Read El hombre que sabía demasiado Online

Authors: G. K. Chesterton

Tags: #Intriga, Relato

El hombre que sabía demasiado (28 page)

BOOK: El hombre que sabía demasiado
5.44Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Ha sido algo terrible —dijo—. Lo he visto todo desde arriba mientras daba un paseo por las colinas.

—¿Quiere decir que presenció el asesinato o, en su caso, el accidente? —preguntó March—. Quiero decir, ¿vio usted cómo caía la estatua?

—No, no —dijo Archer—. Quiero decir que vi la estatua cuando ya estaba en el suelo.

Prince parecía estar prestándole escasa atención. Su mirada se hallaba clavada en algo que yacía en mitad del sendero, a aproximadamente una o dos yardas del cadáver. Parecía tratarse de una barra de hierro oxidada que estaba doblada por un extremo.

—Aquí hay algo que no logro entender —dijo—. Me refiero a toda esta sangre. El cráneo de la pobre víctima no está aplastado. Más bien parece que se haya roto el cuello. Pero aun así la sangre parece haberse derramado como si todas sus arterias hubiesen sido dañadas. Me estaba preguntando si algún otro instrumento, como ese objeto de hierro, por ejemplo, no tendría algo que ver con el crimen. Aunque, a decir verdad, creo que no está lo suficientemente afilado. A propósito, ¿sabe alguien qué es?

—Yo lo sé —dijo Archer con su voz grave pero ligeramente temblorosa—. Lo he visto en mis pesadillas. Creo que es el puntal de hierro que le pusieron al pedestal para mantener la estatua bien sujeta en su sitio cuando ésta comenzó a dar señales de que podía caerse en cualquier momento. Debió de salirse cuando se derrumbó.

El Dr. Prince asintió pero continuó mirando los charcos de sangre y la barra de hierro.

—Estoy seguro de que hay algo más detrás de todo esto —dijo por fin—. Quizás algo que se esconde precisamente debajo de esta estatua. Tengo la firme sospecha de que así es. Vamos a ver: nosotros somos cuatro, así que creo que entre todos podremos levantar esta mole de piedra.

Mientras todos aunaban sus fuerzas para conseguirlo, el único sonido que se dejó oír en el lugar fue el jadeo de sus pesadas respiraciones. Luego, una vez que aquellos ocho brazos sudorosos hubieron puesto a un lado la enorme masa de roca esculpida, el cuerpo que yacía sobre el suelo en pantalones y camisa quedó por entero al descubierto. Las gafas del Dr. Prince parecieron entonces dilatarse, presas de una emoción contenida, como si fuesen ojos de verdad, pues una vez terminada la maniobra otras cosas quedaron también al descubierto. Una de ellas fue que el malogrado Hewitt había recibido en la yugular una profunda herida que el médico no dudó en atribuir, con una mirada de triunfo, a una hoja muy afilada (como, por ejemplo, la de una navaja). La otra fue que, justo al lado del cadáver, yacían tres relucientes pedazos de metal de casi un pie de largo cada uno, uno de los cuales acababa en punta y otro se hallaba engarzado en una especie de empuñadura magníficamente decorada con joyas. Evidentemente, se trataba de una especie de cuchillo oriental, de longitud suficiente como para ser considerado una espada, y dotado de una hoja curiosamente ondulada. En la punta podían verse una o dos manchas de sangre.

—Me esperaba más sangre y no precisamente en la punta —dijo el Dr. Prince reflexionando—, pero ciertamente ésta es el arma del crimen. La cuchillada fue asestada seguramente con algo que tenía esta misma forma. Y probablemente también se hizo con ella el desgarrón que hay en el bolsillo del abrigo. Supongo que el asesino añadiría después el toque de la estatua para darle un aire de funeral público.

March no contestó. Se hallaba literalmente hipnotizado por las extrañas piedras que resplandecían en la singular empuñadura de la espada, pues el posible significado de aquel objeto se había abierto camino hasta él como un terrible despertar. Era una curiosa arma de origen asiático, y él sabía muy bien qué nombre se hallaba conectado en su memoria con las armas de origen asiático. Aunque Lord James expresó por él lo que quizás ya todo el mundo estuviese pensando, las palabras le sobrecogieron como si fuesen algo completamente inesperado.

—¿Dónde está el Primer Ministro? —había exclamado de repente Herries como un perro que ladrase ante el descubrimiento de un rastro perdido.

