—Escúcheme bien lo que voy a decirle —le dijo Harold March algo bruscamente—. Usted ha sido para mí mucho más que un simple amigo. Podría incluso decir que nunca antes me había sentido tan orgulloso de disfrutar de la amistad de alguien. Pero hay algo que debo confesarle. Cuantas más cosas consigo averiguar, más difícil me resulta comprender cómo puede usted soportar convivir con ellas. Por lo que a mí respecta, le aseguro que cada vez se me hace más insufrible la convivencia con todo ese tipo de cosas.
Con gravedad y profunda atención, Horne Fisher clavó en él su mirada, a pesar de lo cual daba la impresión de hallarse en realidad muy lejos de allí.
—Usted siempre me ha caído bien. Eso es algo que usted sabe sobradamente —dijo Fisher con gran tranquilidad—. Pero no sólo eso, sino que además le respeto, lo cual no es siempre lo mismo. Quizás se haya dado usted cuenta de que me caen bien muchas otras personas a las que me resulta imposible respetar. Quizás sea ésa mi cruz, o quizás se trate tan sólo de uno de mis defectos. Pero al ser el suyo un caso muy especial, puedo prometerle una cosa: que nunca será usted para mí alguien a quien simplemente acepte, sino alguien que, además, se merezca todo mi respeto.
—Ya veo que es usted magnánimo —dijo March después de un breve silencio—. Pero, a pesar de ello, es usted capaz de tolerar e incluso dejar impune todo aquello que puede tacharse de vil y rastrero en este mundo.
Guardó silencio pero, al poco, añadió:
—¿Recuerda usted la vez aquella en que nos conocimos, cuando se hallaba usted pescando en aquel arroyo poco antes de que empezase lo del asunto de la diana? ¿Y recuerda aquello que dijo entonces de que, después de todo, sería inútil cualquier intento de hacer saltar por los aires toda esta complicada maraña que es la sociedad?
—Sí. ¿Qué pasa con ello? —preguntó Fisher.
—Pues que voy a ser yo quien se encargue de dinamitar la sociedad —dijo Harold March—, por lo que creo conveniente advertirle primero de mi propósito. Durante mucho tiempo me negué a creer que las cosas estuviesen tan mal como usted las planteaba, pero nunca me creí capaz de permanecer impasible si alguna vez llegaba a saber la mitad de lo que usted sabe. En resumidas cuentas, el caso es que he acabado cobrando plena conciencia de cómo están las cosas y ahora, por fin, tengo además la oportunidad de hacer algo. Sepa usted que he sido puesto al mando de un importante periódico independiente en el que se me ha dado carta blanca y desde el que le voy a declarar la guerra a la corrupción.
—Supongo que Attwood se encuentra detrás de todo eso que me está usted contando, ¿verdad? —dijo Fisher reflexivamente—. Me refiero al comerciante de maderas, ese que sabe tanto acerca de China.
—También sabe mucho acerca de Inglaterra —dijo March tenazmente—. Pero a lo que iba: no vamos a permanecer callados por más tiempo. La gente de este país tiene derecho a saber de qué manera se la está gobernando, o, mejor dicho, de qué manera se la está arruinando. El Ministro de Hacienda está completamente atrapado por los prestamistas y no tiene más remedio que hacer lo que ellos le dictan. De no ser así, se encontraría en la más profunda bancarrota. Una bancarrota que, de producirse, dejaría al descubierto lo que hay detrás: partidas de cartas y devaneos con mujeres. El propio Primer Ministro se vio metido hasta las cejas en aquel feo asunto de las comisiones relacionadas con los contratos del petróleo. El Ministro de Asuntos Exteriores no es más que un pobre pelele a merced del alcohol y las drogas. Claro que, cuando uno acusa de esta manera a un hombre que posiblemente acabe enviando a miles de ingleses a morir inútilmente, siempre aparece alguien que lo acusa a su vez de tener algo personal contra el pobrecito ministro. En cambio, cuando un pobre maquinista de tren se emborracha y resulta responsable de la muerte de treinta o cuarenta personas y alguien lo acusa de borracho, a nadie se le ocurre pensar que tras esa acusación puede esconderse alguna cuestión de carácter personal. Y eso que son situaciones que, salvando las distancias, resultan muy similares.
—Estoy totalmente de acuerdo con usted —dijo Fisher con calma—. Tiene usted toda la razón del mundo.
—Pues entonces, si está usted tan de acuerdo como dice con todo lo que pienso, ¿por qué demonios no se decide a unirse a nosotros? —preguntó su amigo—. Si cree usted que hacer esto o aquello es lo correcto, ¿por qué no lo hace? Resulta espantoso pensar que un hombre con unas aptitudes como las suyas prefiera simplemente permanecer ahí, sin más, bloqueando el camino que nos conduzca a la reforma.
—Hemos hablado de eso a menudo —respondió Fisher conservando su habitual aplomo—. El Primer Ministro es íntimo amigo de mi padre. El Ministro de Asuntos Exteriores está casado con mi hermana. El Ministro de Hacienda es primo hermano mío. Y, por favor, no censure usted mi regocijo al hacer alusión a mis parentescos de esta manera tan detallada, pero es que… Verá usted: resulta que últimamente estoy saboreando una sensación completamente nueva para mí, una sensación de felicidad que no recuerdo haber experimentado nunca antes.
