absurdo. Luego su imaginación reparó en la desagradable idea de que el hombre fuese mudo. Aunque apenas fue capaz de explicarse por qué tal idea le resultó de golpe tan desagradable, lo cierto es que aquello le causó una profunda y singular impresión. Parecía haber algo espeluznante en la idea de hallarse encerrado a solas y a oscuras con un sordomudo. Era casi como si un defecto como aquél fuese algo monstruoso y se encontrase irremediablemente ligado a monstruosidades aún mayores. Era como si aquella figura que no podía llegar a distinguir en la oscuridad fuese una de esas formas que deberían permanecer siempre ocultas a la luz del sol.

Entonces un rayo de lucidez le asaltó y una poderosa intuición se apoderó de él. La explicación era tremendamente sencilla pero también sumamente interesante. Estaba claro que el hombre no hacía uso de su voz porque no deseaba que fuese reconocida. Esperaba escapar de aquel oscuro agujero antes de que Fisher descubriese quién era. Y en ese caso, ¿quién era? Una cosa al menos sí estaba clara. Tenía que tratarse de alguno de los cuatro o cinco hombres con los que, hasta entonces, Fisher había hablado en aquel lugar durante el desarrollo de aquella historia tan extraña.

—Vaya, vaya. Me pregunto quién será usted —comenzó a decir en voz alta haciendo gala una vez más de aquella desganada cortesía suya—. Supongo que no sería muy buena idea intentar estrangularle para poder descubrirlo. Resultaría de lo más desagradable pasar la noche encerrado aquí con un cadáver. Además, como es posible que el cadáver acabase siendo yo, y como no tengo cerillas y he destrozado mi linterna, poco más puedo hacer que dedicarme a especular. Así pues, ¿quién será usted? Pensemos un poco.

El hombre a quien tan cordialmente se dirigía había desistido en su empeño de aporrear la puerta y, evidentemente malhumorado, se había dado por vencido hasta dejarse caer en un rincón mientras Fisher continuaba dedicándole su fluido monólogo.

—Quizá sea usted ese cazador furtivo que no sólo afirma que no es un cazador furtivo sino que asegura que es el verdadero propietario de estas tierras. De ser así, dicho caballero me va a permitir decirle que, sea lo que sea, es también un idiota. ¿Qué esperanzas puede haber en Inglaterra para un campesinado libre si los propios campesinos resultan ser tan estirados como para pretender dárselas de señores? ¿Cómo vamos a instaurar una democracia si lo primero que falta son los propios demócratas? Por lo que parece, usted desea convertirse en propietario, y para lograrlo consiente en pasar por ser un criminal. Y eso es algo en lo que usted, como comprenderá, se parece mucho a alguien que los dos conocemos. Claro que, ahora que lo pienso, a lo mejor es usted alguna otra persona que yo conozco.

Hubo un silencio roto tan sólo por la respiración proveniente del rincón y por el murmullo de la tormenta que se iba levantando fuera y cuyo sonido se filtraba hasta el interior a través de la pequeña reja situada sobre la cabeza de aquel hombre silencioso. Horne Fisher continuó:

—¿No será usted acaso un simple sirviente? ¿No será quizás ese sirviente tan viejo y siniestro que antaño fue mayordomo de Hawker y que ahora lo es de Verner? Si así es, es usted el único eslabón que hay entre las dos épocas. Pero, de ser así, ¿por qué se rebaja usted a servir a ese sucio extranjero cuando llegó usted al menos a conocer al último representante en la región de una legítima dinastía de aristócratas ingleses? Por lo general las personas como usted suelen ser, cuando menos, buenos patriotas. ¿Es que acaso Inglaterra no significa nada para usted, Mr. Usher? Claro que posiblemente toda esta demostración de elocuencia no sea más que una pérdida de tiempo, porque a lo mejor no es usted Mr. Usher.