El Dr. Prince volvió hacia él sus gafas y su sombrío rostro, más ceñudo ahora que nunca.

—No he podido encontrarlo por ningún lado —dijo—. Lo estuve buscando tan pronto como descubrí que los documentos habían desaparecido. Ese criado suyo, Campbell, también lo estuvo buscando por todas partes pero no encontró ni rastro de él.

Hubo un largo silencio, tras el cual Herries profirió un nuevo grito, si bien esta vez de manera completamente diferente.

—No se preocupe —añadió—. Ya no necesitará buscarle más porque aquí viene él en persona junto con su amigo Fisher. Parece como si los dos hubieran salido a dar un paseo.

Las dos figuras que se acercaban por el sendero eran, en efecto, la de Fisher, que iba cubierto de salpicaduras de barro desde los pies a la cabeza y que mostraba un amplio rasguño en la frente producido seguramente al pasar junto a alguna zarza, y la del gran estadista de cabello gris que tanto se parecía a un bebé y que tanto interés demostraba por la esgrima y las espadas orientales. No obstante, más allá de este reconocimiento puramente físico, March no fue capaz de sacar nada en claro ni de su apariencia ni de su conducta, lo cual parecía aportar un toque definitivamente desconcertante a toda aquella pesadilla. Cuanto más atentamente los estudiaba mientras escuchaban lo que el detective les iba relatando, tanto más perplejo le dejaba la actitud de ambos. Fisher parecía afligido por la muerte de su tío pero no podía decirse que la tragedia le causase demasiado asombro, mientras que el otro parecía estar a todas luces distraído pensando en alguna otra cosa. Y en cuanto a la pérdida de los documentos robados, a pesar de la vital importancia que éstos tenían, ninguno de los dos se dignó sugerir nada que incitase a emprender la búsqueda del espía asesino.

Una vez que el detective se hubo marchado para ocuparse de realizar las llamadas telefónicas oportunas y de redactar su informe, que Herries hubo regresado a su botella de coñac, y que el Primer Ministro se hubo alejado con su aire cansino en dirección a un cómodo sillón situado en un extremo del jardín, Horne Fisher pudo conversar sin tapujos con Harold March.

—Amigo mío —dijo—, necesito que me acompañe usted en una pequeña excursión, pues aquí no hay nadie más en quien pueda confiar. Nuestro viaje nos llevará casi todo el día y, además, deberemos esperar a que caiga la noche para llevar a cabo nuestra misión principal. Así que durante la marcha podremos pasar revista a todo lo ocurrido. Pero deseo fervientemente que permanezca usted a mi lado porque me inclino a pensar que el momento decisivo se acerca.

Ambos partieron en sendas motocicletas. Durante la primera etapa de aquel día de viaje siguieron la línea de la costa en dirección este, envueltos por el estrépito de los motores, que impedía todo intento de entablar conversación. No obstante, una vez dejaron atrás Canterbury y salieron a las llanuras de la zona oriental de Kent, Fisher decidió hacer una parada en una pequeña y acogedora taberna situada junto a un perezoso arroyo. Allí se sentaron a comer, beber e incluso hablar prácticamente por primera vez desde que habían salido. La tarde era radiante, los pájaros cantaban en el bosque cercano y el sol daba de lleno sobre el banco y la mesa que ocupaban. No obstante, el rostro de Fisher, a la luz de la tarde, reflejaba una gravedad que March nunca había visto en su amigo.

—Antes de empezar —dijo éste— hay algo que debería usted saber. Tanto usted como yo hemos presenciado hechos verdaderamente misteriosos que, al menos hasta ahora, siempre hemos podido explicar. Y sólo por ello vamos a explicar también lo ocurrido en la casa. No obstante, a la hora de tratar la muerte de mi tío, deberemos comenzar por el extremo opuesto a aquel por el que todas nuestras anteriores historias de detectives han comenzado siempre. Voy a referirle los pasos que he seguido en mis deducciones, si es que usted desea escucharlos. Pero antes debo decirle que esta vez no he descubierto la verdad gracias a la deducción. Lo primero que haré será contarle la pura y simple verdad, pues la supe desde un principio. En los otros casos siempre me he acercado a la verdad desde fuera, pero en éste concretamente yo me hallaba bien dentro de ella. Es más, para serle completamente sincero, yo mismo fui el centro de todo.