—¿Qué demonios quiere usted decir?
—Quiero decir que me siento orgulloso de mi familia —dijo Horne Fisher.
Harold March lo miró atentamente con sus ojos azules abiertos de par en par y dando la impresión de hallarse demasiado perplejo como para formular tan siquiera una simple pregunta. Fisher se recostó en su silla tan perezosamente como en él era usual y sonrió mientras reanudaba sus palabras.
—Escuche, mi querido amigo. Permita que sea yo quien ahora le haga una pregunta a usted. Presupone usted que yo siempre he sabido todo lo relativo a mis desafortunados parientes. Pues presupone usted bien porque así es. Ahora bien, ¿cree usted acaso que Attwood no los conoce de toda la vida? ¿Cree acaso que no le ha conocido también a usted desde siempre y que no se ha dado cuenta de lo que es usted: un hombre honesto, deseoso de contar lo que sabe en cuanto goce de una oportunidad? ¿Por qué cree que Attwood ha decidido dejarle carta blanca para decir lo que quiera, como se deja ladrar a un perro después de quitarle el bozal, justo en un momento como éste después de tantos años? Yo sé por qué lo hace, al igual que sé muchas otras cosas… Demasiadas, a decir verdad. Y es en función de todas esas cosas que sé que, tal y como ya he tenido el honor de hacerle observar antes, por fin puedo sentirme orgulloso de mi familia.
—Pero… ¿por qué? —repitió March débilmente.
—Verá usted: estoy orgulloso del Ministro de Hacienda porque juega, del Ministro de Asuntos Exteriores porque bebe, y del Primer Ministro porque se llevó una comisión tras firmar cierto contrato —dijo Fisher con firmeza—. Estoy orgulloso de ellos porque hicieron todo eso, porque se les puede denunciar por ello, porque saben que se les puede denunciar por ello, y porque a pesar de todo se mantienen firmes en sus puestos. Me quito el sombrero ante ellos porque son capaces de plantarle cara al chantaje y porque se niegan a traicionar a su país para salvarse a sí mismos. Desde aquí, yo les saludo como si fuesen camino del campo de batalla a encontrarse cara a cara con la muerte.
Tras hacer una breve pausa, prosiguió:
—A propósito, pronto habrá también un campo de batalla. Pero esta vez no en el sentido metafórico. Le hemos estado consintiendo tantas cosas a los hombres de negocios extranjeros que ahora sólo nos queda elegir entre la guerra o la ruina total. Y el pueblo, inclusive aquellos que componen el campesinado, está empezando a sospechar que la ruina se acerca. Ésa es la verdadera causa de todos esos deplorables incidentes de los que hablan los periódicos.
»La auténtica razón de los atropellos cometidos sobre los orientales es que los hombres de negocios han ido introduciendo de manera deliberada en el país mano de obra china con la intención de condenar a los obreros y a los campesinos ingleses a morirse de hambre. Nuestros infelices políticos han estado haciendo, una tras otra, todo tipo de concesiones, y ahora son ellos los que nos piden a nosotros que hagamos lo propio, lo que vendría a significar una masacre sobre nuestras capas más pobres. Si no nos rebelamos ahora, nunca lo haremos, con lo que Inglaterra se verá abocada a una situación económica de pobreza absoluta en apenas una semana. Pero esta vez vamos a luchar. No me sorprendería lo más mínimo que hubiese un ultimátum en el plazo de una semana e incluso una invasión dentro de quince días. Naturalmente, toda la corrupción y la cobardía que llevamos arrastrando desde hace tiempo nos está pasando factura ahora. La zona rural del oeste del país se halla en una situación muy turbia y delicada incluso en el aspecto militar, y los regimientos irlandeses allí apostados, que según el nuevo tratado se supone que deberían apoyarnos, se hallan al borde de la sublevación debido a que, como no podía ser menos, este infernal capitalismo culí se está dejando notar también en Irlanda. Pero todo eso se va a acabar muy pronto, y si las tranquilizadoras promesas del gobierno pueden abrirse camino hasta ellos a tiempo, puede que después de todo aún hagan acto de presencia para cuando el enemigo desembarque allí. Porque parece ser que mi pobre y vieja cuadrilla va a mantenerse en sus trece, algo de lo que ya iba siendo hora. Desde luego, no es de extrañar que, después de haberse dejado manipular como si fuesen unos don nadie durante medio siglo, sus pecados los persigan en el preciso instante en que comienzan a comportarse como hombres de verdad por primera vez en sus vidas. Ya le digo, March, los conozco de pies a cabeza y sé que se están comportando como auténticos héroes. Cada uno de ellos merece que levanten una estatua en su honor y que en el pedestal de las mismas se inscriban palabras como aquellas que dijo el más noble rufián que vio surgir la Revolución: «
Que mon nom soit flétri; que la France soit libre
».
