Lord James Herries, el Ministro de Hacienda, era un hombre bajo, moreno y robusto de rostro cetrino cuyo aspecto malhumorado contrastaba con la vistosa flor que lucía en su ojal y con su jovial costumbre de ir siempre demasiado compuesto. Resultaba casi un eufemismo decir que era un hombre conocido en la ciudad, y casi una paradoja el que a pesar de ser un hombre que vivía casi exclusivamente para los placeres pareciera encontrar tan poco de ellos en el campo.
Sir David Archer, el Ministro de Asuntos Exteriores, era, de entre todos ellos, el único del que podía decirse que se había hecho a sí mismo y el único que tenía apariencia de aristócrata. Era un hombre de barba canosa, alto, delgado y muy atractivo. Sus cabellos grises, rizados, llegaban a elevarse en la parte frontal de su cabeza hasta formar dos rebeldes bucles que le daban el aspecto de algún insecto gigante cuyas temblorosas antenas no parasen de agitarse graciosamente a la par que sus tupidas cejas y sus inquietos ojos. No obstante, tras un segundo vistazo, podía adivinarse que, en realidad, la causa de tanta agitación era que el Ministro de Asuntos Exteriores se veía completamente incapaz de reprimir su nerviosismo, cualquiera que fuese la causa de éste.
—¿Alguna vez ha tenido usted ese angustioso estado de ánimo en el que uno podría llegar a gritar a causa del ruido más insignificante? —le preguntó a March mientras ambos paseaban por el jardín trasero bajo la línea formada por aquellas tétricas estatuas—. Suele aparecer cuando uno ha estado trabajando duramente, y yo he estado trabajando mucho últimamente. Tanto, que ahora me pongo enfermo cuando, por ejemplo, veo a Herries llevar el sombrero un poco ladeado. Cuando lo lleva así parece un matón de barrio bajo. Hay ocasiones, se lo juro, en que llegaría a quitárselo de la cabeza de un golpe. Por cierto, ¿se había dado cuenta de que aquella estatua de Britania que se levanta allí no está muy derecha que digamos? Se halla ligeramente inclinada hacia adelante, como si estuviese a punto de volcar. Pero lo peor de todo no es eso. Lo peor es que no se decide a volcar de una dichosa vez. Como usted mismo podría llegar a comprobar, aún se halla sujeta por un puntal de hierro. Así que no se sorprenda si alguna vez me ve subir hasta allá arriba en mitad de la noche para darle el golpe de gracia y hacerla rodar hasta aquí abajo de una vez por todas.
Continuaron caminando por el camino en completo silencio. Al poco, el ministro añadió:
—Resulta extraño pensar que menudencias como ésas cobren de repente tanta importancia cuando hay cosas mucho más trascendentales de que preocuparse. Así que creo que lo mejor será que entremos y procuremos hacer algo de provecho.
Evidentemente, Horne Fisher tenía bien presentes tanto las neuróticas manías de Archer como las relajadas costumbres de Herries y, a pesar de la confianza que demostraba tener en la actual firmeza de todos ellos, se cuidaba muy mucho de poner excesivamente a prueba tanto la paciencia como la concentración de todos ellos, incluido el Primer Ministro. Había logrado el consentimiento de este último para que los documentos importantes, como por ejemplo los que contenían las órdenes destinadas a los ejércitos del oeste, se confiasen al cuidado de una persona capaz de pasar completamente inadvertida y poseedora de un grado mayor de responsabilidad. Tal persona resultó ser un tío suyo llamado Horne Hewitt, un hacendado rural de aspecto bastante anodino que en sus tiempos había sido un buen soldado y que ahora era el consejero militar del comité. Se le había encargado la labor de hacer llegar los mensajes del Gobierno, junto con los planes militares previstos, al ejército semisublevado que se encontraba en el oeste, así como la todavía más apremiante tarea de asegurarse de que toda aquella información no acabase cayendo en las garras del enemigo, el cual podía aparecer en cualquier momento por el este.
Además de él, la otra única persona que se hallaba involucrada en todas aquellas operaciones era un oficial de policía, un tal Dr. Prince, quien originariamente había sido médico forense de la policía y ahora era un distinguido detective que había sido enviado para ejercer de guardaespaldas de todo el grupo. Era un hombre de rostro cuadrado, grandes gafas y una perenne mueca en el rostro que dejaba bien a las claras que prefería permanecer siempre en silencio.
Nadie más compartía aquella especie de reclusión a excepción del dueño del hotel, un hombre hosco y de rostro avinagrado oriundo de Kent, uno o dos de sus criados, y un sirviente privado al servicio de Lord James Herries. Era éste un escocés llamado Campbell, un joven de pelo castaño y rostro taciturno, de facciones un tanto desproporcionadas pero agradables, que daba la impresión de poseer más distinción que su desaliñado patrón y que probablemente fuese la única persona verdaderamente eficiente en toda la casa.