Algo en los pesados párpados y en los solemnes ojos grises de su interlocutor hizo que March se estremeciese hasta la médula. Luego, exclamó enloquecido:

—¡No entiendo nada! —pero el tono de su voz contradecía sus palabras.

Sí, sí entendía.

Durante un rato no se oyó el menor ruido excepto el canto feliz de los pájaros. Luego, Horne Fisher dijo tranquilamente:

—Fui yo quien mató a mi tío. Y por si desea también saberlo, fui yo quien le robó los documentos.

—¡Fisher! —gritó su amigo con la voz ahogada.

—Deje que le cuente todo lo que ocurrió antes de que nos separemos —prosiguió el otro—. Y deje que se lo exponga, para que todo resulte lo más claro y conciso posible, de la misma manera que solíamos exponer nuestras viejas aventuras. Ahora mismo dos son los puntos que mantienen a todo el mundo intrigado con respecto a lo sucedido, ¿no es cierto? El primero es cómo se las arregló el asesino para quitarle el abrigo a la víctima cuando ésta se hallaba ya completamente atrapada entre el suelo y la mole de piedra. El otro, mucho menos importante y también menos desconcertante, es el hecho de que la espada que le cortó la garganta a la víctima estuviese manchada de sangre sólo en el extremo en vez de tener todo el borde empapado en ella. Muy bien, veamos. El primer enigma puede explicarse fácilmente. Horne Hewitt se quitó el abrigo antes de que lo mataran. A decir verdad, podría llegar a decirse que se lo quitó para que lo mataran.

—¿Y a eso le llama usted una explicación? —exclamó March—. Las palabras parecen tener aún menos sentido que los hechos.

—De acuerdo. Pasemos entonces a la otra cuestión —continuó Fisher con gran tranquilidad—. Si el borde de aquella espada en particular no estaba manchado con la sangre de Hewitt es porque no se usó para matar a Hewitt.

—Pero el médico —objetó March— declaró con total contundencia que la herida fue producida por dicha espada en particular.

—Le ruego que me perdone —contestó Fisher—. El médico no dijo que hubiese sido producida por aquella espada en particular. Dijo que había sido producida por una espada que tenía aquella forma tan particular.

—Pues tenía una forma de lo más extraña —insistió March—. Y, desde luego, resulta una coincidencia demasiado extraordinaria de imaginar.

—Pues fue precisamente una extraordinaria coincidencia lo que ocurrió —reflexionó Horne Fisher—. Resulta increíble que coincidencias como ésa puedan llegar a ocurrir, pero por la más extraña de las suertes, por una probabilidad entre un millón, sucedió que, en efecto, otra espada con exactamente la misma forma se encontraba en el mismo jardín al mismo tiempo. Eso es algo que puede explicarse en parte por el hecho de que yo mismo las llevé a ambas allí… Oh, vamos, mi querido amigo. Seguro que es usted capaz de adivinar lo que eso significa. Ponga ambas cosas la una al lado de la otra. Había dos espadas exactamente iguales y la víctima se quitó el abrigo por su propia voluntad. Puede que le ayude en sus reflexiones el hecho de saber que yo no soy exactamente un asesino.

—¡Un duelo! —exclamó March reaccionando súbitamente—. ¡Claro! ¡Naturalmente! Tenía que habérseme ocurrido antes. Pero, entonces, ¿quién fue el espía que robó los documentos?

—Mi tío era el espía que robó los documentos —respondió Fisher—. O, mejor dicho, el que intentaba robarlos cuando yo lo detuve de la única manera que me fue posible. Los documentos, que deberían haber partido ya hacia el oeste para alentar y apoyar a nuestros aliados y darles las directrices necesarias para rechazar la invasión, hubieran tardado tan sólo unas pocas horas en caer en manos del invasor. ¿Qué podía hacer yo? Tal y como están las cosas, acusar públicamente a uno de los nuestros hubiera supuesto ponérselo en bandeja a su amigo Attwood, con lo que se desatarían el escándalo y el pánico generalizados. Además, está la cuestión de que todo hombre que ha rebasado los cuarenta posee el deseo, aunque sea de manera subconsciente, de morir tal y como ha vivido, y eso es exactamente lo que yo quería, aunque con el único fin práctico de llevarme a la tumba todos los secretos que conozco. Quizás ello se deba a que guardar silencio, que ha sido siempre mi afición favorita, haya ido cobrando una consistencia definitiva con la edad, como suele ocurrir con la mayoría de las aficiones. O quizás sea simplemente que me siento como un hombre que ha matado al hermano de su madre pero que también ha librado del escándalo al apellido de su familia materna.