—¡Santo Dios! —exclamó March—. ¿Pero es que nunca vamos a enfrentarnos con el fondo de la cuestión?
Después de un silencio, Fisher contestó en voz más baja y sin dejar de mirar a los ojos de su amigo:
—¿De verdad cree usted que en el fondo de todo no hay más que simple y pura maldad? —preguntó suavemente—. ¿Cree usted que yo nunca he encontrado otra cosa que suciedad en las profundas aguas a las que el destino me ha precipitado? Créame, nunca se conoce lo mejor de un hombre sin conocer lo peor de él. No siempre resulta fácil conjugar la supuesta obligación que ellos tienen de aparecer ante el mundo como si fuesen obras de arte perfectas e impecables, exentas de todo vicio, con la condición de sus mortales almas humanas, que no pueden evitar mirar con deseo a una mujer o resistir la tentación de las riquezas. Hasta en un palacio se puede vivir bien, e incluso en el parlamento se puede vivir bien siempre que se realice algún que otro esfuerzo para procurarlo. Aunque le aseguro que hay algo que vale tanto para todos esos estúpidos y pícaros ricachones como para los ladrones y los rateros más miserables: que sólo Dios sabe con cuánto empeño han intentado ser mejores cada día. Sólo Dios sabe lo que puede perdurar en la conciencia de cada uno, o de qué manera aquél que ha perdido el honor intenta todavía salvar su alma.
Hubo otro silencio, durante el cual March se sentó mirando fijamente la superficie de la mesa mientras Fisher prefería contemplar el mar. Luego, de repente, Fisher se levantó de un salto y agarró su sombrero y su bastón con la presteza y la tenacidad que ahora parecía haber hecho definitivamente suyas.
—Escuche, viejo amigo —exclamó—. Hagamos un trato. Antes de que inicie usted su campaña al servicio de Attwood, venga y quédese con nosotros una semana para que se dé usted cuenta de lo que realmente estamos haciendo. Al decir «nosotros» me refiero al grupo de Los Leales, anteriormente conocidos como La Vieja Guardia, y a los que en ocasiones se les ha llamado Los Rastreros. En realidad sólo cinco de nosotros solemos ser más o menos fijos a la hora de organizar la defensa nacional. Hemos establecido nuestro cuartel general en Kent, en una especie de hotel destartalado. Venga allí y vea por sí mismo lo que estamos haciendo y lo que aún queda por hacer y entonces podrá usted juzgarnos debidamente. Luego, y sin que ello altere el aprecio y el afecto que este humilde servidor suyo le profesa, publique lo que le plazca y váyase al infierno.
Así fue cómo en la última semana previa al comienzo de la guerra, precisamente cuando los acontecimientos se precipitaban con más rapidez que nunca, Harold March se encontró formando parte de un pequeño grupo integrado por la misma gente a la que tenía intención de denunciar. Para tratarse de gente pudiente, vivían con la mayor sencillez en un viejo albergue de ladrillo marrón rodeado por unos lúgubres jardines cuya fachada se hallaba cubierta casi por entero por una enorme mata de hiedra. En la parte trasera del edificio, un jardín, tras elevarse bruscamente formando una empinada cuesta, daba a una carretera que discurría por entre una cadena de colinas. Un sinuoso sendero trepaba la pendiente hasta allí girando a uno y otro lado y describiendo una serie de curvas muy cerradas por entre una vegetación tan sombría que más bien parecía negra que verde. Por aquí y por allá pendiente arriba se levantaban unas estatuas que poseían toda la imponente frialdad de las esculturas ornamentales del siglo
XVIII
. Unas cuantas de ellas, formando una hilera que corría a lo largo de la última loma, podían divisarse a lo lejos desde la puerta trasera de la casa. Este detalle fue el primero que se grabó en la mente de March por la simple razón de que formó parte de la primera conversación que mantuvo con uno de los miembros del grupo allí reunido.
Los ministros presentes resultaron ser bastante más viejos de lo que se había imaginado. El Primer Ministro, por ejemplo, ya no era precisamente un muchacho, aunque todavía guardaba un ligero parecido con un bebé, si bien se trataba de uno de esos viejos y venerables bebés cuyos cabellos, aun siendo suaves, ya se habían tornado por entero grises. En realidad, todo lo que a él se refería era suave, incluidas su forma de hablar y su manera de caminar. No obstante, sobre todo lo demás, su función principal parecía ser la de dormir. Aquellos que se quedaban a solas con él se habían acostumbrado de tal manera a que sus ojos permaneciesen continuamente cerrados que casi llegaban a dar un salto de sorpresa cuando descubrían que, en medio de su extrema inmovilidad, aquellos ojos se acababan de abrir de par en par y observaban con atención lo que los rodeaba. Pero a pesar de todo, había al menos una cosa que siempre lograba que el anciano mantuviese sus ojos bien abiertos. Lo único que realmente le importaba en este mundo era su afición por las armaduras y las armas, especialmente por las orientales, y era capaz de pasarse horas enteras hablando, ya sobre las hojas que se forjaban en Damasco, ya sobre el arte árabe de la esgrima.