»Es más probable que sea usted el mismísimo Verner en persona, por lo que de nada sirve emplear la elocuencia para intentar hacerle sentir vergüenza de sí mismo. Sería igualmente inútil insultarle por haber corrompido Inglaterra, ya que no es a usted a quien habría que insultar. Son los propios ingleses quienes merecen ser insultados, y son de hecho insultados, por permitir que alimañas como usted se arrastren hasta alcanzar lugares que han estado siempre reservados a sus héroes y reyes. No insistiré en suponer que es usted Verner porque de hacerlo me temo que empezaría a estrangularle ahora mismo, después de todo. Por lo tanto, ¿quién más puede ser usted?

»Con total seguridad, no está usted al servicio del otro partido rival. No podría creer que fuese usted Gryce, su representante. Aunque, a pesar de todo, Gryce posee también una pizca de fanatismo, y los hombres así son capaces de cualquier cosa cuando se ven envueltos en estas mezquinas intrigas políticas. Pero, si no es usted nadie al servicio del otro partido, entonces usted debe de ser… Pero no, no puedo creerlo… No puede usted ser la encarnación de la libertad y los valores humanos… No puede usted ser la encarnación del ideal democrático…

Lleno de emoción, se puso en pie de un salto. En ese preciso instante un trueno retumbó a través de la rejilla situada en la pared opuesta. La tormenta había estallado y, con ella, una nueva luz se encendió en su cabeza. Algo estaba a punto de ocurrir de un momento a otro.

—¿Sabe usted lo que ese ruido quiere decir? —gritó—. Quiere decir que el mismísimo Dios va a encender una luz en el cielo para mostrarme su maldito rostro.

Y entonces, un momento más tarde, llegó el estallido de un nuevo trueno. Pero justo antes de que dicho trueno se oyese, una intensa luz blanca llenó toda la habitación durante menos de un segundo.

Fisher alcanzó a ver dos cosas frente a él. Una de ellas fue el dibujo en blanco y negro que la rejilla de hierro imprimió contra el cielo. La otra fue el rostro que se ocultaba en la esquina: el rostro de su propio hermano.

Todo lo que salió de los labios de Horne Fisher fue poco menos que una blasfemia a la que siguió un silencio aún más espantoso que la propia oscuridad. Finalmente, el otro se incorporó y se puso en pie de un salto, tras lo cual la voz de Harry Fisher se dejó oír por primera vez en aquella horrible habitación.

—Supongo que, como ya me has visto —dijo—, ya podemos disfrutar de un poco de luz. Tú mismo podrías haberla encendido en cualquier momento con sólo pulsar el interruptor.

Accionó un botón que sobresalía de la pared y, de golpe, todo lo que había en aquella habitación fue invadido por una luz aún más clara que la del sol. De hecho, todo lo que allí podía verse resultó tan inesperado que logró que la ya de por sí conmocionada atención de Fisher se apartara, al menos por un momento, del descubrimiento que acababa de realizar. La estancia, lejos de ser un calabozo, parecía más bien un salón de recreo propio de una señorita a no ser por las cajas de puros y las botellas de vino que se amontonaban, junto a unos cuantos libros y revistas, sobre una mesilla. Un segundo vistazo le reveló que, de todos aquellos accesorios, los de carácter más bien masculino eran bastante recientes, mientras que el resto, de índole más marcadamente femenina, parecían bastante más antiguos. Su mirada encontró una franja de tapicería descolorida que le llevó a comentar, olvidando momentáneamente cuestiones de mayor relevancia:

—¡Vaya! Este lugar fue decorado con muebles procedentes de la mansión —dijo.

—Sí —contestó el otro—. Y creo que tú conoces el motivo.

—Creo que sí —dijo Horne Fisher—. Pero antes de pasar a cuestiones más importantes, voy a decir lo que creo haber averiguado. Mr. Hawker, además de ser un truhán, fue también un bígamo. Cuando se casó con aquella judía, su primera esposa no estaba muerta, sino muy viva, y fue encerrada en esta isla. Ella tuvo un hijo aquí, el cual suele rondar en la actualidad por el lugar que le vio nacer con el nombre de Long Adam. Un empresario arruinado llamado Verner descubrió el secreto y se dedicó a chantajear a Mr. Hawker con el propósito de que éste acabase entregándole sus tierras. Todo eso está sobradamente claro. Pero ahora prestemos atención a algo que resulta más difícil de adivinar. Ahí es donde te toca a ti explicar qué demonios pretendías conseguir secuestrando a tu propio hermano.