Después de pasar cuatro o cinco días formando parte de aquella especie de reunión de carácter más bien informal, March había comenzado a sentir algo parecido a una grotesca admiración por aquellas personas que, si bien una vez habían despertado sus recelos, se dedicaban ahora a desafiar un peligro inminente como si fueran un grupo de jorobados y tullidos completamente consagrados a la defensa de lo que es suyo por medio del trabajo duro. Y fue cierto día, precisamente durante una de tantas solitarias sesiones de trabajo en una sala apartada, cuando March, al levantar la vista de la hoja en la que estaba realizando unas anotaciones, se encontró con que Horne Fisher se hallaba de pie en el umbral de la puerta equipado como si fuera a emprender un viaje. Nada más verlo, tuvo la impresión de que su amigo se encontraba ligeramente pálido pero, un momento más tarde, en cuanto aquél hubo entrado en la estancia cerrando la puerta a sus espaldas, le oyó decir con total tranquilidad:
—Lo peor ha ocurrido. O, mejor dicho, casi lo peor.
—¡El enemigo ha desembarcado! —exclamó March saltando de su silla.
—Oh, yo ya sabía que el enemigo desembarcaría —dijo Fisher con calma—. Sí, ha desembarcado. Pero no es eso lo peor que podía ocurrir. Lo peor es que existe algún tipo de filtración en esta fortaleza. Descubrirlo ha supuesto un golpe contundente para mí, se lo aseguro, aunque supongo que a estas alturas no tiene mucho sentido sorprenderse. Debí figurarme que encontrar tres políticos honrados es algo poco menos que imposible, así que no creo que deba asombrarme tanto el hecho de que en realidad los políticos honrados sean sólo dos en vez de tres.
Tras hacer una breve pausa para reflexionar, dijo de una manera tal que March no estuvo muy seguro de a qué se refería:
—En un principio resulta difícil creer que a un tipo como Herries, que ha logrado mantenerse en la brecha a pesar de todos sus vicios, aún puedan quedarle escrúpulos. Pero con respecto a eso me he dado cuenta de algo muy curioso. El patriotismo no es el valor más importante. El patriotismo se corrompe hasta convertirse en chauvinismo cuando se pretende hacer de él el valor principal. Pero en realidad el patriotismo es a veces el menos importante de todos los valores. Un hombre que sea capaz de estafar y engañar podría muy bien, por el contrario, no traicionar nunca a su país. Aunque, a fin de cuentas, ¿quién puede estar seguro de algo así?
—Pero, entonces, ¿qué vamos a hacer ahora? —exclamó March indignado.
—Mi tío, que tiene bien a salvo los documentos —contestó Fisher—, se encargará de mandarlos al oeste esta misma noche. Pero mientras tanto alguien está intentando acceder a ellos desde el exterior, y mucho me temo que con la ayuda de alguien que se encuentra aquí dentro. Todo lo que puedo hacer por el momento es intentar cortarle el paso al hombre de fuera. Y para ello tengo que darme prisa y poner manos a la obra cuanto antes. Estaré de vuelta dentro de aproximadamente veinticuatro horas. Mientras yo permanezca fuera, quiero que usted mantenga los ojos bien abiertos, vigile a los que están aquí y descubra todo lo que le sea posible.
Au revoir
.
Y, tras decir aquello, desapareció escaleras abajo. Desde la ventana, March pudo aún verlo subir a una motocicleta y alejarse en dirección a la ciudad vecina.
A la mañana siguiente, nada más levantarse, March se dirigió al salón, estancia ésta cuyas paredes se hallaban forradas con paneles de roble y que, por lo general, solía hallarse sumida en una profunda penumbra, y se instaló junto a una de las ventanas. Aunque en aquella ocasión casi toda la sala se encontraba inundada por la radiante luz de aquella mañana excepcionalmente clara y casi totalmente desprovista de nubes, March prefirió aprovechar las pocas sombras que persistían en un rincón del cuarto para sentarse en ellas. Fue por ello por lo que, cuando Lord James Herries entró precipitadamente en la estancia por el jardín trasero, pasó completamente inadvertido para el ministro. Nada más entrar, Lord James se aferró al respaldo de una silla como para mantener el equilibrio y, tras sentarse trabajosamente a la mesa, ocupada todavía por los restos de la última comida, se sirvió temblorosamente un vaso de coñac y se lo bebió. A pesar de haberse sentado de espaldas a March, éste pudo contemplar, reflejado en un espejo redondo que colgaba de la pared opuesta, que el rostro amarillento del ministro parecía reflejar los síntomas de una horrible enfermedad. Cuando March se movió, el otro se levantó con un brusco respingo y se volvió para mirar qué era aquello que se había movido detrás de él.
—¡Dios mío! —exclamó al ver a March—. ¿Ha visto usted lo que hay ahí fuera?
—¿Fuera? —repitió el otro atisbando por encima del hombro en dirección al jardín.
—¡Vaya, vaya y véalo usted mismo! —gritó Herries como presa de un acceso de furia—. Han matado a Hewitt y sus papeles han desaparecido. Nada más que eso. ¿Le parece poco?