»Sea como fuere, decidí actuar cuando sabía que todos ustedes estarían durmiendo y él merodeaba a solas por el jardín. Cuando salí al exterior y me encontré con todas aquellas estatuas de piedra que permanecían en pie a la luz de la luna, me sentí como si yo mismo fuese una de ellas que, de repente, hubiese echado a andar. Allí, con una voz que no parecía la mía, le eché en cara a mi tío su traición y le exigí que me entregase los documentos, pero cuando él se negó tuve que obligarlo a que empuñara una de las dos espadas. Éstas, que formaban parte de un grupo de ejemplares que le habían enviado al Primer Ministro para que las examinase (pues él, como usted ya sabe, es un experto coleccionista), fueron las únicas armas que pude encontrar que hubieran permitido una contienda equilibrada. Para evitarle a usted los detalles más desagradables, me limitaré a contarle que combatimos allí mismo, en mitad del camino, frente a la estatua de Britania. Él era un hombre muy fuerte, pero como yo le aventajaba en destreza, casi en el mismo momento en que me hería en la frente con su espada yo aproveché para hundirle la mía en la base del cuello. Cayó contra la estatua, al igual que le ocurriera a César con Pompeyo, y se quedó aferrado al pasamanos de hierro mientras su espada se rompía en tres pedazos al caer. Cuando vi manar la sangre por aquella herida mortal, todo lo demás perdió su importancia para mí. Dejé caer mi espada y corrí a su lado para sostenerlo en pie. Mientras me inclinaba sobre él, algo tuvo que ocurrir con demasiada rapidez para que yo pudiera advertirlo. No sé si es que aquella barra de hierro se encontraba podrida por la herrumbre y se le quedó en la mano cuando se apoyó en ella, o si la arrancó de la roca con su fuerza descomunal. El caso es que, de repente, vi que tenía aquel pedazo de hierro en la mano y que, con sus últimas energías, lo blandía sobre mi cabeza mientras yo me arrodillaba allí, junto a él, completamente desarmado. Mientras me agachaba bruscamente para esquivar el golpe, miré hacia arriba y pude ver cómo, por encima de nosotros, la gran masa de Britania se inclinaba peligrosamente hacia adelante como si fuese el mascarón de proa de un barco. Un instante después la vi inclinarse unos centímetros más de lo normal. Al hacerlo, el cielo entero con todas sus estrellas pareció descender con ella. Lo que siguió fue como si el mismísimo cielo se nos cayera encima. Un segundo más tarde, sin apenas darme cuenta de lo que había pasado, me encontré de pie en el jardín, completamente ileso, mirando aquella ruina de piedra y huesos que todos ustedes se han encontrado hoy tendida sobre el suelo. Mi tío había arrancado el último puntal que mantenía en pie la estatua de la diosa británica, con lo cual ésta había caído y aplastado al traidor al estrellarse contra el suelo. Me volví y me abalancé sobre el abrigo, en uno de cuyos bolsillos sabía de antemano que encontraría el paquete, lo desgarré con la espada y eché a correr por el sendero del jardín hasta llegar a la carretera, donde me esperaba mi motocicleta. Tenía todas las razones del mundo para darme prisa, por lo que escapé de allí sin la menor demora. No obstante, no tuve el valor suficiente para mirar ni una sola vez hacia donde se hallaban la estatua y el cadáver porque tenía la impresión de que de lo que realmente huía era de la visión de aquella especie de espantosa alegoría.

BOOK: El hombre que sabía demasiado
5.44Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Knight After Night by Jackie Ivie
The Swan Maiden by Heather Tomlinson
Shifters of Grrr 2 by Artemis Wolffe, Wednesday Raven, Terra Wolf, Alannah Blacke, Christy Rivers, Steffanie Holmes, Cara Wylde, Ever Coming, Annora Soule, Crystal Dawn
Mine at Last by Celeste O. Norfleet
Fake Out by Rich Wallace
The Deadly Past by Christopher Pike
Still Here: A Secret Baby Romance by Kaylee Song, Laura Belle Peters