Tras una pausa Henry Fisher contestó:

—Supongo que no esperabas encontrarme aquí —dijo—. Claro que, después de todo, ¿qué podías esperar realmente?

—Me temo que no te entiendo —dijo Horne Fisher.

—Quiero decir lo siguiente: ¿qué más podías esperar después de haber hecho el ridículo de la manera que lo has hecho? —dijo su hermano denotando un ligero resentimiento en la voz—. Todos te creíamos tan inteligente… ¿Cómo íbamos a imaginarnos que en realidad no ibas a ser más que un… maldito fracasado?

—Resulta verdaderamente curioso —dijo el candidato frunciendo el ceño—. Dejando a un lado toda vanidad, yo nunca tuve la impresión de que mi candidatura fuese un fracaso. Todos los mítines han resultado un gran éxito y mucha gente ha prometido votarme.

—¡Eso mismo debería creer yo! —dijo Harry con pesar—. Has logrado una victoria arrolladora hablando de tus malditos acres y tu condenada vaca mientras Verner se las va a ver y se las va a desear para conseguir unos pocos votos. ¡Maldita sea! Al final lo has echado todo a perder.

—¿Qué demonios quieres decir?

—¡Maldita sea! —repitió Harry con algo que, por primera vez desde que había comenzado todo aquel asunto, sonaba a sinceridad—. ¿Es que acaso pensabas realmente que ibas a poder conseguir ese escaño? ¡Demonios! ¡No me lo puedo creer! Escúchame bien: Verner
tiene
que lograr ese condenado escaño. Ya lo creo que sí. Tiene que asistir a las próximas reuniones que convoque el Ministro de Hacienda. Y luego está también lo del préstamo del gobierno egipcio y sabe Dios cuántas otras cosas más. Lo único que queríamos era que dividieras los votos de los reformistas, pues podrían ocurrir cosas muy graves si Hughes llegara a ganar en Barkington.

—Ya veo —dijo Fisher—. Y tú, por lo que parece, ibas a ser la base y el apoyo del partido reformista. Como tú bien dices, no soy precisamente un tipo inteligente.

Su intento por recurrir a la lealtad del partido cayó en saco roto, pues Harry, aquel «Apoyo del Partido», se había puesto a pensar en otras cosas. Finalmente, dijo con voz un tanto apenada:

—No quería que nos descubrieras porque estaba seguro de que ello supondría un golpe muy duro para ti. Pero, ¿sabes una cosa? Nunca nos hubieras descubierto si yo no hubiese venido aquí en persona para cerciorarme de que esos tipos no te maltrataban y de que todo te resultaba tan llevadero como fuese posible —hubo algo parecido a un temblor en su voz al añadir—. Incluso llegué a poner aquí esos puros porque sé que te encantan.

Las emociones son algo extraño, y lo insignificante de un detalle como aquél ablandó súbitamente a Horne Fisher hasta un extremo difícil de comprender.

—No te preocupes, hombre —dijo—. Dejémoslo todo tal y como está. Admito que eres el canalla y el hipócrita más atento y bondadoso que jamás se empeñó en arruinar a su país. Y siento tener que hablar así, chico, pero no se me ocurre otra manera mejor de expresarlo. A propósito, gracias por los puros. Creo que, si no te importa, voy a fumarme uno ahora mismo.