Se volvió de nuevo hacia la mesa y se dejó caer con un golpe sordo sobre la silla mientras un violento temblor sacudía sus macizos hombros.
Harold March se abalanzó hacia la puerta y, tras cruzar el umbral, se encontró de golpe al pie de la pendiente sembrada de estatuas del jardín trasero.
Lo primero que vio allí fue al Dr. Prince, el detective, que observaba muy de cerca algo que yacía tumbado sobre la hierba. Lo que descubrió en segundo lugar fue aquello que llamaba tan poderosamente la atención de aquel hombre. A pesar de haber recibido previamente la funesta noticia, la vista que se ofreció a sus ojos le resultó de todas formas verdaderamente sobrecogedora.
La monstruosa imagen de piedra de Britania yacía de bruces sobre el camino del jardín y, asomando por debajo de ella, como si se tratase de las patas de una mosca aplastada, podían verse un brazo envuelto en la manga de una camisa blanca, una pierna enfundada en la pernera de un pantalón de color caqui y una mata de cabellos del inconfundible color entre rojizo y canoso que pertenecían al malogrado tío de Horne Fisher. Había pequeños charcos de sangre alrededor de aquellos miembros humanos, los cuales permanecían completamente inmóviles con la rigidez característica de la muerte.
—¿No ha podido tratarse de un accidente? —dijo March cuando encontró finalmente algo que decir.
—Compruébelo usted mismo —repitió la voz áspera de Herries, quien le había seguido hasta el exterior sin poder dejar de estremecerse—. Como ya le he dicho, los documentos han desaparecido. Al cadáver le arrancaron el abrigo y le quitaron los papeles que guardaba en el bolsillo interior de éste. Allí, en el terraplén, puede usted ver el abrigo y el gran corte que le han dado.
—Un momento, un momento —dijo tranquilamente el detective Prince—. En tal caso parece haber aquí un pequeño misterio. El asesino puede habérselas arreglado para arrojarle la estatua encima a la víctima, lo cual es exactamente lo que parece haber hecho. Pero apuesto cualquier cosa a que no le debió de resultar nada fácil volver a levantarla después. Yo lo he intentado y me ha sido completamente imposible, por lo que estoy seguro de que para lograrlo se hubieran necesitado al menos tres hombres. Sin embargo, según esa teoría, debemos suponer que el asesino derribó primero a su víctima mientras ésta pasaba por delante de la estatua, usando la misma como si fuese una enorme maza. Después levantó la estatua, sacó a la víctima de debajo de ésta y la despojó del abrigo, devolviéndola luego a la posición en que había muerto y colocando limpiamente la estatua sobre ella. Puedo asegurarles que algo así es físicamente imposible. Ahora bien, ¿de qué otra manera pudo haber desvestido el asesino a un hombre que se hallaba atrapado bajo esa mole de piedra? Sin duda, es un misterio más difícil de aclarar que ese maldito truco que realizan los escapistas cuando se quitan el abrigo con las muñecas atadas a la espalda.
—¿Pudo haber tirado la estatua sobre la víctima después de haberle quitado el abrigo? —preguntó March.
—¿Y por qué iba a hacerlo? —se apresuró a preguntar Prince con mordacidad—. Una vez se hubiese deshecho de su víctima y se hubiese apoderado de los documentos, se hubiera escapado sin más. No se hubiera entretenido en el jardín excavando bajo los pedestales de las estatuas. Además… ¡Demonios! ¿Quién es ese de ahí arriba?
En la cresta de la colina que se elevaba justo por encima de sus cabezas, dibujada contra el cielo con finas y negras líneas, se destacaba una figura que parecía tan delgada y de miembros tan alargados que casi parecía un esqueleto. El contorno oscuro de la cabeza se hallaba coronado por lo que parecían dos pequeños cuernos acerca de los cuales todos y cada uno de los presentes hubiera sido capaz de jurar que se movían.
—¡Archer! —gritó Herries con un repentino acceso de cólera.
Todos ellos le llamaron a voces y le indicaron por señas que bajara. Tras el primer grito, la figura retrocedió con un movimiento tan precipitado que llegó a resultar casi cómico. Un instante más tarde, el hombre pareció recobrarse y comenzó a descender el sinuoso sendero que desembocaba en el jardín con evidente desgana y pasos cada vez más lentos. En la mente de March comenzó a resonar lo que aquel hombre le había dicho en una ocasión acerca de cierto acceso de locura en mitad de la noche y del irrefrenable deseo de despeñar aquella misma estatua de piedra. Se le ocurrió que sólo un tipo tan maníaco como aquél sería capaz, después de hacer algo como aquello, de escalar hasta la cima de la colina para contemplar desde lo alto el desaguisado cometido. Sólo que en aquella ocasión el desaguisado no se hallaba relacionado únicamente con estatuas de piedra.
Cuando, más tarde, el hombre llegó por fin hasta donde ellos se encontraban y la luz le iluminó por completo, March pudo comprobar que, a pesar de caminar despacio, lo hacía con soltura y sin reflejar la menor señal de temor en su rostro.