Para cuando Horne Fisher terminó de contarle esta historia a Harold March, ya habían llegado a un parque público y habían tomado asiento en una elevación del terreno desde la que se dominaban los amplios espacios verdes que se extendían hasta bien lejos bajo un cielo azul y despejado. No obstante, una vez allí, Fisher dijo, dando una nota incongruente a las palabras con las que había acabado el relato:

—He permanecido en aquella habitación desde aquel día. En realidad todavía sigo en ella. Gané las elecciones, pero nunca fui al Parlamento. Mi vida ha transcurrido en la pequeña habitación de aquella isla solitaria. Llena de libros, puros y demás lujos; llena de conocimientos, aficiones y sabiduría; pero ni una sola vez se ha oído mi voz fuera de aquella tumba ni le ha llegado al mundo que se encuentra al otro lado de la puerta. Lo más probable es que acabe muriendo allí dentro.

Y dicho aquello, esbozó una sonrisa mientras su mirada, tras pasar por encima de la vasta extensión del parque, se perdía en el horizonte.

LA VENGANZA DE LA ESTATUA

F
UE en la soleada terraza de un hotel a orillas del mar desde la que se dominaban una ancha franja de mar azul y los graciosos dibujos que, más abajo, formaban unos macizos de flores, donde Horne Fisher y Harold March protagonizaron un enfrentamiento cara a cara que sobrevino entre ellos de la manera más brusca y repentina.

Harold March, famoso ahora por ser uno de los más destacados periodistas políticos de su tiempo, había aparecido junto a la pequeña mesa y se había sentado a ella preso de una excitación que apenas era capaz de reprimir bajo sus soñolientos y distraídos ojos azules. En los periódicos que arrojó sobre la mesa podía encontrarse lo suficiente para aclarar, si no toda, sí al menos buena parte de la emoción que le embargaba. Allí podía leerse que los asuntos públicos de cada uno de los ministerios habían alcanzado un punto crítico. El Gobierno, que llevaba tanto tiempo en el poder que el pueblo había acabado haciéndose a él como si se tratase de un despotismo hereditario, comenzaba a ser acusado de haber cometido graves errores e incluso de haber abusado de las malas gestiones financieras. Algunos decían que el intento de establecer un nuevo campesinado en el oeste de Inglaterra siguiendo las pautas que Horne Fisher había dictado hacía tanto tiempo no habían dado otro resultado que peligrosas reyertas entre los campesinos y los obreros industriales. Muy en particular, se habían elevado quejas contra el mal trato que estaban recibiendo ciertos grupos de extranjeros inofensivos, en su mayor parte asiáticos, que trabajaban en las obras de carácter científico que se estaban realizando en la costa. Para colmo de males, las nuevas fuerzas que habían alcanzado el poder en Siberia, respaldadas por Japón y otros poderosos aliados, se hallaban dispuestas a tomar cartas en el asunto en interés de sus súbditos exiliados, razón por la cual los embajadores respectivos habían llegado a cruzar palabras muy violentas e incluso algún que otro ultimátum. No obstante, algo de mucha mayor trascendencia, en opinión del propio March, parecía cubrir aquel nuevo encuentro con su amigo con una mezcla de vergüenza e indignación.

Quizás su enojo se debiese tan sólo al hecho de haber descubierto una inusual vivacidad en la figura, por lo general lánguida, de Fisher. La imagen que de él se había formado March era la de un caballero pálido y de notable calvicie que parecía haber envejecido y perdido el cabello prematuramente. Solía recordarlo como alguien que siempre manifestaba opiniones de un marcado carácter pesimista expresándolas como si fuese el bohemio más despreocupado del mundo. Ni siquiera en aquel momento March podía estar seguro de si aquel cambio era simplemente una especie de máscara o si se debía al efecto conjunto que sobre él habían producido los cielos claros, el ambiente soleado y veraniego propio de toda zona costera, y la cercana presencia del mar. Sea como fuere, lo cierto era que Fisher, además de lucir una flor en el ojal, manejaba su bastón con una alegría que, en opinión de su amigo, resultaba en él completamente inusual. Con todas aquellas nubes cerniéndose en torno a Inglaterra, aquel pesimista nato parecía ser el único ser vivo capaz de ver brillar la luz del sol.

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